La traición de los espejos

Bohumil Hrabal






Este año el verano ha sido muy caluroso. Los chicos chutaban el balón contra la pared o las rejas de las ventanas del sótano y de este modo hacían la pared. La portera confió al señor Mitanek que era seguro que el señor Valerián se había lanzado a ser actor o bailarín o se había vuelto completamente loco, porque abajo, en el sótano, daba saltitos con otra persona de aquí para allá y frente a frente, bebían desde por la mañana de la botella de vino y se gritaban el uno al otro: ¡No se para! ¡Adelante!, y que el señor Valerián hacía un mes había mandado traer una artesa de arcilla de modelar y anteayer una espuerta de albañil, y que la portera había visto que él andaba por el sótano medio desnudo y con una piel de perro, una alfombrilla de cama, sobre el pecho, y que por allí iba otro hombre exactamente igual, con una alfombrilla sobre el cuerpo desnudo. Y todos los días acudían dos mujeres y ambas llevaban en la cabeza un sombrero con cerezas. Y aquellos dos hombres con la piel de perro se amenazaban con unas pequeñas hachas de piedra como la de Robinson Crusoe.

El señor Mitanek se quitó el brazal de Voluntario Civil del Orden Público, pues en sus horas libres se dedicaba a pescar a los ciudadanos que saltaban del tranvía en marcha y les poma multas. Este año el verano ha sido muy caluroso.

—Me daré una vuelta por allí —dijo el señor Mitanek. Y dio unos golpecitos en la puerta del sótano.

Junto a la eclesiástica pared del templo de la Santísima Trinidad, un albañil arreglaba, en un pequeño andamio, la estatua de san Tadeo, a quien el tiempo había hecho polvo una rodilla y un ojo. De la pared eclesiástica, el sacristán sacaba unos tornillos oxidados que fijaban las placas de agradecimiento que cubrían toda la pared.

—¡Rayos y centellas! ¡Malditos cultos! —despotricaba el sacristán.
—Eso es oscurantismo —decía el albañil dándole la razón, y sacaba de la cartera una rodilla y un ojo de arenisca.
—Por poco me dejo una uña. —Y sacudía la mano el sacristán.
—¿En ese cielo suyo valen también los títulos? —preguntó el albañil, y señaló la placa que tenía en la mano: San Judas Tadeo te damos las gracias por acudir a socorrernos en la tormenta. Ing. K. H. y Dr. J. K.
—Cartas certificadas de esmalte y cartas urgentes de chapa —se burlaba el albañil—. ¿Y quién las entrega allá arriba?
—¡Rayos y centellas! —despotricaba el sacristán—, en total son doscientas diez placas y cada placa lleva cuatro tornillos, es decir, en total, ochocientos cuarenta tornillos y yo con estas manitas los tengo que sacar, malditos cultos.
—Esto pide un poco de sentido común —dijo el albañil, y encajaba el ojo en la noble estatua de arenisca.
—Pero eso no es todo —suspiró el sacristán—; cuando saque todos los tornillos tendré que atornillar de nuevo esas cartas de esmalte en la iglesia, pero por el otro lado de la pared. ¡Con estas herramientas! —exclamó, y enseñaba sus manos—. Y de nuevo ochocientos cuarenta tornillos. Y antes tendré que hacer ochocientos cuarenta agujeros y meter allí ochocientos cuarenta tacos. Aquí las paredes parecen de hormigón, maldita sea. La Iglesia lo hace todo para la eternidad, ¿no?
—Pase, yo soy la tía del artista —le invitó una mano huesuda.
—Y yo el Voluntario Civil del Orden Público —contestó el señor Mitanek, con una inclinación.

Entró en el estudio situado en el sótano, donde llameaba la estufa, y el artista, el señor Valerian, amasaba el yeso en la espuerta, y la tía vestida de negro atizaba el fuego con un gancho de la estufa. Luego añadió carbón menudo de una inmensa pila que había en el rincón.

—¡No se para! ¡Adelante! —exclamó el señor Valerián, y devolvió un poco en la espuerta.
—Me gusta oírlo —dijo el señor Mitanek, y se puso a reír al ver que en el espejo otro señor Valerián amasaba en la espuerta.
—Valerián, ¿sabes qué? Te calentaré la morcilla de arroz —dijo la tía.
—Por misericordia divina, tía. Hoy estoy creando —dijo el señor Valerián, y llenó su vaso de vinazo.
—Todos estamos creando, porque somos una familia, pero yo estoy asombrado —añadió el señor Mitanek, dobló los brazos y se situó frente a un cuadro de tamaño natural—. Hermoso trabajo. El país se alegrará.
—¿Verdad? —dijo la tía, y cogió la morcilla de arroz por la tramilla—. Pero fíjese en cómo se ha abandonado el artista, y todo por la patria. No come nada, sólo bebe, y de la humedad, ¿lo ve, cómo se le rizan las piernas?
—Tía —vociferó el señor Valerián—, no me jodas, por Dios, no me jodas, pero… —devolvió en la espuerta y siguió amasando—. Pero ¡no se para! ¡Adelante!

