Un paquete de Oreos

Hugo Dodero

Självporträtt (c.1940)-Elga Sesemann





Un manotazo y de nuevo el silencio. Dejé la mano sobre el despertador. Si no fuera por el cansancio lo estrellaría contra la pared. La mano, ahora fláccida, hizo un clavado desde la mesa de luz al piso, justo al lado de la zapatilla, sin que el brazo atinara a detenerla. No es lo mismo pasar la noche mirando el ventilador que cuelga del techo de madera, que intentar levantarme después de volver de bailar, como cuando era joven. Salí de la improvisada cama de dos plazas, tratando de no despertar a los chicos. La claridad que ingresaba por la persiana rota dejaba ver las figuras de los muebles, las camas unidas, con sus colchones hundidos, el escritorio de pino donde hacíamos la tarea con Antonella, la silla con la ropa que no llegó al placard, la alfombra raída en la entrada, el inexplicable verde de las paredes. El lugar era conocido y a la vez extraño, incluso hostil. La casa donde viví de chica, hacía tiempo que había dejado de ser mi hogar. Todo a mi alrededor era una colección de objetos muertos. Sin alma. Como yo.

Una notificación en el celular. ¡Es el imbécil de Ezequiel avisando que depositó los alimentos! supuse, pero no. Un mensaje grabado con una voz cuya amabilidad contrastaba con el contenido, que arruinaba cualquier inicio del día: “su banco le recuerda el vencimiento…”. Arrojé el teléfono contra el escritorio y el ruido despertó a Joaquín.

—Ma…
—¿Qué pasa amor? — respondí en voz baja para no despertar a Luciana —Dormite que es sábado.

Joaquín apenas podía abrir los ojos, lo que no le impidió hacer el pedido de siempre:

—¿Me traés Oreos cuando volvés del trabajo?
—Cuando cobre, hijo, ahora no puedo. En la cocina hay galletitas, mi amor.

De repente parecía haberse despertado y sus ojos mostraban una furia contenida. Apretando los puños y la garganta lanzó, mientras se escondía y pataleaba debajo de las sábanas:

—¡Siempre me decís lo mismo! ¡No me gustan esas galletitas! ¿nunca cobrás vos?
—¡Sí cobro! Pero no me alcanza para pagar todo y si tu padre se dignara a depositar al menos la miseria de cuota alimentaria que firmó, podría comprarte oreos, o las zapatillas que necesitás…

Ahora yo también estaba furiosa.

—Pobre papá… él gana poco, por eso no tiene plata —justificó Joaquín, que elegía creer las mentiras que le decía el padre, a pesar de verlo siempre con teléfono celular y zapatillas nuevas.

Era demasiado para mí.

—¡Dormite de una vez, pendejo del orto, y dejame en paz!

Salí de la pieza para bañarme, ya me había olvidado del cansancio. Desde el pasillo se sentía el olor a café y cigarrillo. Necesitaba quedarme un buen rato bajo la ducha para que el agua se lleve mi malhumor.

Envuelta en un toallón puse a calentar el agua del mate, mientras me planchaba el pelo. Después de vestirme fui al comedor.

—Hola, pa.

Sin levantar la vista de la hoja, me dijo:

— ¿Viste lo que vino de luz? ¡El doble del mes pasado! Pensaba llamar para quejarme, pero claro, antes yo me iba a trabajar y no volvía hasta la noche. Ahora hay gente todo el día…
—¿Qué querés decir con eso, papá?
—Nada, es un comentario….
—Bastante desubicado tu comentario. Si tuviera adónde ir, te juro que no estaría acá. Quedate tranquilo, que en cuanto pueda me voy con los chicos y no molestamos más.
—¿Ves que no se puede hablar con vos?

Apagué la hornalla. El agua estaba apenas tibia.

—Me voy a trabajar.

En lugar de tomar el colectivo, me fui rumbo a la estación del subterráneo. Los sábados no hay vigilancia y es fácil esquivar los molinetes. Caminé por Ancaste para doblar en Monteagudo, donde hacen fila los camiones que esperan para descargar en el playón de la estación del ferrocarril. Con el frío del otoño los camioneros se juntan a tomar mate alrededor de un pequeño anafe de camping. Son todos unos idiotas que, juntos, se potencian. Se creen muy vivos cuando molestan a las mujeres que pasan con frases tan poco erotizantes como “subite al camión mamita, que te agarro y te dejo con las patitas temblando”. Más vale que a ninguno se le ocurra decirme algo, porque lo agarro a trompadas. Esperaba que la caminata me dejara ordenar las ideas y bajar unos cuántos cambios antes de llegar al local del tío Ricardo.

