A libro abierto (IX)

John Huston

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Capítulo 10

Varios oficiales del ejército de alta graduación, entre ellos un general de cuatro estrellas, estaban presentes en el primer pase de La batalla de San Pietro. Después de tres cuartos de película aproximadamente, el general se levantó y salió de la sala de proyección. Naturalmente, se supuso que estaba descontento con lo que había visto, y los otros estaban obligados a mostrar también su desagrado. Pero, por supuesto, tenían que hacerlo según su rango, de acuerdo con el protocolo. No estaría bien que un teniente coronel se marchara antes que un general de brigada. Un minuto más tarde el general fue seguido por su inferior inmediato, y luego fueron saliendo todos, uno por uno, con el último en la escala jerárquica cerrando la marcha. Sacudí la cabeza y pensé: «¡Qué pandilla de cretinos! Se acabó San Pietro».

Efectivamente, para cuando volví a mi despacho, ya habían empezado a llegar furiosas quejas. El Ministerio de la Guerra no quería saber nada de la película. Uno de sus portavoces me dijo que era «antibélica». Yo le respondí pomposamente que si alguna vez hacía una película probélica, esperaba que alguien me fusilase. El tipo me miró como si eso fuera exactamente lo que estuviera pensando hacer.

La película fue clasificada como SECRETO y archivada, para asegurarse de que los hombres alistados no la vieran. El ejército arguyó que era desmoralizadora para los hombres que iban a entrar en combate por primera vez.

Sin embargo, San Pietro obtuvo cierta notoriedad dentro del estamento militar y, quizá por esta razón, el general del ejército George C. Marshall solicitó verla. Su comentario oficial después de verla fue que «todos los soldados americanos en fase de entrenamiento deberían ver esta película. No les desmoralizaría, sino que les prepararía para el impacto inicial del combate». Con eso cambió todo el panorama. Las ovejas siguieron al pastor. Todo el mundo alabó la película. Me condecoraron y me ascendieron a comandante.

La vida en Nueva York suponía un tremendo contraste con mi existencia de los últimos meses. El mundo de las batallas en Italia —que fueron algunas de las peores de la guerra— y el mundo de Nueva York no tenían nada en común. De vez en cuando tomaba conciencia de mi asombrosa buena suerte: estar vivo en lugar de muerto. Durante meses había vivido en un mundo de muertos. Hasta entonces nunca había visto muertos en cantidad, y para alguien criado en los convencionales Estados Unidos —enseñado a aborrecer la violencia y a creer que matar era pecado mortal— aquello fue profundamente perturbador. Pero creí que me había adaptado. Recuerdo que en Italia un día me dije que al fin estaba realmente curtido, que ya era un verdadero soldado. Esa misma noche me desperté llamando a mi madre en voz alta. Nunca sabemos verdaderamente lo que sucede bajo la superficie.

En Nueva York me alojaba en el Hotel St. Regis. No podía dormir. Me despertaba en mitad de la noche, daba vueltas en la cama durante un rato y luego, generalmente, me levantaba, me vestía y salir a dar un paseo o a tomar una copa. Había un apagón parcial en Nueva York, y los periódicos informaban de un aumento de los atracos en Central Park. En mis paseos me encontraba deambulando por el parque con una pistola del 45 metida en la cintura del pantalón, y deseando secretamente que algún desventurado hijo de puta intentara asaltarme. De pronto comprendí lo que me sucedía. Emocionalmente yo seguía estando en Italia en zona de combate. No podía dormir porque no oía el fuego de la artillería. Durante meses había vivido con el ruido de la artillería como fondo, toda la noche, todas las noches. En Italia, cuando los cañones se detenían, uno se despertaba y escuchaba. Aquí los echaba de menos en mi sueño. Estaba sufriendo una forma suave de neurosis de ansiedad.

Me encontraba en este estado de ánimo cuando me enamoré de Marietta Fitzgerald. Después de convivir con la violencia y la muerte durante varios meses seguidos, enamorarse era casi una necesidad biológica. Esto no quiere decir que no me hubiera enamorado de Marietta en cualquier otro momento o circunstancia en que la hubiese conocido: sí me habría enamorado. Era la mujer más hermosa y deseable que he conocido nunca.