El sacristán de nuevo se apoyaba en el destornillador, estaba en una escalera de tijera inestable y junto a la iglesia pasaba, aminorando la marcha, un camión; luego se metió en el patio de una trapería, y el albañil, desde el andamio, vio como aquel camión llegaba cargado y ahora descargaba en la sección de hierro viejo cientos de placas rojas con inscripciones blancas, todos los nombres de plazas y calles y jardines que llevaban el nombre del general. Y cuando aquel camión salió, entró en el patio un camión de la Empresa Cárnica y, acto seguido, encima de un montón de papel usado descargó cajas empapadas de sangre y papeles llenos de restos de ligamentos y de membranas.

El albañil puso la mano que sujetaba el ojo de arenisca debajo del noble párpado de la estatua y vio que la mano le temblaba. Luego levantó la vista, y hasta donde ésta le alcanzaba se erguía una construcción de tubos, un andamio cercaba todo aquel templo de la Iglesia católica, el templo de la Santísima Trinidad, para que las manos obreras le prestasen una gloria pomposa y tronante.

—Un camarada como debe ser no lo tiene fácil hoy en día —dijo el albañil.
—Me gusta oír eso, una consigna de lucha —dijo el señor Mitanek—. ¡Qué sorpresa! ¿Qué significa?
—Es la acción cultural Jirásek —dijo la tía, y puso la morcilla en la sartén —. Entre los temas de las Viejas Leyendas Checas hemos escogido a Durynk colgándose de un aliso porque asesinó a un muchacho… ¡pero aquí habrá una sorpresa! —La tía agitó un dedo y luego dio con él unos golpecitos en el molde que estaba sobre el torno, y en voz baja canturreó—: Dentro hay la estatua de un guerrero eslavo.
—¡Diablos! —Los ojos del señor Mitanek se iluminaron—. Ustedes, amigos míos, aquí, en este sótano, ¿se esfuerzan por exaltar nuestra nación?

Y el señor Mitanek miró fijamente los ojos de Durynk ya con la soga al cuello, luego miró al señor Valerián sobre quien colgaba desde el techo la misma soga, miró también la ropa del señor Valerián, y su mente se iluminó.

—Entonces, ¿usted se hizo de modelo a sí mismo? —observó el señor Mitanek, con un gesto de sorpresa.

Pero el señor Valerián devolvió en la espuerta.

—¿No tendría que echarle un huevo a esto? —preguntó la tía—. Mire, se sacrifica a sí mismo como una ofrenda en el altar del arte. Y ese culete. Como cuando una vieja junta las manos, como dos cominos pegados.
—¡Calla la boca, tía, calla la boca! —aulló el señor Valerián, y las lágrimas le resbalaban por la cara.

Por la acera pasaron unos pantalones de caballero, luego alguien que llevaba un bañador, luego apareció un perro entero y pasaron atropelladamente unos chavales, primero chutaron el balón contra la alambrada y después contra la cornisa y con los dedos se cogían a las rejas.

El señor Mitanek salió corriendo a la calle y gritó:

—¡Mocosos de mierda! Aquí el maestro está creando una obra de arte para el día de mañana, ¿y vosotros qué hacéis? Interrumpís su trabajo. ¡Si un Durynk os pillara! ¡O un guerrero eslavo!

Pero los chavales sacudieron con un golpe atronador las rejas de la ventana del sótano y a continuación uno de ellos, de volea, lanzó el balón mojado contra la cara del señor Mitanek, de modo que éste levantó los brazos y a tientas buscó la puerta y por ella salió a toda prisa la tía y arrastró al Voluntario Civil del Orden Público al estudio.

—Los futuros gamberros —dijo el señor Mitanek, moqueando.
—¿Y qué será de mi Valerián? —dijo la tía, y lo señaló con ambas manos —. Mire hasta qué punto está hecho una pena, y todo por el arte. Seguro que medirá diez centímetros menos; con esto de crear arte se ha encogido como un esqueleto en postura de feto. Sabe, yo por las noches vigilo en el Museo Nacional los monos y los papiones y este tipo de esqueletos y otros.
—Por la patria —dijo el señor Mitanek, y se quitó la arena de los dedos— se sacrifica lo mejor. Yo también estoy educando al pueblo para que deje de saltar del tranvía en marcha.
—Bien —dijo el artista Valerián, y vadeó la pila de carbón menudo y devolvió allí y gritó y agitó la mano—. Pero ¡no se para! ¡Adelante! La meta fijada —de nuevo devolvió—… ahuyenta el cansancio —añadió luego lloroso.

