A libro abierto (XXX)

John Huston





Capítulo 31

Conocí a Carson McCullers durante la guerra cuando estuve visitando a Paulette Goddard y Burgess Meredith al norte del estado de Nueva York. Carson vivía cerca de ellos, y un día cuando Buzz y yo habíamos salido a dar un paseo nos llamó desde la puerta de su casa. Ella tenía entonces poco más de veinte años, y ya había sufrido el primero de una serie de ataques que la convertirían en una enferma crónica antes de llegar a los treinta. La recuerdo como una criatura frágil con grandes ojos luminosos y un temblor en su mano cuando estrechó la mía. No era por la parálisis, sino más bien un estremecimiento debido a su timidez instintiva. Pero no había nada de timidez o debilidad en el modo en que Carson McCullers se enfrentaba a la vida. Y a medida que aumentaban sus sufrimientos, ella se hacía más fuerte.

Algo más de unos veinte años después Ray Stark y yo decidimos que nuestra segunda película juntos fuera Reflejos en un ojo dorado de Carson McCullers. Propuse que fuera Chapman Mortimer el hombre que escribiera el guion y Ray estuvo de acuerdo.

Mortimer es un buen novelista escocés, no muy conocido, pero que tiene un selecto grupo de admiradores, entre los cuales me cuento. Sus novelas son sombrías, hipnóticas y surrealistas. Se mueven sin dirección aparente. El ambiente en ellas es denso y sobrecargado de suspense. No sabes lo que va a suceder, pero temes que sea algo terrible; siempre es peor de lo que habías imaginado.

Localicé a Mortimer en Gisebo, un pueblecito de Suecia. Se asombró al recibir mi llamada y se preguntaba cómo lo había encontrado. Todavía se asombró más cuando le dije lo mucho que admiraba su trabajo y que había leído todos los libros que había escrito. Tuve la impresión de que creía que sólo un pequeño círculo de sus amigos — a los que conocía personalmente— leían sus obras. Le expliqué lo que quería y Mortimer vino a Londres a hablar del proyecto.

No parecía importarle el hecho de no ser famoso internacionalmente, y lo encontré modesto y satisfecho de una forma auténtica. Me dijo que no sabía si podría escribir un guion, pero le convencí para que lo intentara y, cuando recibí su guion, me encantó lo que había escrito.

Envié el guion a Carson, y después de que lo leyera me pidió que fuera a verla a su casa en Nyack, un poco al norte de la ciudad de Nueva York. Cuando llegué, estaba en la cama, apoyada sobre almohadones, esperándome. Pidió bebidas y nos las trajo Ida Reeder, su amiga negra y compañera, quien vivía con ella desde hacía muchos años.

Había algo infinitamente enternecedor en esa figura yacente, tan inteligente, tan despierta, tan terriblemente castigada. Por entonces la parálisis había progresado hasta tal punto que sólo le quedaba un uso parcial de los brazos. No podía mover las piernas en absoluto.

Carson sorbía bourbon de una pequeña copa de plata que tenía su nombre grabado y habló en primer lugar sobre el guion. Los ataques habían hecho que su forma de hablar fuera más lenta y algunas palabras eran confusas, pero sus observaciones eran agudas y acertadas. Autorizó el guion. Luego quiso que le hablara de Irlanda. Le hablé del país y de su gente y le describí St. Clerans. A medida que yo hablaba, sus ojos adoptaban una expresión que me empujó a decirle:

—Carson, debes venir a verme a Irlanda.

Fue algo que no dije en serio. Era inconcebible para mí que pudiera hacer este viaje en las condiciones en que estaba. Pero, para mi sorpresa, Carson aceptó mi invitación.

—¿Cuándo te gustaría que fuera?

Vi que hablaba completamente en serio, y esto me hizo corresponder a su seriedad, así que le dije:

—Tan pronto como haya terminado el rodaje de Reflejos y haya vuelto a casa.
—De acuerdo, iré. Debo prepararlo. Debo prepararme para ello.
—Hazlo. Estoy deseándolo. Estaremos en contacto.

