Estefanía Farias Martínez

La Montée au calvaire (1889)-Maurice Denis
—¿Qué es lo de la reserva, Julita?
—Ahora se lo explico. Ésta es la sala de descanso. Se abrió hace un año, pero entonces era distinta. Hace año y medio la situación en la empresa era de caos total. El momento culminante fue lo del señor Pérez. Ese día los titulares de la edición de tarde de la prensa local podrían haber sido: “Tragedia en Rivera de Peleteros, 25. El gerente de Tejidos Benítez se destroza el cráneo contra una mesa de mármol tras estrangular a uno de sus vendedores”.
—¿Hasta ese punto llegaba la tensión entre el gerente y los empleados?
—Imagínese que el señor Pérez colapsó al descubrir que el cliente había aceptado la oferta de otra empresa. Nunca se presentó a la reunión con el señor Müller, el gerente de aquella época. El señor Pérez acabó en la sala de cuidados intensivos del hospital más cercano. Había sufrido un amago de infarto.
—¡Dios mío!
—Cuando avisé al Presidente, salió disparado al hospital.
—No era para menos.
—El médico advirtió a la familia de la seriedad del cuadro que presentaba el paciente: otra impresión semejante podría tener graves consecuencias. Y cuando el Presidente intentaba tranquilizar a la familia, el señor Müller irrumpió en el hospital, vociferando, exigiendo el despido fulminante del vendedor.
—¡Qué canalla!
—La decisión del Presidente no se hizo esperar. El alemán desalojó su despacho esa misma tarde.
—He conocido tipos así y no tienen medida.
—Yo veía venir el adebacle en el departamento de ventas desde la llegada del alemán. De los cuatro vendedores que la empresa tenía en plantilla, el único que aún no estaba de baja era el señor González. El señor Gutiérrez y el señor Rodríguez habían acabado en urgencias la semana anterior. No fue tan grave como lo del señor Pérez, claro.
—¿Y cómo nadie hizo nada?
—Cabezonería del señor Benítez hijo —que cuando empezó la crisis se largó a Londres—, no quería dar su brazo a torcer. Él convenció a su padre para que contratara al alemán —era un experto en alto rendimiento—, estaba seguro de que haría de Tejidos Benítez una empresa puntera en el mercado.
—Lo típico, pura avaricia.
—El señor Müller era un psicópata del trabajo. Un teutón tostado, cachas pero corto de talla y andaba por los cuarenta. Debía ser soltero o estaba divorciado porque no había fotos en su despacho, nunca pasó nadie por allí a verle.
—Es que esos son así, mononeuronales. Suelen ser solteros, separados o divorciados.
—El caso es que el señor Müller ponía objetivos imposibles a los de ventas y les sancionaba si no los conseguían. Al de marketing le rechazaba todos los proyectos. A las chicas de atención al cliente las dio la orden de ignorar a las cuentas pequeñas y atender sólo las reclamaciones de las grandes, así que todo el mundo las gritaba. Al informático y al mensajero les tenía de servicio las 24 horas por si eran necesarios. Como el alemán no dormía… A Lolita la obligaba a venir por las noches. Sólo podía aparecer cuando el edificio se quedaba vacío, para no estorbar. Despidió a la otra secretaria y yo me pasaba el día a mata caballo. La plantilla al completo al borde del precipicio, pero los que peor lo llevaron fueron los de ventas, la presión sobre ellos era descomunal.
—¿Cuánto tiempo llevaba en la empresa cuando el lío de Pérez?
—Unos seis meses y lo que funcionaba dejó de hacerlo y lo que no, empeoró.
—Estas cosas pasan cuando sólo piensan en objetivos y se olvidan de las personas.
—Entonces fue cuando el Presidente, después de irse el alemán, optó por el producto nacional. Contrataron al señor Martínez, castellano viejo, de más de cincuenta, orondo, barrigón, afable, un hombre de familia, trabajador, responsable, que trataba a los subalternos como hijos, que llegaba a las nueve y se iba a las cinco, de los de palmadita en la espalda para animar a los fracasados, que provocaba sentimientos de culpabilidad por no ser tan leal a la empresa como él, que daba discursos a primera hora del día para concienciar a los empleados de que la empresa era de todos. Los que estaban de baja se reincorporaron y no eran capaces de pedir una nueva baja porque eso implicaba traición y deslealtad. Los de ventas parecían sonámbulos, perdían el control con facilidad y acababan insultando a los clientes que no llegaban a serlo. Las chicas de atención al cliente intentaban atender todas las reclamaciones y el de marketing trataba de ayudar a levantar la empresa a base de proyectos imposibles. Fue otra locura colectiva.
—Es que el método paternalista también tiene fallos monumentales. Es tan malo un jefe tiránico como uno que delega en ti la responsabilidad del fracaso de la empresa.
—El señor Martínez es un hombre inteligente. Cuando vio que su sistema se desmoronaba, decidió crear la oficina de recursos humanos. Quería encontrar una formula que sí funcionara y evitar que el personal acabara quemado del todo.
—¿Cómo lo hizo mi predecesora?
—Lo intentó. Creó la sala de descanso con sillones de masaje y música relajante. Incluso consiguió que los empleados se inscribieran en un gimnasio de aquí cerca, pero acabaron desertando todos porque era muy complicado combinar los horarios. Al final la sala de descanso se quedó como rincón para la siesta. También implantó los test de ansiedad cada cuatro meses, pero sólo duró para ver los resultados del primero. Yo la ayudé con la revisión de los test y nos llevamos una sorpresa.
—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?
—Porque resultó que el señor González, de ventas, y la señorita Gómez, de atención al cliente, no presentaban los elevados niveles de estrés de los demás, estaban casi normales.
—¿Tomaban drogas?
—Eso fue lo primero que pensaron, pero se descartó enseguida. A raíz de lo del señor Pérez, todos los empleados debían pasar un chequeo médico anual, y no se había encontrado nada raro en los análisis de sangre de ninguno.
—¿Y entonces?
(Continuará…)
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