Y de la calle Lazarská salió una viejecita con boina, llevaba un paquete, atravesó la construcción de tubos, no se fijó en la carreta que estaba allí parada, subió por sus tablones y la carreta se inclinó, la anciana descendió a toda prisa y se cayó sobre una rodilla, pero se levantó y seguía sin apartar la mirada del rostro de san Tadeo, en cuyo seno se hallaba sentado el albañil que le ajustaba el ojo. Y la anciana juntó sus manos y rezó, y un mechón rizado de pelo gris le asomaba por debajo de la boina, y ella contemplaba el rostro del santo, el albañil movía el ojo de arenisca para hacerlo coincidir con la ceja, pero la anciana, por medio de su oración, estaba firmemente unida a la superestructura de los cielos.

Y delante del templo, luego delante de la trapería, llegó un camión lleno de estatuas y bustos y placas; por la puerta salió corriendo el encargado y gritó:

—¿Dónde lo meto? ¡Directo a la fundición!

Y se encaramó al camión y sacó una tiza y marcó todas las cabezas con unas cifras y, una vez marcadas todas las cabezas del general, con un salto lateral bajó y dijo riendo:

—¡Y no vayan a vender algo de esto como metal noble!

Y el camión se puso en marcha.

El señor Valerián cogía de la espuerta el líquido blanco con una paleta y lo echaba por un orificio de la cabeza del guerrero eslavo. La tía tocó con preocupación el cabello de Valerián y se asustó.

—¿Lo ve? Se le cae el pelo, ¡y en qué cantidad!
—¡Tía, por misericordia, no me jodas! —gritó el artista—. ¡No se para! ¡Adelante!

Pero el guerrero eslavo se agrietó por la entrepierna y un montoncito blanco de escayola lechosa se deslizó hasta el suelo de cemento.

—Tía —vociferó el señor Valerián—, de prisa, mete tus pezuñas entre las piernas del guerrero.
—Yo solía ir a misa —dijo.
—¡A callar! Me diste tu último dinero para la escayola. ¡De prisa o este guerrero se nos sale!

Y la tía se secó las manos en la falda y después metió los dedos y tapó con ellos el agujero de la entrepierna del guerrero.

Y el señor Mitanek miraba el espejo y se asombraba. En aquel sótano todo existía por duplicado.

—¡De prisa, al guerrero se le ha reventado la espalda! —gritó el señor Valerián, y se inclinó para recoger el yeso líquido con la paleta.

El señor Mitanek colocó las manos en el molde, en la espalda del guerrero, y notó cómo con sus manos curaba las grietas.

—Un camarada como debe ser no lo tiene fácil hoy en día —repitió el albañil, y se sentó en el andamio junto a la espuerta; balanceaba las botas muy cerca de la cabeza de la anciana, pero ella seguía rezando. El albañil detuvo la bota sobre su cabeza y el cordón le rozó la boina azul, pero la anciana seguía prendida con un imperdible a la jerarquía celestial.

Aquellos espejos del estudio del sótano se levantaban desde el suelo de cemento hasta el techo, y el señor Mitanek comprendió por qué la portera soltaba aquellas ideas confusas acerca de que en el sótano había siempre dos individuos, si bien jamás había visto salir a los dos del sótano, siempre salía uno solo. Y lo que el señor Mitanek vio en el rincón no fue una plancha automática para la ropa, sino una gran prensa, unos cilindros de una longitud de dos metros, todo dentro de vigas y maderamen.

—Vaya pieza, ¿eh? —dijo la tía—. Pero los encargos que hemos recibido, como si fuera adrede, han sido pequeños. Valerián se derrumbó con las tarjetas de Navidad. Recibió un pedido que le exigía que en la felicitación hubiese una foto de un niño de siete meses, y ese niño tema que montar en un caballo y llevar en la mano un letrero: Felices Fiestas de Navidad les desea la familia Disparate. Tres botellas de vinazo se tomó antes de acabarlo, cada media hora lo tiraba todo, pero cuando lo valoramos y vimos que recibiríamos dos mil coronas, entonces recogimos de nuevo del carbón menudo aquella foto del niño de siete meses y aquel caballo y Valerián se puso la lupa de relojero y copió aquel niño y aquel caballo porque el parecido tenía que ser grande…
—¿Y qué son aquellos sellos pequeñitos de la pared? ¿O se trata de unas pegatinas de cajas de cerillas? —curioseaba el señor Mitanek.
—Qué va —contestó la tía—, eso era otro encargo de grabados de mariposas y escarabajos pequeños. Es una máquina de motor eléctrico, hace un ruido espantoso, pesa once quintales métricos. Y qué grato resulta cuando por el otro lado de los rodillos sale luego el pequeño retrato de un escarabajo, como usted dijo, no más grande que una pegatina de caja de cerillas.
—¡Calla la boca, tía! —vociferó Valerián, y seguía echando yeso con la paleta.
—Esa morcilla se está quemando —dijo la tía.
—¡Tía, ni un paso! —gritó el señor Valerián, pero el molde reventó por el cuello. Rápidamente echó la última paletada y con ambas manos cogió al guerrero por el cuello.