Esto fue en septiembre de 1966. Gladys y yo nos pusimos entonces a trabajar en Reflejos, incorporando las ideas que Carson tenía y perfilando los diálogos. Marlon Brando vino a verme a Irlanda. No estaba seguro de su papel. Había leído el libro, pero dudaba de que fuera apropiado para él. Mientras hablábamos de ello, el guion final estaba siendo mecanografiado, así que le sugerí que esperara y que lo leyera. Así lo hizo, luego dio un largo paseo bajo la tormenta. Cuando volvió, dijo simplemente:

—Quiero hacerlo.

Durante nuestra conversación le pregunté a Marlon si sabía montar a caballo, y a manera de respuesta me aseguró que había crecido en un rancho de caballos. Más tarde, durante el rodaje de la película, observé que daba muestras de tener tanto miedo a los caballos que enseguida Elizabeth Taylor, que es una buena amazona, empezó también a tenerles miedo. Yo me preguntaba entonces, y también ahora, si Marlon tendría ese temor por estar muy metido en su papel. El personaje que él interpretaba la daban miedo los caballos. Bien podía ser. Recuerdo lo que dijo una vez sobre el hecho de actuar: «Si te preocupas por ello, no sale bien.» Quería decir que un actor tiene que meterse en su papel hasta el punto de que en realidad no esté actuando. No debe importarle un comino el hacer una «interpretación» o ganar la aprobación de un público; simplemente tiene que ser el personaje que se supone que es.

Acerca de Elizabeth Taylor sólo puedo decir cosas buenas. Descubrí que, más que una gran belleza y una gran personalidad, era una extraordinaria actriz. La única nota agria en mi amistad con Liz se produjo por las maquinaciones de Ray Stark. Elizabeth empleaba mucho tiempo en su maquillaje. Yo lo entendía. Era parte de su profesionalidad. No se colocaba delante de una cámara si no estaba lo mejor posible. Ray no lo comprendía. Si estábamos preparados para rodar y Elizabeth todavía estaba en su camerino, Ray —cuando yo me daba la vuelta— enviaba a alguien, algún pobre diablo —un segundo o tercer ayudante— para decirle a Liz que estábamos preparados… y esperando. Resultaba demasiado obvio quién estaba detrás de esto, y enseguida Liz se enfadaba. Tuve una discusión con Ray por este motivo, pero él la terminó encogiéndose de hombros; le gustaba crear la discordia.

En la película (a pesar de su espalda enferma), Liz montaba un corcel blanco.Tiempo después, al pasar por una joyería en Roma, Ray vio un caballo de marfil montado en oro y tachonado con diamantes. Se lo envió a Elizabeth con una tarjeta que decía: «De Ray y John». Pero Elizabeth estaba convencida desde que era una actriz infantil de que todos los productores querían algo… y ella estaba dispuesta a darles sólo lo que figuraba en el contrato. El que Ray le regalara una joya después de haberla aguijoneado durante Reflejos sólo confirmó sus sospechas sobre él. Que Ray la hubiera enviado por un impulso y de buena fe (lo cual era cierto) nunca se le ocurrió a Elizabeth y como mi nombre estaba en el regalo, empezó también a desconfiar de mí.

Algunas de las secuencias de esta película fueron rodadas en la ciudad de Nueva York y en Long Island, donde nos dieron permiso para usar unas instalaciones abandonadas del ejército, pero muchos de los interiores y algunos de los exteriores fueron hechos en Italia. Reflejos es una historia psicológica. Yo pensaba que un technicolor muy vivo sería un obstáculo entre el público y la historia, una historia de ideas, pensamientos y emociones. Así que estuve buscando un tipo particular de color. El laboratorio italiano de technicolor dedicó todos sus esfuerzos a conseguir lo que yo quería, me temo que a expensas de otras películas en las que estaban trabajando. Los experimentos duraron semanas y meses, empezando mucho antes de comenzar la película y continuando después del final del rodaje. Lo que conseguimos fue un efecto dorado —un difuso color ambarino— que era bastante bonito y se adaptaba al talante de la película.

Cuando envié la copia final a los Estados Unidos, pensaba que era una maravilla. La Warner Brothers pensaba de otro modo; a ellos no les gustaba el color. Ordenaron que las copias fueran hechas en technicolor puro. Luché contra esto, y finalmente, empleando las amenazas, contactos e influencias que pude reunir, conseguí que el estudio accediera a hacer cincuenta copias en el color ambarino y que exhibiera primero estas copias en los cines de las ciudades más importantes. Las restantes se harían en technicolor normal.

