John Huston

Capítulo 24
David O. Selznick era un hombre robusto con energías y apetitos enormes y una gran capacidad para el trabajo y la vida. Yo le apreciaba, y también apreciaba mucho a su mujer, Irene. Ella era hija de L. B. Mayer y, por tanto, una princesa en Hollywood. Tenía una belleza morena y llamativa. La recuerdo con vestidos de noche ajustados como una funda —generalmente negros o rojos—, un collar de perlas en el cuello y en el dedo anular un hermoso brillante que David le había regalado. Irene era una especie de oráculo en Hollywood. Tenía un aire de sabiduría que hacía que la gente acudiera a ella en busca de consejo. Su forma de hablar contribuía a esa imagen: hablaba en voz tan baja que te obligaba a prestarle toda tu atención. Te encontrabas respondiéndole en el mismo tono. Era como mantener negociaciones secretas.
Irene y David, y la hermana de ella, Edie, y su marido, Bill Goetz, tenían cortes separadas en Hollywood en aquella época. No existía rivalidad entre las hermanas; la composición de los dos grupos era totalmente diferente. La actitud bohemia de David e Irene contrastaba con la de los conservadores Goetz. Las tardes de los domingos en torno a la piscina de los Selznick, y las cenas que venían a continuación, se convirtieron en algo habitual. Los invitados eran siempre un grupo de gente entretenida. Aquellas reuniones eran lo mejor que Hollywood podía ofrecer.
Había algo infantil en David…, algo de niño mimado. Le gustaba dar órdenes, decirle a los demás qué debían hacer y cómo hacerlo. ¡La verdad es que él sabía muy bien lo que hacía! ¿Quién tiene un récord comparable al de David? Westward Passage, Doble sacrificio, Cena a las ocho, David Copperfield, Anna Karenina, Historia de dos ciudades, Ha nacido una estrella, Rebeca, Lo que el viento se llevó, por citar solamente unas cuantas. David se enamoró de Jennifer Jones. Ella estaba bajo contrato con David y él se la había prestado a la Fox para La canción de Bernadette, que fue el primer gran éxito de Jennifer. David se divorció de Irene y se casó con Jennifer. Irene se fue a Nueva York y se convirtió en empresaria de Un tranvía llamado deseo, y otras grandes obras teatrales. Nunca volvió a casarse.
El amor de David por Jennifer era auténtico y conmovedor, pero en él se encontraban las semillas de los fracasos que marcaron los últimos años de su vida. Todo lo que hacía era por ella. Su vida entera giraba en torno a ella, lo cual iba en detrimento de su buen criterio. Desde que se casó con ella no volvió a hacer nada que valiera un comino.
Me dio pena que David se separara de Irene, pero entre los jefes no se producían los conflictos habituales cuando un matrimonio se deshace. Yo veía mucho a David y Jennifer, y no me sentía desleal con Irene cuando asistía a las fiestas que ellos daban. Las reuniones de los domingos continuaron con los mismos invitados de siempre en su casa con vistas a Beverly Hills. A veces David fletaba un gran velero para sus fiestas. Era extravagante en todo lo que hacía… ¿o debería decir espléndido?
Cuando se trataba de hacer publicidad de una película, David era único. Sus ideas eran originales —a veces disparatadas— y daban resultado. El plan que concibió con Paul MacNamara, su publicista de siempre, para promocionar Duelo al sol fue histórico. Consiguió listas de los nombres de los dueños de bares en ciudades y pueblos de todo el país, luego contrató a equipos de empleados para que se pusieran a escribir a mano miles de cartas encabezadas con el nombre de pila del dueño de cada bar:
Hola Charlie. Bueno, lo conseguí. Aquí estoy, en California, al fin, y ciertamente es tan bonita como decían. El sol brilla prácticamente todos los días. Es verdad que tienen palmeras, y mi hermana incluso tiene una piscina en el patio trasero. Estoy viviendo con ella. Vamos a la playa, en un sitio que se llama Santa Mónica, casi todos los sábados y domingos para nadar en el océano Pacífico, y a veces vamos al centro a ver una película. Realmente aquí hay muchas cosas que ver y que hacer. Una de las cosas que más me gustó fue ir a un estudio y ver hacer una película. Se llamaba «Duelo al Sol», con Jennifer Jones. ¡Chico, que tía más guapa! Es una película del Oeste, pero no se parece a ninguna del Oeste que hayas visto. Tiene un final sorpresa. Me lo contaron, pero me pidieron que no se lo dijese a nadie, así que no lo haré, pero seguro que va a ser la mejor película de todos los tiempos.