Y luego se detuvo delante del templo un camión tapizado, y en el fondo yacía envuelta en almohadas y edredones de seda una cruz dorada de unos cinco metros, y ya volaba por los aires el gancho de la grúa y dos obreros llegaron a toda prisa y con cuidado forraron el gancho con una almohada, y luego los empleados de Safina, empresa nacional que había dado un baño de oro a aquella cruz, la levantaron como a un enfermo por los sobacos y entonces un obrero cruzó corriendo a la acera de enfrente e hizo señales al de la grúa, y la cruz colgaba ahora a un metro del albañil, que se incorporó y retrocedió y se sentó en el regazo de san Tadeo y se abrazó a su cuello y asustado miró la cruz dorada, miró la sección de chatarra, las placas de todas las plazas y calles y jardines de Praga y en voz baja suspiró:

—Es para coger una cagalera.

Y los muchachos metieron el balón en el callejón sin salida.

—¡Martin, Martin! —gritó el señor Valerián—. ¡Ven acá!

Y el muchacho se arrodilló y se inclinó hacia la ventana del sótano.

—¿Qué quiere, señor Valerián? —jadeaba.
—Martin, tengo ganas de fumar; baja abajo, allí en la mesa están los pitillos, coge uno y métemelo en la boca, como ves no puedo moverme — indicó el señor Valerián con la barbilla.

Y la puerta se abrió y al sótano descendieron dos calcetines arrugados y un chico sofocado.

—¿No están allí… en la mesa? Entonces los tendré en el bolsillo del pantalón —dijo el señor Valerián, y con la barbilla señaló los pantalones.

Y el muchacho se paró debajo de la bombilla encendida y metió la mano en el bolsillo del artista.

—¡Martin! —se oyó gritar a una voz femenina, y en la ventana estaba encogida la señora Karásková, con ojos de loca miraba la mano de su hijo que todavía buscaba las cerillas en el bolsillo del señor Valerián.
—Dios sabe —dijo el sacristán— que lo que más me gustaría es hacer volar por los aires esta iglesia —y bajó la primera placa, la puso en una cesta de ropa blanca y a continuación sacudió las manos para mejorar el riego sanguíneo de los dedos—. ¡Malditos cultos!

Y después al albañil ya no le sorprendía que llegara un camión y entrara en el patio de la trapería, le sorprendía y no le sorprendía cuando volcaban, en el montón de papeles, cestas de cartas y cajas ensangrentadas de la Empresa Cárnica, no le sorprendía oír que todo aquello pesaba ocho quintales métricos y que eran cartas que habían escrito los niños de Praga a un concurso radiofónico: ¿Cómo mejorar el país? Y luego entró en el patio de la trapería la anciana de la boina, depositó sobre la balanza un paquete y el encargado lo pesó y lo tiró en medio del montón y dijo:

—Son cinco kilos, aquí tiene una corona.
—¡Una corona! —se lamentó la anciana—. Si contenía cartas que me habían escrito mis amantes.
—¡Pero señora, esto no es una subasta! Aquí, aunque me trajera cartas que hubiera escrito el mismo Valentino, daría igual, a veinte céntimos el kilo; cinco kilos, pues, una corona, ¡eine Krone! —gritó el encargado, pero la anciana ya estaba metida hasta la cintura en aquel montón y como una máquina quitanieves retiraba aquellos papeles viejos y sellados y gruñía de dolor y buscaba; tenía las manos ensangrentadas por los papeles de la Empresa Cárnica, pero no se rindió hasta que dio con el paquete, lo desató y empezó a enseñarlo:

—Aquí, mire, aquí están las cartas que me escribió un teniente de caballería, y éstas son de uno que por haber hecho un desfalco acabó en Spandau, ésta…
—Señora, esto es una trapería, pero usted me ha hechizado. Aquí tiene cinco coronas de mi bolsillo, ¡pero váyase! —gritaba el encargado, y daba vueltas y patadas al aire y se rascaba el muslo.
—Los espejos no engañan —exclamó el señor Mitanek.
—Me da igual si engañan o no. ¿A usted no le basta con la película Sucedió en pleno día? —exclamó la madre, y se agarró a las rejas y era inocente, estaba esparrancada, mientras en cuclillas procuraba ver mejor el sótano, de donde salió a toda prisa Martin, su hijo.
—Soy el Voluntario Civil del Orden Público —dijo el señor Mitanek—, no provoque un escándalo público, señora Karásková.

