Ueda Akinari

La villa de Unago no Oka, en el distrito de Ubara de la provincia de Settsu, estaba poblada desde hacía mucho tiempo por gentes del mismo linaje y, por consecuencia, eran muchas las familias que llevaban el mismo apellido: Sabae. Un buen número de sus habitantes se dedicaba a la producción de sake y, entre todos ellos, Gosoji gozaba de gran prosperidad. En otoño, las canciones que cantaban sus hombres mientras se dedicaban a descascarillar el arroz resonaban sobre las olas del mar y era tal su belleza que despertaban la admiración de las divinidades marinas.
Gosoji tenía un único hijo llamado Gozo que, a diferencia de su padre, era un joven tan refinado como un noble de la corte. Tenía buena mano para la caligrafía, y amaba la poesía y los clásicos chinos. Era capaz de abatir con arco y flecha a cualquier ave en pleno vuelo y, pese a su aspecto gentil, era un joven valiente. Siempre se esforzaba en ayudar a los demás y trataba a la gente con cortesía. Se mostraba compasivo con los pobres y desgraciados, haciendo todo cuanto estaba en su mano por asistirlos. La gente de la aldea llamaba al despiadado padre, Soji el Ogro, y al admirado hijo, Señor Buda. Los lugareños visitaban a Gozo de buena gana y disfrutaban junto a él de agradables veladas, pero no se atrevían a acercarse a la parte de la casa en la que vivía Soji, que había colgado un cartel en la pared de la entrada principal que rezaba así: «No se servirá siquiera una taza de té a quien venga sin negocios que tratar». Discutía con quien se acercara y, ojo avizor, impedía la entrada a las visitas.
El mismo apellido de Sabae lo llevaba también Motosuke, cuya fortuna familiar hacía tiempo que había entrado en declive. Poseía unos pocos campos de cultivo que él mismo labraba, pero apenas podía mantener a su madre y a su hermana menor con los frutos que obtenía. La madre, que aún no había cumplido los cincuenta años, se dedicaba con esmero a los quehaceres domésticos, como tejer e hilar. Sin preocuparse de sí misma, trabajaba con diligencia por el bien de la familia. La hermana menor de Motosuke, que se llamaba Mune, era de una hermosura excepcional. Solía ayudar a su madre en las tareas domésticas, como encender la lumbre y preparar la comida. De noche, bajo la lámpara, leía cuentos antiguos y practicaba la caligrafía para tener una hermosa escritura.
Como eran parientes, Gozo frecuentaba la casa de Motosuke, y, gracias a aquellas visitas, Mune fue ganando confianza, y comenzó a hacerle preguntas y a aprender de Gozo, llegando a considerarlo como su maestro. Con el transcurso del tiempo, los jóvenes se declararon su amor y se prometieron en matrimonio. Tanto la madre como el hermano de Mune dieron su aprobación a los enamorados.
Había en la aldea un médico anciano llamado Yugei, también de la misma familia. Dando por dichosa la promesa de matrimonio, y tras pedir confirmación a la madre y al hermano, decidió hacer de mediador y visitar al viejo productor de sake, al que explicó:
—El ruiseñor suele hacer su nido sobre el árbol del ciruelo, nunca sobre otro árbol. Aceptad a esa joven como esposa para vuestro hijo. Si bien su familia es pobre, el hermano mayor es un hombre valiente, honesto y leal. Será un buen matrimonio.
Pero Soji el Ogro, con risa burlona, respondió:
—Se dice que en nuestra casa mora el dios de la Fortuna. Si permito la entrada a la hija de esa familia pobretona, seguramente este dios se sentirá ofendido. Marchaos ya de una vez. ¡Eh, vosotros —añadió dirigiéndose a los criados—, venid aquí y limpiad de inmediato el lugar donde este hombre se ha sentado!
El médico Yugei huyó de allí como un caballo desbocado. Desde entonces, nadie osó hacer de intermediario entre los dos enamorados.
Al enterarse de esto, Gozo pensó: «Aunque mis padres no consientan el casamiento, haré lo que esté en mi mano para llevarlo a cabo, ya que nos amamos».
