Paraíso (V)

Toni Morrison

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Durante casi todo el rato tuvo los dos asientos para ella. Espacio para estirarse. Dormir. Leer los ejemplares atrasados de Ramparts que llevaba enrollados en la mochila. Cuando subió al de Santa Fe, el tren arrancó lleno de hombres del ejército del aire vestidos de azul. Pronto los que salían de trabajar a las cuatro llenaron los vagones, pero cuando cambió de tren y subió al MKT, los vagones dejaron de estar llenos.

El hombre con el pendiente no fue a buscarla, sino que fue ella quien lo buscó a él. Sólo para hablar con alguien que no estuviese revestido de poliéster y pareciera capaz de fumar otra cosa que Chesterfield.

Era bajo, casi enano, pero su ropa seguía la onda de la Costa Este. Llevaba el pelo estilo «afro», pero cuidado, no desgreñado, semillas de oro alrededor del cuello y un pendiente a juego en la oreja.

Estaban juntos, uno al lado del otro, junto a la barra del bar, que el encargado insistía en llamar vagón restaurante. Ella pidió una Coca-Cola sin hielo y un pastel de chocolate. Él sólo pidió unos cubos de hielo en una copa.

—Esto tendría que ser gratis —dijo Gigi al hombre situado detrás de la barra—. No debería pagar por el hielo.
—Disculpe, señora. Me limito a cumplir las normas.
—Yo le he pedido que no me pusiera hielo. ¿Me ha hecho una rebaja?
—Claro que no.
—No te molestes —dijo el hombre bajo.
—No me molesto —contestó Gigi, y a continuación, dirigiéndose al camarero, añadió—: Oiga. Dele el hielo que no iba a cobrarme, ¿de acuerdo?
—Señorita, ¿quiere que llame al revisor?
—Si no lo hace usted, lo haré yo. Este tren es un asalto: eso es, los trenes asaltan a las personas.
—Da lo mismo —dijo el hombre—. Si sólo son cinco centavos.
—Es una cuestión de principios —repuso Gigi.
—Un principio de cinco centavos no es ningún principio. Ese tipo necesita cinco centavos. Los necesita de verdad. —El hombre bajo sonrió.
—Yo no necesito nada. Son las normas —insistió el camarero.
—Tenga dos —dijo el hombre, y echó otra moneda en el platillo.

Salieron del bar juntos; Gigi resplandecía, el hombre del pendiente sonreía. Ella se sentó cerca de él, al otro lado del pasillo, para comentar el incidente mientras el hombre hacía crujir el hielo.

—Me llamo Gigi —se presentó, tendiendo la mano—. ¿Y tú?
—Dice —contestó él.

La tocó con una mano muy fría y a lo largo de kilómetros se dedicaron a contarse historias inventadas. Gigi incluso se sintió lo bastante cómoda con él como para preguntarle si alguna vez había visto o había oído hablar de una formación rocosa que parecía un hombre y una mujer dándose el lote. Él rió y contestó que no, pero que en una ocasión había oído hablar de un lugar donde había un lago en mitad de un campo de trigo, y que cerca de ese lago, crecían dos árboles entrelazados. Si uno conseguía meterse entre ellos del modo adecuado, entraba en un estado de éxtasis que ningún humano podía inventar o copiar.

—Dicen que, después de eso, nadie puede rechazarte.
—Nadie me rechaza.
—¿Nadie? ¡Quiero decir nadie!
—¿Dónde está eso?
—En Ruby. Ruby, Oklahoma. En mitad de ninguna parte.
—¿Has estado allí?
—Todavía no, pero tengo intención de ir a comprobarlo. Dicen que preparan el mejor pastel de ruibarbo del país.
—No soporto el ruibarbo.
—¿Qué no lo soportas? Chica, tú no has vivido. No has vivido nada.
—Me voy a casa. A ver a mi gente.
—¿Dónde está tu casa?
—En Frisco. Toda mi gente vive allí. Acabo de hablar con mi abuelo. Me esperan.