Pero la señora Karásková propinaba una paliza a su hijo, y luego el llanto se alejó. Los chicos volvieron a lanzar un balonazo contra las rejas, dando primero a la pared y de este modo hacían la pared.

—¿No le parece —dijo la tía— que por causa del arte a Valerián se le han puesto las orejas de soplillo? Parecen de pergamino, como si fuera a morirse… Y la nariz la tiene azulada y transparente…
—Tía, Herr Gott —gritó el señor Valerián—, así te estrangularé — gritaba, y le enseñaba cómo sobre el molde del guerrero eslavo.
—Podría recomendarle en el ayuntamiento para un viaje. Mi palabra allí pesa mucho —dijo el señor Mitanek, y sonrió al imaginar que quizá cuando se escribiera sobre aquel artista del sótano del callejón sin salida, allí aparecería también su nombre.
—No quiero nada, sólo que… —dijo el señor Valerián y devolvió por encima del hombro—, que me ayude a llevar este cuadro…

Y la anciana salió como un arbusto partido, en sus manos aquellas cartas, llegó hasta san Tadeo y alzó las fotos y se las enseñó al santo, y no le importaba nada enseñar esas fotos al albañil que ahora estaba sentado junto a la espuerta.

—Corazón, Tadeo, ¿lo ves? Ésta soy yo, la bailarina Cleo; esta foto es de Leipzig, allí se nos escaparon los tigres, yo bailaba con ellos en la jaula, se escaparon y formaron un grupo en el monumento, los ocho, y aquí corríamos tras el tranvía y la gente se mareaba, pero los tigres se colocaron en grupo porque creyeron que se trataba de un número de la función, y aquí les echaban agua y los tigres saltaban por encima de los chorros, porque creían que se trataba de la función; entonces tuvieron que fusilarlos; aquí están las fotos, la policía se hizo fotografiar con los tigres muertos, y aquí está la foto de cuando llegó la domadora y al ver a sus queridos fusilados también se pegó un tiro…; corazón, Tadeo, ¿reconoces que en mi interior está encerrada la bailarina Cleo?

El señor Valerián, el artista, y Mitanek, el Voluntario Civil del Orden Público, se encontraban delante de una gran puerta adornada con flores de lis doradas y un portal de hierro forjado. El camino tapizado de arena dorada giraba debajo de unos olmos y al final de este parque se erguía un palacio. Avanzaban por el sendero y vieron que delante del palacio había una silla y en ella estaba sentado a horcajadas el portero y miraba fijamente una alfombra roja que salía del palacio como una enorme lengua. Y pisando aquella alfombra salía un hombre con las manos alargadas y estaba pálido y tenía hipo. Y el portero se incorporó, cogió a toda prisa un cubo próximo al arbusto de boj, lo puso ante la boca de aquel hombre y a continuación le pasó el asa por la cabeza, para que le colgara del cuello, y mientras el hombre vomitaba el portero le limpiaba el pecho con un trapo. Cuando aquel hombre acabó de vomitar, se fue, en sus ojos brillaban unas lágrimas y tenía hipo y rumiaba con ternura. Luego, siguiendo el sendero, pasó junto a los señores Valerián y Mitanek, y casi no atinaba a cruzar aquella hermosa puerta.

—Probablemente esa comisión ha organizado un banquete —dijo el señor Mitanek, y se frotó las manos.
—¿Qué traen ustedes de bueno? —preguntó el portero, y guardó el cubo y el trapo detrás del arbusto del boj.
—La acción cultural Jirásek —dijo el señor Mitanek, y señaló un cuadro de dos metros de alto envuelto en una sábana.
—Pues suban a la primera planta, la planta baja ya está llena, ¿adivinan de qué? —preguntó el portero—. ¡Vasek, a que me quito la correa! —gritó.
—De Jan Kozina en el patíbulo —respondió el señor Valerián.
—¿Ustedes también traen un Kozina? —preguntó el portero, e hizo ademán de desabrocharse el cinturón—. Vamos, Vasek, no le eches tierra a los ojos a Fernandito, ¡que saco la correa!
—Un Kozina —dijo el señor Valerián.
—Eso está muy bien —exclamó el portero—, todo el mundo ha pensado que los otros pintarían a Kozina, así que de Kozinas sólo tenemos veinticinco; pero oigan —añadió riéndose el portero—, de Durynk, traidores y asesinos han traído hasta hoy, si no me equivoco… —se inclinó hacia la portería y luego dijo—: noventa y seis.

El señor Valerián se puso a temblar.

—Menos mal que yo traigo un Kozina.

El albañil bajó del andamio de un salto, el sacristán miró el reloj, luego entraron ambos en la torre y empezaron a subir por la escalera de caracol.

