A libro abierto (XV)

John Huston

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Capítulo 16

El 6 de abril de 1950 organicé una fiesta de cumpleaños para mi padre en el Romanoff’s de Los Ángeles. Él tenía planes para una película y había llegado en avión un par de días antes y se había alojado en el Hotel Beverly Hills, donde había de reunirse con el guardés de su finca de Running Springs. La noche de su cumpleaños, mi padre no se sentía bien. Me pidió que le presentara sus disculpas a los invitados.

Yo estaba preocupado porque esto era de lo más insólito en mi padre. Recibí a los invitados en Romanoff’s, presenté las disculpas de mi padre y regresé inmediatamente al hotel. Cuando volví, mi padre tenía dolores. Eran tan intensos que casi se desmaya. Cuando llegaron los médicos y le examinaron, manifestaron la opinión de que podía tratarse de un cálculo renal. Parecía ese tipo de dolor: muy agudo, duraba más o menos un minuto, pasaba y luego se repetía.

Mi padre dijo que había visto a un médico en Nueva York, así que los médicos de Los Ángeles le llamaron y el de Nueva York dijo que sospechaba que podía ser un aneurisma de la aorta. Los dos médicos conferenciaron, luego le dieron algo a mi padre para aliviar el dolor y se fueron, diciendo que volverían por la mañana. Les pareció mejor dejarle donde estaba que trasladarle a un hospital. Yo tenía una habitación justo al otro lado del vestíbulo. El guardés y uno de los porteros del hotel se quedaron en la habitación de mi padre. En mitad de la noche oí unos golpecitos en mi puerta. Era el guardés.

—John, tu padre está inconsciente —me dijo.

Llamé otra vez a los médicos y ambos vinieron enseguida. Mi padre no recobró nunca la conciencia, excepto quizá débilmente; una vez abrió los ojos por breves segundos, pareció reconocerme y me apretó la mano muy ligeramente. Luego abandonó la vida con la misma elegancia con que había vivido.

Mi padre y yo habíamos estado tan unidos como pueden estarlo un padre y un hijo. Era mi compañero y mi amigo. Cuando yo era niño, mi padre nunca me corregía ni me criticaba, pero yo siempre sabía cuándo había hecho algo que le desagradaba; una arruga vertical aparecía en su frente. Al verla, yo sabía que había hecho algo que estaba realmente mal. Prefería verle riendo, así que me esforzaba para que esa arruga no apareciese.

A mi padre le encantaba reír y cuando lo hacía, pronto se le llenaban los ojos de lágrimas. Le encantaban las cosas absurdas. Solíamos jugar un juego en el cual yo intentaba hacerle reír, y cuando lo lograba o fracasaba, él intentaba hacerme reír. Podía ser un juego cruel. Cuando estás haciendo algo que tú consideras extremadamente divertido y tu público no responde…, bueno, se te hiela el alma. Pero estos juegos siempre terminaban derrumbándonos uno sobre el otro, riéndonos a carcajadas.

Creo que la época más feliz de la vida de mi padre fueron sus últimos años, en la casa cerca de Running Springs. Recuerdo una vez en que jugamos el juego de las risas en esa casa. No habíamos logrado hacernos reír el uno al otro tres o cuatro veces seguidas, y ahora le tocaba a él. Se metió en su cuarto unos minutos y cuando salió iba completamente desnudo salvo por seis corbatas, una alrededor del cuello, una en cada muñeca y en cada tobillo. Había una corbata más. Me reí.

La casa de Running Springs estaba generalmente rodeada de nieve durante el invierno. Estaba en lo alto de la montaña, y juro que desde allí se podía ver hasta una distancia de ciento cincuenta kilómetros. Tenía un gran salón de dieciocho o veinte metros de largo, y una enorme piscina. Había un cuarto arriba, donde mi padre tenía un telescopio, y le gustaba subir allí y mirar las estrellas. No intentó estudiar astronomía en serio. Simplemente sabía el nombre de muchas estrellas y planetas, y le gustaba contemplarlos. Le proporcionaba una sensación de paz.

