Estefanía Farias Martínez

Cecilia esperaba en la cafetería que había frente al portal del número 45, apostada en una mesa junto al ventanal que daba a la calle. Vio llegar un Volkswagen amarillo chillón que aparcó a escasos metros de donde estaba ella. Del coche se bajó un hombre con gabardina. Le reconoció enseguida. Era él: Facundo Ribagorda, sin sombrero.
El detective cruzó la calle con paso firme, aplastando el asfalto al andar. Se rió al ver a Lolita, el escarabajo rosa chicle que Cecilia compró de segunda mano, con largas pestañas negras en los faros.
Cuando Facundo entró en el portal, ella salió de la cafetería y se sentó a esperar en su escarabajo. Al pasar junto al coche del detective, le dio unas palmaditas en el capó.
—Lo mismo encontramos pareja las dos, ¿A que te gusta Boggie? —susurró, mirando a Lolita.
Era el nombre perfecto para el coche de su detective.
—Es un tipazo, fíjate qué líneas.
Facundo salió apenas media hora más tarde, Cecilia casi se desmaya al verlo avanzar hacia ella: tenía el pelo muy corto, jaspeado, un cuello ancho y unas cejas del tamaño perfecto que enmarcaban unos ojos negros profundos, parecía tan peligroso.
El detective se metió en su coche, pero no arrancó, tomó notas en una libreta de pastas negras. De pronto él abrió la puerta y ella se escondió tras el volante. Le vio entrar a la cafetería. En ese momento Enriqueta apareció en el portal y Cecilia aprovechó para cruzar la calle corriendo y abordarla. Quería saber qué opinaba ella del detective, era una mujer muy perspicaz.
La criada de la señora tenía prisa, iba camino del mercado. Un cambio de planes de última hora en el menú, lo habitual con Ica. Así llamaban sus conocidos a Doña María de los Ángeles. Enriqueta y ella llevaban juntas más de 30 años, desde que se murió el coronel. Llegó a aquella casa por mediación de Doña Salud, la hermana pequeña de Ica, no quería que estuviera sola. Enriqueta había pasado por varias casas desde que se trasladó a la capital, tenía buenas referencias y se adaptó al carácter voluble de su patrona muy rápido.
Cecilia acompañó a Enriqueta a hacer sus compras y notó a la criada muy inquieta. Enriqueta observaba con recelo a todo el que se cruzaban; ignoró el buenos días del peluquero de Ica; el ofrecimiento de Adora, la frutera, para mandarle al chico a casa con las bolsas, fue rechazado con contundencia; de vuelta, el saludo de Juanjo, el hombretón del quiosco que había frente al portal, obtuvo como respuesta un bufido.
Se cruzaron con Ica a la altura del quinto piso; envuelta en su característico abrigo de astracán iba a misa de doce.
—Hola, Cecilia, te iba a llamar cuando volviera, estuvo aquí el detective. Quédate a comer y charlamos.
—De acuerdo, Ica.
—Ah, Enriqueta, como a Cecilia le encantan las lentejas y ya las tenías puestas en agua, dejamos el estofado para mañana.
—Sí, señora, como usted diga.
Doña María de los Ángeles bajó apurando el paso y Enriqueta subió el último tramo de escaleras refunfuñando, pero con la cabeza en otra parte. Todavía siguió reclamando unos minutos al entrar al apartamento y Cecilia fue tras ella por el lúgubre pasillo que conducía a la cocina. Entre las dos sacaron todo de las bolsas. Enriqueta daba vueltas abriendo y cerrando cajones y armarios, poniendo todo en su sitio y preparando los ingredientes para hacer las lentejas.
—Ahora me vas a explicar, ¿qué está pasando? —la interrogó Cecilia, preocupada—, ¿por qué no le has contestado el saludo al peluquero de Ica? Si el señor es muy atento, ¿por qué tan arisca con Adora? Que yo recuerde desde que se os estropeó el ascensor ese chico te traía la compra cuando ibas muy cargada, y ¿Juanjo, qué te ha hecho? ¿No decías que después de mucho camelártelo habías conseguido que os subiera los periódicos temprano, para que Ica pudiera desayunar leyéndolos, como a ella le gusta? Tú siempre has sido muy amable con todos, pero hoy estás rara.