—¿Usan la dinamita? —preguntó el albañil.
—Ni dinamita, ni ecrasita, sino donarita. —Se giró el sacristán y siguió corriendo por el sacacorchos de la escalera; por los ventanales de la torre podían ver que ya habían dejado atrás los tejados. Luego subieron hasta donde colgaba la campana. Por una ventana gótica se veía la ciudad. En el lado contrario había una estatua, toda ella rayada por los barrotes de la construcción de tubos.
—Los alemanes se ofrecieron a despedazar esa estatua con una sierra especial, pero no quieren cobrar por ello, piden a cambio la caolina de Karlovy Vary. Pero nosotros les dijimos que compraríamos esa sierra. Pero los alemanes contestaron: qué va, esa sierra no se vende. Así que se lo dimos a una empresa suiza —explicó el sacristán, y se sentó en la ventana gótica; en su regazo puso los gemelos, y la corriente de aire le despeinó un rizo del pelo —. Abrieron en total mil seiscientos agujeros. Ahora, cuando el ingeniero dé la señal, lo conectarán y toda la estatua se derrumbará controladamente.
—Sí —dijo el albañil, y la voz le falló. Estaba esparrancado y la corriente de aire agitaba sus blancos pantalones y su camisa de trabajo; tenía ambos brazos levantados y se apoyaba con la seca palma de la mano en el interior de la ventana gótica de arenisca. Y seguía con la mirada fija hacia el lado contrario.
—En la construcción murieron en total siete personas —continuó el sacristán—, el primero fue el escultor que había proyectado la estatua, el último, un obrero auxiliar que un lunes llegó todavía algo trompa, al pisar un tablón de la planta sexta se hundió y se cayó de cabeza y se mató al chocar con el dedo meñique de la estatua.

El señor Valerián y el señor Mitanek entraron en el palacio, luego subieron por la alfombra roja y cada uno sujetaba el cuadro por una punta, así Página 64 que daban la impresión de un cerdito dibujado por niños pequeños. Después apoyaron el cuadro contra una pared de madera pintada de oro.

—El portero ha hablado por hablar —dijo el señor Mitanek.

Y el señor Valerián entró en la planta primera y andaba como dormido frente a los cuadros apoyados en la pared, como de espejo a espejo entraba y salía, de un cuadro a otro, como si se hubiera disfrazado de Durynk noventa y seis veces, salió y entró en los mismos cuadros, hasta que de nuevo volvió al corredor bajo doradas arañas y balaustradas doradas.

—No hablaba por hablar —dijo el señor Mitanek.

El señor Valerián después, sin ningún respeto, cogió el cuadro y arrastró ese artefacto suyo hacia el retrete y allí se encerró. El señor Mitanek, para no llamar la atención, fingía estar orinando por si alguien entraba. Después oyó un ruido raro, al principio pensó que el señor Valerián tenía diarrea, pero luego oyó claramente que se rompía una tela. Cuando la puerta se abrió, el señor Valerián salió sin cuadro. Dio una tira del lienzo al señor Mitanek.

—Tome, un recuerdo mío —dijo, e intentó sonreír.

Eran los ojos recortados del triste Durynk, unos ojos recortados con cuchillo como los ojos en una mirilla. Y el señor Mitanek se dio cuenta de que eran los mismos ojos que tenía ahora el señor Valerián, unos ojos que no había tenido en el estudio, pero sí ahora.

Y al señor Valerián le entró hipo y se puso pálido, estiró los brazos y empezó a correr por la alfombra roja y con los brazos estirados salió tambaleándose al sol; allí vio sólo la figura negra del portero y luego, delante de sí, un cubo tan grande como un pozo, donde el señor Valerián vomitó y notó cómo el asa del cubo, aquel semicírculo, se volvía y se le colgaba del cuello, se sentía como un caballo de la fábrica de cerveza al que el cochero hubiera colgado de la cerviz un saco de avena.

—Entonces, usted me ha mentido —dijo con compasión el portero, y con un trapo le limpió el pecho al señor Valerián—; usted también entregó un Durynk, ¿verdad?

El señor Valerián asintió con la cabeza y le caían las lágrimas. Y por el camino cubierto de arena dos empleados de una empresa de transportes cargaban a lomos una estatua de arenisca de guerrero en cueros y con un hacha levantada para golpear, y cuando los empleados subieron la escalera movían las piernas con premura y seguían llevando a lomos aquella estatua, y el señor Valerián al contemplarla volvió a vomitar, pero ya no tenía qué, así que sólo mugió dentro del cubo como una trompa. El portero se quedó mirando la estatua que se alejaba a lomos y después silbó.