Mi padre no tenía ninguna de las aristas que suelen asociarse con la mayoría de las «personalidades». Siempre dejaba que el otro quedara encima. No se esforzaba por salir ganando en una transacción ni en las relaciones personales. Su paciencia era inagotable. Creo que nunca le vi enfurecido. Nunca le oí levantar la voz con ira. Jamás le oí criticar a otros, ni delante de ellos ni a sus espaldas. Su actitud era la de vivir y dejar vivir. Podía expresar una opinión, pero jamás dos veces en compañía de las mismas personas. Yo notaba si estaba en desacuerdo con alguien, pero la persona raras veces se enteraba. Cuando apostaba —cosa que pocas veces sucedía— se daba uno cuenta de que lo hacía sólo por amor al juego. Le agradaba jugar al bridge o al póker, pero las cantidades que ganaba o perdía no tenían importancia para él.

La gente acudía a menudo a mi padre en busca de consejo e instrucción. Sabían que cualquier cosa que les recomendara no obedecería a su propio interés. Poseía una cortesía innata y un gran respeto por los demás. No trataba de ganarse la voluntad de nadie. Y no se dejaba impresionar excesivamente por los grandes nombres. Entre las pocas personas a quienes admiraba profundamente, se encontraban Franklin D. Roosevelt, Eugene O’Neill, Bernard Baruch, Jed Harris, Loyal Davis. Valoraba la calidad.

Nunca le oí a mi padre expresar sus creencias o falta de ellas, en materia religiosa, pero tampoco le oí nunca pronunciar una blasfemia ni una obscenidad.

Mi padre solía ayudar a algunas personas, lo cual descubrí por casualidad. Y las ayudaba de una forma constructiva, no simplemente dándoles dinero. Este es un ejemplo de ello.

—John, deberías tener un servicio de contestador telefónico —me dijo una vez.
—¿Eso qué es?
—Pues es algo nuevo —dijo mi padre y me explicó en qué consistía el servicio.
—¿Y para qué necesito yo eso? Siempre hay un sirviente aquí para contestar al teléfono.
—Sí… pero puede que no coja bien los recados.
—Mira, Papá, me parece una buena idea, pero creo que yo no necesito un servicio de contestador.

Pensé que la cosa quedaría ahí, pero mi padre volvió a sacar el tema un par de veces más. Yo no entendía por qué me insistía tanto en que contratara un servicio de contestador de llamadas. Años después de su muerte me enteré del motivo. Conocí a una mujer que me dijo que una vez había trabajado con mi padre en una obra de teatro y que más tarde vino a Hollywood para probar suerte en el cine. No tuvo mucho éxito, y mi padre la animó a que intentara hacer alguna otra cosa. Le sugirió que estableciera un servicio de contestador de llamadas telefónicas —que sería el primero en Los Ángeles—, se lo financió, y resultó un éxito. Entonces comprendí que mi padre había intentado promocionar el negocio de esta vieja amiga.

Mi padre se hizo amigo de Toscanini y solía asistir a los ensayos de la sinfónica de la NBC. Una vez me dijo que si hubiera podido ser otra cosa que actor, hubiera sido director de una orquesta sinfónica. Lo decía como broma, pero conocía bien la música clásica, como la mayor parte de mi familia. Le encantaba el jazz, y tenía muy buen oído. Aunque mi padre lanzó «September Song» en Knickerbocker Holiday, él no la cantaba, la recitaba. Ni con el mayor esfuerzo de imaginación se le podía considerar un cantante.

Walter tenía un sentido natural del ritmo y una gracia masculina en todo lo que hacía. Recibió lecciones de tenis de un profesional en el Hotel Beverly Hills y al poco tiempo ganaba a los profesionales. Había sido un buen jugador de hockey en el equipo de Toronto. Era un buen jugador de golf. No había montado a caballo hasta que hizo una película del Oeste, pero luego llegó a ser un buen jinete. Era hábil con las manos, y su afición era la ebanistería. Como su padre, hacía unos hermosos muebles.

