LA RETIRADA

Carlos E. Luján Andrade

La luna que gobierna las mareas. Collage sobre cartulina-Carlos E. Luján Andrade





¿Por qué fingir el desamor si las lágrimas brotan desconsoladas?, ¿quién podrá insinuar que lo nuestro es falso cuando al sentir tu desgracia me quiebro en culpa e intranquilidad? Nadie podrá echarme en cara por no amar a la humanidad cuando he dado hasta lo último por hallar algún sentimiento cautivo en los corazones humanos más ásperos. Sí, yo amo a la humanidad, pero no a los hombres.

No me podrán juzgar por no sentir afecto por lo que no se puede alcanzar. Mi decepción es real; sin embargo, mi cariño es absoluto. Existe una lealtad que me persigue a todas partes, la lealtad a lo humano. Hubo un tiempo en el cual la naturaleza del hombre me conmovía —alucinando un destino desastroso para los que escogían el sendero que irrita a los corazones bondadosos—, asumiendo que si ellos no imaginaban la visión espectral de un mundo de principios, caerían en la más inclemente brutalidad, andando por la vida absortos en su necedad. Me encontraba listo para hallar el vacío en sus almas carentes de calor e imaginaba cómo seres que se movían e interactuaban con otros hombres podían sobrevivir teniendo barro en el pecho y arena en las venas. Deducía que sus cabezas eran parásitos elefantiásicos que reaccionaban ante un sencillo estímulo del mundo exterior, que sus pulmones emanaban polvo en vez de aire, que sus ojos absorbían la luz del día en vez de iluminar su camino y que su tacto era tan torpe como la lija que roe la herrumbre.

En mi audacia, los amaba como se ama a una bestia: con ternura por su imbecilidad, su tosca maldad y su esforzada bondad. Eran bellos y me deleitaban la vista, pues me llenaba de orgullo hallarlos, tenerlos cerca y ser parte de su estúpida pureza. Yo me encontraba con ellos, en el centro mismo de la decadencia humana, en el núcleo del pecado original. Era el espectador privilegiado de un espectáculo que Dios se había negado a presenciar. Era el demonio deleitado por la autodestrucción desgarradora e inocente del hombre expulsado de un paraíso infiel. No me podía quejar, yo pensaba en ellos, no los abandonaría. Y, sin miedo, con el dedo acusador, enumeraba sus pesares y les daba un final acorde a su naturaleza barbárica y natural. Expiaba algunos yerros observando lo que ellos no advertían. Pero… ¡cómo no lo iba hacer!, si en su estupidez no podían enterarse de cuán culpables eran.

Para mí eso eran los hombres: seres taciturnos que colmaban mi imaginación como conejillos de indias de mis pesares y sentimientos. Yo los tomé como pruebas vivientes de las adversidades y desventuras de espíritus inacabados, desertores de grandes ideales o ideologías. La humanidad era el rebaño descarriado al que tenía que perseguir, pero no para encaminarlos por el buen sendero, sino para seguir sus pasos guiados por el temor y ansias de libertinaje. Pero eso ya terminó…

¿Cuándo concluyó esa fraternal compasión por los imbéciles de corazón? ¿En una noche? ¿En un desencuentro? ¿En soledad? Tal vez cuando los observé en el fondo de lo posible, entre las llamas del infierno viviente y terrenal. Creo que en el instante que sentí sus llantos de desesperación supe que ellos también podían observar, pero no lo que puede ser, sino lo que no fue. Sus lágrimas eran el comienzo de su nuevo amor y también de su desventura.

Todos ellos, que lloraron delante de mí, me dieron la imagen de lo grotesco, de lo impostado. Ya no eran auténticos, su mirada dejó la transparencia y se volvió negra. Su rostro de animalidad cobraba la humanidad temida. No eran seres triunfantes, sino hombres fantasmales, irritantes para mi observación. Es por eso que mi papel como espectador exigía el repliegue, pues preferí subir al monte y perderme como ermitaño antes que deduzcan mi dionisiaco plan: mimetizarme entre ellos con la máscara de gran hombre, y así evitar que descubran la pura insensatez con la que me deleité. El mal que han aprendido a idolatrar en sollozos les da las armas para profanar lo puro y excelso.

La malicia surgida por lo perdido ve al mundo nebuloso. Los hombres son presas de caza; la humanidad, una condición a destruir. Su mano descarnada adrede se zambulle en lava ardiente para sentir el dolor que haga renacer sus deseos de vendetta. El aniquilamiento de ideales y principios será la más desnuda venganza por su llanto derramado. Elijo la retirada, pues amo a la humanidad y desde el llano solo veo a los hombres con sus ojos inyectados de furia y recelo; mientras que en las alturas son un espectro multiforme de colores donde a veces uno puede ver un campo de flores iridiscentes y sus edificaciones, postales o murallas de piedra resultado del amor de civilizaciones.

La humanidad es pintura; los hombres, nidos de ardiente furia.

(En El comedio el breñal)

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