DE UNO EN UNO O DE CUATRO EN CUATRO (I)

Estefanía Farias Martínez

Eisenwalzwerk (Moderne Cyklopen) (1872-1875)-Adolph von Menzel





―¿Va a grabarlo todo?
―Sí. ¿Algún problema?
―¿Para qué dijo que era esto? ¿Para la tele?
―No, es para un libro que estoy escribiendo.
―Ah… ¿Sobre Cantera Emilia?
―No, sobre la minería y la industria de aquella época, principios de los 70.
―Deja de incordiar al señor, Merche.
―Alguien tenía que preguntarle algo, digo yo. Que tú dices que sí a todo a la buena de Dios. Yo no soy tan imprudente. Usted perdone, parece serio pero nunca se sabe.
―No se preocupe, es normal. Aquí tiene mis credenciales, soy profesor titular de la Universidad de Murcia.
―¿Ya estás conforme?
―Sí, claro.
―¿Podemos empezar? ¿Me va a preguntar cosas o le voy contando?
―Como usted prefiera.
―Entonces le voy contando y si quiere saber algo más me pregunta.
―Me parece muy bien.
―Yo llamaba a Cantera Emilia la mina de Aníbal desde que llegué. Es para que no se pierda porque yo no me doy ni cuenta y siempre estoy en la mina de Aníbal pasó esto, en la mina de Aníbal conocí a fulanito.
―De acuerdo. ¿Y por qué la llamaba la mina de Aníbal?
―Porque justo enfrente estaba la mina que le entregaron a Aníbal como dote de la mujer. Seguía en pie, entramos por curiosidad y encontramos galerías recubiertas con muros de piedra seca que habían resistido 2000 años sin derrumbes, en la nuestra también había. Para ser sinceros la llamaba así porque soy un romántico. Volviendo a Cantera Emilia, en realidad no era un hoyo sino un conjunto de canteras medianas, unas en hoyas, otras en laderas y otras en lo alto de un cerro. Como sólo dos de ellas tenían estaciones de molienda, tuvimos que hacer kilómetros de pistas por aquella sierra para que nuestros dumpers pudieran trasladar el mineral del resto de las explotaciones hasta allí. La compleja geología de la zona hacía inestables aquellas pistas, se movían e incluso desaparecían de un día para el otro. No hubo accidentes graves, por suerte más que nada. Pero un día pasó algo muy chistoso. Estábamos en una de las cortas, así se llama a las canteras pequeñas, cuando vimos a lo lejos un citroën, un dos caballos de los que formaban parte de la flota de la mina, circulaba por una pista que se estaba moviendo y bajó diez metros en vertical. El coche enlazó como pudo con el firme y se perdió.
―Ya se acostumbrará a lo que él entiende por chistoso.
―No me interrumpas. Sigo. Cantera Emilia pertenecía a una empresa francesa y éstos tenían la costumbre de contratar como jefe de talleres a un exjefe de máquinas de la armada francesa, se jubilaban a los cincuenta y recalaban en la minería. Imagínese, acostumbrados como estaban a trabajar en precario, porque en alta mar de llamar a los almacenes para pedir repuestos nada, eran los reyes de la creatividad a la hora de hacer reparaciones provisionales con lo que tuvieran a mano. Aquella mina era enorme, el director era un ruso, Vok, que llegó a comprar casi 2000 concesiones, pequeñas minas por toda la sierra. El ochenta por ciento de la sierra era la mina. Extraíamos plomo, zinc y plata. Espere un momento.
―¿Dónde vas?
―A buscar el galleo para enseñárselo.
―¿Qué es un galleo?
―Deme un minuto. ¿Dónde está la llave de la vitrina, Merche?
―La pusiste en el arca ayacuchana.
―Ya la encontré. Mire, esto es un galleo. Se saca una muestra del horno de refino de la plata con una cuchara de hierro, tiene un brazo muy largo, es que está a dos mil grados, en realidad a mil cien. El caso es que se saca la muestra y si al solidificarse le sale un hongo en el medio la plata puede convertirse en lingotes. Esto es medio kilo de plata pura.
―Es algo raro. Supongo que no se puede conseguir en cualquier parte.
―Obviamente no.
―¿Me deja hacerle una foto?
―Claro.
―También tengo aquí muestras de granalla, pero es algo más común.
―¿Quiere un café?
―Gracias
―A mí tráeme un té.
―¿Otro?
―Sí.
―Vuelvo enseguida. Cuéntale lo del caldero que es impresionante.
―¿Qué es eso del caldero?