El padre, al ver que el joven no cesaba de visitar a su amada, le explicó a su hijo a voz en grito:
—¿Qué demonio te ha poseído como para comprometerte con alguien que tus padres detestan? ¡Rompe ahora mismo tu compromiso! Si no lo haces, vete de esta casa y no te lleves nada. ¿Acaso esos libros que lees no hablan de la obediencia a los padres?
La madre, no pudiendo permanecer callada, dijo a su hijo:
—Pase lo que pase, no tienes adónde ir. Has desatado el odio de tu padre. Hijo mío, de ninguna manera vuelvas a visitar a esa familia miserable. ¿Lo has entendido?
Y esa misma noche, la madre lo llamó a su lado para que le leyera cuentos y así retenerlo en casa.
Gozo dejó de visitar a la muchacha. Pero Mune, pensando en el amor sincero que su amado le había demostrado, no expresó ni una sola queja ni dio muestra de resentimiento. Un día se metió en cama y lo que parecía un simple malestar se convirtió en seria enfermedad. La muchacha dejó de comer y se recluyó en su cuarto de día y de noche. Su hermano era demasiado joven como para preocuparse por ella, pero la madre, que cada día la encontraba más delgada, pálida y ojerosa, le envió un recado a Gozo: «Esto debe de ser lo que llaman mal de amores, así que no valdrá la pena darle medicinas. ¡Hace falta que vengas tú, Gozo!».
Aquella misma tarde Gozo se presentó ante la muchacha y le recriminó:
—¡Deberías avergonzarte de tu comportamiento absurdo con el que solo consigues angustiar a tu madre! ¿No se te ha ocurrido pensar que con esa conducta renacerás en la otra vida en un lugar horrible, condenada a soportar cargas pesadas, trenzando cuerdas de paja toda la noche y padeciendo grandes tormentos? Sabíamos desde el principio que mis padres no consentirían nuestra unión. Pero estate tranquila que, aunque termine desobedeciendo a mi padre, no romperé la promesa que te hice. Espera con paciencia el día en que podamos vivir juntos tú y yo, aunque sea ocultos en un lugar perdido en el fondo de la montaña. Ya que tu madre y tu hermano han dado su consentimiento, no debemos sentirnos culpables.
»Mi familia, por otra parte, posee grandes bienes y mi padre los administra con tanto esmero que no se agotarán. Podrá adoptar un buen mozo que sea capaz de multiplicar sus riquezas, se olvidará de mí y vivirá hasta cumplir los cien años. Ahora bien, es muy difícil que un ser humano pueda vivir cien años. Además, si por ventura uno logra alcanzar semejante edad, resulta que se habrá pasado cincuenta años de su vida durmiendo por las noches; y eso contando con que no caiga enfermo. Aparte, está el tiempo que uno pasa trabajando. Entonces, si calculamos cuidadosamente, descubrimos que solo quedan veinte años a nuestra disposición. Sea en el fondo de la montaña, sea en una choza con techumbre de paja a la orilla del mar, quiero vivir junto a ti aunque solo sea un par de años, apartados del resto del mundo y viviendo únicamente del amor que nos profesamos. Pero tú me haces sufrir absurdamente, olvidándote de mis sentimientos. Y haces sufrir también a tu madre y a tu hermano. Si murieras, ellos me considerarían culpable y no podría soportarlo. Te lo ruego, no desesperes y recobra el ánimo.
A las amables palabras de Gozo, Mune contestó:
—De ningún modo pienses que estoy enferma. ¡Cuánto te agradezco esos reproches que me haces! Era por capricho mío que me iba a la cama. Mírame.
Y la joven comenzó a cepillarse el cabello y a quitarse la ropa arrugada que llevaba puesta; después se puso un quimono nuevo. Sin echar siquiera un vistazo a la cama en la que había estado postrada hasta hacía un momento, sonrió a su madre y a su hermano, y comenzó a barrer y a limpiar la casa.
Al verla repuesta, Gozo le dijo:
—¡Cuánto me alegra verte animada! Aquí te traigo un besugo pescado en la costa de Akashi. Me lo trajo un pescador esta misma mañana. En cuanto te lo hayas comido, regresaré a mi casa.
