SER EN EL CUERPO

Carlos E. Luján Andrade

Preludio. Collage sobre cartón-Carlos E. Luján Andrade




El desprecio al cuerpo es un sentimiento recurrente en la vida. La condición de ser seres orgánicos avergüenza hasta al más descreído. La masa débil y vulnerable nos muestra lo efímero de la existencia: el límite de la sed de comprensión y de la imaginación; sin embargo, es el transporte de intenciones interiores donde aflora lo más profundo del espíritu.

Y uno se refiere tanto al espíritu que olvida al cuerpo, aquel que termina maltratado por las noches que socavan la moral y el hígado, por las lecturas que entumecen los ojos hasta el ardor y por las bebidas narcotizadoras que evocan ideas ingeniosas a costa de una úlcera gástrica. Son tristes tributos ofrendados hacia alguna extraña deidad que nos exige este inexplicable sacrificio para llegar a nuestra propia alma.

Es el contacto con lo mundano lo que el cuerpo nos da, y esto es lo que desprecio y critico de nuestra condición, pero sé que sin esta experiencia no llegaríamos a conocer en cierto modo al espíritu humano. Uno debe iniciar el acercamiento hacia el alma exponiéndose a lo que nos hace más vulnerables: el daño del cuerpo. Este soporta desengaños y desencuentros, lo que genera dolor y temor al corazón o el malestar que se produce en el estómago después de recibir cantidades desproporcionadas de bilis producto de la desventura. Mediante la materia que no se menciona y olvida entendemos las cosas del mundo.

Después de las experiencias que remecen mi integridad física, derivo en conclusiones de índole moral o religiosa. El temor a desaparecer o a que deje de funcionar mi sistema orgánico me deja en un estado de miedo constante, obligándome a replantear cuestiones ideológicas o cotidianas. Las desmesuradas acciones dadas por el cuerpo nos generan la reflexión de que su supervivencia se debe al espíritu.

Es así que un ataque de asma o una misteriosa picazón nos lleva a reflexiones que lindan con lo místico o lo filosófico. El cuerpo da la oportunidad de no conformarnos con una única interpretación de lo vivido. El deseo de seguir haciéndolo incansablemente ofrece la alternativa de creer en algo que preserve el cuerpo como la medicina o la holística, pues algunos piensan en religiones que salvarán su alma y no en las que salvarán sus cuerpos, como si estos últimos no tuvieran algún Dios al cual encomendar su preservación.

Yo creo más en el vívido calor de la mañana que me produce insolación, en el neumónico viento de un acantilado, en la ampolla producida al palpar una tetera caliente o en el ahogo momentáneo con el agua de la ducha que en la desaparición irremediable en la nada. Son en esos momentos en los que más humano me siento. Los cólicos madrugadores o la migraña me interiorizan más en mi espíritu que leyendo tres veces La genealogía de la moral o la Biblia. En esta condición de «ser en el cuerpo» es que aprendemos más del espíritu.

El espíritu nos exige supervivencia —a costa de la integridad del cuerpo— para ser creadores o, en el mejor de los casos, geniales. Es como si fuera el soldado de batalla del espíritu el que lleva a la esquizofrenia a pintores destacados, a la tuberculosis a músicos clásicos, al alcoholismo o drogadicción a literatos que dieron sus últimos alientos en darnos una cita memorable o a la ceguera a lectores insaciables.

El tributo es muy caro, ya que en este despiadado e inevitable camino damos lo que más cuidamos y queremos para cuidarlo y quererlo aún más, porque de su supervivencia dependerá nuestra intención de acercarnos cada vez más al ánima.

Yo esta noche bebo mi quinto café mientras escribo estas páginas de olvido. Sé que la gastritis recrudecerá y lo pagaré con creces el día que ya no tenga fuerzas para levantarme de mi lecho. El único consuelo es saber que, con el fin de mi cuerpo, un mundo se acaba ante mí y mi espíritu deberá sentirse bien servido, así no haya llegado a acercarme a este lo suficiente luego de tanto padecimiento, pues nuestra desventura nos enseñará la última lección: sin el cuerpo ya nada tiene sentido, ni siquiera el espíritu.

(Publicado en El comedio del breñal)

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