Cada paso era como un martillazo en la vereda. Hay calles que no recuerdo haber cruzado, ni tampoco reparé en la presencia de los camioneros, sólo miraba las hojas que cubrían las baldosas. Sé que prendí un cigarrillo con lo que quedaba del otro. En la estación, no tuve problemas para esquivar los molinetes, y subir al tren que me esperaba. Apenas seis personas en el vagón. Me acomodé en el asiento que da a la cabina del conductor, contra la ventanilla y lejos de la gente. Las tres pibas sentadas en el asiento largo que da al pasillo estaban detonadas. Seguramente venían de gira. Usaban campera cortita arriba de una musculosa, short y botas con plataforma. Dormían con las bocas semiabiertas, apoyando la cabeza en los hombros de la del medio. Destilaban una mezcla de olor a alcohol, a humo, transpiración y perfume barato que unido al aire húmedo y viciado del túnel era demasiado para mi estómago vacío. A pesar de todo no atiné a cambiar de lugar. Quería llegar. Quería irme. Quería terminar el día. Quería estar en casa y acostarme hecha una bolita y dormir hasta el lunes o mejor, no despertarme más.

El viaje resultó insoportablemente lento. El subterráneo demoraba en las estaciones desiertas el mismo tiempo que en la semana, cuando la gente que quiere viajar lucha con los que tratan de bajar.

Era temprano y el negocio todavía estaba cerrado. Ni siquiera podía usar el celular hasta que me conectara al wifi del negocio, así que sólo quedaba fumar un cigarrillo mientras esperaba al tío Ricardo. Temblaba, y mi estómago no paraba de hacer ruido. Con la bronca, además de salir sin desayunar, me había olvidado el saquito de lana y recién me daba cuenta. Mi odio a la raza humana había alcanzado niveles alarmantes, cuando llegó doña Elvira, una viejita delgada de piel muy blanca, casi transparente, y hermosos ojos celestes que es clienta desde que al negocio lo atendía el abuelo José. Traía una bobina de hilo Tomasito rojo que había llevado el martes. Seguramente venía a cambiarla por otro tono, como los tres días anteriores. Después de saludarme, sin dar muchas vueltas me preguntó si era la hija de Alicia.

—Sos tan linda como ella y con la misma tristeza en la mirada —sentenció.

Le respondí que mi mamá se llamaba Alicia, y que no es la primera vez que la gente resalta nuestro parecido. ¿De dónde la conocía, si mamá vivió siempre en otro barrio?En eso llega el tío Ricardo. Mientras levantaba las persianas, doña Elvira ya le estaba está explicando que necesitaba un tono de hilo más clarito, casi casi como el que había comprado originalmente.

Ya dentro del negocio empieza a sonar el celular. Otra vez el banco, tres mensajes de Alejandra, con sus planes de viajes que no entiende que nunca voy a poder hacer, y ¡dos llamadas perdidas del Gordo! ¡Dios! Lo que me faltaba, perder las llamadas del Gordo por no tener saldo ¡la puta madre!

Salí para llamarlo. Quise ser amable y en lugar de ir directamente al motivo de su llamado, se me ocurrió preguntarle cómo estaba, y al Gordo, que le encanta explicar todo, se le da por contarme de una discusión con Romina. Que habían planeado un viaje ese fin de semana, pero pasó algo y lo obligaron a trabajar ese sábado, ¿para qué carajos le pregunté?,¿qué podía tener que ver eso conmigo? Él seguía hablando y mi cabeza era ¿Qué más le falta a este día? Ahora este boludo me llama para contarme sus problemas de pareja. Todo bien con vos, Gordo, pero dejame de joder, andá a hacer terapia, hacete ortear, no sé… De repente me dice:

—Naty ¿me escuchás? —Claramente no tenía idea qué había estado diciendo, me disculpé, diciéndole que tengo un día horrible, que todo me sale mal. —Te pregunté si seguís interesada en el trabajo.

No sabía qué responder ¿había escuchado bien, o era mi desesperación?

—Si… no, Gordo… esperá, porque no entiendo nada… ¿qué tiene que ver esto con tu mujer? — Con toda su paciencia me explicó algo de un fraude de una empleada, de la auditoría que le arruinó los planes de una miniluna de miel, que necesitaban a alguien, y que por eso me llamaba. Le insistí para que me asegurara que todo esto era real, incluso lo amenacé con insultarlo como mínimo un año de todas las maneras imaginables si me estaba ilusionar y no me lo decía en ese momento.
—No, ¿cómo voy a joder con esto? ¿No me creés? —me respondió simulando enojo.

