Carlos E. Luján Andrade

La divinidad errante. Collage sobre cartón-Carlos E. Luján Andrade
En las palabras de Jesús podemos encontrar algo de verdad: la grandeza que le dio al significado del amor. Su actitud transgredió lo venerado hasta ese entonces, época en la que la fuerza romana y el fervor imperial validaban las leyes de los dioses, aunque desarrollar y practicar el afecto absoluto no parece más una actividad reflexiva que debamos concluir. Jorge Luis Borges decía que los verbos leer y amar no pueden ser usados imperativamente; entonces, ¿cómo convencernos de amar? Jesucristo deseaba separarnos de la animalidad —aquella que venera el odio y el placer—, pues antes de su venida el más miserable desacuerdo era enmendado con la venganza o con la recepción de alguna ofrenda aplacadora de la furia bestial.
Jesús nos ofrecía algo superior a lo que su mismo padre detentaba y reflejaba en el Antiguo Testamento: la sabiduría y la justicia. Estas dos palabras no sustentaban el amor al prójimo, pues, ¿cómo amar a quien te odia y desprecia? ¿No es más sencillo amar a quien también lo hace? Si juntamos criterios y conceptos no hallaremos ninguna lógica que nos lleve a asumir que la justicia implique amor.
El no amar a los enemigos —lo detestable y lo abominable— nos transforma en bestias innobles, un modelo equívoco de lo que representa el paraíso. En todo esto se encuentra la certeza en la palabra de Jesús: amar sobre todas las cosas, amar irracionalmente.
Jesús va más allá de la razón humana, hace llegar lejos y fuera de todo cuestionamiento los niveles sobrenaturales que soporta el alma humana. Debemos transmutarnos en los ojos de Dios y apartarnos de la visión mundana, aquella que solo ve lo que el corazón y el cerebro le ordenan.
La creación del espíritu noble es la verdad que nos negaron Adán y Eva. Su animalidad nos convirtió en roedores hambrientos de supervivencia, ya que transformaron todas nuestras querencias en monedas de cambio bañadas con el sudor de nuestra frente y, peor aún, con la sangre ajena.
Pero Jesús no fue un caudillo ni un iluminado, él fue crucificado porque no le alcanzó la vida para que los hombres comprendieran la magnitud de sus palabras amorosas. Persuadió a pocos, pero fue suficiente. Supo que su labor ya había concluido, llegando con sus parábolas a los más iletrados, pero más fieles, porque la pasión llega sin la interferencia de la razón o el poder. Sus discípulos tuvieron que asumir su falta de humanidad (¿quién cree en magos, milagros o dioses realmente?), pues ellos eran humanos y tales postulados solamente podrían emanarse de un ser espiritual que les promete un reino que los aleje de sus delirios fisiológicos y de su hambruna. Sus milagros y su desprendimiento hacia lo material fueron los principios de un convencimiento más espiritual que racional. Sus seguidores llegaron a ser persuadidos con la idea de que, en el caso de no ser un santo, la santificación llega con la humildad de venerar lo sobrenatural.
Jesús no pudo ser un hombre común, aunque tal vez haya querido serlo. Debía de morir porque no podía soportar toda una vida de santidad. De esta manera, su crucifixión fue la mejor liberación, el premio de una misión muy ardua. Tal vez Satán esperaba que Jesús envejeciera para aguardar así su vulnerabilidad y tentarlo nuevamente. De tener la certeza de una vasta existencia, en algún momento sentiría el abandono del padre y le exigiría respuestas por haber expuesto la otra mejilla y por convencer al resto que también lo haga.
Y te imagino Jesús —al pensar en Pizarnik— creyendo que todo este calvario fue un sol de horrendo resplandor y parecido a la noche. Imagino también que pudiste ser feliz intentado huir del cancerbero de tu alma; cuestionando el porqué de tantas luces y de una muerte lejana: «¡Tanta vida, Señor! ¿Para qué tanta vida?».
«Muero narrando leyendas a los que no tienen la fortuna de imaginar la voluntad de los hombres.
Siendo el cantor de las voces nunca escuchadas que consume sus fuerzas dándoles el sabor de mis palabras a quienes osen interpretar mis parábolas.
Me quedo sin aliento. No vienen a mi mente más historias. La vida se me apaga y los deseos de una verdadera visión se van como si un huracán se llevara las plumas lejos de las alas.
Sé que mañana nada quedará de mis cánticos agónicos y solo el público regurgitará lo que quisieron esperar de mis enseñanzas.
Ámame como un hombre, que todas las parábolas me he olvidado y te encomiendo mi espíritu».
Y me pregunto: ¿quién le devolverá su paraíso?
(En El comedio del Breñal)