Dice asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

Gigi metió el envoltorio del pastel de chocolate en el vaso de papel vacío. No estoy perdida. Nada de eso. Puedo ir a ver al abuelo o volver a la Bahía o…

El tren redujo la velocidad. Dice se puso de pie para coger su maleta de la red situada encima de los asientos. Era tan bajo que tenía que ponerse de puntillas. Gigi lo ayudó y a él no pareció importarle.

—Bueno, me marcho. Me ha gustado charlar contigo.
—Lo mismo digo.
—Buena suerte. Ten cuidado.


Si los chicos que estaban delante de una especie de barbacoa hubieran dicho «No, esto es Alcorn, Misisipí», ella se lo habría creído. El mismo corte de pelo, la misma mirada, la misma sonrisa de paleto. Era lo que su abuelo llamaba «el pueblo del país». También había algunas chicas, que al parecer discutían con uno de ellos. En cualquier caso, no fueron de gran ayuda, pero le gustaron las oleadas de deseo que chocaron contra su espalda mientras se alejaba por la calle.

Primero, el polvo, fino como harina, se le metió en los ojos y la boca. Después, el viento le arruinó el peinado. De repente, se encontró fuera de la población. Lo que los habitantes locales llamaban Central Avenue desapareció súbitamente y, al mismo tiempo que llegaba al centro, Gigi se encontró en el límite de Ruby. El viento, silencioso, soplaba de la tierra más que del cielo. El minuto anterior, sus tacones repiqueteaban; al minuto siguiente, parecían mudos sobre los remolinos de tierra. A ambos lados, la hierba alta se ondulaba como si fuese agua. Cinco minutos antes se había detenido en una tienda, había comprado cigarrillos y se habían enterado de que los chicos de la barbacoa decían la verdad: no había ningún motel. Y si alguien preparaba alguna clase de pastel, no se servía en un restaurante, porque tampoco había ninguno. No había ningún lugar público donde sentarse que no fueran los bancos para comer al aire libre y aquella especie de barbacoa. Alrededor de ella no había más que puertas y ventanas cerradas en las que las cortinas descorridas volvían rápidamente a su sitio.

Vaya con Ruby, pensó. Aquel bicho raro y mentiroso del tren debía de habérselo enviado Mikey. Ella sólo quería ver. No la cosa ésa en el campo de trigo, sino si el mundo tenía algo que decir (en forma de roca, árbol o agua) que no fueran bolsas para cadáveres o chicos escupiendo sangre en sus propias manos para no estropearse los zapatos. Vaya. Alcorn. De la misma manera, habría podido empezar de nuevo en Alcorn, Misisipí. Tarde o temprano, uno de aquellos camiones aparcados junto a la tienda de alimentación y semillas tendría que ponerse en marcha, y ella se largaría de allí a dedo.

Mientras se sujetaba el pelo y entornaba los ojos para protegerse del viento, Gigi pensó en volver a la tienda. Con los tacones altos, la mochila le resultaba pesada, y si no se movía podría caer al suelo a causa del viento. Cuando éste cesó, lo cual ocurrió tan súbitamente como había empezado, oyó un motor que se acercaba.

—¿Vas hacia el convento? —Un hombre con sombrero de ala ancha abrió la puerta de su camioneta.

Gigi puso la mochila sobre el asiento y subió.

—¿A un convento? ¿Estás de broma? Qué va. ¿Puedes acercarme a una parada de autobús de verdad, una estación de tren o algo parecido?
—Tienes suerte. Te llevo directa a las vías.
—¡Estupendo! —Gigi hurgó en la bolsa situada entre sus rodillas—. Esto huele a nuevo.
—Completamente nuevo. Sois mis primeros viajeros.
—¿Somos?
—Tengo que detenerme. Otra persona también va a coger el tren. —Sonrió—. Me llamo Roger. Roger Best.
—Gigi.
—Para ti el viaje es gratis. Al otro le cobro —dijo él, y apartó los ojos de la carretera. Fingiendo mirar el paisaje a través de la ventanilla del acompañante, echó un vistazo a su ombligo, después más abajo, luego más arriba.