―Cuando íbamos a reconocer una mina abandonada una manera de entrar, un poco rudimentaria, era el caldero. Se montaba un trípode con una polea y un cabestrante en superficie, encima del pozo, y del cable se colgaba un caldero como uno de esos cilindros del petróleo, un poco más grande, unos setenta centímetros de alto y casi un metro de diámetro. Dentro nos metíamos el geólogo y yo. Como única medida de seguridad teníamos un cable pequeño para hacer señales. Llevábamos un par de pértigas de madera con las que nos apoyábamos en las paredes del pozo y así evitábamos que el caldero se pusiera a dar vueltas. El descenso debía ser lento por una cuestión de prudencia. Cuando llegábamos a un nivel de acceso que parecía no estar demasiado degradado, avisábamos para que nos posicionaran y poder así salir del caldero sin que resultara peligroso. Al terminar avisábamos con nuestro cable de señales y nos subían. No se podía usar para profundidades de más de cien metros. Ahora puedo reconocer que aquello era aterrador. A mi mujer no le conté nada de esto hasta mucho después y aún así se lo doraba.
―Es que es impresionante, ella tiene razón. Me da claustrofobia sólo de oírle.
―En la mina no puedes pensar en esas cosas, tienes que hacerlo y punto.
―Aquí tiene su café, ¿lo quiere con leche?
―Así está bien.
―Te he hecho un té verde, que luego te quejas del estómago.
―¿Le has puesto azúcar?
―No.
―Perfecto.
―Usted estaba ya en Cantera Emilia cuando se produjo el incendio en la refinería, ¿verdad? ¿Podría contarme cómo fue, de primera mano?
―De eso hace una eternidad, casi 50 años, así que tiene que perdonarme si no recuerdo todo con detalle. Mi mujer y yo llevábamos en Cartagena sólo unos meses, yo había empezado a trabajar en Cantera Emilia ese verano. Nos casamos un año antes y aún no teníamos hijos. Queríamos esperar a que me hiciera al puesto. El incidente se produjo el 1 de octubre de 1969, eso no se me olvidará nunca. Todo el país celebraba la onomástica del caudillo, y en mitad de la noche unas explosiones nos sacaron de la cama. Mi mujer se asomó a la ventana, el cielo estaba rojo y brillante y los dos pensamos que eran fuegos artificiales. Ella quiso quedarse un rato levantada viendo el espectáculo, yo sólo quería volver a la cama. Al día siguiente, camino a la mina, fue cuando supe lo del incendio en la refinería. Íbamos los cuatro de siempre en el coche y al cruzar el valle de Escombreras uno de los que iba atrás empezó a gritar “¡La refinería está ardiendo!” Y todos nos giramos para verlo. Era un incendio salvaje, descontrolado. Casi nos chocamos con uno de los gigantescos dumpers de la mina que iba cargado de tierra. Apareció delante de nosotros en la carretera, iba en esa dirección, y detrás de ése vino otro y otro. El gobierno civil había dado órdenes de que la mina construyera un dique de contención para evitar que el fuego se extendiera. Por supuesto los bomberos españoles poco podían hacer y los trajeron de Francia.
―Y vinieron los yankis con sus preciosos y carísimos trajes de amianto, como en las películas.
―No vinieron, por lo menos yo no los vi, éramos 100 personas trabajando allí y no vimos a ninguno, además, como son así, si aparecieron entraron, hicieron lo suyo y se fueron.
―Tú me lo contaste.
―No te lo conté, lo leerías en el periódico. Bueno sigo, el problema era que había que controlar el fuego en los tanques que estaban ardiendo, para que no se produjera una reacción en cadena y acabara saltando la refinería por los aires, y con ella se puede imaginar el desastre. Luego nos enteramos que uno de los problemas más gordos que tenían los de la refinería era un cilindro gigantesco, lleno de gases tóxicos, que si se calentaba y explotaba no dejaba bicho viviente en cien kilómetros a la redonda. Era información confidencial, pero como una mina es como un pueblo al final todo se sabe y todo se calla. Tampoco quiso nadie mencionar la posibilidad de que se tratara de un atentado por la fecha y la situación política.
―No me gusta que hables de esas cosas.
―Es que sigues igual de miedosa. Ya ha pasado mucho tiempo desde que enterraron al caudillo, ya da igual.
―De todas maneras sigue sin gustarme.
―Sigo. La noticia del incendio tardó varios días en salir en la prensa, cuando ya estaba encarrilado, aunque se tardó una semana más en apagarlo. Ese día, cuando llegamos a la mina, nos informaron de que la noche anterior se había producido una explosión en la refinería, seguida de un incendio en varios de los tanques de almacenamiento de productos terminados, de gasolina para que me entienda. Se estaba construyendo un dique de tierra para aislar los tanques afectados de los que todavía no estaban comprometidos, y nosotros teníamos que incorporarnos como relevos. El agua no era de utilidad, la mayoría de los productos que estaban ardiendo seguían haciéndolo mientras flotaban sobre ella, sólo contribuía a refrigerar los tanques cercanos al incendio. Después de una semana de infierno, conviviendo con las llamas, conseguimos acabar el dique y los bomberos terminaron por extinguir el fuego. Muertos hubo pero pocos, miedo pasamos todos, a los obreros les temblaban las piernas, nosotros, que éramos los ingenieros, teníamos que mantenerles enfocados en su trabajo. Recuerdo perfectamente el calor, el humo negro, la pestilencia, ser conscientes de que aquello podía volar por los aires y despedazarnos en un segundo o carbonizarnos y aún así seguir allí hasta acabar. No nos quedaba otra opción.