Y el joven les mostró el paquete bien envuelto en una estera de paja.
—Esta noche tuve un sueño feliz —respondió Mune con una sonrisa risueña—. Sin duda fue un buen augurio que presagiaba la buena suerte que trae este pescado.
A continuación, la joven tomó el cuchillo para limpiar el pescado y lo asó. Luego lo sirvió, comenzando por su madre y siguiendo por su hermano hasta llegar a Gozo, sentado a su derecha. La madre estaba feliz al ver trabajar a su hija con diligencia. El hermano, Motosuke, fingía indiferencia. Gozo, conteniendo apenas las lágrimas, exclamó:
—¡Delicioso! —Y, haciendo ruido con los palillos, comió de buena gana más de lo normal.
Entonces, al ver que se le había hecho tarde, anunció:
—Pasaré aquí la noche.
Y esa noche se quedó en casa de Mune.
A la mañana siguiente Gozo se levantó muy temprano. De vuelta a casa fue recitando a media voz el poema «Camino empapado de rocío». Su padre lo estaba esperando con la cara más horrenda que había visto en él, como la de un ogro. Nada más verlo gritó a su hijo:
—¡Tú, desgraciado! ¡Eres el pilar corrompido de la familia! ¿Acaso crees que está bien despreciar así a tu familia? ¿Se puede tolerar que ignores a tus propios padres y te busques la ruina? Te llevaré ante el juez para que te castigue. Romperé los lazos que hay entre nosotros como padre e hijo. ¡No trates de buscar excusas!
La madre intercedió ante el padre en favor de su hijo. Después se dirigió a este y le dijo:
—Primero, ven a mi cuarto. Te contaré con todo detalle lo que dijo tu padre anoche. Y después, todo irá bien.
Soji la miraba airado, pero como, al fin y al cabo, Gozo era su hijo, se retiró a la habitación.
La madre, llorando, le dio consejos a su hijo con todo cariño. Gozo levantó la cabeza y se disculpó:
—De verdad que no hay excusa que justifique mi comportamiento. Los jóvenes somos proclives a tomar decisiones precipitadas, incluso en casos de vida o muerte, y no nos arrepentimos. No tengo interés en la riqueza, pero desobedecer a los propios padres es propio de las bestias. Desde ahora en adelante prometo cambiar mi actitud. Os ruego que perdonéis mi comportamiento ingrato.
El joven hablaba con palabras sinceras.
—Si el vínculo entre tú y esa joven es un dictado del Cielo, llegará un día en que los dos os unáis al fin —lo consoló la madre.
Cuando la madre le refirió al marido lo sucedido, este repuso:
—No hay que fiarse de las palabras de un mentiroso. —Luego, dirigiéndose a su hijo, agregó—: Sin embargo, el encargado de nuestra destilería de sake lleva en cama desde anoche con dolor de vientre. Además, hay algunos empleados que se dedican a esconder arroz y sake en los rincones de las bodegas para después llevárselos a hurtadillas. Inspecciónalos y luego ve a ver cómo está el encargado. Cada día que no acude a trabajar, perdemos una gran cantidad de ganancias. ¡Vete ahora mismo!
Gozo obedeció y se fue a toda prisa sin calzarse siquiera. Regresó al poco tiempo para informar a su padre:
—Todo está bien.
Su padre le dijo:
—Te sienta bien el atuendo de destilador teñido con jugo de caqui. Será porque fue un regalo del dios de la Fortuna. Desde hoy en adelante hasta el primer día del año, tendrás que apañártelas para encontrar cinco minutos en los que comer mientras trabajas. ¡Venga, piensa en nuestra montaña de tesoros! Tenemos que alcanzar al dios de la Fortuna.
Su padre, que no sabía hablar de otra cosa que no fuera dinero, añadió:
—Dicho sea de paso, tienes en tu habitación montones de esas cosas llamadas libros y durante la noche desperdicias tu tiempo a la luz de la lámpara de aceite. El dios de la Fortuna no aprueba semejante comportamiento. Perderías dinero si los vendieras a una papelería de segunda mano, así que dile al librero que te los vendió que te devuelva el importe de los libros. ¿De qué puede servirte algo que tu propio padre desconoce? Este es precisamente tu caso.