Gigi sacó un espejo y arregló como pudo el estropicio que había hecho el viento en su pelo mientras pensaba, sí, soy libre.

Y así fue. Como había dicho Roger Best, no cobraba a los vivos, pero a la muerta le cobraba veinticinco dólares.

De vez en cuando, la mujer sentada en los escalones del porche se levantaba las gafas de aviador para secarse los ojos. De debajo de su sombrero de paja una trenza le cayó sobre la espalda. Roger se inclinó y le habló durante lo que a Gigi le pareció largo rato; después, los dos entraron. Cuando Roger salió, estaba cerrando el billetero y fruncía el entrecejo.

—No tengo a nadie para que me ayude. Será mejor que esperes dentro. Me va a costar un rato bajar el cadáver.

Gigi se volvió, pero no consiguió ver nada a través del tabique separador.

—¡Mierda! ¿Esto es un coche fúnebre?
—Algunas veces. Otras es una ambulancia. Hoy es un coche fúnebre.
—Ahora estaba ocupado y no le lanzaba miradas de soslayo a los pechos—. Tengo que meterlo en el MKT a las ocho y veinte de la tarde, y debo estar allí a la hora exacta.

Si bien con cierta torpeza, Gigi bajó rápidamente de la camioneta, ahora coche fúnebre, rodeó la casa, subió por los amplios escalones de piedra y entró por la puerta delantera a toda prisa. El hombre había dicho «convento», de manera que había esperado encontrar mujeres dulces pero estrictas flotando bajo tocados como veleros y con largas mangas negras. Pero no había nadie y la mujer del sombrero de paja había desaparecido. Gigi cruzó un vestíbulo de mármol y entró en otro que era el doble de grande. En la penumbra, divisó un pasillo que se extendía hacia la derecha y hacia la izquierda. Delante de ella, otra amplia escalinata. Antes de que lograra decidir qué camino tomar, Roger estaba detrás de ella empujando un trasto metálico con ruedas. Se dirigió hacia la escalera, murmurando «Nada de ayuda, nada». Gigi giró a la derecha y se encaminó a toda prisa hacia la luz que salía de debajo de una puerta de vaivén de dos hojas. Dentro descubrió la mesa más grande que había visto nunca, en la más grande de las cocinas. Se sentó allí y, mientras se mordisqueaba la uña del pulgar, se preguntó hasta qué punto podría ser desagradable viajar con un muerto. Tenía algo de hierba en la mochila. No mucha, pero suficiente, pensó, para no cagarse de miedo. Estiró el brazo y cogió un trozo de masa de un pastel que tenía delante, y entonces advirtió que el lugar estaba lleno de comida, casi toda ella intacta. Varios pasteles, más tartas, ensalada de patatas, un jamón, una gran fuente de judías estofadas. Debía de haber monjas, pensó, o quizá todo aquello fuera para los asistentes al funeral. De repente, como si en efecto fuese uno de éstos, se sintió hambrienta. Se puso a engullir con avidez; mientras comía a grandes cucharadas y con la otra mano seguía llenando el plato de comida, entró la mujer, ahora sin el sombrero de paja ni las gafas, y se tumbó en el frío suelo de piedra.

Gigi no podía hablar, pues tenía la boca llena de judías y de pastel de chocolate. Fuera, la bocina del coche de Roger sonó con estruendo. Gigi dejó la cuchara y con el pastel en la mano se acercó a la mujer tendida. Se puso en cuclillas, se secó la boca y dijo:

—¿Puedo ayudarte?

La mujer negó con la cabeza, sin abrir los ojos.

—¿Quieres que vaya a buscar a alguien de la casa?

La mujer abrió los ojos y Gigi sólo vio un tenue círculo allí donde estaba el contorno del iris.

—Eh, chica, ¿vienes o qué? —La voz de Roger sonaba débil y distante sobre la vibración del motor—. ¡Tengo que llegar a la hora sino quiero perder ese tren!