—Es que una ve y se entera de cosas. No es hoy Cecilia, es desde hace tiempo. Creía que nos vigilaban, pero ahora estoy segura, se han vuelto más descarados. Mira, te cuento y tú me dices si soy una paranoica. Juanjo apareció hace una semana con coche nuevo, un Audi de segunda mano, él dice que le ha tocado la lotería, pero Conchi, su mujer, le contó a la de la mercería que al marido le había salido un trabajo muy bueno, por hacer casi nada, nunca había visto tanto dinero junto. Ya sabes que esa mujer es estúpida, le reventó la coartada al marido, podían haberse puesto de acuerdo, pero como él es un fracasado no se pudo aguantar las ganas de presumir. ¿Y qué trabajillo puede estar haciendo si vive en el quiosco? Espiar. Pero si no suelta el móvil, además ahora tiene uno de esos con cámara y conexión a internet, me lo enseñó. Hace ya unos días que no le dejo que nos suba el periódico. Me levanto a las seis para cazarle en el portal. Es que me lo encontré cotilleando el correo de la señora, el que dejo en la bandejita de plata, a la entrada. Y el peluquero también tiene lo suyo, me interroga a la señora sin que ella se entere, porque ya sabes cómo anda Ica de reflejos, como siempre está en el cielo de Valencia, pero luego me cuenta todo porque aunque parezca que no atiende, escucha. El peluquero antes le preguntaba por Don Alejandro, pedía muchos detalles y como ella es muy reservada pues ni mú, y por ti también se interesaba, incluso la intentaba malmeter contigo, pero no tenía nada que hacer. A los dos días de morírsele el hijo quería saber si se iba a ir a vivir a la mansión. A ella le pareció muy raro, pero chitón.
Enriqueta se levantó y se fue a su cuarto. Era una habitación pequeña al lado de la cocina con una cama, un armario, una mesita de noche y una ventana que daba al patio interior. Un par de minutos más tarde volvió con una revista en la mano, abierta por las páginas centrales, y se la enseñó a Cecilia.
—¿Viste el reportaje del funeral de Don Alejandro en el Hola? Qué guapa estaba ella con su mantilla negra, ese vestido tan lánguido y los tacones, parecía de la realeza, casi ni lloró, porque a ella la educaron para no dejarse llevar por la emociones, eso me dijo al volver a casa y luego se metió en su habitación. Se me encogía el alma oyéndola, pero no la quise interrumpir. No es tan dura como parece, lo está pasando fatal. En realidad pensar en la posible pelea con Briones la entretiene, mientras no me la maten.
—¿Por qué dices eso?
—Como si tú no hubieras visto ninguna película de abogados mafiosos, hacen esas cosas. Pero mejor cambiamos de tema que me pongo enferma. El peluquero tenía a los niños en un colegio del barrio y mira por donde de pronto los han transferido a una escuela internacional carísima, otro que la mujer es una bocazas. Ata cabos Cecilia, ¿si tú fueras Briones no tendrías vigilada a la señora? ¿la dejarías salirse con la suya?
—No digo que no puedas tener algo de razón, pero creo que estás exagerando.
Cecilia no quería alentar los temores de Enriqueta, pero sabía que todo lo que decía la criada era verdad, sólo la tranquilizaba pensar que Ica contaba con ella, la cuidaba a su manera, era un buen guardián.
—Yo estoy segura de que Briones ya tiene la ficha completa del detective y estará investigándolo. Juanjo seguro que le ha pasado el parte con foto —continuó Enriqueta.
—De todas maneras lo va a conocer mañana, porque Briones va a estar allí para hacer el paripé cuando yo llegue —Cecilia intentó quitarle importancia al asunto—. ¿Y lo de Adora?
—Eso es otro tema, me lié con el marido, es un sinvergüenza y mucho más joven que yo, le saco más de diez años. Dice que tengo las carnes más firmes que su mujer, es que ella está enorme y no se cuida nada. No me extrañaría que quisiera hacerme desaparecer, mi pichurrín dice que ella es capaz de contratar un sicario, que hasta se lo insinuó cuando tuvo aquel affaire con la pescadera.
—Te metes en unos líos, con lo seria que pareces.
—Todo fachada.
—Mira que llevamos un año cotorreando, pero no me has contado nada sobre ti. ¿Tú no tienes hijos, Enriqueta?
—No.
—¿No te has casado nunca?
—No, tuve un novio en el pueblo, pero se murió y me vine a la capital. ¿Le echo morcillita a las lentejas? me queda un cachito. Cuando es sólo para nosotras no la pongo, pero como hoy comes aquí, nos daremos un banquete. De segundo voy a asar sardinas, ¿te apetece? Es que encontré unas fresquísimas en el pescadero y le voy a dar una sorpresa a la señora, la vuelven loca.
—Hace tanto que no pruebo la morcilla, ¿es la del pueblo que te trae tu prima?
—Sí, la de cebolla.
—Se me hace la boca agua y sabes que las sardinas asadas sólo las como aquí. Siento lo de tu novio, perdona por preguntar, ¿estaba enfermo?
—Que va, tuvo una bronca con unos mafiosos asiáticos y le tiraron un camión encima, por lo visto es el método habitual para deshacerse de los estorbos. Fue una pena, pero en el entierro descubrí que éramos cuatro viudas, así que me alegré de que estuviera muerto el muy cabrón.
—No seas bruta.