Después de Mr. Pitt en 1924, mi padre trabajó en muchas obras de teatro de éxito durante los próximos diez años: The Barker, Kongo, Deseo bajo los olmos y Dodsworth, por mencionar sólo unas cuantas. También hizo bastantes películas: Caballeros de la prensa, El virginiano, El malo, La casa de la discordia, Law and Order, Rain y American Madness son algunas de las que me vienen a la mente.

Pero eso no era suficiente. El sueño de toda su vida —y el de su hermana Margaret— había sido interpretar a Shakespeare en teatro. Finalmente, en 1934, tuvo su oportunidad. Él y Nan Sunderland hicieron Otelo en Central City, Colorado. Nan interpretó el papel de Desdémona. Yo no fui a ver la interpretación, pero les vi a menudo durante los ensayos antes de que se marcharan de Nueva York. Pensé que era lo mejor que mi padre había hecho nunca. Margaret le ayudó. Creo que jamás trabajó con tanto ahínco como en Otelo. El montaje de Central City fue un éxito enorme, y Robert Edmond Jones aceptó encargarse de la escenografía y de la dirección en Nueva York.

Asistí a una representación en Filadelfia antes de su estreno en Nueva York, y lo que vi me inquietó, el teatro era muy grande. Los decorados de Jones eran magníficos y lo mismo sucedía con el vestuario. Cada escena era un placer para la vista. El montaje era impecable. En realidad, su mismo esplendor era una de las cosas que me inquietaba; parecía oscurecer el trabajo de los actores. Salías con la impresión de que era más un espectáculo que una representación dramática. Parecía haber una pantalla entre los actores y el público. La magia que existía cuando yo había visto los ensayos en habitaciones de hoteles y en salas pequeñas, de cerca, no se producía en este gran teatro.

La obra se estrenó en Nueva York en enero de 1937, en el teatro New Amsterdam. Cuando cayó el telón después del último acto, hubo una ovación, pero yo había aprendido a desconfiar de los aplausos de Broadway. Los amigos y admiradores de mi padre le aseguraron que sería un éxito…, pero yo tenía mis dudas. Confiando aún en que así fuera, estuve toda la noche en vela esperando que salieran los periódicos, pero cuando los leí, las críticas no eran buenas.

Yo sabía que esto significaba más para mi padre que ninguna otra cosa que hubiera hecho antes, así que me fui muy temprano al Waldorf Towers, donde él estaba alojado. Subí a su habitación con los periódicos, y estaba a punto de llamar a la puerta cuando oí risas dentro. Pensé: «No se va a reír cuando vea estas críticas». Me alegré de estar cerca de él cuando las leyera. Al entrar, vi los periódicos esparcidos por el suelo. ¡Se estaba riendo de las críticas! ¡Se estaba riendo de sí mismo! Tantos años de trabajo y de preparación invertidos en su Otelo... ¡se habían ido a la mierda! Esta tenía que haber sido su interpretación definitiva. Era una broma cruel. Al poco rato me hizo reír a mí también.

Walter Huston era un actor completo. No podría haber sido ninguna otra cosa ni hubiera querido serlo. Vodevil, teatro, por último, cine. Su verdadera pasión, sin embargo, era actuar ante un público vivo. Una vez escribió:

Sólo actuando frente al público, e interpretando el mismo papel una y otra vez, tallándolo, cincelándolo, limándolo, se puede alcanzar la perfección. En cine, con demasiada frecuencia, el actor tiene tan poco tiempo para preparar su papel que se ve obligado a recurrir a los trucos. Para un buen actor, los trucos constituyen un recurso fácil…, quizá engañe a otros con ellos, pero no puede engañarse a sí mismo.

Creo que es aún más que eso. Leonardo da Vinci dijo que un artista debería «pintar como si estuviera en presencia de Dios». Creo que eso es lo que hace un verdadero actor…, subconscientemente. Actúa para Dios…, un Dios vicario…, un público vivo, innumerable, sin rostro, por tanto, infinito. Puede actuar para este «Dios» y obtener una aprobación instantánea…, como se merece. Sospecho que eso es lo que los actores quieren decir cuando afirman que prefieren el teatro al cine, donde no hay aplausos, sólo la aprobación del director.

