EL ÁNGEL

Bohumil Hrabal





Un joven guardia, con el dedo metido en el cinturón de reglamento, cinturón que sostenía una funda, y esa funda sostenía un revólver, estaba junto al almacén de tubos de cerámica refractaria y miraba cómo las prisioneras descargaban los tubos. A su lado, un sauce se reponía de las heridas que todas las primaveras le infligían las manos humanas, ávidas de amentos. Y el guardia miraba un montón de chatarra de guerra, montones de camas de hospital chamuscadas, de aparatos de rayos X hechos trizas, de cardiógrafos y otros grafos; miraba el montón de máquinas de escribir, inútiles tras los ataques aéreos, que probablemente habían dado en una fábrica de máquinas de escribir, las teclas quedaban expuestas al sol como la boca de un cadáver, y entre aquellas desordenadas letras, de vez en cuando, aparecía una gota de cristal verdoso. Y encima de las máquinas de escribir, en la misma cumbre, una cama de niño y en la cabecera de aquella camita había una estampa y en esa estampa una chiquilla delgada caminaba por una pasarela que franqueaba un abismo. La muchacha llevaba un vestido blanco y encima de ella volaba un ángel de la guarda; también iba de blanco, con las manos casi tocaba la espalda de aquella muchacha y tenía las alas grandes como dos novias. Y el joven guardia estaba pálido, dos arrugas junto a la boca como dos cicatrices de cuchillo. Miraba fijamente aquella estampa, sacó el reloj, se quedó primero pensativo, pues suponía que sería la una, pero al mirar la esfera, como siempre, era una hora y media antes. Y hacia el almacén, dos obreros con delantales empujaban una vagoneta y empezaban a llevarse los tubos que las prisioneras acababan de descargar.

—Señor guardia —dijo la prisionera Lenka—, tienen que acarrear ese material desde tan lejos, ¿no podría ayudarles? Nosotras ya hemos acabado.
—Angelito —dijo él, y guardó el reloj e indicó la camita.
—Mi guardián —dijo Lenka, y señaló al guardia—, ¿pero es que alguna vez le hemos hecho quedar mal? —susurró, y le tocó la manga del uniforme.
—Márchate —gritó el guardia—. ¡Y las demás, con la escoba a barrer los vagones vacíos! —vociferó y ordenó, pero las prisioneras sabían que se estaba disculpando.
—Gracias —dijo Lenka, y se metió en la sombra del almacén; los pantalones de sarga y la blusa blanca se movían en la sombra, cuatro ladronas saltaron a los vagones y empezaron a canturrear: Un día sin ti, es para mí como un manojo de margaritas echadas al mar… Y el guardia seguía embebiéndose de la estampa de la cama infantil que coronaba cientos de máquinas de escribir que enseñaban los dientes, y cuando tiró del cinturón de reglamento notó que aquella correa apretaba las alas y aplastaba las plumas; y al contemplar aquella camita de niño se dio cuenta de que no era por casualidad por lo que en su destacamento de vigilancia los amigos le llamaban «ángel de la guarda».
—¿Los puedo ayudar? —dijo Lenka.
—Si el ángel le ha dado permiso —dijo el Príncipe Atómico.
—Haremos una cadena —dijo el señor Hulikán.
—La cadena de la suerte; pero quítese los guantes, por favor —susurró Lenka.
—Cuerpo con cuerpo —sonrió el Príncipe.

Y cogía los tubos de las columnas y los pasaba a la muchacha, y ella, al coger aquellos angulosos prismas de cerámica refractaria, tropezaba ligeramente con los dedos de la mano del Príncipe, y cuando los pasaba al señor Hulikán, le acariciaba el dorso de la suya.