Su nombre de soltera era Peabody. Su abuelo era Endicott Peabody, el fundador de Groton. Su padre era un obispo episcopaliano. Estaba casada con Desmond Fitzgerald, un abogado de Wall Street que ahora estaba sirviendo en el Lejano Oriente como oficial comisionado. Tenían una niña, Frances, que entonces tenía cinco años.

Me enteré más tarde, no por Marietta sino por otros, de que su matrimonio era desgraciado y que ella y Desmond estaban a punto de separarse cuando a él le movilizaron. En cualquier caso, Marietta no tenía ninguna intención de enamorarse; iba contra todas las normas de conducta de su educación puritana. Pero llegó el día en que tuvo que admitir que lo inconcebible había sucedido. No creo que se viera arrastrada por la fuerza de mis sentimientos. No era el tipo de persona a quien se puede llevar a hacer algo contra su voluntad. Marietta tenía algo de leona.

Ese verano fue una época mágica. Siempre me ha encantado Nueva York en verano. Deja de ser una gran ciudad y se convierte en una pequeña ciudad de provincias. Se oyen las voces —alzándose y descendiendo— por las avenidas. El sonido de la voz humana raras veces se oye en Nueva York, salvo a mediados de verano. Había momentos en que me maravillaba de mi buena suerte: aquí estaba yo, vivo y con la mujer más deseable de la creación a mi lado. Ella parecía flotar. Sus tacones no resonaban sobre el pavimento.

La miraba a hurtadillas. La curva de su cuello del hombro a la oreja, el ángulo de su mandíbula, como trazado por Piero della Francesca. Aún puedo evocar esas imágenes. De vez en cuando aparece una que ya había olvidado. Generalmente, en un sueño. Sí, después de más de treinta años, todavía sueño con esa época en Nueva York.

Presenté a mi padre y a Marietta. Se hicieron amigos instantáneamente. Quedó profundamente impresionado por ella, pero le preocupaba lo que nos reservaba el futuro. Me preguntó qué iba a pasar cuando Desmond regresara a casa.

—Pues le diremos lo que sentimos el uno por el otro y él le concederá el divorcio a Marietta y entonces nos casaremos.
—Espero que sea así —dijo mi padre.

Hacia finales de verano, Marietta se fue con Frankie a pasar las vacaciones anuales con sus padres. Me quedé desolado por su ausencia. Buena parte del tiempo me quedaba en el hospital, donde tenía una habitación y un despacho. El resto del tiempo lo pasaba en compañía de Pauline Porter.

Había cenado una noche con los John Barry Ryan, y Pauline también estaba invitada. La acompañé a casa luego. Ella quería ir andando. Sólo habíamos caminado una o dos manzanas cuando se puso a llover. Me preguntó si me importaba mojarme y le dije que no. Cada vez llovía más fuerte. Su pelo, que llevaba en un moño anticuado, se soltó y le cayó goteando sobre los hombros. Pasamos por la casa de Jim Glennon y le propuse que subiéramos a tomar un coñac.

Desde entonces Pauline y yo nos deteníamos con frecuencia a tomar una copa con Jim cuando salíamos juntos. Entre Pauline y yo no había el menor asomo de relación amorosa; simplemente era la mejor amiga que he tenido. Y tanto si fue pura casualidad o el hecho de que durante ese período yo estuviera buscando inconscientemente relaciones valiosas, ésta también (como la de Marietta) ha sido una amistad que ha durado toda la vida.

Pauline tenía un gusto magnífico en todo. Cuando nos conocimos, tenía una casa de tres pisos con dos habitaciones en cada piso en 70th Street. La casa daba una impresión de desnudez; ninguna alfombra en el suelo y muy pocos muebles, pero cada mueble y cada objeto era perfecto.

Pauline había nacido en una familia de Baltimore que tenía categoría social pero poca riqueza. Creció en Francia y aprendió el francés antes que el inglés. Ahora diseñaba vestidos para Hattie Carnegie. Consideradas por separado, sus facciones no eran hermosas —una barbilla pequeña y huidiza, el cabello color de rata— pero daba la impresión de ser una gran belleza. De hecho, era una gran belleza. Tenía los ojos grandes, grises, de párpados pesados, era alta y esbelta, andaba con un porte griego y llevaba la ropa con una elegancia que raras veces he conocido a alguien que se aproximara a conseguirla. Su voz era preciosa, con tonos como los de un clarinete, bien modulada. Ella era la única que no lo notaba.