Gozo contestó:
—Te prometo que desde ahora en adelante seguiré todas vuestras órdenes.
El joven trabajó día a día con ahínco, con su atuendo de destilador bien arremangado para complacer a su padre. Este, feliz, pensó: «Por fin el dios de la Fortuna está satisfecho con mi hijo».
Inevitablemente, las visitas de Gozo a la casa de Mune cesaron. El resultado fue que la joven volvió a caer enferma. Su estado se agravó tanto que su madre y su hermano se lamentaban pensando que cualquier día amanecería muerta. Preocupados por la situación, enviaron un mensajero en secreto para avisar a Gozo. Cuando el joven recibió el recado, confirmó lo que ya sospechaba. Como no podía soportar la tristeza, se apresuró a casa de Mune.
Cuando llegó, le dijo a su madre y a su hermano:
—Había imaginado que algo así podía suceder. Dicen que hay cosas que nos pueden suceder en la otra vida y que quizás entonces nos podamos reencontrar, pero no tengo certeza alguna. Solo quiero que enviéis a Mune a mi casa mañana temprano. Sea durante mil otoños o diez mil generaciones, sea por una hora, un matrimonio es un matrimonio. Mi único deseo es que celebremos la boda delante de mis padres. Motosuke, te pido que prepares lo que consideres oportuno.
—Me las ingeniaré tal como has dicho —contestó Motosuke con el rostro sereno—. Ten todo preparado en tu casa para cuando lleguemos.
La madre asintió:
—Desde hacía mucho tiempo, me impacientaba por saber cuándo abandonaría Mune esta casa y por fin me siento aliviada al saber que es mañana mismo.
Con aire de felicidad, la mujer preparó té, calentó sake y se los sirvió a Gozo, que, tras apurar la copa, se la pasó a Mune. De este modo celebraron la ceremonia nupcial del intercambio de copas mientras Motosuke entonaba un canto de buen augurio.
Al escuchar la campanada que anunciaba las ocho de la tarde, Gozo contó:
—Ya están a punto de cerrar las puertas.
Y se marchó. La madre y sus dos hijos pasaron la noche charlando alegremente a la luz de la luna.
Al amanecer, la madre sacó el quimono de seda blanca para su hija. Vistió a Mune y la peinó. Mientras le cepillaba el cabello, le contó:
—Jamás he olvidado lo feliz que me sentí el día en que me casé. De esto hace ya mucho tiempo… ¡Era yo tan joven! Cuando llegues casa de Gozo, esfuérzate en agradar a su padre, aunque sea despiadado como un ogro. Seguramente su madre te tratará con cariño.
Luego se ocupó de maquillarla y de arreglar su atuendo nupcial. Hasta el mismo momento de subir al palanquín, la madre no se cansó de darle mil consejos. Motosuke vestía quimono de lino, tal y como requiere la etiqueta, y lucía un par de espadas ceñidas a la cintura. Le dijo a su madre:
—En cinco días Mune regresará a casa. Resulta demasiado larga la despedida.
Sin embargo, Motosuke no podía forzar a su madre a que terminara de hablar con su hija. Mune solo sonreía. Y prometió:
—Volveré pronto.
Y partió en un palanquín acompañada por Motosuke. La madre, contenta y a la par aliviada, encendió la lumbre a la entrada. Los dos criados de la familia se pusieron entonces a murmurar entre sí: «¡Vaya un casamiento! ¡Esperábamos que nos pidieran que acompañáramos al palanquín de la novia, que nos dieran una buena propina y que nos hartáramos de tortas de arroz!». Mientras se quejaban, atizaban el fuego de mala gana para preparar el desayuno.
La inesperada visita de Mune sorprendió por completo a la familia de Soji. Los criados salieron precipitadamente y murmuraban estupefactos: «¿Quién es esta persona enferma que han traído en palanquín? No teníamos conocimiento de la existencia de una joven en esta familia».