—Qué horror —exclamó el señor Hulikán—; yo ahora, cuando reciba el sueldo, no sabré si he de echarlo al fogón o gastármelo todo en una borrachera.
—Vaya ahorrando —dijo Lenka—, y cuando yo salga de chirona nos iremos juntos de juerga.
—Para cuando usted se vaya a casa —dice el señor Hulikán—, quién sabe dónde pararé. Pero que alguien me explique esto. Quince años estuve repartiendo hielo por las tabernas… y en cada taberna me daban de beber y de comer todo lo que quería. Y además en un verano junté seis cajas de zapatos de cigarrillos —farfullaba el señor Hulikán, y al inclinarse hacia la vagoneta, Lenka le dio un beso en la raya que partía su espeso pelo.
—¿Qué podríamos contar nosotras? —dijo.
—¡Usted es una moza, pero yo ya paso de los cincuenta! —exclamó el señor Hulikán, y aunque los pantalones no se le caían, continuamente se los subía con el codo—. O por ejemplo en el café Orion. Para merendar, metía en la lechera chocolate con almendras y nata líquida y para batirlo le echaba vapor. Y además tomaba unas pastas y ya estaba. ¡Oh, las juergas que nos corríamos allí! Temamos una ganzúa del almacén de licores. Y cuando cambiaron la cerradura, entonces echamos en el barril de alcohol un litro de agua caliente y un poco de esencia, lo mecimos y salió un grog, para chuparse los dedos. ¡Pero hoy en día! ¿Dónde me he metido? La pasta no me llega más que para beber y la comida. ¿Y dónde queda la familia?

El señor Hulikán extendió los brazos y con rapidez cogió dos tubos y los puso en la vagoneta.

El guardia se apoyó en el sauce, miró fijamente la cama de niño que coronaba el montón de máquinas de escribir, y aquel ángel de la guarda lo incorporó a la estampa, le fijó las alas, unas alas grandes como dos novias blancas, y le proporcionó la satisfacción de ser él, el guardia que, como sucedía en aquella cama, custodiaba a la prisionera que durante los hielos del pasado año se había quedado embarazada una noche a través de la alambrada, no por él, sino por cierto hombre del otro lado de la valla; aquella prisionera tenía heridas de las púas en los tendones de la articulación de la rodilla y en la espalda, pero los ojos le brillaban de lágrimas, como en otoño le brillaban a la gitana que hizo un agujero por un lado de la pared y por el otro lado hizo el agujero quizá también un gitano, pero seguro que fue un hombre ansioso, y por el agujero del suelo la gitana se quedó embarazada; no hubo más que aquel orificio en el suelo, por debajo de la pared; en aquella ocasión llovía, diluviaba; luego el guardia vio el barro arrancado con las manos por ambos lados, vio también a aquella gitana, toda barro, pero con los ojos llenos de felicidad.

—Príncipe —suspiró Lenka—, haga ver que algo le ha caído en el ojo. — Y levantó los dedos y levemente, con el anular ensangrentado, manchó el índice del joven.
—Pero si no me ha caído nada —se hacía el tonto el Príncipe.
—Idiota —dijo temblando y pataleando Lenka—. Entonces dígame, ¿qué hay de nuevo por el mundo?

Y el Príncipe seguía recogiendo los tubos de la columna y los iba pasando, y la prisionera acariciaba cada vez las dos manos masculinas, mientras tres pares de guantes protectores yacían sobre el tablón. Luego, el Príncipe Atómico se dio una palmada en el bolsillo del mono, por el que asomaba el Daily Worker, y dijo:

—Nada especial, sólo que Bessie Smith, que quiso enseñar su muñeca a Sugar, el campeón del mundo de color de pesos semipesados, que vive en el Hotel Central, pues esa chiquilla no volvió a casa de sus padres.
—Vaya a saber si le ha pasado algo —dijo Lenka.
—Pues sí, el ángel de la guarda la abandonó —continuó el Príncipe—; la hoja de última hora dice que encontraron a Bessie Smith entre unos arbustos, no lejos del Hotel Central, estrangulada con una bufanda de seda y que el campeón del mundo de color de pesos semipesados Sugar no recuerda haber visto entre sus admiradores a la mencionada chiquilla con la muñeca. El Scotland Yard inició una investigación… ¡pero a mí se me ha metido algo en el ojo! —exclamó el Príncipe, y se dio un golpecito y se frotó el párpado.
—Se le ha metido una mota en el ojo —dijo Lenka, y salió del almacén—. ¿Me deja que se la saque, me deja?
—¡Sáquela! —gritó el guardia.

