Los 50 Años de la Publicación de “Navíos” de Rosina Valcárcel

Miguel Ildefonso






Son 50 años de la aparición de Navíos. El excelente libro de poesía con que la poeta Rosina Valcárcel obtuvo entonces el premio José María Arguedas. Era su segundo libro, pues en 1966 publicó Sendas del bosque en la mítica editorial del poeta Javier Sologuren, La Rama Florida. Según el crítico literario Antonio Cornejo Polar ella pertenece a la generación del 60. Y según Eduardo Arroyo Laguna, Rosina conforma la llamada Generación del 68, aquella que “coreaba que ‘Otro mundo es posible’ y parafraseaba el lema del Che ‘Seamos realistas: exijamos lo imposible’.” Y es cierto que hacia el año 1968 habían sucedido muchas cosas que marcarían historia, tal como señala Arroyo: el golpe militar de Juan Velasco Alvarado, el Movimiento de Mayo parisino, la matanza de Tlatelolco en México, la Revolución Cultural China, las guerrillas del Ejército de Liberación Nacional y del MIR en la sierra peruana, y la del Che Guevara en Bolivia. También la liberadora influencia de la contracultura hippie era fuerte, incluso en Perú. Podemos verlo, por ejemplo, en el libro En los extramuros del mundo del año 1971 de Enrique Verástegui.

Y resaltar esto último no es gratuito porque los poetas entienden la revolución de una manera total e integral, desde el corazón, haciendo suyo el lema de Rimbaud de que hay que reinventar el amor. Como dicen unos versos de Rosina Valcárcel: “Hablo de nosotros/los muchachos // Que hicimos la revolución // A nuestra manera/ ojos enrojecidos // Volante al arriero/arenga al mar. // Los obstinados que volvimos a construir puentes // Dando vivas al Che, cantando Yesterday”.

Y es por eso que, según el poeta Jorge Najar: en la poética de Rosina Valcarcel resuena la voz de una mujer trascendida, la que trasciende a su propio genero sexual y sin embargo es profundamente “femenina” en una poesía elegida como un arma de combate. En palabras de la poeta Gloria Mendoza Borda: en la poesía de Rosina “hay un equilibrio entre la fuerza que transmite, su mundo interior y su preocupación por el destino de los hombres”. Por su parte, el crítico Manuel Baquerizo afirma que en su poesía estamos ante “el vaivén de los sueños y las vigilias, el contrapunto de la desilusión y la esperanza, la recreación de las furias y las penas. Pero, también, ante la fe indeclinable en el arte y en el provenir del hombre y la mujer”. Y según el citado Arroyo: la de Rosina “Es la poesía llena de vida, de colores, siempre cargada de sentidos, de sensualidad. Metafísica sensual a diferencia del discurso ‘frigeriano’ de Aristóteles, más cercana a Safo, más carnal, más producto de la inspiración.

Ciertamente, es lo carnal el epítome, ese entroncado erotismo al que se refiere el poeta y crítico Paul Guillén en el prólogo. Y también es, entrado ya al presente libro (y en esta excelente edición de la editorial Sol Negro), lo que nos dice la poeta Leda Quintana en el colofón: “Esta poética vital despliega una mirada de navegante femenina que da cuenta de naufragios, desbordes, pérdidas, renuncias, imposibilidades, destierros, angustias, pero también de la fe en el amor, la fraternidad, y el anhelo del abrazo de los amantes y del abrazo social que contribuya a la transformación total.” Muy acertadas y precisas estas palabras de Leda Quintana.

Porque Navíos es el testimonio de la experiencia poética que constata esta fe en el amor, la fraternidad, y el anhelo del abrazo de los amantes y del abrazo social que aspira a la transformación total. Leemos las tres partes del libro como un proceso de construcción o de reinvención del amor. Un amor libre como el animal que “encuentra / todo / y no piensa / que lo sabe”, un amor mitad serpiente, pero que es capaz de elevarse cuando mira la luna, huyendo a los bosques, empinándose para hallar la verdad al preguntarle al mar. Los poemas son navíos nocturnos que ven en la oscuridad. “Si hay algo / que me ciega / es la luz”, nos dice la poeta entendiendo este amor quijotesco que a veces naufraga en “la ilusión / de amar / por el camino”, donde a veces parece que nada prevalece “ni el amor / ni las ausencias”. Entonces nos dice (nos sigue diciendo) que hay que vigilar “muy quedo / al amanecer / el canto / inmortal”; es decir, retomar ese amor total, de transformación total. Es la otra mitad del amor que se halla en la visión de aquellos molinos, en el “azul / de los caminos”, donde está la otra mitad, buscándose, encontrándose con “el vegetal / olor de los dedos” de una Dafne en aquel “cuerpo / limpio / claro / como un río”. Y siempre navegando: “Sólo / tu alma / y sus caminos”, nos dice para luego encontrar al “Pez / tu cuerpo / en mis orillas”.

De aquella ausencia, de esta búsqueda, de ese azul en la visión del cuerpo y del tacto de la escritura es la utopía del amor. Por eso los poemas son los navíos que nos hablan desde la libertad, parten de la conciencia de que una mitad está siempre en tierra, como marinero en tierra. La poeta nos dice: “No hay un lugar / para nosotros / sólo un árbol / y un banquito de cemento / callado como tú / y yo / en la tierra / siempre solos / con palabras por decir”. Entonces para hablar hay que rebelarse, para no callar y solo quedarnos sentados hay que entender la palabra poética como insurrección. Hay que despertar al “Ángel, demonio, / brujo, / esclavo, libertador”. Aunque a veces, cuando la tierra pesa, uno quiere renunciar y dice: “renuncio a ti / como gaviota / renuncio / al mar”. Pero si el navío ya zarpó es mejor no pensar, y dejarse llevar por esos “sonidos extraños / en un vuelo inacabable”, para así ir poco a poco construyendo o reinventando el amor, dando el corazón con las piezas de una mismo: “te regalo mi cuello y sus orejas / y los senos también”, nos dice la poeta. Porque el cuerpo ya no es el límite del mundo o el límite del amor. Ya no cabe preguntarse “¿Dónde tu casa, mi casa, / tu amor?”, porque los navíos no cesan de viajar hacia ese nuevo mundo.

Los navíos habían encallado en París, donde ya no se encuentra a Isadora Duncan y se ve tan solitario a César Vallejo. La poeta dice: “Leía un verso de Musset / al pie de una escalera / Olvidaba decirte / que la tierra no es plana / y que Dante / nos cerró el infierno”. Esto es una invitación a volver al camino, al viaje, a la libertad: “En este mundo / hay que gritar / aunque sea un poquito”, dictaminan unos versos. En Londres, en Chile, en Chorrillos en donde una alcoba es un navío, nos dirá: “La noche / furiosa / transita / Amo / nuevamente a todos / mis habitantes”. Había que “Asaltar el cielo”, ¿pero cuál cielo? Aquel en el que estamos todos, incluso el mar y la tierra. Allí donde la poeta declara su utopía, su requerimiento: “Dejad que os abrace / y me pierda entre ustedes / para siempre”. Allí donde cincuenta años después están Edgardo Tello, Amaranta y los niños caídos en Huanta. Quizás se trata de una utopía inconclusa, quizás el Perú es el reclamo de las partes de un cuerpo que hay que juntar. Tal vez la poesía es la travesía en el tiempo, entre la frustración y la fe, por la persistencia de la lucha contra la consumación del amor.

(Leído en la presentación del libro en la Biblioteca Ricardo Palma el 29 de Noviembre de 2024)

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