Tenía la habilidad de hacer que los demás mostraran su aspecto más inteligente. Guiaba las conversaciones con una gracia y una delicadeza infrecuentes, y disimulaba con rapidez las torpezas de expresión de otra persona. Era halagador que te escucharan de la forma en que escuchaba Pauline. Al poco rato, te superabas, pensabas con más lucidez, hablabas con más elocuencia, utilizabas palabras que habías olvidado que sabías, y decías exactamente lo que deseabas decir.

En 1945, Pauline se casó con el barón Philippe de Rothschild, de la famosa familia de banqueros: poeta, deportista, autor y mecenas de las artes, además de ser, por supuesto, el propietario del gran Château Mouton–Rothschild. Al parecer, Pauline le conquistó en el momento en que les presentaron, al decir:

—¿Philippe de Rothschild? ¿El poeta?

Fue un matrimonio feliz y satisfactorio, que duró más de veinte años.


Mi último documental para el ejército fue Let There Be Light, cuyo propósito era demostrar que los hombres que sufrían trastornos mentales durante el servicio militar no debían ser dados por perdidos, sino que era posible ayudarles con tratamiento siquiátrico.

Visité algunos hospitales militares durante la fase de información, y finalmente me instalé en el Hospital Militar Mason, en Long Island, por considerar que era el mejor sitio para hacer la película. Era el más grande de la Costa Este, y los oficiales y los médicos eran sumamente comprensivos y serviciales. A parte de un conocimiento superficial de las ideas de Freud, Jung y Adler, yo carecía totalmente de información respecto a la nueva ciencia de la siquiatría. Pero los médicos estaban siempre dispuestos a responder a mis preguntas. El que más me ayudó fue el coronel Benjamín Simon, quien me orientó en mis lecturas y a menudo ilustró algún punto conceptual con un ejemplo vivo. Me sentaba con el coronel Simon, observando a los pacientes en su consulta. Él arriesgaba un diagnóstico preliminar basado en su apariencia general. Al principio, yo me mostraba escéptico respecto a este talento y tomaba notas para comprobarlas a medida que avanzaba la terapia. Acertaba invariablemente. La postura, la expresión y los gestos del paciente le habían revelado la forma concreta de su enfermedad.

El hospital ingresaba dos grupos de setenta y cinco pacientes por semana y el objetivo era que los hombres se recuperaran física, mental y emocionalmente en un período entre seis y ocho semanas, hasta el punto de que pudiesen reintegrarse a la vida civil en tan buenas condiciones —o casi tan buenas— como cuando entraron en el ejército. No se pretendía realizar curas completas o duraderas, que sólo podían lograrse con un sicoanálisis profundo, puesto que la causa que subyace a una neurosis proviene generalmente de la infancia.

Al llegar, los pacientes se encontraban en diversos grados de alteración emocional. Algunos tenían tics; otros estaban paralizados; uno de cada diez era un sicótico. La mayoría entraba dentro de la clasificación general de «neurosis de ansiedad». Decidí que la mejor manera de hacer la película era seguir a un grupo desde el día de su llegaba hasta que les dieran de alta. Colocamos nuestras cámaras en el cuarto de recepción, especialmente iluminado para esta ocasión, y empezamos a rodar a los pacientes a medida que entraban. El oficial que les recibía les informaba de que les estaban rodando y de que las cámaras seguirían su tratamiento. No les importó nada. Cada hombre estaba sumido en su propio sufrimiento e indiferente a todo lo demás.

Rodábamos también las sesiones individuales entre paciente y médico. Las cámaras funcionaban continuamente, una tomando al paciente y la otra al siquiatra. Rodamos miles de metros —la mayor parte de los cuales no se pudieron usar en la película— sólo para estar seguros de captar las reacciones extraordinarias y totalmente imprevisibles que se producían a veces. Cuando los hombres empezaban a recuperarse, aceptaron las cámaras como parte integral de su tratamiento. Los médicos notaron incluso que parecían tener un efecto estimulante, y que los pacientes a los que estábamos rodando mejoraban más rápidamente que los de los otros grupos.