Gigi se inclinó más sobre aquellos ojos sin nada que decir.

—¿Hay alguien más en la casa?
—Tú —murmuró la mujer—. Estás aquí.

Cada una de las palabras navegó hacia Gigi sobre una ola de aliento a alcohol.

—¿Me oyes? ¡No puedo esperar todo el día! —la urgió Roger.

Gigi agitó la mano que tenía libre delante del rostro de la mujer para comprobar no sólo si estaba borracha, sino también si era ciega.

—Para —susurró la mujer, enfadada.
—¡Oh! —dijo Gigi—. Pensaba… ¿Quieres que te traiga una silla?
—¡Me voy! ¿Lo oyes? ¡Me voy!

Gigi oyó que el motor del coche fúnebre aceleraba y Roger ponía la marcha atrás.

—Me quedo sin viaje. ¿Qué quieres que haga?

La mujer se colocó sobre un costado y juntó las manos bajo la mejilla.

—Sé buena. Limítate a mirar. Llevo diecisiete días sin cerrar los ojos.
—¿En el suelo?

Pero estaba dormida. Respiraba como un niño.

Gigi se puso de pie y miró alrededor, tragando lentamente el pastel. Por lo menos, allí no había muertos. El ruido del coche fúnebre fue haciéndose más débil y desapareció.

Cada centímetro de la mansión del estafador hablaba de miedo, no de triunfo. Tenía forma de bala y en el extremo norte, allí donde originalmente habían estado el comedor y la sala, trazaba una curva. El hombre debía de pensar que sus perseguidores vendrían del norte, porque todas las ventanas de la planta baja se apiñaban en esas dos habitaciones, como si se tratara de puntos de observación. En el extremo sur, los signos de sus deseos se hallaban en dos estancias: una cocina enorme y una habitación donde podía dedicarse a los juegos de los ricos. Ninguna de éstas tenía ventanas, pero una de las dos entradas de la mansión se encontraba en la cocina. Un porche recorría la punta norte, seguía la pared de la entrada principal y terminaba en el extremo plano de la bala, el lado sur. Como la salida del sol sólo se podía ver desde los dormitorios y la puesta no se divisaba desde ningún lugar de la casa, la luz resultaba siempre engañosa.

Debía de haber planeado tener mucha compañía en su fortaleza, pues había ocho dormitorios, dos baños gigantescos y un sótano con almacenes que ocupaba tanto lugar como la planta baja. Al parecer deseaba divertir tanto a sus invitados como para que éstos no pensaran en salir de allí durante días. Sus esfuerzos para entretener no eran más sofisticados ni interesantes que él mismo: sobre todo, se trataba de ofrecer comida, sexo y juguetes. Tras dos años de construcción semiencubierta, organizó una fastuosa fiesta antes de ser detenido, justo como temía, por agentes del orden venidos del Norte, uno de los cuales había asistido a su primera y única fiesta.

Las cuatro hermanas maestras que se mudaron a la casa cuando se puso a la venta a precio de ganga, cancelaron diligentemente los obvios ecos de sus placeres, pero no pudieron hacer nada para esconder su terror. La parte trasera cerrada, protegida, la punta dispuesta y vigilante, una puerta de entrada guardada por unas garras, último resto de una estatua monstruosa que las hermanas retiraron enseguida. El único punto vulnerable se encontraba en la desvencijada puerta de la cocina.

