A libro abierto (XXI)

John Huston




Capítulo 22

El truco de Claude Cockburn de dejarme su novela de «James Helvick», La burla del diablo, en mi mesilla de noche en casa de Oonagh funcionó. Me pareció que veía una película en el libro.

Claude, amigo mío desde hacía muchos años, había sido corresponsal volante del Times de Londres durante los años treinta, y su firma era una de las más conocidas de Europa. Dejó el Times para lanzar una hoja de información política confidencial llamada The Week, que leía la gente importante del periodismo en todas partes del mundo. Cuando se declaró la segunda guerra mundial, las medidas de seguridad hicieron que muchas de las fuentes de Claude se secaran. Se retiró al condado de Limerick en Irlanda, donde él y su mujer tenían tierras. Claude andaba escaso de fondos cuando escribió La burla del diablo, con el único propósito de ganar algún dinero. Si la hubiera firmado con su nombre, puede que hubiese sido un éxito; pero la realidad es que necesitaba desesperadamente el dinero que le proporcionaría la venta de la novela para el cine.

Llamé a Bogie, que entonces tenía una productora con Morgan Maree, y le hablé del libro. Lo compró, fiándose de mi criterio, por 10.000 dólares, lo cual hizo a Claude muy feliz.

Algún tiempo después, Morgan Maree me telefoneó desde los Estados Unidos.

—¿Qué pasa con este libro? ¿Cuándo hacemos la película?

Le dije que no había vuelto a pensar en ese asunto.

—John, ¡fuiste tú quien convenció a Bogie para que lo comprara!

Le aseguré que vería lo que se podía hacer. Yo no quería escribir el guión, así que se lo di a Peter Viertel y Tony Veiller. Escribieron un guión que no era muy bueno y se desentendieron de él. Antes de que el guión estuviese terminado, ya teníamos el reparto. Jennifer Jones y Peter Lorre habían sido contratados, y estábamos casi listos para empezar. Cuando llegué a Italia, aún no tenía guión ni guionista. Pero dio la casualidad de que Truman Capote estaba en Roma. Yo apenas le conocía, aunque nos habían presentado, pero le dije que necesitaba ayuda urgentemente y le pedí que me echara una mano. Afortunadamente aceptó, porque es probable que no hubiésemos podido hacer la película de no ser por él.

No tendríamos la oportunidad de empezar a escribir hasta que llegásemos a Ravello, la pequeña población al sur de Nápoles donde íbamos a rodar. Yo sabía que teníamos el tiempo demasiado justo. La película la financiaba un grupo de capitalistas, entre los cuales estaban Roberto Haggiag, los hermanos Woolf y el propio Bogart. En Roma le advertí a Bogie que estábamos en una situación desesperada.

—No tenemos guión, no sé qué demonios va a salir de aquí —le dije—. Esto puede ser un desastre. De hecho, lleva todo el camino de ser un desastre.

Bogie no tenía fama de ser demasiado desprendido con el dinero, pero se volvió hacia mí con su media sonrisa torcida y dijo:

—Vaya, John, me sorprendes. Después de todo, ¡sólo es dinero!

Aquello me hizo reaccionar. No se puede discutir con alguien así, por lo tanto, seguimos adelante como pudimos.

Cuando estuvimos listos para salir de Roma, Roberto Haggiag nos proporcionó a Bogie y a mí un Mercedes con chófer. El coche era bueno, pero yo tenía mis dudas respecto al chófer. Camino de Nápoles la carretera se bifurcaba, un ramal llevaba a Monte Cassino y el otro a Nápoles. El chófer no pudo decidir qué carretera tomar, así que siguió recto, pasó sobre la isleta, atravesó un muro de piedra y se metió en una zanja. Yo iba delante, por lo que tuve tiempo de sujetarme, pero Bogie iba dormido en el asiento trasero. Cuando nos detuvimos, me volví para ver cómo estaba. Le vi tirado en el suelo.

—Bogie, ¿estás bien? —pregunté.

Un poco aturdido, se alzó para mirar por encima del respaldo de mi asiento.

—¡Diande, no! ¡A’go ’e paza a mi ’engua!

Sacó la lengua. Se había hecho un corte y el pedazo estaba suelto como un colgajo. Además, todos los dientes de delante —que eran un puente— se le habían saltado. Cuando comprendí que no estaba gravemente herido, no pude evitar el reírme. Bogie me miró furioso.

—¡John, hijo puda! ¡Eres un azquerozo hijo de puda!

Pronto aparecieron unas figuras saliendo de la oscuridad y hablando muy excitados en italiano. Había un garaje cerca, hasta el que remolcaron nuestro destrozado vehículo. Alquilamos otro coche para continuar el viaje. El chófer esta ileso y, gracias a Dios, escarmentado.

Avisamos previamente para poder llevar a Bogie directamente a un hospital en Nápoles. Un médico le cosió la lengua, y encargamos un nuevo puente a su dentista de California. Esperar a que llegaran los dientes de Bogie nos retrasó una semana o más y eso nos dio a Truman y a mí la oportunidad de trabajar en el guión.