Bueno, Charlie, ahora tengo que salir. Saluda de mi parte a toda la panda, ¿quieres? Espero verte pronto.
Tu viejo amigo
Joe
Por supuesto, el propietario del bar le enseñaba esta carta a sus clientes habituales, y entre todos trataban de decidir quién era «Joe». Generalmente encontraban dos o tres «Joes». A continuación Selznick lanzó una campaña publicitaria enorme, incluyendo carteles con una foto sexy de Jennifer Jones de tres metros de alto; blusa india desgarrada en un hombro. Los dueños de los bares y sus parroquianos habituales de todos los estados de la Unión vieron los carteles y exclamaron: «¡Vaya! ¡Ésa es la película de la que hablaba el viejo Joe!»
Duelo al sol no era una buena película. Hasta Selznick tuvo que reconocerlo después del preestreno, así que entonces se le ocurrió otra idea que nunca se había intentado antes. Tiró como tres veces más copias de las que se hacen normalmente, las distribuyó y estrenó la película simultáneamente en casi todos los cines del país, de modo que quedase amortizada antes de que los comentarios directos tuviesen un efecto negativo. No sólo la amortizó, sino que obtuvo beneficios.
El hermano de David, Myron, era el agente número uno en Hollywood. A su manera, Myron era más poderoso que David. Representaba a los nombres más importantes de la profesión. Con ese poder, se enfrentó a los directores de los estudios y les obligó a pagar sueldos proporcionales a los ingresos de taquilla que proporcionaba una estrella. Ése fue el principio, aunque nadie lo adivinó entonces, del proceso por el que los actores y sus agentes asumieron el control de la industria (o, como lo describió alguien, de que los locos dirigieran el manicomio). Myron era brillante, pendenciero, buen amigo y mal enemigo. Bebía mucho —al revés que David— y daba la impresión de que le importaba un comino todo y todos (incluyendo él mismo), excepto David. Los dos hermanos sentían un gran cariño el uno por el otro, y la muerte de Myron fue un duro golpe para David.
A lo largo de los años, David me había propuesto dirigir varias películas, pero yo estaba casi siempre bajo contrato con otro productor u ocupado en otro proyecto. Además no estaba seguro de querer trabajar con él, después de la experiencia de La burla del diablo. Pero al terminar Sólo el cielo lo sabe, me quedé libre. David sugirió que hiciésemos Adiós a las armas de Hemingway, y el hecho de que Ben Hecht estuviera escribiendo el guión me tranquilizó bastante. Finalmente acepté dirigir la película.
Ben Hecht escribía los guiones por una cantidad fija y a una velocidad increíble, a veces terminándolos en tres o cuatro días. Cuando empezaba a trabajar, no paraba, salvo para comer y dormir un poco, hasta que los terminaba. El trabajo de Ben tenía mucha personalidad, ritmo y emoción; era el guionista por excelencia. Pero nada de esto era aplicable a Adiós a las armas. Había escrito el guión siguiendo las instrucciones de David, y era de lo peor. Yo sabía que había sido un martirio para él; desde luego, para mí fue una desilusión.