Me senté en el dintel de la casa vecina y prendí un cigarrillo para calmarme. ¿Hoy? ¿Justo hoy que el mundo no me da respiro con sus reclamos? ¿Qué no deja de mostrarme que nada de lo que hago es suficiente? ¡Ni siquiera puedo comprarles a mis hijos galletitas decentes! ¿Hoy? ¿Justo hoy, que es el peor día de mi vida, me llaman para ofrecerme trabajo?
—Bueno… quizás termine no siendo el peor día de tu vida —intenta calmarme el Gordo.

Seguía sin poder creerlo. Hacía menos de una hora, venía en el subte envidiando el estado de inconsciencia de esas chicas que olían a todo lo que bastaba para ser feliz en mi adolescencia. Adolescencia y Felicidad. Tan lejanas y ajenas me parecían ambas, que en el viaje fantaseé que me empastillaba y no despertaba más…

—Bueno, Naty, respirá hondo. No llores, calmate por favor.

Meses más tarde, el Gordo me confesó que ese día se dio cuenta de que trabajar en Recursos Humanos es una mierda. La gente llora porque la despiden, porque le niegan un aumento de sueldos, porque no le dan permiso para ir a ver a su hijo en el acto del colegio y ahora yo lloraba porque me contrataban.

¿Cómo no iba a llorar?

Quedamos que el martes a las diez pasaba por la oficina para arreglar las cuestiones formales y me despedí del Gordo, que tenía que atender una llamada de su esposa.

—Hoy es mi día de calmar mujeres —me dijo, resignado.

No es tu laburo, Gordo. Es la vida.

Como pude intenté secarme las lágrimas antes de volver al negocio. Al verme, el tío Ricardo me abrazó y me preguntó qué me pasaba. Le dije que estaba todo bien, que después le contaba.

Doña Elvira, que ahora además del hilo Tomasito rojo número 67 como el que había comprado originalmente, tenía una bobina de verde número 226, dijo:

—Igualito que antes…

No aguanté y le pregunté de dónde la conocía a mi mamá.

—La conocí acá, en el negocio, cuando tu hermana era chiquita.
—Nunca me dijeron nada, tío.

Como era de esperar, doña Elvira siguió hablando. Contó que era normal encontrarlos abrazados, mamá llorando y el tío tratando de consolarla. Era tanta la pena que le daba, que le quedó grabada esa mirada que volvía a descubrir en mí.

—Se la veía tan sola a Alicia…Te voy a contar un secreto: las clientas decíamos que hacían una pareja hermosa. Parecían llevarse tan bien… pero bueno, Ricardo es un santo y en ese momento estaba casado… Una lástima, porque después se fue y no volví a verla.

El tío Ricardo amagó con decir algo, pero no le salió la voz.

Doña Elvira saludó y se fue con las dos bobinas de hilo, que seguramente querrá cambiar el lunes.

—Yo sabía que fueron compañeros del colegio secundario, pero no que mamá había trabajado con vos…

Me explicó que, cuando nació Antonella, al tarado de su hermano -que vendría a ser mi padre- se le dio por desaparecer una vez más, así que habló con mamá y le ofreció trabajar unas horas. El negocio nunca fue gran cosa, pero ella, que tenía a Antonella recién nacida, podía ganarse unos pesos y salir de la casa. Y de paso, él podía ir un rato al café con sus amigos. Un poco como pasaba conmigo. Me dijo que después mamá quedó embarazada de mí, y volvió a convivir con Raúl. Y ya no volvió a trabajar.

Se quedó un rato mirando la calle, en silencio. Cada tanto hacía pequeños gestos, casi imperceptibles, la mayoría con un dejo de tristeza, que eran seguidos de otros de resignación a los que acompañaba con una especie de resoplido breve, mientras limpiaba los lentes con un guardapolvo tan gris como su estado de ánimo. Esa mañana lo vi espantosamente solo. Desnudo. Cansado. Derrotado. A él, que era el pilar donde todos nos apoyábamos, me tocaba verlo desmoronarse frente a mí. El escape libre de una moto lo devolvió de su viaje en el tiempo. Se tomó un par de segundos para reacomodarse y me preguntó qué me había pasado a mí. Le conté que el Gordo me había llamado para trabajar en la escuela, Su rostro hizo un esfuerzo inútil para expresar la alegría que sé, sintió por dentro. Le aclaré que iba a ver cómo acomodar los horarios para poder seguir yendo, al menos unas horas, y suspiró aliviado. En tono de disculpa me dijo que sabía que no era mucho lo que me pagaba y que entendía que yo quisiera irme.