Y Lenka se alejó y él la siguió con la mirada, se vio a sí mismo tras ella, con las manos a cinco centímetros de la espalda de la prisionera, sintió aquella corriente de ángel de la guarda entre las manos protectoras y la espalda protegida, igual que en la estampa de aquella cama de encima del montón de chatarra de guerra; se vio a sí mismo, acabada la jornada, llevando a las prisioneras a través de la pasarela a la estación de almacenaje, y oyó ya en aquel instante cómo se le caerían las plumas de sus alas grandes como dos novias, unas alas sujetas con el cinturón de reglamento, del que colgaba el revólver de reglamento.

El señor Hulikán estaba sentado en una vagoneta en equilibrio que contenía los tubos, fumaba y hacía muecas. Lenka aguantaba la rizada cabeza del Príncipe Atómico y con el pulgar le levantaba el párpado, y se apretaba contra él.

—Tienes los ojos bonitos —suspiró.
—Pues sí —dijo él.
—Sé un poco bueno conmigo. Dios santo, necesitaría un hombre, por misericordia divina, un hombre —susurraba con aliento ardiente—; pero ¿qué hay de nuevo por el mundo? —añadió, elevando la voz—. Ahora mire hacia arriba, vamos.
—Los americanos han desembarcado en Corea —dijo—. ¡Pero a MacArthur le han retirado el cargo, una gran pena, porque quería tirar la bomba atómica!
—Ahora mire hacia abajo —dijo y metió toda la rodilla entre los muslos del Príncipe Atómico—. ¿Y a usted le alegraría esa bomba?
—¡Y mucho! —contestó el Príncipe Atómico.
—¿Aunque hubiera gente? —preguntó, y levantó aún más la rodilla.
—Cuanta más gente mejor.
—Sin embargo la gente es la gente —dijo, y respiró y una gota de sudor se desprendió de su frente—; pero ahora mire a la derecha, así. Y las chicas quieren saber cómo corrió ayer Zatopek.
—Una tragedia nacional —dijo Príncipe Atómico—. Fue una carrera de órdago. Al principio se mantenían en cabeza Schade, Pirie y Chataway, a ratos destacaba también Gaston Reif. Pero a partir de la octava vuelta la cosa se puso al rojo vivo. Zatopek empezó con aquellos ataques suyos, pero acto seguido Mimoun se puso en cabeza y, ¡qué pena!
—¿Entonces Zatopek perdió? —dijo Lenka, y sacó un pañuelo y pasó la punta por la córnea del Príncipe.
—Y ese bandido de Zatopek avanzó —continuó el Príncipe, aburrido— y ganó batiendo el récord olímpico.
—Qué fantástico —susurró Lenka, y temblaba como si le estuviese dando al pedal de una máquina de coser—, qué bien.
—Por supuesto, los americanos probaron en el Pacífico la bomba de hidrógeno, que es mil veces más potente que la que tiraron sobre Hiroshima —dijo el Príncipe.
—No me dé más la lata con los americanos —dijo ella—, no tengo nada que ver con ellos, por su culpa estoy en chirona; no dejan de decirnos cómo evitarlo, pero la semana pasada llegó un convoy de mineral sueco y tuvimos que descargar ese mineral de unos vagones marcados como zona americana de ocupación… —suspiró, y se estremeció.