De vez en cuando alguien venía y me decía: «¡He visto Reflejos en su color original, y es magnífica! ¿Por qué la han exhibido en technicolor puro?» En lo que a mí respecta, la razón es que el departamento de ventas de la Warner estaba dirigido por un hombre cuyo gusto en cuanto al color había sido configurado por las primeras películas de piratas de serie «B»: «Cuanto más color haya por centímetro cuadrado de pantalla mejor para la película.»

Me gusta Reflejos en un ojo dorado. Creo que es una de mis mejores películas. Todos los actores —Marlon Brando, Elizabeth Taylor, Brian Keith, Julie Harris, Robert Forster y Zorro David— hicieron una interpretación maravillosa, incluso mejor de lo que yo hubiera esperado. Y Reflejos es una película bien construida. Escena por escena —en mi humilde opinión— es bastante difícil ponerle peros.

Volví a Irlanda en febrero de 1967 y unas dos semanas más tarde me llevé una sorpresa al recibir una carta de Carson McCullers diciéndome que estaba preparándose para su visita a St. Clerans. Se había levantado de la cama y se había sentado en una silla. Ahora estaba planeando hacer un viaje de fin de semana al Hotel Plaza en la ciudad de Nueva York como una excursión de prueba. Por descontado, un mes más tarde lo hizo. Era la primera vez que salía de su casa desde hacía más de dos años. La salida tuvo bastante éxito y sintió que estaba preparada para su viaje a Irlanda.

Carson no podía hacer sentada todo el viaje, por supuesto, así que solicité en las líneas aéreas Lingus que le instalaran un asiento especial reclinable para ella. Su visita se publicó en la prensa irlandesa. Un servicio de helicópteros se ofreció para transportarla desde el aeropuerto de Shannon hasta St. Clerans. Pero estaba el problema de su incapacidad para sentarse en posición erguida, y aunque el servicio sugirió una eslinga, yo pensé que mejor no. (Unos días antes de su llegada, a este mismo servicio de helicópteros se le había caído —por dos veces— el cuerpo de una mujer muerta que llevaban con una eslinga a la isla de Aran para ser enterrada. La segunda vez, el ataúd cayó al mar y se perdió para siempre.) Al final, la transportamos en una ambulancia, un medio de transporte menos excitante pero más seguro.

Llegó el gran día y Carson aterrizó en el aeropuerto de Shannon con Ida Reeder. Yo la recibí, y fuimos a St. Clerans en nuestra ambulancia. Carson estaba muy cansada a causa del viaje, pero quería ver el paisaje, así que yo la sostenía, y de vez en cuando miraba por la ventana los campos por los que pasábamos.

Cuando llegamos a St. Clerans, quiso ver la casa, y la llevamos en su camilla a recorrer toda la planta baja; Carson expresaba su admiración por cada habitación en la que entrábamos. Pusimos más baja la camilla y la inclinamos para que pudiera ver y comentar los objetos de cada habitación. Esto la dejó totalmente exhausta, y la llevamos a su dormitorio. Durmió durante varias horas, con Ida Reeder velando su sueño, y a la mañana siguiente nos volvimos a ver.

Carson pensaba que su dormitorio era la habitación más bonita en la que había estado nunca. Se admiraba por cosas tales como la moldura que rodeaba el techo y por las cortinas de la ventana. Había un pequeño bronce de Epstein que representaba la cabeza, los hombros y los brazos de una niña llamada «Peggy Jean dormida», y ella pensaba que era la escultura más bonita que había visto nunca. Estaba encantada con un biombo japonés. Exageraba la importancia y significación de todas las cosas. Después de una hora más o menos de charla, vi que volvía a estar fatigada, y la dejé para que volviera a dormirse.

Carson era adorable, y valiente como sólo una gran dama puede ser valiente. Estaba llena de excitación, la excitación de un niño inocente que quiere tocarlo todo. Se sentía feliz de estar allí, aunque nunca salió de su habitación en todo el tiempo que estuvo. No comía casi nada, pero cuando lo hacía, a cada bocado decía que era delicioso. Tomaba bourbon en su pequeña copa de plata, daba sorbitos y luego la ponía a su lado. Después de un sorbo o dos, no más, creía que había terminado su copa y pedía otra. Era como si la hubiera tocado una mariposa. Algunas veces tomaba lo que ella creía que eran dos o tres copas, pero nunca se bebía más de un cuarto de una copita.