Vimos suceder cosas aparentemente milagrosas. Hombres que no podían andar recuperaban el uso de sus piernas, y hombres que no podían hablar recuperaban la voz. Por supuesto, estas incapacidades eran síntomas histéricos; y era preciso vigilar la mejoría cuidadosamente. Era posible que un paciente que había recobrado el uso de sus piernas, se acercara a una ventana y se tirara por ella, o que apareciera otro síntoma aún más grave en lugar del primero.

En casos sicóticos —esquizofrénicos y catatónicos— se utilizaba con frecuencia el electroshock. Yo sabía que no podíamos usar eso en la película; no tenía sentido dentro de lo que estábamos haciendo. Pero pensé que era algo que debía rodarse para que quedase constancia. La terapia de electroshock era mucho más terrible que hoy en día. El paciente arqueaba el cuerpo tan violentamente a consecuencia de la descarga que se necesitaban cinco personas para sujetarle e impedir que se rompiera la espalda. Al mismo tiempo emitía un sonido —una especie de grito primario— que era absolutamente estremecedor.

No hay duda de que el Hospital Militar Mason podía resultar desquiciante. Muchos de los sicóticos que había allí creían que eran el Mesías, o al menos, que recibían instrucciones directas de la Deidad. Me habían dado una llave maestra que me permitía entrar a cualquier sección del hospital, y Charlie Kaufman, que colaboraba conmigo en el guión, sugirió sardónicamente que hiciese una ronda a medianoche por las salas de los más violentos con cajas de cerillas y navajas entregándoselas a los pacientes y diciendo: «Este es Dios. Ahora ve y haz lo que queda por hacer…» Desde entonces, Charlie siempre empezaba sus cartas dirigidas a mí con: «Querido D.I.O.S.».

El coronel Simon era un experto hipnotista. Sólo un par de médicos del hospital sabía hacerlo bien, y ninguno era tan experto como él. Simon no usaba ningún objeto, tales como péndulos o prismas; se colocaba frente a frente al sujeto y le hablaba con frases cortas y medidas. A menudo hipnotizaba a un paciente en menos de un minuto; dos o tres minutos era tardar mucho. Le observé atentamente y aprendí su técnica. Cuando me pareció que ya había aprendido el ritmo, le pedí que me dejase intentarlo. En realidad era bastante sencillo. Mi sujeto era bueno y cayó rápidamente. Llegué a ser bastante diestro, y empezaron a llamarme para hipnotizar a un paciente cuando Simon estaba ocupado en otro sitio. Después de hipnotizarlo, le pasaba el paciente a un médico para que le interrogara. Muchos casos tenían todo el suspense de una novela policíaca.

Recuerdo el caso de un joven violonchelista. Había estado sólo poco tiempo en el ejército. Su padre había muerto cuando él era un niño y el muchacho fue criado por su madre, que trabajaba de criada para costearle una educación musical. Él sentía un profundo afecto por su madre y un gran sentido de su responsabilidad hacia ella debido a todo lo que la mujer había hecho por él. Yo estaba presente cuando la historia del paciente salió a la luz bajo narcosíntesis, paso a paso, en respuesta a un interrogatorio.

Había estado de permiso en Nueva York, visitando a su madre, el permiso se había terminado y él regresaba al campamento. Bajar las escaleras de la estación Grand Central era lo último que recordaba. Al parecer, se había desmayado. Pero no presentaba excoriaciones, ni señales de conmoción traumática. Era un caso clásico de amnesia.

Bajo narcosíntesis empezó a recordarlo todo, con un sentido de continuidad. Recordaba que se levantó de las escaleras donde se había caído y echó a andar por la calle pero sin tener ni idea de quién era ni dónde estaba. Finalmente, un alférez de marina se lo ligó y se lo llevó a un hotel. El alférez le desnudó, se desnudó y trató de asaltarle sexualmente. Al parecer, el muchacho se resistió, pelearon y dejó inconsciente al alférez. Luego, no sabiendo cuáles eran sus ropas se puso por equivocación el uniforme del alférez y se marchó. Vagó por las calles durante dos días y finalmente, al pasar por delante de una sala de fiestas, oyó que tocaba una orquesta. En la orquesta había un cello. Entró. El muchacho sabía que él también podía tocar el cello y pidió que le dejaran probar. Le dejaron, probablemente porque iba de uniforme y descubrieron que era realmente bueno. La dirección de la sala de fiestas supuso que estaba de permiso y le contrataron inmediatamente para el puesto de violonchelista. Y allí fue donde le detuvieron unas semanas después, vestido aún con el uniforme de alférez, tocando alegremente el cello y viviendo de las sobras que le daban.