—Tío, sé que hacés más de lo que podés y eso que a vos te parece poco, es muchísimo más de lo que hace el imbécil de mi viejo. Antes de venir para acá me echó en cara el gasto de luz. ¿Sabés? Vos sos la única persona que se preocupa por mí. Que me pregunta cómo estoy, pero de corazón, no para salir corriendo, sino para quedarse si me ves rota. Antonella se acuerda que, cuando discutía con papá, mamá le decía que sos lo único bueno en esta familia de mierda. Un día, en medio de una de sus tantas crisis, llegó a decirle que debió haberse casado con vos y no con el sorete de mi viejo.

Otra vez el silencio….

—Pero lo eligió a Raúl —dijo mezclando enojo con resignación.
—Y yo te elegiría a vos como papá. Sé que no es lo mismo. Tu hermano tendrá el título, pero nunca te llegó a los talones como padre.

Nos quedamos un buen rato abrazados, llorando como chicos. ¿Cómo hubieran sido nuestras vidas si mamá hubiera elegido distinto? ¿Hubiera crecido sin odiar a mis compañeras que tenían un hogar normal y que cenaban todas las noches porque su mamá no estaba encerrada en la pieza llorando? ¿Cómo sería yo de haber vivido en un hogar con olor a tostadas, a tuco de domingo y tortas de cumpleaños? ¿Si hubiera ido a un colegio con las tareas corregidas, las hojas canson y los mapas con división política que terminaba pidiendo a las mismas chicas que odiaba por tenerlos?

—¿Nos sacamos una foto? —le dije y, sin esperar la respuesta, me fui al cuartito donde el tío Ricardo dormía la siesta, para buscar la Polaroid que tenía en la mesita de luz. Nos sacamos dos fotos
—Así tengo una yo y la otra te queda como recuerdo…con ese celular de mierda que tenés ni fotos podés mandar…

Volví al cuartito a dejar la cámara y vi, debajo del vidrio de la mesita de luz, una foto del tío y de mamá. Si bien solo se veían sus caras, estaban raros, como despeinados. Mamá estaba hermosa. Mostraba una expresión de felicidad que no le ví en las pocas fotos que tenemos. Saqué la foto para verla mejor y detrás tenía un corazón dibujado y una fecha: 21 de agosto de 1973. Con cuidado dejé la foto donde estaba y volví al local. El tío Ricardo quiso darme el resto del día libre, pero le pedí quedarme por lo menos hasta el mediodía, para almorzar juntos.

Cerramos el negocio y nos fuimos a comprar algo para festejar. Por primera vez en ese día, miré el cielo. Algunos pájaros cantaban entre las ramas semidesnudas. Las hojas caídas facilitaban el paso a los débiles rayos del sol de otoño, que me envolvían con una calidez especial. Una brisa de libertad me desacomodaba el pelo, pero no me importaba.

Caminamos hasta la placita de Saavedra y México. Buscamos el banco de madera con forma de herradura y nos sentamos a comer empanadas con unas latas de cerveza alemana, mientras los chicos jugaban en las hamacas y las madres les limpiaban los mocos. Había quedado mucho por decir, pero en ese momento no necesitábamos palabras. Pasaron demasiadas cosas esa mañana. Con un silencio cómplice disfrutamos de nuestro banquete improvisado.

Cuando terminamos de almorzar nos despedimos con otro abrazo. El tío se fue para abrir el negocio y yo caminé hacia la avenida Jujuy para tomar el ómnibus a casa. Quería quedarme al sol y respirar al aire libre.

Decidí bajarme antes del micro, para pasar por la casa de Antonella. Todavía emocionada, le conté todo lo que había pasado esa mañana. Como si hubiera descifrado un mensaje secreto oculto en mi relato, me pregunta con cara inquisidora

—¿Vos pensás volver?