Un excelente crítico y escritor irlandés del Irish Times, de Dublín, Terence de Vere White, llamó y preguntó si podía ver a Carson, y cuando le consulté a ella, asintió con entusiasmo. Conocía su nombre y comentó:

—¡Oh, sí! Me gustaría mucho hablar con un hombre de letras irlandés.

Hablaron sobre el hecho de escribir y White le preguntó qué era para ella su deber como escritora. Sobre la cama de Carson colgaba un crucifijo siciliano del siglo XIV, una pesada escultura de madera de unos setenta y cinco centímetros de alto. Estaba colgado de un clavo y descansaba contra la pared. En respuesta a la pregunta de White, Carson dijo:

—Escribir, para mí, es una búsqueda de Dios.

En este momento el crucifijo se deslizó por la pared y quedó colgado oblicuamente con una inclinación de unos noventa grados sobro la vertical. Carson captó el movimiento de reojo y empezó a reírse. Los tres nos reímos a carcajadas.

Unos días después de esta entrevista Carson se puso muy enferma. Primero su cara se puso blanca como la tiza, luego casi verde. Antes de que viniera a Irlanda el médico del pueblo, Martyn Dyar, se había puesto en contacto con el médico de Carson en Nueva York y estaba bien preparado para lo que pudiera ocurrir. Sabía lo que tenía que hacer, pero su estado no mejoraba, y a veces estaba sólo semiconsciente. El doctor Dyar estaba preocupado y también lo estaba Ida Reeder. Finalmente Ida vino a verme y me dijo:

—Creo que deberíamos volvernos a casa.

Se me ocurrieron dos cosas a propósito de esto. Por un lado a mí me parecía que el viaje de vuelta en su estado muy bien podía matarla. Por otro lado, no había ninguna razón para pensar que mejoraría si se quedaba donde estaba. La decisión la tomó la propia Carson: quería volver. Hice los arreglos oportunos para el mismo transporte de vuelta; volvió a los Estados Unidos, y unos meses después de esto, Carson McCullers murió.

Sé que el viaje le había resultado duro. Si no hubiera venido, podría haber vivido meses o incluso un año o dos más, pero no lamento haberlo provocado. Fue una satisfacción para ella. Lo vio como una especie de liberación.

Antes de dejar St. Clerans, me regaló la copita de plata.


Capítulo 32

A menudo me preguntan qué persigo cuando elijo los argumentos, porque; piensan que siempre pretendo transmitir: algún mensaje. Y esto no es así. Cuando hago una película, es simplemente porque creo que la historia es digna de ser contada. Se ha dicho que tengo tendencia a elegir historias cuya característica es la ironía de la búsqueda del hombre de una meta imposible y evasiva. Si éste ha sido en realidad un tema coincidente en mis películas, debo confesar que no he sido consciente de ello. Confieso que determinados temas despiertan un interés personal más profundo que otros, y que las historias de triunfadores, por sí mismas, no tienen realmente mucho interés para mí. Estoy convencido de que entre nosotros hay muchos más fracasados que hombres realizados. Más aún, los mejores hombres suelen pensar de sí mismos que son unos fracasados. Mirando atrás al trabajo de su vida, Miguel Ángel expresó el deseo de destruirlo. Manzu me dijo recientemente que se consideraba a sí mismo como un fracaso total cuando comparaba su obra con la de Fidias, Pisano y Bernini.

Entre 1968 y 1973 hice una serie de películas que fueron un completo fracaso o, en el mejor de los casos, sólo tuvieron un éxito moderado. No hay ninguna duda sobre el sentido de la palabra «fracaso» en la industria del cine. La industria trabaja para obtener beneficios, y un fracaso es una película que no da dinero. Los fracasos que tuve fueron: La horca puede esperar, Paseo por el amor y la muerte, La carta del Kremlin, Ciudad dorada, El juez de la horca y El hombre de Mackintosh.