Con mucho cuidado se consiguió que este joven recobrase la conciencia de su personalidad. Avisaron a su madre y yo presencié su reencuentro. Algún tiempo después de la guerra vi al joven en la televisión. Tocaba el cello en la Orquesta Sinfónica NBC de Toscanini.

En conjunto, la época que pasé en el Hospital Militar Mason me afectó casi como una experiencia religiosa. Me hizo empezar a comprender que el ingrediente básico de la salud mental era el amor: la capacidad de dar y recibir amor. Kaufman y yo escribíamos el guión a medida que rodábamos, lo cual, en mi opinión, es el modo ideal de hacer un documental. Lo terminamos, lo montamos y lo convertimos en una película, con mi padre como narrador. Pero una vez más el Ministerio de la Guerra decidió no mostrarla al público.

La razón que daba era que violaba la intimidad de los pacientes. Creo que ésa no era la verdadera razón. Los hombres que aparecían en la película —los pacientes cuyas curaciones habíamos presenciado— estaban orgullosos de lo que veían de sí mismos en la pantalla. Por cuestiones de forma, les habíamos pedido que firmaran autorizaciones, y lo hicieron gustosos. Le señalamos esto al Ministerio de la Guerra, pero cuando nos pidieron que les enseñáramos las autorizaciones, descubrimos que habían desaparecido. Un día estaban en los archivos de Astoria y al día siguiente habían desaparecido. Entonces les indicamos que, si bien la película presentaba una investigación profundamente personal en el aspecto más íntimo de las vidas de estos hombres, no se revelaba nada que pudiera avergonzarlos. Propusimos pedir las cartas de autorización a cada uno de ellos, pero el Ministerio dijo que no. Las autoridades ya habían tomado una decisión.

Creo que todo se reducía al hecho de que deseaban mantener el mito del «guerrero», que afirmaba que los soldados americanos iban a la guerra y volvían de ella fortalecidos por la experiencia, erguidos y orgullosos por haber servido bien a su patria. Sólo unos cuantos enclenques caían en la cuneta. Todos eran héroes y tenían medallas y bandas para demostrarlo. Podían morir o caer heridos, pero su espíritu permanecía intacto.

Al hablar del Ministerio de la Guerra, digo «ellos» porque en esa maraña burocrática es imposible atribuir responsabilidades concretas. Yo había pedido y obtenido permiso del Departamento de Relaciones Públicas del Ejército para hacer un pase de Let There Be Light en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, pero la tarde del pase —unos minutos antes de que empezara la proyección— se presentaron dos policías militares y exigieron que se les entregara la copia. Por supuesto, se la entregamos. Archer Winsten comentó el asunto en el New York Post:


El ejército envió una guardia armada para llevarse la película de John Huston sobre los psiconeuróticos… Let There Be Light… Sin dar razones. Sin explicaciones. Nadie ha vuelto a ver la copia… Una explicación es que el ejército, habiéndose reducido al ácimo núcleo de altos ejecutivos anterior a la guerra, está reanudando su política de no hacer nada, no decir nada, no pensar nada… El único consuelo es que la película no se perderá para siempre, que todos los oficiales se retiran o se mueren antes o después, y que al final las prohibiciones se hacen innecesarias. Algún público futuro tiene no sólo la garantía de que verá un hermoso experimento cinematográfico, sino también la certeza de que su generación es más sensata que la nuestra...


La fe de Winsten en generaciones futuras ha sido injustificada hasta ahora. En 1970 —veinticuatro años después de que se terminara Let There Be Light— los Archivos de Películas Americanas de Washington prepararon una proyección de todos mis documentales. Los Archivos son una agencia del Gobierno, pero aun así, les negaron una copia.

Este es el día en que no sé quiénes eran los oponentes de esta película, o son ahora, pero ciertamente han sido inflexibles en su determinación de que no se vea. En este caso se puso de manifiesto la misma mentalidad que en el primer pase de San Pietro. Desgraciadamente, no hubo un George C. Marshall que salvara a esta película.