―Supongo que fue traumático, un incendio de esas dimensiones, el estar tan cerca de las llamas, debió ser terrible. Pero en Cantera Emilia seguro que vivió incidentes incluso peores. Sé que preguntarle por accidentes mortales puede resultar morboso, pero no es esa mi intención, sólo se trata de completar la información y en toda mina acaba habiendo muertos. ¿O no?
―Tiene razón, es un trabajo peligroso. En ésta en concreto vivimos dos accidentes con varias víctimas mortales.
―¿Pepe? ¿Puedes venir un momento a la cocina?
―¿Qué pasa?
―¿Nos disculpa? Volvemos enseguida.
―Por supuesto. No se preocupe.
―¿Ahora dónde está el problema?
―Ya te ibas a lanzar con el pozo mercurio, ¿verdad?
―Claro, fue el accidente más espectacular.
―Y el más delicado, ya sabes por qué lo digo.
―Sí, lo mismo de siempre.
―Entonces, no me hagas pasar un mal rato y cuéntale otra cosa.
―Puedo compensar con la anécdota del jefe de la guardia civil.
―Eso no cambia nada.
―¿Te parece bien si le cuento lo del vivillo?
―Ésa está bien, tiene lo que él busca y tú no te metes en líos.
―Me estaba preguntando sobre accidentes mortales en la mina ¿verdad?
―Sí, pero si prefiere no recordar ninguno no hay problema.
―Esos no se me olvidan. Le voy a contar uno que tuvo hasta su parte graciosa. En la zona de la mina de Aníbal había muchas escombreras de minas antiguas, y allí a veces se conseguía mineral de mejor calidad que el que nosotros extraíamos, así que proliferaban los pequeños explotadores que invirtiendo en una pala excavadora recuperaban ese mineral y nos lo vendían. Las relaciones que Cantera Emilia mantenía con ellos eran muy buenas, a veces nos pedían ayuda. Ese día en concreto a uno de ellos le sorprendió un derrumbe en la escombrera y su pala quedó atrapada. El jefe de Producción, Castor, no lo dudó y acudió en persona con una cuadrilla de obreros y una carterpillar pequeña, una 930. Antes de nada tengo que explicarle que la manera segura de trabajar en una escombrera es empezar por arriba e ir bajando hasta que no haya peligro, pero es demasiado caro y nadie lo hace. El método que usaban era horadar la escombrera creando bóvedas, por eso se producían los derrumbes. Volviendo a Castor, él también usó el mismo sistema que el pequeño explotador para rescatar la pala, luego entró en la bóveda con la mayoría de los miembros de la cuadrilla para que no se asustaran y continuaran el trabajo hasta el final, aunque dejó fuera a uno de ellos. Era el encargado de avisar si veía que aquello se podía derrumbar. Llegaron a desenterrar la pala pero en ese preciso momento la bóveda empezó a fallar, el vivillo o el listillo, como le llamarían a partir de entonces, les avisó y saltó hacia atrás como cuatro metros. La bóveda entera les enterró. La mano de Castor fue lo único que quedó visible en segundos. El listillo se aferró a ella intentando sacar a su jefe hasta que notó que perdía fuerza, no pudo hacer nada, estaba atrapado. Eso significaba que estaban todos muertos, asfixiados. Eran cinco contando a Castor. Recuperaron todos los cadáveres en horas, como es ley en la mina siempre que sea humanamente posible. Otro ingeniero y yo estábamos a medio kilómetro en lo alto del cerro que había encima, vimos toda la escena. La mina no quería que estuviéramos allí porque eso lo haría oficial, el auxilio me refiero, de esta manera era extraoficial, la mina no sería responsable en caso de accidente. Aún así trataron a los muertos como si hubieran fallecido trabajando para la empresa, se ocuparon de los funerales y de las viudas. El listillo pasó a ocupar el cargo de Castor. Ese fue el chiste del cuento.
―Qué barbaridad.
―No crea, en las minas de interior mueren de uno en uno, pero en las de exterior lo hacen de cuatro en cuatro.
―Bueno, creo que con esto tengo suficiente. Muchas gracias a los dos. No les voy a interrumpir más.
―Si necesita cualquier otra cosa, ya sabe.
―Gracias otra vez.
―Era simpático el chico, ¿verdad, Merche?
―No me terminó de convencer.