Gigi, tan colocada como era posible con lo poco que le quedaba, deambuló por la mansión mientras la mujer borracha dormía en el suelo de la cocina, y reconoció de inmediato la transformación del comedor en aula, del cuarto de estar en capilla y de la sala de juegos en oficina: quedaban las bolas y los tacos, pero no la mesa de billar. Después descubrió los restos de la fracasada laboriosidad de las hermanas. Los soportes de los candelabros en figura de torso femenino colgaban del alto techo. Los bucles de cabello enroscado en las parras, que en otro tiempo tocaban rostros ahora arrancados. Los querubines que emergían de capas de pintura en el vestíbulo. Los tiradores en forma de pezón. Los haraganes medio vestidos con ropas antiguas, bebiendo y bromeando en los cuadros apilados en los armarios. Una Venus o dos entre varias estatuas desnudas bajo las escaleras del sótano. Incluso encontró, en un arcón lleno de serrín, los genitales masculinos de latón que habían arrancado de los lavabos y bañeras, como si las monjas, aunque sintieran repugnancia por las exigencias de semejantes instalaciones, valoraran el metal. Gigi jugueteó con la grifería haciendo girar los testículos diseñados para abrir el paso del agua a través del pene. Dio la última calada al porro —hierba de la mejor— y dejó la colilla en una de las vaginas de alabastro de la sala de juegos. Se imaginó a los hombres que, con satisfacción, golpeaban aquellos ceniceros con sus puros. O quizá se limitaban a dejarlos encima, sabiendo, sin mirar, que la punta brillante iba formando lentamente un delicado glande.

Evitó los dormitorios porque no sabía cuál había pertenecido a la persona que había muerto, pero cuando fue a utilizar uno de los cuartos de baño, advirtió que ninguna actividad propia del lugar podría reflejarse en un espejo que se reflejaba en otro. La mayor parte de ellos, bien sujetos a la pared de azulejos, habían sido pintados. Se inclinó para examinar las sirenas que sostenían la bañera y descubrió un asa sujeta a una tabla de madera rodeada por las baldosas del suelo. Cogió la anilla y tiró de ella, pero no consiguió moverla. De repente, volvió a sentirse hambrienta y regresó a la cocina para comer y hacer lo que la mujer le había pedido: ser buena y mirarla mientras dormía —como si se hubiera tomado un tripi y tuviera miedo de que le diera una mala bajada estando sola—. Había terminado los macarrones, algo de jamón y otro trozo de pastel cuando la mujer del suelo se movió y se sentó. Escondió la cara entre las manos por unos instantes, después se frotó los ojos.

—¿Te sientes mejor? —preguntó Gigi.

La mujer sacó unas gafas de sol de un bolsillo del delantal y se las puso.

—No; pero he descansado.
—Bueno, eso ya es estar mejor.

La mujer se levantó.

—Supongo que sí. Gracias por quedarte.
—Tranquila. La resaca es un coñazo. Me llamo Gigi. ¿Quién se ha muerto?
—Un amor —respondió la mujer—. He tenido dos; ella fue el primero y el último.
—Vaya, perdona —dijo Gigi—. ¿Adónde se la lleva? Me refiero al tipo del coche fúnebre.
—Lejos. A un lago que se llama como ella. Superior. Así es como ella lo quería.
—¿Quién más vive aquí? No habrás preparado toda esta comida tú sola, ¿no?

La mujer llenó un cazo con agua y negó con la cabeza.

—¿Qué vas a hacer ahora?
—Gigi Gigi Gigi Gigi Gigi. Eso es lo que cantan las ranas. ¿Cómo te llamó tu madre?
—¿Mi madre? Igual que ella.
—¿Cómo?
—Grace.
—Grace. ¿Qué hay mejor que la gracia?

Nada. Nada de nada. Si alguna vez llegaba una mañana en que la misericordia y la simple buena suerte salieran corriendo, la gracia tendría que hacerse cargo de todo; pero ¿de dónde vendría y cuánta prisa se daría? ¿Podría colarse la gracia en ese santo agujero?