Se lanzaron dos bombas atómicas en Japón y se acabó la guerra. Yo fui a Fort Monmouth y me licenciaron. Ya me había preparado para ese día. Mi sastre de Nueva York tenía tres trajes listos para mí. Después de cuatro años de uniforme era como vestirse para un baile de disfraces. Una noche, en un bar, un borracho de mediana edad, quiso saber por qué un joven como yo no estaba en el ejército.

Marietta recibió la noticia de que Desmond regresaba; el temido momento estaba próximo. Marietta dijo que quería hablarle de nosotros a solas y a su debido tiempo. No supe de ella durante tres días después de la llegada de Desmond; tenía la cara demacrada y los ojos hinchados. Desmond aceptaba concederle el divorcio pero sólo con la condición de que ella visitase a un sicoanalista y se sometiese a terapia antes de iniciar los trámites. Yo protesté, porque eso podía llevar años. Ella dijo que no lo permitiría. Yo dije que quería ver a Desmond. Marietta contestó que él no quería verme a mí. Eso era comprensible.

Marietta empezó su análisis y yo me fui a la Costa Oeste a esperar. No podía telefonearla. Ella me llamaría y me diría cada vez cuándo volvería a llamar. Yo vivía pendiente de esas llamadas. A veces se retrasaba, y yo sudaba sangre mientras esperaba. Fue una época de frustración para mí. Nunca me daba ninguna seguridad, ni pronunciaba esas dos palabras fundamentales. Deduje que había hecho la promesa de no comprometerse de ningún modo durante este período del análisis. Las semanas se convirtieron en meses. Yo me convencía cada vez más de que todo había terminado entre nosotros: con el análisis descubriría que sus sentimientos hacia mí eran una aberración y volvería con su marido. Yo iba a perderla.

Conocí a una chica bonita en una cena en casa de sir Charles Mendl; y volví a encontrarla en un crucero de fin de semana en un barco de vela al que David y Jennifer invitaron a algunos amigos. Había interpretado el papel de la hermana pequeña de Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó. Se llamaba Evelyn Keyes. Era joven, vivaz y agradable. Como antídoto contra mi depresión, la invité a cenar unas cuantas veces. Una noche, en Romanoff’s, se inclinó sobre la mesa y dijo, sin que viniera a cuento:

—John, ¿por qué no nos casamos?

Yo había tomado cócteles antes de la cena, vino con la cena, y ahora estaba en el coñac.

—Diablos, Evelyn, apenas nos conocemos.
—¿Se te ocurre una manera mejor de llegar a conocernos?

En eso tenía razón.

—De acuerdo —dije—. ¿Cuándo? ¿Dónde?
—Ahora mismo. Esta noche. Vámonos a Las Vegas.

Llamé a Mike Romanoff y le pregunté qué le parecía la idea. Mike era totalmente partidario. Tomé otra copa, y de pronto me oí decir:

—¡De acuerdo, hagámoslo!

Mike se fue corriendo a su casa a traer un anillo de boda que alguien había perdido en su piscina, y yo llamé al piloto Paul Mantz, que trabajaba en el cine, y fleté un avión.

A las cuatro de esa mañana Evelyn y yo estábamos delante del juez de paz en Las Vegas. Nos casamos, con Paul Mantz y un taxista como testigos. Volvimos a Los Ángeles justo después del amanecer y en el aeropuerto cogimos taxis separados. Ella se fue a los estudios de la Columbia, donde estaba rodando Johnny O’Clock, y yo me fui a la Warner.

Sólo entonces, sentado en el taxi, me inundó la conciencia de que lo que acababa de hacer era totalmente, condenadamente absurdo. ¿Cómo podía haberle hecho semejante cosa a Marietta? ¿Cómo podía haberle hecho semejante cosa a Evelyn? Pensé por un momento en conseguir la anulación. Pero luego pensé: «¡Qué demonios! Puede que lo mejor sea intentar que funcione. ¿Qué puedo perder?»

La noticia de mi matrimonio fue dada por la radio ese mismo día, y recibí una llamada de Pauline, que lo sabía todo respecto a mi relación con Marietta.

—Oh, John. ¿Es cierto?
—Sí.
—¿Quieres que le diga algo a Marietta?
—No… nada.

Algunas semanas después me enteré de que Marietta había terminado sus sesiones con el sicoanalista y había llegado a la conclusión de que su matrimonio con Desmond no tenía futuro. Estaba tramitando el divorcio.

(Continuará…)

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