La historia de mi paso por la mina de Aníbal quedaría incompleta si no le hablara de la tragedia de pozo Mercurio. Saltó a la prensa porque fue un escándalo, pero como siempre pasa lo que de verdad ocurrió allí sólo lo sabemos los que lo vivimos.

Primero tengo que ponerle en antecedentes. Como ya le dije Cantera Emilia estaba conformada por un gran número de pequeñas explotaciones que en origen eran minas de interior, la empresa para la que trabajaba fue la que convirtió todo aquello en una explotación a cielo abierto. Se aprovechó la galería que estaba en mejores condiciones para extraer el mineral de todas las demás y los pozos principales, San Carlos y Mercurio, fueron transformados en pozos tolva, construyéndose una estación de molienda encima de cada uno de ellos, y en el caso de Mercurio también una de muestreo. San Carlos estaba armado sobre hastiales de roca firme y nunca dio problemas, sin embargo, Mercurio se asentaba sobre una masa de mineral, menos resistente y muy inestable.

Tardó años en aparecer el problema. Precisamente cuando llegué a Cantera Emilia. Un día, al controlar la producción de Mercurio, nos llevamos una gran sorpresa, habíamos metido 30 000 toneladas de mineral y habían salido 40 000, al mes siguiente 50 000 y al siguiente 60 000. No era normal. No tardamos en darnos cuenta que el extra de mineral debía provenir del propio pozo, se estaba derrumbando. Hicimos un sondeo y metimos una cámara de televisión, pero en aquella época no había muchos medios y lo único que pudimos comprobar fue que no se veían los límites del pozo, para eso debía haber alcanzado los 30 ó 40 metros de diámetro, cuando en origen era de unos diez metros. Aquello era preocupante, pero como era bueno para la producción nadie corrió a resolverlo.