Desde el momento en que leí el guión, David y yo entramos en conflicto. Por la influencia de David sobre Hecht, la novela de Hemingway se había convertido simplemente en un vehículo para la protagonista femenina: Jennifer Jones. Me reuní con David y Ben en Italia, donde tuvimos largas conversaciones. Se había hecho una buena película basada en Adiós a las armas allá por los años treinta, con Gary Cooper y Helen Hayes, pero en aquella ocasión el guión era radicalmente diferente del libro. Las novelas de Hemingway no son fáciles de adaptar al cine. Las escenas parecen tener un planteamiento, un nudo y un desenlace cuando en realidad no es así. Ben Hecht lo expresó sucintamente:
—¡Ese hijoputa escribe en el agua!
La intromisión de David hizo que un trabajo de por sí difícil fuera casi imposible. Hablando con Ben en Italia, tuve la impresión de que ya solamente deseaba verse libre de aquello; escribir la última página, cobrar su dinero y marcharse.
Vi a Hemingway por entonces, y estaba disgustado. Había cobrado una cantidad muy pequeña por los derechos de la novela cuando Paramount hizo la primera versión de Adiós a las armas. Luego la propiedad pasó a la Warner y finalmente a David. Es de suponer que alguien se beneficiaba cada vez que cambiaba de manos…, pero Papá nunca. Se sentía estafado. Además, no le agradaba David. Esto no era nada extraordinario; excepto algunas mujeres atractivas, a Papá no le gustaba nadie la primera vez que lo veía. Pero un incidente posterior confirmó su peor opinión sobre Selznick.
Estando en Cuba una vez, David le dijo a Peter Viertel que le gustaría ver a Hemingway si fuera posible. Se concertaron y cancelaron una serie de citas. Luego Peter Viertel y Mary Hemingway se presentaron un día de improviso en la suite del hotel de David. Este no se levantó cuando entraron. Más tarde me contó que en aquel momento un amigo cubano le estaba enseñando un nuevo juego de naipes, y que sólo llevaba puestos una camisa deportiva y unos calzoncillos. Pensó que sería más grosero levantarse que permanecer sentado…, pero Mary no sabía eso. Ella le contó a Papá que David no se puso de pie cuando ella entró en la habitación. Desde entonces el nombre de Selznick era como una palabrota en casa de los Hemingway.
La fecha de comienzo del rodaje estaba próxima. Fuimos a los Abruzzi —las altas montañas en el norte de Italia— donde íbamos a rodar las primeras escenas: movimientos de tropas y batallas. Tuvimos unos cuantos ensayos con Jennifer y Rock Hudson, el protagonista masculino. Mis diferencias con David continuaban. A veces era algo absurdo. Le dije a Hudson que se cortara el pelo bien corto, como lo llevaban todos los militares de la primera guerra mundial. David le dio contraórdenes. Dijo que eso disminuiría el atractivo romántico de Hudson.
Una mañana me llamó Art Fellows, el jefe de producción de David.
—John, tengo un memorándum de David —me dijo—. Tengo que entregártelo, pero me da miedo hacerlo.
—¿Tan terrible es?
—Peor. Temo que si lo lees, dejes plantada la película.
—Bueno, pásamelo.
Art me entregó un memorándum de dieciséis páginas. Una versión resumida sería algo así:
Querido John:
Sería más que ingenuo si no te dijera que estoy desesperadamente insatisfecho de cómo van las cosas. Es una experiencia completamente única en mi larguísima carrera. Una experiencia que creo que va a llevarnos no a realizar una película mejor…, sino una película peor, porque no será ni lo que tú crees que debería ser ni lo que yo creo que debería ser… Ha habido pocos libros que hayan sido adaptados al cine con el amoroso cuidado que Ben y yo hemos puesto en éste…
Además, perdóname que te diga que la adaptación de «Moby Dick» no estaba nada lograda… De hecho, John, espero que quede claro que no permitiré que se corte, altere o trasponga ni una sola línea de diálogo sin mi consentimiento expreso; y ésta es una de las varias razones de que esté siempre disponible… Me veo obligado a preguntarte, John, ¿cuántos emplazamientos de cámara has decidido? ¿Diez, veinte, cincuenta?… Puede que ésta sea tu forma de trabajar, pero no es la mía, John… Y no pienso trabajar así en «Adiós a las armas»… A pesar de que deseo fervientemente que dirijas la película, preferiría enfrentarme a las terribles consecuencias de que no la dirijas a pasar por lo que estoy pasando ahora…
No había leído ni la mitad de este memorándum cuando llamé a mi secretaria.