Ni siquiera advirtió que pasaba junto a su cabeza el cuarto trozo de cerilla quemada que tiraba el señor Hulikán, tras encender otro pitillo mientras seguía sentado con la cabeza inclinada en el antepecho de la vagoneta. Ahora tiraba el pitillo y bajaba de un salto:

—¡Me ha abandonado el ángel de la guarda! —dijo el señor Hulikán, y se fue delante del almacén y le repitió al guardia—: ¡El ángel de la guarda me ha abandonado! Estaba acostumbrado a recibir parte del sueldo en especie o sisaba algo. ¿Pero aquí? ¡Lo pasé mejor incluso cuando hice trabajos voluntarios en los bosques de Sumava! Allí por lo menos había qué beber. Los ucranianos me enseñaron a echar veinte litros de alcohol desnaturalizado en un pozo, y luego encenderlo y en determinado momento apagarlo con mantas… Y el pozo se convierte en una destilería. Pero el golpe de gracia para mis líos fue aquel puñetazo con el que di muerte al caballo de la fábrica de cerveza, con el que repartía el hielo. Y me echaron. En resumidas cuentas, el ángel de la guarda me ha abandonado —dijo convencido el señor Hulikán al guardia.
—Ya está fuera —exclamó Lenka, y salió con el pañuelo y en su punta llevaba una mota inexistente del ojo del Príncipe; suspiró profundamente; las prisioneras seguían barriendo con la escoba el suelo de los vagones, pero el guardia no la oyó, estaba apoyado en la pared de tablas del almacén de tubos, caliente por el sol, y pensaba con toda seriedad en el contenido de sus olvidos; seguía mirando la estampa de la cama infantil, y se le seguían apareciendo imágenes en las cuales el guardia, como un ángel blanco, en los días helados, seducía por la escalera a las prisioneras que antes de que acabara la jornada bajaban a las duchas de hombres, donde esas prisioneras se sentaban junto a la calefacción central, miraban a la pared, y de reojo al pasillo por donde llegaban desnudos los obreros con el jabón y la toalla en la mano a los vestuarios; y aquellas mujeres miraban de reojo los cuerpos masculinos, acompañaban su desnudo incluso más allá de la esquina; los ojos femeninos se convertían en duchas y ellas mismas lavaban con su deseo los cuerpos que olían a polvo. Y el guardia escribía el parte, advertía que el color de los rostros de las presas pasaba a su rubor, sabía que lo que permitía iba contra el reglamento, pero más que el reglamento sentía que aquellas personas, que le habían sido confiadas, necesitaban por lo menos una vez al día que les enseñara el árbol de Navidad iluminado…
—¡Adelante! —empezó a gritar el guardia—. ¡Limpien los cazos de la sopa! ¡Y espérenme allí! —ordenaba. Pero las prisioneras sabían bien que aquella voz se estaba disculpando.

Cuando más tarde se fueron, cuando los obreros empujaron fuera del almacén la vagoneta cargada de tubos, el guardia escaló el montón de máquinas de escribir, tiró abajo la cama de niño, pidió después prestadas al encargado del horno del parque de chatarra unas tijeras y recortó aquella estampa de la cabecera de la cuna. Y luego cogió aquel dibujo, entró en el almacén, echó un vistazo a su alrededor y detrás de la columna de tubos se desabrochó el cinturón de reglamento, luego se quitó el uniforme y debajo de la camisa se colocó, en la espalda, aquel ángel de la guarda, con las alas sobre los omóplatos, se puso la chaqueta y encima se ajustó el cinturón de reglamento para poder sacar aquel dibujo por la puerta. Cuando salió al sol y alcanzó corriendo a las prisioneras y después marchó tras ellas como guardia, sintió que las alas de la estampa se incorporaban a su cuerpo, y que ni el cinturón de reglamento ni nada en el mundo podría impedirle tener alas blancas, unas alas grandes como dos novias, y nada ya podía impedirle seguir vigilando mal y en contra del reglamento a las mujeres a él confiadas, y así se salvó a sí mismo.

Una respuesta a “EL ÁNGEL

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