Con el tiempo empezaron a aparecer grietas en la estructura de la estación de molienda, lo mejor hubiera sido abandonar el pozo directamente, pero decidieron perforar el techo de la cámara para introducir el material que rellenara el vacío. Poco después de comenzar los trabajos las grietas aumentaron. Pusimos testigos de yeso para comprobar el movimiento de la zona. El día de la tragedia, a la una de la tarde subimos a hacer una inspección y vimos que los testigos de yeso se habían roto. Nosotros no podíamos parar la operación, bajamos todo lo deprisa que pudimos a la oficina para avisar al jefe del peligro. No nos tomó en serio y unos minutos más tarde el suelo se hundió. Se tragó la estación de molienda, la máquina de sondeos, a los cinco hombres que trabajaban en ella, la estación de muestreo y al obrero que estaba allí. Mercurio colapsó, se derrumbó formando un cráter de unos cincuenta metros de diámetro y veinte de profundidad. El peor accidente que vi en mi vida. Lo más triste es que si se hubiera abandonado la zona unas horas antes podía haberse evitado el desastre.

Luego vinieron los trabajos de rescate de los cadáveres, había que entrar allí sin garantías de que el terreno se hubiera estabilizado. A los tres ingenieros más jóvenes de la mina se nos encargó la operación de rescate. El gobierno civil había ordenado que los trabajos fueran ininterrumpidos, así que hacíamos relevos de ocho horas, siempre bajo la atenta mirada de la Guardia civil. Llegamos a pensar que su función era protegernos, pero aquella manada de oficiales apuntándonos con sus naranjeros, el fusil ametralladora de dotación en la época, tenían la orden de asegurarse de que no nos acobardáramos y huyéramos.

Nuestro cometido era recuperar los cadáveres y las coronas de diamante que se utilizaban en las máquinas de sondeo en roca dura. Es una impresión personal, pero por momentos parecía que la operación estaba más enfocada en las coronas que en los cadáveres. Se trabajaba con mucho miedo, sobre todo los palistas de las grandes excavadoras y los bulldozeristas que no tendrían posibilidad ninguna de salvarse si el suelo se movía de nuevo. Nosotros teníamos que estar entre los obreros, en la zona de máximo riesgo, para que siguieran trabajando a pesar del miedo. Y aquel suelo se movía y nosotros disimulábamos, diciéndoles a los hombres que aquello era normal, si eran avisos mejor no pensar en ello, los trabajos no se podían abandonar. Tardamos días en acercarnos a la zona donde estaban los cadáveres, hasta que por fin apareció un agujero ya de noche. Un ingeniero francés que estaba a mi lado me dijo, “fijaros si hay avispas”, “¿por qué?” le pregunté, “ellas van a la sangre”, me contestó. Me dieron ganas de tirarlo al hoyo.

Lo primero que encontramos fue lo que quedaba de la estación de muestreo, unos bloques de hormigón, el obrero que trabajaba allí no murió del impacto, parecía que se había asfixiado. Más abajo apareció la máquina de sondeos destrozada, a su alrededor el resto de los muertos y las coronas de diamante. Fue una semana inolvidable, siempre hice el turno de noche, me dijeron que nos eligieron a los más jóvenes para el trabajo por si teníamos que saltar como gamos en caso de que aquello se volviera a hundir. Yo creo que nos consideraron prescindibles.

Hubo un juicio y se exoneró a Cantera Emilia de responsabilidades porque fue considerado un accidente provocado por un deslizamiento de tierras en el interior del pozo. Un desastre natural. Así eran las cosas en aquella época.

Ahora sí le he contado todo lo que considero importante de mi paso por la mina de Aníbal.

Espero que le sea de utilidad.

Un saludo

Pepe

(Continuará…)

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