La horca puede esperar es la historia, situada a mitad del siglo XIX, de un joven escocés que deserta del ejército británico y sigue los pasos de su padre, que fue un ladrón y un fuera de la ley. Davey está seguro de que terminará en la horca como su padre, pero no antes de superar su récord de delitos. Era una idea muy divertida. La película era una especie de travesura ligera con John Hurt como Davey y, eso pensaba yo, un asunto agradable en conjunto.

Como en el caso de El bárbaro y la geisha, fue estropeada después de que se rodara el último plano. La entregué y no la vi hasta que se estrenó. ¡Me quedé horrorizado! Walter Mirisch, el productor, había dado rienda suelta a sus impulsos creativos. Había cogido una escena del final de la película y la había puesto al principio, así que toda la historia se convertía en un flashback. ¡Y había añadido una narración espantosa! En estas circunstancias, Otto Preminger habría entablado un pleito. ¡Algunas veces desearía ser Otto Preminger!

Mis dos siguientes películas, Paseo por el amor y la muerte y La carta del Kremlin, las hice para la 20th Century–Fox, y ambas fueron producidas por un joven llamado Carter DeHaven. DeHaven me interesó por la primera de ellas cuando estuvo de visita en St. Clerans, y vi inmediatamente que era una buena oportunidad para mi hija Anjelica. Hans Koningsberger había escrito la novela. La historia ocurría durante la guerra de los Cien Años y trataba de dos jóvenes —casi niños— que se enamoran e intentan escapar de un mundo en el que todo es violencia y desolación. La chica, Claudia, una joven de la nobleza, era un papel perfecto para Anjelica; Assaf, el hijo de Moshe Dayan, interpretaba a su oponente en el papel del poeta Heron. Cuando la Fox anunció la película y su reparto en una rueda de prensa en Hollywood, por supuesto, me preguntaron en tono de desafío: ¿No podía considerase como nepotismo la participación de Anjelica en el reparto? Contesté que así era realmente. ¡Ésa era la razón por la que iba a hacer la película! ¡El objetivo era lanzar a mi hija de dieciséis años como actriz!

Ojalá Paseo por el amor y la muerte hubiera sido acogida en todas partes como lo fue en París, donde se estrenó simultáneamente en tres cines y se puso por las nubes. Había una cierta pureza en ella: castillos, campos y bosques preciosamente fotografiados cerca de Viena por Ted Scaife, magnífico vestuario de Leonor Fini y música original de Georges Delerue.

Creí que La carta de Kremlin tenía todas las posibilidades de ser un éxito. El libro de Noel Behn había sido un récord de ventas. Tenía, por otro lado, todos esos ingredientes que estaban de moda en 1970: violencia, sexo espeluznante y drogas. El reparto era excepcionalmente sólido —Max von Sydow, Bibi Andersson, Patrick O’Neal, Orson Welles, Nigel Green, Dean Jagger y George Sanders— y las actuaciones no podían haber sido mejores. Estaba extraordinariamente bien fotografiada, con virtuosismo y brillantez. Gladys Hill y yo escribimos el guion, que yo consideraba bastante bueno, aunque al mirarlo retrospectivamente quizá fuese excesivamente complicado. En cualquier caso, el público rechazó la película. Esto me sorprendió y me decepcionó, especialmente cuando iba tan directamente dirigida a la taquilla. Todavía me sentía peor porque Dick Zanuck, el hijo de Darryl, y David Brown, como coproductores ejecutivos de la 20th Century–Fox, me habían apoyado de buena fe en las dos, Paseo por el amor y la muerte y La carta del Kremlin. Ojalá hubiera dado a mis amigos, si no grandes éxitos, al menos películas taquilleras. Todavía me siento mal por eso.

Como un epílogo a La carta del Kremlin, debo hacer constar que la película tuvo buenas críticas en un sitio: ¡París!

Yo había rodado trozos de películas en los Estados Unidos, pero hacía mucho tiempo que no rodaba una película completa allí. Ray Stark fue el responsable de mi reaparición en la escena americana con Ciudad dorada, una novela de Leonard Gardner. Ciudad dorada, es un término que los músicos de jazz utilizan para designar el éxito con una «E» mayúscula. Trataba de las personas que son perdedores antes de empezar pero que nunca dejan de soñar. Los personajes principales eran dos boxeadores: uno maduro, ligeramente panzudo, que había tenido su momento de gloria en el cuadrilátero pero cuya próxima parada era Skid Row, y su joven réplica que iba por el mismo camino a pesar de la lección viviente que tenía ante sus ojos.