Jack Clayton, que ahora es un buen director, era el jefe de producción y conspiraba con nosotros para ganar tiempo. No deseábamos que el equipo supiera que el guión no estaba listo, así que Jack les comunicó que yo no quería que los actores viesen su diálogo hasta justo antes de rodar una escena. Les explicó que yo estaba experimentando una nueva técnica, intentando estimular una aproximación al texto más espontánea. Pero, a pesar de toda su palabrería, el tiempo se nos echaba encima.

Había una parte escrita por Viertel y Veiller que no servía en absoluto. Yo sabía que nos iba a llevar tiempo cambiarla. En una maniobra desesperada de dilación, bajé y monté una escena de una forma tan complicada que los carpinteros tuvieron que quitar paredes y hacer toda clase de cambios. Calculé que necesitarían por lo menos medio día para dejarlo todo en condiciones, a lo cual había que añadir el tiempo de ensayos. Mientras preparaban el decorado, Truman y yo nos fuimos arriba y escribimos una escena entera nueva. Así de apurados trabajábamos.

Truman Capote era admirable. Recuerdo que una tarde le encontré con la cara hinchada y desfigurada; tenía un flemón en una muela del juicio. Aunque le dolía mucho, estaba trabajando. Llamamos a una ambulancia. Truman pidió el chal morado de Balmain que le había regalado Jennifer. Le envolvimos en el chal y le metimos en la ambulancia. ¡Esa misma noche nos envió nuevas páginas del guión desde el hospital! Truman era muy valiente.

Una noche tuvimos una exhibición de lucha. Truman y Bogie se enzarzaron y aquello casi se convirtió en una pelea. En lo que se convirtió, de hecho, fue en un combate de lucha libre. ¡Y Truman venció a Bogie! Le puso los hombros contra el suelo y lo mantuvo allí clavado. El comportamiento andrógino de Truman era absolutamente engañoso: tenía una fuerza y un arrojo notables.

David Selznick visitaba el plató de vez en cuando. No tenía ninguna relación con la película, excepto que su mujer, Jennifer Jones, trabajaba en ella. Daba igual: cuando ella firmaba un contrato, David empezaba a mandar sus memorándums.

Durante todo el rodaje de La burla del diablo recibí memorándums suyos, principalmente por telegrama, relacionados con la producción, recomendaciones para escenas, y así ad infinitum. David numeraba las páginas de sus telegramas. Algunos tenían entre diez y doce páginas, o más. Un día, después de recibir uno particularmente largo, le envié otro. En la página uno le respondía a varios puntos del suyo. Luego omití la página dos y pasé a la tres. Desde entonces, a cualquier cosa que él me dijera yo contestaba: «Ver página dos mi telegrama fecha X.» Creo que esto le ponía frenético. También fue una faena a la compañía de telégrafos, porque David estaba empeñado en que encontraran la página dos.

Ravello está en lo alto de las montañas detrás de Sorrento. Es una ciudad antigua que tiene fama de haber sido una guarida de piratas. Hay una gran villa con vistas al mar, famosa por ser el lugar donde Greta Garbo y Stokowski pasaron sus muy aireadas vacaciones románticas. Buena parte de la película se rodó en esta villa.

En las montañas circundantes se cultivan, en terraza, viñas y árboles frutales muy cuidadosamente plantados, de tal modo que cuando los árboles están pelados las viñas reciban el sol. Algunos de los mejores vinos italianos se hacen en Ravello, un blanco y un rosado.

Todas las tardes, y a veces durante toda la noche del sábado hasta el domingo por la mañana, algunos miembros del reparto y del equipo jugaban al póker. Cuando Truman y yo no estábamos trabajando en el guión, estábamos sentados a la mesa de póker. Me temo que Bogie y yo dominábamos las partidas. Bob Capa —que había venido para hacer unas fotos de promoción— y Truman Capote eran nuestras principales víctimas. Sus servicios nos salieron baratísimos, porque casi siempre les ganábamos los sueldos que les habíamos pagado.

Una noche, durante una partida, el ambiente cargado de humo me mareó. Me levanté, me puse un martini y salí a la terraza, maravillándome de la belleza que me rodeaba. Allá abajo, en el puerto, las lámparas de sodio de los barcos de pesca formaban constelaciones que rivalizaban con las de lo alto. De repente, a través de mi ensueño, me di cuenta de que estaba cayendo, con mi vaso en la mano. Afortunadamente un árbol cortó mi caída y llegué al suelo frenado por sus ramas.

Según calculamos después, fue una caída de unos doce metros, pero, milagrosamente, yo estaba ileso. El precipicio era casi perpendicular y no había manera de volver a subir sin ayuda. Grité pidiendo socorro y enseguida me rescataron. Me preparé otro martini y volví a ocupar mi puesto en la mesa de juego.