—¡Ven y ayúdame a hacer las maletas!
El hecho de que abandonara la película fue considerado noticia, así que al llegar a Roma di una breve conferencia de prensa en la cual no dije nada contra David, excepto que había habido «división de opiniones». Al decir estas palabras me acordé de una anécdota que me contó Hemingway una vez: Un matador volvía a su hotel después de una tarde desastrosa. Le habían arrojado todas las almohadillas y botellas de la plaza. Al llegar al hotel con su picador, el director le preguntó: «¿Qué tal fue la corrida?» El matador respondió: «Hubo división de opiniones.» El picador dijo: «Sí, hubo división de opiniones. Unos querían cagarse en su padre y otros querían cagarse en su madre.»
Sin embargo, le metí un buen gol a David en la conferencia de prensa que aplacó sobradamente mi sed de venganza.
—Al margen de nuestras diferencias profesionales —dije—, debo expresar mi admiración por el señor Selznick como persona. Sé que es un hombre de palabra, y me aseguró que tenía intención de darle al señor Hemingway los primeros 100.000m dólares de la recaudación de taquilla.
David me había reconocido previamente que Hemingway debería cobrar algo, pero esta cantidad era mucho más de lo que él pensaba darle. Pero David habría quedado como un grosero si hubiese desmentido mi afirmación y, no habiendo un desmentido, aquello equivalía a un compromiso escrito. Papá nunca llegó a recibir nada, porque la película no dio beneficios. Fue una catástrofe.
Nunca vi la película. Resultó una desdichada experiencia para todos los que intervinieron en ella. Cuando yo me marché, me sustituyó Charlie Vidor. Me telefoneó y me preguntó si yo tenía inconveniente en que él dirigiera la película. Le aseguré que, por el contrario, me parecía muy bien y le deseé toda la suerte del mundo. Pero también fue desagradable para él. David le enterró en memorándums inmediatamente.
Al parecer a David se le metió en la cabeza que todas las personas que yo había traído estaban en contra de él y de la película, lo cual no era verdad. Uno por uno, empezó a echarlos. Ossie Morris fue el primero, luego Steve Grimes. Finalmente, en un ataque de ira, empujó a Art Fellows, que había sido su mano derecha durante años. Art respondió abofeteándole y tirándole las gafas. Aquello fue el fin de Art. Algún tiempo después de que se estrenara la película, murió Charlie Vidor.
Selznick fue optimista respecto a la película hasta el último y amargo momento, pero por supuesto eso era un sueño. Me temo que ninguna de las películas que David y Jennifer hicieron juntos después de casarse valían mucho. Desde luego hay que ser comprensivo con él. Existe incluso una cierta grandeza en el modo en que se entregó a ella.
Un año más o menos después del estreno de Adiós a las armas, me encontré a David en el vestíbulo del Hotel St. Regis en Nueva York. Me sonrió y empezó a tenderme la mano y luego vaciló, como si temiera que yo no se la diese. Inmediatamente le estreché la mano. Poco tiempo después de ese encuentro, estando yo en California, me telefoneó Jennifer.
—John, vamos a dar una fiesta. ¿No quieres venir?
—No, no quiero ir. Todavía estoy furioso con él. Pero se me pasará un día de estos. Entonces, si aún queréis verme, iré.
No mucho después, murió David.
Debo decir que en la flor de su vida David O. Selznick era el mejor. Nadie le llegaba a la suela del zapato. No sólo hizo algunas películas muy buenas, sino que sabía cómo promocionarlas. Hoy día simplemente no tiene igual. Yo admiraba a David y fue mi amigo durante muchos años. Ojalá hubiese ido a aquella fiesta.
(Continuará…)