Nosotros esperábamos tener a Marlon Brando interpretando el papel del viejo boxeador. Ray y yo nos reuníamos con él en Londres. Había leído el guion y le gustaba, pero se negó a comprometerse, diciendo que nos llamaría al final de la semana. El tiempo pasaba y no recibíamos noticias. Me desespera ir a la caza de los actores, así que empezamos a buscar por otro lado. (Algún tiempo después me enteré de que Marlon se había sentido ofendido por haber sido «descartado».) El hombre que encontramos era otro actor cuya estrella estaba en alza, Stacy Keach. Yo no le conocía, pero cuando supe que estaba haciendo una película en España, fui allí y le hice una visita. Había calidad en él. También le vi en una preciosa peliculita tristemente olvidada que se llamaba The Traveling Executioner. Su interpretación era excepcional, y yo supe que era afortunado al tenerlo en Ciudad dorada.

El resto de los actores —aparte de Jeff Bridges, que tenía algunas películas en su historial, y Susan Tyrell, que había hecho algo de teatro—, no eran profesionales. Algunos de los que participaban en el reparto surgieron de mi propio pasado: eran boxeadores que había conocido en mi juventud. Otros fueron escogidos en la misma ciudad de Stockton. Recuerdo particularmente a un hombre negro que sacamos de las plantaciones de cebollas para interpretar un papel. En la película él iba caminando al lado de Stacy, arrancando malas hierbas en un campo de tomates y contando una larga historia acerca del fracaso de su matrimonio. Este personaje vino a mi apartamento y leyó para mí, con los ojos pegados a las páginas del guion. Leía como si las palabras fueran suyas. Le pregunté si creía que podría aprenderse el papel.
—Ya lo he hecho —dijo.
—¿Qué quieres decir?
—No sé leer. Solamente estoy fingiendo.

Alguien le había leído su papel algunas veces, y él lo había memorizado.

Estaba también un arrogante chico negro de dieciséis años que provenía de la escuela local. Cuando Muhammad Ali le vio en la pantalla durante una proyección privada que hice para él, se levantó y gritó:

—¡Para la película! ¡Yo estoy allí! Escucha…, ¡ese soy yo! ¿Me oyes?

Así era de bueno el muchacho.

Rodamos la mayor parte de la película en el Skid Row de Stockton. Ahora es algo que pertenece al pasado; lo han destruido. Me pregunto dónde se habrán ido todos los pobres diablos que lo habitaban. Tienen que estar en algún sitio. Había hotelitos piojosos; solares entre edificios como dientes perdidos; gente —blancos y negros— de pie o sentados en cestas de naranjas; pequeños garitos donde se jugaban la calderilla. Muchos de los letreros estaban en chino porque la zona tenía una gran población china. La policía era muy tolerante con los necesitados. Siempre que se quedaran dentro de los límites perfectamente definidos del vecindario, podían dormir en los portales, con la botella de vino en la mano; si se salían de los límites, la policía simplemente los hacía volver. Eran completamente inofensivos, hombres derrotados.

Ciudad dorada tuvo una gran acogida cuando se exhibió por primera vez, en el Festival de Cannes de 1972. Después de la proyección fui a un salón contiguo para reunirme con los periodistas, y me dieron una ovación puestos de pie. Cuando ocurrió esto, tuve la certeza de que iba a ser un éxito. Pero no. En todos los lugares donde fue exhibida tuvo excelentes críticas, pero al público no le gustaba. Sin ninguna duda es una buena película, bien concebida, bien interpretada, hecha con profundo amor y considerable comprensión por parte de todos los que intervinimos en ella. Supongo que el público simplemente la encuentra demasiado triste. Por lo menos tiene un admirador incondicional: Ray Stark considera que es la mejor película que ha producido nunca.

Mi siguiente película, El juez de la horca, no fue exactamente un fracaso, pero tampoco puede decirse que fuera un éxito resonante. No despegó, como dicen ellos. Sin embargo, había cosas muy buenas en ella.