Motosuke se sentó con ademán solemne delante de Soji y se dirigió a él con lenguaje formal:
—Mi hermana aquí presente es la prometida de vuestro hijo, el señor Gozo. Lleva enferma mucho tiempo y la hemos traído aquí porque el señor Gozo desea confirmar la boda cuanto antes. Hoy es un día de buena suerte. Os ruego que les ofrezcáis la copa nupcial.
Soji abrió su boca de ogro hasta más no poder y vociferó:
—Pero ¿de qué estás hablando? Cuando supe que mi hijo visitaba a tu hermana, lo reprendí severamente. Ahora ya no está interesado en ella. ¿Os habéis vuelto locos o es que os ha poseído algún zorro?
Soji se apoyó en una rodilla para erguirse, y bramó con los ojos airados y una expresión horrenda en el rostro:
—¡Largaos! Si no os marcháis de inmediato, mis criados os echarán a palos. No me molestaré en hacerlo yo mismo.
Motosuke sonrió y empleando un lenguaje informal, dijo resueltamente:
—Dile a tu hijo Gozo que venga aquí. Dijo que recibiría a mi hermana lo antes posible, pero mientras esperábamos a que lo hiciera, Mune ha caído enferma y está muy grave. La he traído aquí porque desea morir al menos en el jardín de la casa de su prometido. Deja que muera aquí y entiérrala entre las tumbas de tu familia. Sé muy bien de tu notoria avaricia, así que no te preocupes: el gasto no correrá a cargo de tu familia. Aquí tienes tres monedas de oro. Te pido que celebres las ceremonias fúnebres, aunque sea de un modo simple y sencillo.
Soji tomó las monedas en la mano y sopesándolas amenazó:
—El oro me lo brinda mi dios de la Fortuna. ¿Qué puedo hacer con tus sucias monedas? De seguro que esa muchacha no puede ser la esposa de mi hijo. Si está a punto de morir, llévatela de vuelta. ¿Dónde estás, Gozo? ¿Qué piensas hacer si no consiento en aceptar a esta enferma inmunda? Si no actúas bien, podré expulsarte de esta casa. Te demandaré ante el juez del distrito por haber desobedecido a tus padres y haré que te castigue.
Gozo apareció de inmediato, y nada más llegar, su padre le dio una patada tan fuerte que el joven quedó tendido en el suelo del jardín.
—Haced conmigo lo que queráis —dijo—. Esta mujer es mi esposa. Si nos rechazáis, pienso irme de aquí llevándomela de la mano. Esta mañana todo ha ocurrido tal como había imaginado tiempo atrás. Vámonos ya.
Tomó la mano de Mune, y ya se disponían a salir cuando Motosuke dijo:
—Mune está tan enferma que si la haces dar un solo paso, caerá al suelo. Ya que es tu esposa, debe morir en esta casa.
Nada más hablar así, desenvainó la espada y de un golpe certero decapitó a su hermana allí mismo.
Gozo tomó en la mano la cabeza degollada, la envolvió en la manga de su quimono y, sin derramar ni una sola lágrima, se dirigió a la puerta. Su padre, espantado, montó de un salto sobre un caballo diciendo:
—Tú, desgraciado, ¿adónde vas con esa cabeza? Jamás te permitiré enterrarla entre las tumbas de mis ancestros. Además, es su propio hermano quien la ha decapitado. ¡Tiene que ser castigado por las autoridades!
Soji el Ogro se marchó al galope para dar parte de lo sucedido al alcalde del pueblo, que al oírlo comentó:
—¡Qué locura ha cometido! Seguramente la madre de Motosuke no esté al corriente.
La casa de Motosuke estaba lejos y el alcalde se fue corriendo. Al llegar, consiguió decir a la anciana entre jadeos:
—¡Motosuke se ha vuelto loco!
Y le contó todo lo sucedido con detalle. La madre, que tejía como de costumbre sentada frente a su telar, contestó:
—Me imaginaba que lo haría. No me sorprende. Gracias por haber venido a comunicarme la noticia.