—A qué usted también ha hecho un guerrero, confiéselo, ¿verdad? — insistió el portero, y daba manotazos a la espalda del señor Valerián—. ¿Cuántos guerreros han traído ya hoy? —gritó el portero en dirección al vestíbulo.
—Once —respondió uno de los portadores de la estatua.
—Vaya ración —exclamó el portero, y con cuidado quitó el cubo del cuello del señor Valerián, le limpió el pecho y colocó el cubo junto al arbusto de boj—. ¡Vasek, que me quito la correa! ¿Por qué le echas tierra a los ojos a Fernandito?
—¿Y cuántos guerreros han traído… en total? Sólo por curiosidad — preguntó el señor Mitanek.
—Ciento diez —dijo el portero—. Así pues, que me dejen en paz con el arte. ¡Esto sí que vale la pena! —dijo, y levantó un libro y lo agitó—. ¡Nada se puede comparar con Einstein! Se lee como una novela policíaca, que me dejen en paz con el arte. Todo lo predijo, demostró; todas las fantasías, y así las destruyó. Dijo que en el espacio hay tiniebla, y así es. ¡Vasek, que me quito la correa! —hizo ademán de desabrocharse el cinturón, pero continuó entusiasmado—: Einstein calculó que la Tierra es achatada, y es achatada; calculó que la velocidad de la luz en el vacío se propaga a una velocidad que no depende de la velocidad del origen de la luz. ¡Vasek! Es la misma situación que se da cuando una golondrina en vuelo toca con el ala la superficie del agua… Einstein estableció el límite de la velocidad, así que ninguna señal puede propagarse más deprisa que la luz, ¡pero Vasek, esto ya es el colmo! —El portero se enfureció y se quitó la correa y saltó y junto al arbusto dobló sobre su rodilla a un muchacho y le dio una paliza con la correa, mientras el otro niño, sentado, lloraba a lágrima viva.

El albañil se agachó.

—Y toda la estatua por dentro es de hormigón armado, con un armazón de muelles especiales que van hasta debajo del estadio del Sparta. Se prevé que la demolición durará treinta días.
—Sí —dijo el albañil, y tosió.
—Por qué no dejan en paz las estatuas de Praga —dijo el sacristán, y sacó los gemelos y miró hacia el reloj—. Cuántas estatuas debía de haber en Praga durante estos mil años. Uno no hubiera podido caerse de volver a casa borracho, siempre hubiera podido sostenerse en unas manos de mármol o arenisca, tantas estatuas había en Praga.

El portero se abrochó el cinturón y descansó.

—Una golondrina toca con el ala la superficie del agua —continuó— y empiezan a propagarse en ella unas ondas, pero su velocidad no depende de la velocidad del vuelo de la golondrina, ¿me comprende? —preguntó al señor Mitanek.
—Comprendo —dijo el señor Mitanek, y miraba al muchacho que estaba de pie—, pero dígaselo aquí a Valerián, él es artista, yo soy sólo un Voluntario Civil del Orden Público; ¿pero qué le pasa a su chico en el hombro?
—Se refiere a eso, no es nada —el portero hizo un gesto despectivo con la mano—. Él está todo roto, estuvo en el cuerpo de su madre más tiempo del debido, así que tuvieron que partirle en la tripa para sacarlo fuera, tuvieron que partirle el hombro. Pero cuando cumpla siete años volverán a rompérselo y se lo arreglarán para toda la eternidad. ¿Pero sabe qué es lo que he querido decir con lo de Einstein? ¿En comparación con esta acción cultural?
—Lo sé —dijo el señor Valerián—, pero no se para. ¡Adelante!
—Sí —asintió el portero, y miró hacia la alfombra rojo chillón de la escalera; luego cogió el cubo y el trapo que estaban junto al arbusto de boj—. ¡Otro guerrero eslavo! —exclamó, y salió corriendo con el cubo preparado.

Y el señor Valerián devolvió un poco en el césped y luego, él y el señor Mitanek, corrieron por el camino del parque, donde ahora habían aparecido dos artistas que también llevaban sus lienzos envueltos en sábanas.

Y se oyó una oscura detonación, en medio de la construcción se hizo añicos la luz y brotó una nube y una suerte de fuerza rompió el andamio, elevó ligeramente los primeros pisos y hacia arriba empezaron a volar los tubos de la construcción, cada vez más y más alto, y cuando la fuerza que catapultó esas lanzas disminuyó, los tubos se pararon, luego dieron la vuelta y cayeron apretadamente por los alrededores; de las lanzas se formó un árbol con ramaje y la mitad de la construcción se derrumbó y la otra mitad se desprendió, se separó de la estatua, como un trampolín durante un instante titubeó, pero no se derrumbó. Y la estatua estaba desnuda, aún más fuerte y poderosa que nunca, un poco inclinada hacia adelante como si amenazase a la ciudad; y el aire, tras la detonación, recorrió los tejados de la ciudad e hizo sonar ligeramente la campana, y la ropa del albañil ondeaba como una bandera.

