Carlos E. Luján Andrade

#89.Collage sobre cartón-Carlos E. Luján
Imaginaos ahora, si no os falta el valor, los pensamientos de todos los hombres condenados en un instante mismo a la conciencia de su muerte.
¿Creéis que habrá un solo hombre —uno solo— que esté alegre y satisfecho de aquel momento en el cual el destino le ha dejado inmóvil? ¿Creéis que para uno solo de estos hombres haya sido este el momento de Fausto, el momento bello que desearíamos detener, fijar, conservar para toda la eternidad?
Giovanni Papini en «Palabras y sangre«
A fines de la década de los noventa, me enteré de una noticia sorprendente: el doctor Jack Kervorkian era procesado por las autoridades estadounidenses por asistir el suicidio de enfermos terminales, llegando a participar en más de 130 hasta 1998. El Doctor Muerte, como lo llamaban los medios de comunicación, asistía a los enfermos proporcionándoles un aparato denominado La máquina del suicidio, que permitía al paciente inyectarse por sí mismo una dosis letal de cloruro y potasio. Esta fue una de las noticias más impactantes de las que he tenido conocimiento, ya que dejó en mis pensamientos la posibilidad de la autoeliminación de una manera pacífica y asistida.
En ese entonces yo estaba de acuerdo con lo que afirmaba el doctor Kevorkian: «El que desee morir que lo haga, no hay que estar loco para hacerlo y es por esa razón que nadie puede decidir por uno si es correcto o no realizar este temerario acto». Luego de varios años y desganarme por combatir al sistema, me he permitido pensar imaginativamente en esa posibilidad.
No quiero discutir si la autoeliminación es lo correcto o no para el ser humano, porque ese infructuoso debate nos impediría desarrollar los múltiples matices que esa aceptación traería. Supongamos que pudiéramos autoeliminarnos, que sea una libre elección. ¿Cómo lo haríamos? ¿Nos daríamos un balazo? ¿Ingeriríamos cantidades tóxicas de pastillas? ¿Nos lanzaríamos por un acantilado o hacia las vías del tren? ¿Nos ahorcaríamos? Existen alternativas, pero todas violentas; es decir, emparentamos el suicidio con lo agresivo y lo brutal.
La individualidad nos está llevando por caminos cada vez más simples. El gusto por la muerte se hace más atractivo debido a que la realidad ha dejado de serla. Las personas que toman esa decisión alucinan en la muerte un mundo donde pueden prescindir de la razón y los sentidos. Es así que dichos individuos salen de la desesperación y la angustia, pero… ¿por qué suicidarse con ese sentimiento de frustración? ¿Acaso no podríamos suicidarnos simplemente por libre elección? Como realizar un viaje de placer sin retorno.
Debería existir una filosofía del suicidio, no de la muerte. Demostrar de esa forma que la existencia no tiene como fin solo la realidad —el cristianismo estuvo cerca, pero gracias a la amenaza de excomulgar a los suicidas impidió un inevitable despoblamiento de Europa en la Edad Media— sino también una preparación para el suicidio.
Fundamentándonos en esa filosofía, propondría al suicidio como una alternativa válida. Esta propuesta parte de la anhelada idea del hombre de hacer del momento placentero una eternidad, morir y luego mantenernos por siempre en una sensación de placer y tranquilidad. Las opciones de estas «sensaciones eternas» las podemos encontrar en la literatura, la música, la religión, la fantasía, los medios de comunicación, de tal forma que esa evocación mental haría del suicidio una experiencia atractiva y codiciable. Por eso debemos usar elementos científicos, religiosos, literarios y artísticos para crear la abstracción mental que nos reciba luego de la autoeliminación. Pero para lograr que las personas obtengan dicha abstracción, debemos de educarlas en la percepción de sensaciones placenteras; por ejemplo, de una obra artística, de un poema, de una canción o de un recuerdo.
Nuestra evocación mental la tomaríamos de la sensación preferida y así morir en ella. Del párrafo de un poema de Vallejo, de Martín Adán o de Neruda, de una sonata de Beethoven o un nocturno de Chopin, de un cuadro de Marc Chagall o de la mirada del ser amado, del abrazo acogedor de la madre o de la estrofa de la canción preferida.
Pero para conseguirlo necesitamos la asistencia de científicos que permitan terminar nuestra existencia en el instante preciso; ellos pueden usar alucinógenos, medicinas, técnicas de hipnosis y una máquina que permita hacer todo eso en un instante inmediato y a propia voluntad.
Ya pensaré en cómo operaría dicha máquina. Por ahora, les diré que crearla sería lo más legítimo que el hombre pueda hacer por su naturaleza: arrebatarse el temor a la muerte y verla como una posibilidad real y necesaria. Sé que la idea expuesta hecha realidad ayudaría a emanciparnos de la desesperación que algunas veces nos trae la vida y así escapar libres de toda culpa.
(En El comedio del breñal)