Se puso en pie para darle las gracias. El alcalde, que no salía de su asombro, pensó: «He venido pensando que Soji es un demonio con cuernos pero esta madre también lo es. Ha sido capaz de ocultar los cuernos, durante mucho tiempo», y se escapó a toda prisa para dar parte al juez de los terribles sucesos ocurridos en su poblado.
De inmediato, los involucrados fueron convocados ante el magistrado.
—Habéis cometido una barbaridad y alborotado a todo el pueblo —les dijo—. Aunque sea su hermana, Motosuke ha cometido un asesinato, por lo que debe permanecer detenido aquí. Igualmente, queda detenido Gozo, pues debe ser interrogado sobre lo sucedido.
Acto seguido, los dos jóvenes fueron atados y encarcelados.
Al cabo de diez días, fueron interrogados y, tras las pesquisas pertinentes, el juez dictaminó lo siguiente: «Soji en apariencia es inocente, pero, en realidad, su culpa es muy grave. Su malvado corazón ha permitido que todo esto sucediera ante sus ojos. Ordeno que sea recluido en su casa. Conforme al fallo que pronto emitirá el gobernador, será castigado. Respecto a Motosuke, sabemos que actuó con el permiso de su madre. Ciertamente, tiene culpa, pero la suya es leve. Igualmente, será recluido en su casa. El comportamiento de Gozo es sumamente incomprensible; sin embargo, no se le deben exigir responsabilidades». Después, todos volvieron a ser encarcelados.
Transcurridos otros cincuenta días, se pronunció la sentencia: «Escuchad el juicio del gobernador de la provincia. Se ha decretado que la responsabilidad de este trágico suceso es íntegramente de Gozo y de Soji. No permanecerán en este pueblo. Desde hoy mismo, serán desterrados».
Padre e hijo, escoltados rigurosamente, fueron conducidos desde el palacio del juez hasta la frontera con el feudo vecino. Por otro lado, se dictó sentencia para Motosuke: «Motosuke, con la aprobación de su madre, ha cometido un acto inadmisible, de modo que ni él ni ella permanecerán en este pueblo. Serán desterrados hasta las fronteras del oeste». De esta manera, el asunto quedó resuelto. Todas las riquezas de Soji, incluido el dios de la Fortuna, fueron confiscadas por las autoridades.
Enrabietado, Soji el Ogro daba patadas en el suelo. Después, rompió a llorar y a gritar con las manos en alto. Su imagen era deplorable.
—Gozo, por tu culpa, sufro tal castigo —decía.
Entonces derribó a su hijo y se puso a golpearlo sin parar. Sin embargo, Gozo, en el suelo, no se movía, simplemente se limitó a decir:
—Haced lo que queráis conmigo.
El padre, furioso, exclamó:
—¡Cuánto te odio, desgraciado! —Y siguió golpeándolo mientras la sangre del joven empapaba la tierra.
Los habitantes del pueblo, que siempre habían detestado a Soji, corrieron en auxilio de Gozo, que pudo decir:
—No merezco que me salven la vida, pero tampoco debo ser yo quien decida cuándo he de morir.
Después se quedó sentado delante de su padre con el rostro inexpresivo. Soji le dijo:
—¿Qué dios de la pobreza te ha poseído? Aunque lo he perdido todo, volveré a ganar mucho dinero y seré tan rico como antes. Me haré comerciante en Naniwa. Rompo los lazos que nos unen como padre e hijo. ¡No intentes seguirme!
Dicho esto, abandonó el pueblo con la cara hinchada quién sabe hacia dónde.
Gozo se afeitó la cabeza y se hizo monje. Entró en un templo de la montaña y alcanzó gran virtud. Motosuke se trasladó junto a su madre a la provincia de Harima, donde tenían unos parientes. Allí labró la tierra como siempre había hecho y ayudó a su madre, que siguió tejiendo e hilando, viva imagen de la princesa divina Takuhata-chiji-hime. En cuanto a la esposa de Soji, dicen que regresó a la casa paterna, donde se convirtió en monja.
En cuanto a Mune… En su cabeza decapitada se quedó flotando una leve sonrisa. Al verla, la gente decía: «Verdaderamente, era una mujer apasionada».

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