—Alguien lo pagará —dijo el sacristán—, todo se ha conectado. Y estoy viendo —añadió mientras apartaba los gemelos— que a la estatua sólo le han arrancado un ojo, los galones y la rodilla, lo mismo que le falta al Tadeo que estás reparando.

El albañil se asomó, vio en el gancho de la grúa la cruz, dorada por la empresa nacional Safina, y cómo subía despacio. Vio que habían sido y eran las manos obreras de quienes levantaron los andamios las que habían llevado a cabo aquella construcción de siete pisos alrededor de la estatua del general; que eran él, un albañil, y luego los demás obreros y manos obreras quienes con taladradoras neumáticas habían hecho agujeros en mil seiscientos sitios de la estatua señalados con una cruz, y él, a medida que avanzaba el trabajo, él, un albañil, primero había taladrado los dos ojos del general y después le había taladrado la piedra donde a tamaño natural y en vida se halla el corazón, como si hubiera taladrado su propio corazón, porque el general era el amor del albañil, el albañil amaba al general, confiaba en él, estaba vivo por él, pero ahora tenía que trabajar no sólo en la destrucción de su gigantesca estatua, sino escuchar que debía borrar de su corazón la imagen del general, que había querido mucho y sin el cual ya no sabía vivir.

Y se imaginó también la otra escena que había madurado por la noche, y ahora se le ocurrió que aquellos obreros que construían los andamios, como un grupo artístico, estaban el uno sobre los hombros del otro y se pasaban de mano en mano los tubos y las tablas hasta que estuviera revestido todo el templo de la Santísima Trinidad, donde hoy él recibía con cemento la rodilla de arenisca de la estatua católica y también el ojo roído por el tiempo y los tiempos, que por la mañana había llevado consigo en la cartera junto al bocadillo de salami. Para que las construcciones de en torno a la iglesia católica retumbasen con la original pompa festiva.

Este año el verano había sido muy caluroso. Los señores Valerián y Mitanek se refrescaban al bajar al estudio.

—Es lo mismo que ir al registro de patentes y registrar como invento mío la bicicleta —dijo el señor Valerián en el sótano, delante de la blanca estatua de escayola del guerrero eslavo que había salido del molde con un hacha de piedra de escayola.
—Que belleza —dijo el señor Mitanek.

El señor Valerián bebió vinazo, luego cogió el hacha y de un hachazo rompió los brazos del guerrero eslavo y también el hacha, luego le rompió la cabeza y lo partió por la cintura. Después permaneció en pie frente al espejo un largo rato, miró, bebió vinazo y habló, y tras cada frase vomitaba.

—Me han traicionado los espejos —dijo, y con el hacha hizo añicos todos los espejos, a sí mismo, su imagen.
—¿Entonces usted no valora las reproducciones? —exclamó el señor Mitanek—. ¿Usted no admite que como Voluntario Civil del Orden Público por la noche puedo sentarme y escribir sobre todo esto?

El señor Mitanek seguía amenazando al señor Valerián, que llevaba, trozo por trozo, el guerrero eslavo al cubo de basura, hasta que al final echó allí incluso las piernas, pero la tapa no se podía cerrar, y del cubo de basura asomaban los tobillos y los pies del guerrero. Por la esquina del callejón sin salida apareció su tía, llevaba la sopa en la fiambrera y en un atadijo una cacerola.

—¿No le parece que Valerián tiene la cabeza hidrópica?
—¡Tía, calla la boca! —dijo el señor Valerián, y se metió en el sótano; luego se hizo un ovillo en medio de la pila de carbón menudo y añadió con voz débil—: ¡Y no se para! Adelante… —y se puso a llorar como un bebé.
—Obreros —dijo el albañil en voz baja—, esto es una terrible equivocación.

Y luego se asomó y miró hacia abajo, hacia el patio de la trapería, y pensó que si tuviera carácter saltaría desde aquella ventana del campanario como si fuera un trampolín, tomando carrerilla, con la cabeza erguida para que todos los obreros de todos los pisos de la construcción viesen que no se trataba de una casualidad ni un accidente… y después, con el cuerpo encogido en ángulo recto y los brazos estirados, caería hacia abajo, al patio, chocaría contra la sección de chatarra, contra los letreros de los bulevares y las calles y las plazas y los parques del general, y si tuviera suerte incluso se arrastraría hasta el montón del papel usado y allí fallecería entre siete quintales métricos de cartas escritas por los niños de Praga al concurso de la radio: ¿Cómo mejorar la patria?

Este año el verano ha sido muy caluroso, los chicos chutaban primero contra la pared del callejón sin salida y luego se pasaban el balón haciendo la pared.

Una respuesta a “La traición de los espejos

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