Fue la mujer con expresión de rendición, que servía sus pechos sobre una bandeja, como dos pasteles redondos, lo que le quitó todo interés al juego de mirar fijamente al chico. Gigi observó cómo luchaba por no apartar los ojos de los de ella y perdía una y otra vez. Dijo que se llamaba K. D. e hizo todo lo posible por mirarle a un tiempo la cara y el escote mientras hablaba. Por lo general, ella esperaba esa clase de lucha, la provocaba y le resultaba divertida. Pero el cuadro que había visto al despertar una hora antes se la fastidió. Como no quería dormir en el primer piso, donde acababa de morir una persona, Gigi había escogido el sofá de piel de la antigua sala de juegos reconvertida en oficina. La habitación no tenía ventanas y sólo podía iluminarse con la desaparecida luz eléctrica, lo que propició un sueño largo y profundo. Durmió durante toda la mañana y despertó por la tarde, en una oscuridad menos intensa que cuando el sueño la había vencido. Colgado en la pared, delante de ella, se encontraba el grabado al que apenas había echado un vistazo cuando curioseó el día anterior. Ahora surgía en su línea de visión bajo la débil luz procedente del pasillo. Una mujer. De rodillas. Los ojos alzados con una mirada de derrota, implorante, los brazos extendidos sosteniendo una ofrenda en una bandeja ante un caballero. Gigi caminó de puntillas y se acercó para ver quién era aquella mujer con expresión de rendición. «Santa Catalina de Siena», aparecía grabado en una pequeña placa sobre el marco dorado. Gigi se rió —pollas de latón escondidas en una caja; tetas expuestas como un pastel en una bandeja—, pero lo cierto es que no le parecía gracioso. Así que cuando el chico que había visto en el pueblo el día anterior aparcó el coche cerca de la puerta de la cocina y tocó la bocina, su interés por él tenía cierto matiz de fastidio. Apoyada contra el marco de la puerta, Gigi comía pan con jamón mientras lo escuchaba y contemplaba la lucha que libraban sus ojos.

La sonrisa del chico era agradable y su voz, atractiva.

—He estado dando vueltas, buscándote. He oído que estabas aquí y he pensado que a lo mejor aquí seguías.
—¿Quién te lo dijo?
—Un amigo. Bueno, el amigo de un amigo.
—¿Te refieres al tipo del coche fúnebre?
—Ajá. Dijo que habías cambiado de opinión y no habías ido a la estación de tren.
—Vaya, las noticias viajan deprisa por aquí, al contrario que todo lo demás.
—Nos movemos. ¿Te apetece dar una vuelta en coche? Puede ir tan deprisa como quieras.

Gigi se lamió el pulgar y el índice para limpiar los restos del jamón. Miró a la izquierda, hacia el huerto, y le pareció vislumbrar en la distancia un brillo metálico, o quizá fuese un espejo que reflejaba la luz; por ejemplo, las gafas de un agente de policía.

—Aguarda un minuto a que me cambie —dijo.

En la sala de juegos, se puso una falda amarilla y una camiseta ceñida de color rojo oscuro. Tras consultar su carta astral metió sus pertenencias (y unos pocos recuerdos) en la mochila, y lanzó ésta al asiento trasero del coche.

—Eh —dijo K. D.—, sólo vamos a dar una vuelta.
—Lo sé —contestó ella—, pero ¿quién sabe? Podría cambiar de opinión otra vez.

Avanzaron kilómetro tras kilómetro bajo un cielo azul celeste. Gigi apenas había contemplado el paisaje por las ventanillas del tren o el autobús. En su opinión, ahí no había nada que mirar. Pero ir lanzado a toda velocidad en el Impala era como viajar en un DC10 y la nada resultara ser el cielo: imposible no verlo, hecho a medida por un diseñador. No estaba vacío, sino lleno de aire fresco y todo lo que la vista necesitaba.

—Llevas la falda más corta que he visto en mi vida —dijo él, con su agradable sonrisa.
—Mini —dijo Gigi—. En el mundo real, se llama minifalda. —¿Y la gente no te mira?
—Me miran. Conducen durante kilómetros. Chocan. Dicen tonterías.
—Supongo que te gusta. Para eso es, ¿no?
—Háblame de la ropa que llevas que yo te hablaré de la mía. Por ejemplo, ¿de dónde has sacado esos pantalones?
—¿Qué tienen de malo?
—Nada. Mira, si quieres discutir, llévame de vuelta.
—No. No, no quiero discutir; sólo quiero… conducir un rato. —¿Sí? ¿Muy deprisa?
—Ya te lo he dicho: tan deprisa como quieras.
—¿Durante cuánto rato?
—Tanto como quieras.
—¿Muy lejos?
—Muy lejos.