—Que fue una impresión, el cura no sabía a quién dirigirse en el funeral, llorar no llorábamos ninguna, un par de ellas escupieron al féretro. Llevaba con las cuatro más de siete años, a mí me tenía ahorrando para el ajuar, las otras casi lo habían terminado de pagar. Me tuve que ir del pueblo porque fue vergonzoso. Y me dije nunca más.
—¿Y no has tenido novio desde entonces?
—No, pero tengo mis encantos y me he levantado a más de uno, yo lo que no quería era casarme.
—Ya me he dado cuenta de que eres una ligona, Ceferino se te arrima mucho.
—No me hables, no me hables. Está tan pesado.
—Hazle caso, mujer, que es médico, soltero y muy serio.
—Y retaco, me llega a la altura del sobaco, además es muy poca cosa. Yo prefiero a mi pichurrín.
Cecilia esperó a que Enriqueta preparara un par de cafés y la invitara a sentarse a su lado en aquellas sillas metálicas que acompañaban a la mesita de apoyo de la cocina, entonces vio su oportunidad.
—Yo te quería preguntar… ¿Qué te ha parecido el detective?
—Ya sabía yo que por eso habías venido, te conozco.
—Es que tú calas a la gente muy rápido.
—No te puedo decir mucho porque la señora no le dejó hablar, pero tiene un buen polvo.
—Enriqueta….
—¿Te has puesto roja? ¿Tú no trabajabas en un bar de alterne?
—No, era un club y las otras eran ligeritas pero yo muy seria, le puse las cosas claras al jefe desde el principio, además no duré más que una semana.
—¿Y cómo se te da lo de la seducción?
—¿De qué hablas?
—Que poquito mundo tienes. Tíratelo. Necesitas que se ponga de tu parte desde el principio, primero le ofreces la carne y luego le enseñas el cerebro, como tienes poco tiempo es la mejor estrategia, tampoco creo que sea un sacrificio.
—¿Por qué dices eso?
—Porque pareces un semáforo, la luz verde parpadea a lo bestia. ¿Has pasado mucha hambre, verdad hija?
—No seas mala, Enriqueta. Tú sabes la mala suerte que he tenido siempre con los hombres.
—Por eso lo digo. Pero éste te gusta.
—Sí. Demasiado. Me di cuenta el otro día en el ginecólogo, me tenían que tomar una muestra y esos cacharros son muy desagradables, además le dije a la enfermera que lo hiciera con cuidado que hacía mucho tiempo que por ahí no entraba nada. Ella se rió, claro, pero se lo tomó con calma y en ese preciso momento me acordé de la conversación con el tal Facundo y oye aquello hizo plop hasta el fondo, qué vergüenza.
—Jajajajajajaja. Sí que te gusta, sí. Además vais a vivir juntos, ha aceptado trasladarse a la casa. Bueno, tampoco es que Ica le dejara decir nada, pero se sobreentendió.
—¿De verdad?
—Mírala a ella, qué ojos. Me parece que mi plan de seducción te va a hacer un favor y de los gordos. Tú no te preocupes de nada que yo de esto sé mucho, antes de dos días estarás comiéndote ese rosbif, le pondré una vela a San Antonio para ayudar.
—Como te quiero, Enriqueta.
—Ya lo sé.
Cecilia le dio un beso en la mejilla y la estrujó. Enriqueta se revolvió riéndose, miró la hora y se levantó a terminar de preparar la comida.
—Anda, guapa, abre la ventana que si no nos vamos a atufar.
En minutos una espesa niebla cubría la cocina. Oyeron la puerta abrirse y la voz de Doña María de los Ángeles que rebotaba por los pasillos hasta llegar a ellas:
—Enriqueta, ya llegué, ¿le falta mucho a la comida?
Se acercaba despacio y eso hacía que los crujidos de la madera fueran más escandalosos.
—No, señora, ya casi está.
Doña María de los Ángeles se asomó a la boca del pasillo que daba a la cocina.
—Cecilia ven y me ayudas con esto.
Cecilia salió a su encuentro y la vio cargando un par de bolsas que abultaban mucho.
—¿Qué trae, Ica?
—Unas cosillas que me ha encargado el Padre Eustaquio, son unas abejitas a las que tengo que poner alas, para los niños del hospicio de…. No me acuerdo, son huerfanitos. Me ha dado el alambre y la lana, no es la primera vez, que te diga Enriqueta la de alas que hemos puesto ya, ella hace el armazón y yo las relleno con la lana, somos verdaderas expertas.
Dejaron los materiales en el cuarto de costura y volvieron al salón. La señora se dirigió al aparador del comedor y sacó el hule y el mantel de diario del primer cajón.
—¿Me ayudas a poner la mesa? Saca los platos de Vereco, estamos en confianza. Esta mañana cuando vino el detective Enriqueta usó el juego de café de Rosenthal, no iba a sacar las tazas de loza, la tengo muy bien entrenada.
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