Además, actuar directamente ante el público revela la magia infantil, esa capacidad de fingir con tanto entusiasmo y convicción que uno llega a convertirse realmente en otra persona dentro de otro mundo. Mi padre poseía ese don de ser capaz de transformarse. De pronto, era un archiduque ruso o un jugador de béisbol. No estudiaba cómo serlo. La transformación se producía, mágicamente. Nadie sabía cómo sucedía.

Ahora mi padre había muerto. No había nadie con quien yo pudiera reírme de la misma forma o compartir la misma libertad. El neurocirujano Loyal Davis, amigo de mi padre de toda la vida, vino desde Chicago para estar presente en la autopsia. Un aneurisma de la aorta había sido, en efecto, la causa de la muerte. Pocos años después, los cirujanos vasculares dominaron la técnica que permite resolver un aneurisma. Yo soy buena prueba de ello, pues me sometí recientemente a una operación por esa misma causa; pero, para mi padre, ese procedimiento quirúrgico llegó unos años demasiado tarde.

El servicio fúnebre de mi padre se realizó en el Teatro de los Premios de la Academia en Hollywood. Su viejo amigo Spencer Tracy pronunció unas palabras de homenaje.

Walter Huston murió, en la hora octava de su sexagésimo sexto año, sin haber sufrido una enfermedad prolongada. La noche anterior celebró su cumpleaños, charló con sus amigos. Les habló de un coche nuevo, deportivo, que se iba a comprar. Al parecer, era una especie de coche aerodinámico y le brillaban los ojos al hablar de él. Luego, sin mucha indicación ni resistencia, Walter Huston murió a primeras horas de esa mañana, sugiriendo el comentario: «Era un hombre demasiado grande para ponerse enfermo, simplemente se murió». Eso resume lo que era Walter Huston. Profesionalmente es fácil de clasificar. Era el mejor. En los cafés de Broadway no había largas discusiones. Walter Huston era sencillamente el mejor, sin más. Dos norteamericanos han obtenido el premio Nobel de literatura. No es casualidad que cuando se menciona a Sinclair Lewis o Eugene O’Neill, uno piense en Walter Huston. Él les ayudó a contar sus historias mejor que nadie. Dio más expresividad a sus diálogos, más fuerza a su acción. Él convirtió la palabra agallas en una palabra positiva…
En realidad, no hay nada raro en ser el número uno de una profesión…, alguien tiene que serlo. Pero sí hay algo raro cuando el número uno es, además, el más amable… y Walter Huston probablemente lo era. En ocasiones como esta es costumbre decir que un hombre era bueno. En la mayoría de los casos, sin embargo, es preciso esforzarse para encontrar un ejemplo que apoye esta afirmación. En el caso de Walter Huston, lo único que hay que hacer es repasar sus actos de la semana pasada… o de otras mil semanas. Porque todos los días que lo conocimos, Walter Huston tuvo una actitud amable, acompañada de la única cosa que hace soportable esa virtud…, poseía la fuerza de oponerse a lo que estaba mal.


Supongo que la mayoría de la gente recuerda a mi padre por el baile que hizo en El tesoro de Sierra Madre o, quizá, por «September Song». Yo recuerdo otro baile de un día de principios de primavera. Nan Sunderland, mi padre, Dorothy y yo habíamos ido de merienda al campo. Las flores silvestres salpicaban en profusión las laderas de los montes. Paramos el coche y nos sentamos en un campo deslumbrante de flores, lanzando exclamaciones sobre la belleza de los capullos recién abiertos. De repente, mi padre se inclinó y aplastó una flor de un puñetazo. Había millones de flores, pero aquello parecía un acto terrible de profanación. Mi padre aplastó algunas flores más con el puño. Luego se levantó de un salto y empezó a pisotearlas, dando brincos. ¡Era estremecedor! Había pánico, en el sentido real, en el aire. Mi padre —¡el Gran dios Pan!— atacaba de nuevo. Horrorizada, Nan le preguntó qué estaba haciendo.

—¡Deteniendo a la primavera! —dijo mi padre.

(Continuará...)

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