Hubo un ambiente general de alegría y animación durante todo el rodaje. El libro trata de las aventuras de una joven pareja inglesa con un grupo de ladrones ridículos. Todos los personajes son excéntricos. El libro es divertido, pero en el guión exageramos el humor y acentuamos los absurdos. Jack Clayton, Truman y yo veíamos las tomas diarias y nos preguntábamos si los demás la encontrarían tan graciosa como nosotros. No fue así.

La burla del diablo se adelantó a su tiempo. Su humor delirante dejaba a los espectadores desconcertados y confusos. Unos cuantos críticos la consideraron una pequeña obra maestra…, pero eran todos europeos. No había un solo norteamericano entre ellos. Poco a poco, a pesar de la mala acogida al principio, la película empezó a atraer a ciertos sectores del público, especialmente en las ciudades universitarias. Hoy en día tiene muchos admiradores. La burla del diablo ha dado dinero a lo largo de los años. Desearía que Bogie hubiese estado con nosotros para verlo.

Fue la última película que hice con Bogie. Yo estaba trabajando en Moby Dick en 1956 cuando me enteré de que le habían hecho una operación de garganta. Entonces parecía que se recuperaría sin problemas.

Algún tiempo después, estando a punto de pagar la cuenta en el Hotel St. Regis de Nueva York para regresar a Irlanda, me dijeron que tenía una llamada. Cogí el teléfono en el vestíbulo. La llamada era de Betty Bogart y Morgan Maree.

—John, prepárate —me dijo Betty—. Sabemos que te vas ahora, pero quería decírtelo yo misma. Bogie se va a morir. No sabemos cuándo, puede que viva unos meses más, pero el cáncer es terminal. Me gustaría que escribieras su panegírico por si acaso no estás aquí cuando él muera, que pueda leerlo otra persona.

Apenas pude contestarle. Fue un gran golpe. Cuando volví a Courtown, intenté escribir algo, pero me resultó completamente imposible.

Regresé a Estados Unidos antes de la muerte de Bogie, y todas las tardes nos reuníamos en su casa, sólo unos pocos de sus más íntimos amigos. Perdía peso constantemente. Se le marcaban los tendones del cuello, y sus ojos parecían enormes en el rostro enflaquecido. Betty decidió no decirle la verdad respecto a su estado. No estoy seguro de que fuera una decisión acertada, pero los demás la respetamos. Una noche, Betty, el médico de Bogie, Morgan Maree y yo estábamos con él en su cuarto de estar cuando Bogie dijo:

—Venga, decidme la verdad. No me estaréis engañando, ¿eh?

Yo respiré hondo y contuve el aliento. Finalmente, el médico le aseguró que eran los tratamientos a que había sido sometido los que le hacían sentirse mal y perder peso. Ahora que los tratamientos habían terminado, mejoraría rápidamente. Entonces todos coreamos la mentira. Él pareció aceptarla.

Cuando pronuncié unas breves palabras de despedida en el funeral de Bogie el 17 de enero de 1957, describí sus últimos días.

La hospitalidad de Bogie iba mucho más allá de la comida y la bebida. Alimentaba el espíritu de su invitado además de su cuerpo, le colmaba de afecto hasta que estaba ebrio en el corazón además de en la cabeza. Esta tradición continuó hasta el último día en que pudo sentarse erguido. Permitidme contaros el esfuerzo que esto le suponía en sus últimos días.
A las cinco de la tarde, echado en su tumbona del piso de arriba, le afeitaban, le aseaban y le vestían con unos pantalones de franela gris y un batín corto rojo oscuro. Cuando ya no podía andar, su escuálido cuerpo era trasladado a una silla de ruedas y llevado al montaplatos del primer piso. Habían quitado la parte superior del montaplatos para que él cupiera. Sus enfermeras le ayudaban a entrar y, sentado en un pequeño taburete, le bajaban a la cocina, donde volvían a pasarle a la silla de ruedas para llevarle hasta la biblioteca, y le sentaban en su sillón. Allí estaba, con una copa de jerez en una mano y un cigarrillo en la otra, cuando empezaban a llegar las visitas a las cinco y media. Ahora sólo recibía a aquellos que le habían conocido mejor y durante más tiempo, y se quedaban con él, dos o tres a la vez, durante una media hora, hasta eso de las ocho, que era la hora en que volvía a su dormitorio por el mismo sistema por el que había descendido. Nadie que haya estado sentado en su presencia durante esas últimas semanas lo olvidará nunca. Era una demostración única de puro valor animal. Después de la primera visita —en ésa el amigo tenía que reponerse de la tremenda impresión inicial— uno admiraba su grandeza, se animaba y se sentía extrañamente alegre, orgulloso de estar allí, orgulloso de ser su amigo, el amigo de un hombre tan valiente…


Mis últimas palabras expresaban, creo, lo que todos sentíamos por Bogie: «No tenemos motivos para sentir pena de él, sólo de nosotros mismos por haberle perdido. Es completamente insustituible. Nunca habrá otro como él.» Más de veinte años después, estoy más convencido que nunca de que esto es cierto.

(Continuará...)

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