En primer lugar me intrigó el espíritu del guion de John Milius, que mostraba un profundo afecto por el viejo Oeste. El juez de la horca estaba en la más pura y vieja tradición americana de los cuentos exagerados y grandiosos, poblados de personajes violentos capaces de hazañas prodigiosas y altamente improbables. Al mismo tiempo, decía algo importante sobre la vida en la frontera y la pérdida de la inocencia de América. «El juez» Bean insistía en colgar a los malhechores en la plaza principal, a pesar de las protestas de los habitantes del pueblo que pensaban que este procedimiento judicial debía ser llevado a cabo privadamente en un granero en las afueras de la ciudad. Si se avergonzaban de ahorcar a la gente públicamente, defendía el juez, no deberían colgar a nadie. (Lamento decir que un famoso crítico de cine interpretó esto como un argumento a favor de la pena capital.)

Yo estaba muy satisfecho con un montón de cosas de El juez de la horca. Había un derroche de humor extravagante y maravilloso. Por ejemplo, Grizzly Adams invernaba con los osos, y perdía a su esposa cuando ella se escapaba con un oso de Montana, dejándolo a él con un «hijo» de 200 kilos, que necesariamente tiene que dejar al cuidado del juez; la secuencia del bar, cuando el juez y el oso se emborrachan; y la secuencia en la que «Bad Bob» llega al pueblo y el juez «deja pasar la luz del día a través de él», literalmente, de forma que puedes ver de hecho el paisaje que hay al otro lado. La película estaba llena de este tipo de cosas. Para reforzar el efecto, hice uso deliberadamente de una técnica que desde entonces se ha hecho mucho más popular, dejar que ocurran todo tipo de sucesos sin justificación lógica. Aparecen cosas, suceden cosas, divertidas, tristes, cómicas, dramáticas. Cómicas un minuto y serias al siguiente.

Paul Newman ayudó en todo el trabajo, por supuesto. Él es uno de los actores más dotados que he conocido nunca, y considera que su interpretación del juez es uno de sus mejores trabajos. Newman será siempre «el muchacho de oro». Sus opiniones políticas y artísticas son correctas invariablemente (coinciden con las mías), y su perspicacia es realmente extraordinaria. Actuando por intuición, toma decisiones instantáneas que después resultan completamente lógicas. Como actor, es capaz de realizar esas rápidas transformaciones de personalidad que suponen un cambio de máscara. Entre los dioses él seguramente ocuparía el lugar de Hermes, el de los tobillos alados, siempre en movimiento, agraciado, elegante, con una armonía innata. Podría haber sido campeón de boxeo, patinador o gimnasta. Durante el rodaje de El juez de la horca, me confesó que le hubiera gustado más ser piloto de carreras de coches que actor, lo cual consideré como uno de esos sueños vanos que todos tenemos. Pero desde entonces él ha sido por dos veces campeón de carreras de coches para aficionados en América, y no hace mucho se colocó en segundo lugar en Le Mans.

John Foreman produjo El juez de la horca, y nos hicimos buenos amigos. Con el tiempo, haríamos juntos El hombre que pudo reinar, pero primero —para nuestra común desgracia— nos vimos envueltos en una película llamada El hombre de Mackintosh. Alguien de la Warner había ido con los derechos a Paul Newman, quien tenía un compromiso con el estudio. Él nos metió en el ajo a John Foreman y a mí. A cada uno de nosotros nos ofrecieron una buena suma por participar. Foreman, deduje, necesitaba el dinero, y yo también, ciertamente. Además de esto, los tres nos lo habíamos pasado bien con El juez de la horca y no nos apetecía ir por caminos separados. Así que aceptamos y lo hicimos lo mejor que pudimos.

Desde el principio estábamos atormentados por la debilidad del guion. Lo peor de todo era que la historia carecía de un final. Durante todo el tiempo de rodaje estuvimos dándole vueltas casi frenéticamente para encontrar una forma eficaz de terminar la película. Finalmente, durante la última semana de rodaje, se nos ocurrió una idea para el final. Fue con diferencia lo mejor de la película, y sospecho que si hubiéramos podido empezar con esto planeado, El hombre de Mackintosh habría sido realmente una buena película. Pero no pudimos. En realidad, apenas conozco gente que haya siquiera oído hablar de ella. Como el dueño del bar irlandés en Youghal, supongo que «yo me lo busqué».

(Continuará...)

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