Estaba tan absorbida en mis pensamientos que no supe de qué me estaba hablando

—¿Volver adonde? —le pregunté tratando de entender
—Con el Gordo… —me respondió con un tono que denotaba lo obvio que para ella era la respuesta.
—¡Ni hablamos del tema, Anto! ¿Te parece que estoy para pensar en eso?
—No sé…pero me resulta extraño que te haya llamado. Seguramente conoce otras personas para ocupar el puesto…
—¿Querés decir que yo no estoy capacitada?
—¡No! Sólo me extraña que, en medio de una crisis matrimonial, se le ocurra llamarte para trabajar con él. Debe hacer más de diez años que está casado y esa miniluna de miel es el típico viaje de los que intentan salvar la pareja. En vano, porque cuando vuelven, ¿cuánto dura el efecto del viaje? ¿una semana? ¿dos? Después van a darse cuenta de que las cosas están igual de mal que cuando se fueron.
—No me dijo nada de eso y no estoy para meterme en más problemas. Ahora lo único que me importa es que con trabajo voy a poder irme de ese infierno que es vivir con papá y empezar a pagar las deudas… ¿Vos me podrás ayudar con los chicos si se me complica ir a buscarlos al colegio?
—Mientras siga trabajando desde casa, no tengo problemas. ¿Cómo vas a hacer con el negocio del tío Ricardo?
—Si acomodo los horarios, quiero seguir yendo. ¿Vos sabías que mamá había trabajado con él?
—Algo creo que escuché alguna vez… ¿por qué?
—Me acabo de enterar por una clienta… papá nunca dijo nada…
—Vos sabés cómo se pone cuando le hablás del tío… no sé qué les habrá pasado, pero no lo soporta.
—Y pasó otra cosa más… en la mesa de luz del tío hay una foto de él con mamá. Un día le voy a pedir que te la muestre… ellos están con las caras juntas, medio despeinados, cuando la fui a guardar no se porqué miré atrás y tenía dibujado un corazón…
—Andá a saber de cuándo es… ellos eran compañeros de secundario…
—Agosto del 73…21 de agosto del 73 la sacaron
—¿Cómo sabés?
—Porque estaba escrito al lado del corazón…

Antonella se quedó callada. Al cabo de unos segundos, con una voz que apenas podía escucharse preguntó

—¿No te diste cuenta?
—No…no sé de qué me tendría que dar cuenta…
—Vos naciste el tres de mayo del 74… desde esa fecha, son casi nueve meses… ¿y si papá tiene razón?
—¡No! ¡Olvidate! El tío no sería capaz…además estaba casado en ese momento… Y si mamá lo engañó, bien merecido se lo tiene por malparido. Pero no, no hay manera de que eso haya pasado… ¿Entonces cuento con vos para que me desuna mano con los chicos?
—Por supuesto —respondió Antonella, con voz ausente.
—¡Te amo, hermanita!

Salí sin entender el alcance de las palabras de Antonella. Lo único que me importaba era el trabajo y todo lo demás era irrelevante.

En el quiosco compré un paquete de Oreos para Joaquín y gomitas de gelatina ácidas para Luciana. Sonreí imaginando sus caras de sorpresa.

Necesitaba encontrar un lugar para vivir, buscar la garantía del alquiler, acomodar los horarios de trabajo con los de la escuela, arreglar las visitas del padre, reclamar la cuota alimentaria, recuperar los muebles que quedaron en la casa de Ezequiel. La lista de cosas por hacer se multiplicaba con cada solución. Mi cabeza seguía sin poder parar, pero ahora era por una buena causa: por fin podía empezar a hacer los cambios que tanto necesitaba.

Era extraño llegar a casa con sol. La puerta de chapa con vidrio ámbar por la que se entraba al patio tenía puesta la traba. Toqué timbre y escucho la voz de Luciana gritando “¿quién es?”. Joaquín me abrió la puerta y le pregunté por el abuelo. Me contó que se fue, como todos los sábados cuando trabajo.

—Nos dice que nos cerremos con llave y pongamos la traba. Siempre vuelve un rato antes que vos y se sienta en sillón a mirar la tele.

Lo único que le había pedido era que cuidara a sus nietos cuando yo no estaba. Era inútil confiar en él. Parecía empecinado en no desperdiciar cualquier oportunidad de decepcionarme. Envalentonada, no dudé en insultar

—¡Pero qué pedazo de hijo de puta!

Libre del agobio de sentir que estaba empantanada en una situación sin salida, fui a la cocina. Mientras calentaba el agua para tomar mate, le pedí a Joaquín que me busque el encendedor. Cuando abrió la cartera, gritó:

—¡Me trajiste las Oreos! ¡Lu, mirá! ¡Hay gomitas para vos! ¿Cobraste, ma?

Los dos vinieron a abrazarme. Me puse a llorar. Nunca hubiera podido creer que tan poco los hiciera tan felices, ni soportar saber que sufrían tantas carencias. Como pude, les conté que el martes empezaba un nuevo trabajo, que iba a buscar un lugar para mudarnos y me empezaron a ametrallar con pedidos de camas y dormitorios para cada uno y patio para jugar y muchas de las cosas que ven que sus compañeros tienen.

Esa noche, en casa era Navidad y verlos felices a los chicos, aún con sus demandas infinitas, calmaban un poco las ganas de escupirle en la cara a mi padre que al fin le íbamos a dejar la casa libre y que, si por mi fuera, no lo vería nunca más.

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