La pareja del desierto era grande, había dicho Mikey. Desde cualquier ángulo que miraras, había dicho, ocupaban todo el cielo, sin parar de moverse, sin parar de moverse. Mentiroso, pensó Gigi; este cielo no. Allí, el cielo era más grande que cualquier cosa, incluida una mujer con los pechos en una bandeja.


Cuando Mavis se acercó por el camino a la puerta de la cocina, frenó con tanta fuerza que los paquetes se deslizaron del asiento y cayeron bajo el salpicadero. La figura sentada en la silla roja del huerto estaba totalmente desnuda. No podía verle la cara bajo el ala del sombrero, pero sabía que no llevaba gafas de sol. Sólo había pasado fuera un mes y, durante tres semanas, había estado rabiando por volver. Algo tenía que haber pasado, pensó. A la madre. A Connie. La figura que tomaba el sol no se movió a pesar del chirrido de los frenos. Cuando cerró la puerta del Cadillac de golpe, aquella persona se incorporó en el asiento y se echó hacia atrás el sombrero.

—¡Connie, Connie! —gritó Mavis, corriendo hacia el extremo del huerto—. Y tú, ¿quién demonios eres? ¿Dónde está Connie?

La chica desnuda bostezó y se rascó el vello pubiano.

—¿Eres Mavis? —preguntó.

Algo más tranquila al ver que la conocía, que le habían hablado de ella, Mavis bajó el tono de voz.

—¿Qué estás haciendo aquí así? ¿Dónde está Connie?
—¿Cómo estoy? Está dentro.
—¡Estás desnuda!
—Sí, ¿y qué?
—¿Lo saben? —preguntó Mavis, mirando en dirección a la casa.
—Mire, señora —dijo Grace—, ¿está viendo algo que nunca ha visto, algo que usted no tiene, es una obsesa de la ropa o qué?
—Bueno, ya has llegado.
—Connie bajó por los escalones con los brazos abiertos, en dirección a Mavis—. Te he echado de menos.

Se dieron un abrazo y Mavis se rindió al latido del corazón de la mujer contra el suyo.

—¿Quién es, Connie, y dónde está su ropa?
—¡Ah!, es la pequeña Grace. Llegó el día siguiente de que muriera la madre.
—¿Murió? ¿Cuándo?
—Hace siete días. Siete.
—Pero si he traído las cosas, lo tengo todo en el coche.
—No hacen falta; por lo menos, para ella. Tengo el corazón encogido, pero ahora que has vuelto me apetece cocinar.
—¿No has comido nada? —Mavis lanzó una mirada gélida a Grace.
—Un poco. La comida del funeral. Pero ahora guisaré de nuevo.
—Está lleno de comida —dijo Grace—. Ni hemos tocado los…
—¡Vístete!
—¡Vete a la mierda!
—Vístete, Grace —insistió Connie—. Vamos, sé buena chica. Tápate un poco, te querremos igual.
—¿Ésta no ha oído hablar nunca de tomar el sol?
—Anda, ve.

Grace se fue tras ofrecer con ademán exagerado las dos mejillas a Mavis.

—¿Debajo de qué piedra ha salido? —preguntó Mavis.
—Calla, calla —repuso Connie—. Enseguida te gustará.

Ni hablar, pensó Mavis. Ni hablar. La madre se ha ido, pero Connie está bien. Llevo aquí casi tres años y esta casa es nuestro sitio. El nuestro. No el suyo.

Menos darse de bofetadas hicieron de todo. Y, al final, incluso eso. Lo que pospuso lo inevitable fueron los amores desesperados y una chica muy joven vestida con ropas demasiado ceñidas que apareció llamando a la puerta mosquitera.

—Por favor, ayúdenme —dijo—. Tienen que ayudarme. Me han violado y casi estamos en agosto.

Sólo en parte era cierto.

(Continuará...)

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