DOS ANCIANAS Y UN JOVEN

Doris Lessing




EL restaurante lo frecuentan editores, agentes y (si unos u otros les invitan) autores. No se puede decir gran cosa de este restaurante: es difícil explicar por qué un restaurante es más popular que otro cuya comida es igualmente correcta. Acaso sea porque la decoración es interesante y a la vez aspira a cierta opulencia. Siempre está lleno.

Mediodía. La gente llegaba para el almuerzo. En una de las mesas mejor situadas, junto a una cascada de hiedra de color verde y crema, había dos mujeres mayores solas. Iban vestidas con elegancia, pero cargadas de accesorios: pañuelos, collares, pendientes. ¿Actrices? ¿Acaso aquellas pestañas, aquellos ojos maquillados, evocaban una parodia de sí mismas?

Estaban sentadas en diagonal y en la mesa había tres cubiertos. No quisieron tomar ningún aperitivo, pero cuando el restaurante empezó a llenarse pidieron un jerez cada una.

—Muy seco —dijo una al camarero, y la voz delató que era mayor de lo que parecía, pues le temblaba.
—Muy seco —dijo la otra, una octava más baja, con una voz que alguna vez debió de ser sensual, pero que ahora se aproximaba al graznido.
—Perfectamente —dijo el camarero demorándose unos momentos muy sonriente. Era francés, joven y simpático.
—¿No nos habremos equivocado de día? —aventuró una.
—Puedes estar segura de que no —respondió la otra.

En aquel momento llegó su joven acompañante, corriendo y con la mirada vacía por la inquietud.

—Lo siento muchísimo —dijo casi llorando y, nervioso y a modo de disculpa, se pasó la mano por el pelo juvenil en desorden. Se sentó y cuando pidió «Champaña, el de siempre», asintió el mismo camarero.
—Dios mío —dijo una de las mujeres—, nos estamos acostumbrando mal. —Era quizá la más bonita de las dos, una anciana encantadora. De joven debió de ser deliciosa, una sonrosada rubia de ojos azules, e incluso ahora su pelo era plateado, una mata de intrincadas ondas, bucles, nada que ver con el casquete predilecto de la antigua reina María.
—Tienes toda la razón —dijo la otra con su voz profunda. Debía de haber sido una mujer imponente, con los ojos oscuros y seguramente el pelo también. Ahora era dorado, un dorado pálido, recogido en una especie de moño con un lazo de terciopelo negro.

¿Hermanas?

—Me he retrasado arreglando sus cosas. No es que sea una excusa, naturalmente —dijo el hombre mientras alargaba la mano para coger la copa que le acababan de llenar de champaña. Esperó el tiempo justo para no parecer descortés, pero cuando las otras dos copas empezaron a burbujear, se bebió la suya de un trago y el camarero volvió a llenársela inmediatamente. Las dos mujeres se miraron y cruzaron una mirada relámpago.
—Está todo arreglado —dijo el editor—. Haremos dos contratos, ambos con las mismas condiciones. Se da por sentado que colaborarán a partes iguales en el libro.
—Fantástico —dijo cabellos-de-plata—. De modo que ya está decidido. Estoy muy contenta. —Engulló el champaña de un trago y le sonrió amablemente.
—Naturalmente —dijo cabeza-dorada con su voz gutural—. Estaba segura de que lo solucionaría usted todo. —Y ella vació también la copa.
—¡Qué maravilla! —exclamó cabellos-de-plata—, beber champaña a la hora de almorzar. —Su voz era más trémula que antes y cuando alcanzaba las notas más bajas evocaba una sugestiva intimidad.
—¡Qué maravilla! —añadió cabeza-dorada—, beber champaña con un joven tan apuesto.
—Vamos, vamos —exclamó él bruscamente, asustado. Bastante preocupado estaba. William, se llamaba: llámame William; pero no se lo diría a aquellas dos, que, era evidente, le sacarían partido de algún modo.

Las dos mujeres le observaban tan detenidamente que él se sintió invadido. En un momento de pánico se dijo a sí mismo que entre las dos sumaban casi un siglo y medio.

Observaba a las dos mujeres por encima de su copa de champaña. Era la primera vez que las veía, aunque había hablado con ellas por teléfono, y como resultado de aquellas conversaciones había supervisado personalmente cada una de las cláusulas de los contratos. No esperaba… en fin, que estaba sorprendido. Ninguna de sus experiencias anteriores le había enseñado cómo debía tratar a aquellos dos vejestorios, que con dos sorbos de champaña ya se habían achispado.

—Querida —dijo cabellos-de-plata—, le hemos asustado. —Y posó su mano llena de anillos, bien formada aunque con las manchas propias de la edad, en el antebrazo de él.
—No nos haga caso —dijo cabeza-dorada con una picardía que a él le pareció bastante grotesca—. Se nos está subiendo esto a la cabeza.

Mientras tanto, el camarero observaba la escena. Volvió a llenar las tres copas.

—Es que las dos vivimos solas, ¿sabe? —dijo ca-bellos-de-plata a modo de explicación general.
—Ah, pensaba que vivían juntas… no sé por qué me lo había imaginado…
—Podemos ser hermanas, pero aún no hemos llegado a tanto.
—Todavía tenemos esperanzas de conseguir algo mejor, ¿sabe? —explicó cabeza-dorada, y luego soltó un bufido a modo de risa burlona, a saber con qué intención.
—Vivo sola con mi pequeño —dijo cabellos-de-plata, que en realidad era Fanny Winterhome.
—Y yo con el mío, y las dos amamos a nuestros pequeños —añadió cabeza-dorada, Kate Bisley.

Eran viudas. Habían sido agentes teatrales durante treinta años, conocían a «todo el mundo», habían representado a un millar de buenos actores, famosos y menos famosos, y ahora iban a escribir sus memorias. Sin duda el libro se vendería bien por las anécdotas de los famosos, algunas de ellas bastante indiscretas. «Pero sin ninguna malicia, se lo prometemos», le había asegurado Fanny por teléfono. Había también la cuestión de su profundo conocimiento del teatro, pasado y presente. Sabían más que nadie, le habían asegurado.

El día anterior, al joven (bastante joven) editor le había dicho casi por casualidad un actor muy conocido, a quien habían pedido su colaboración para «promocionar» el libro, que las dos mujeres habían sido muy hermosas.

Ahora las miraba alternativamente a una y a otra.

—Kate tiene un birmano, y mi niño es un siamés —dijo Fanny. Y con los labios cubiertos de carmín lanzó dos besitos al aire, a un gatito invisible.
—Creo que es hora de pedir la comida —dijo él con firmeza.

Era evidente que a él le preocupaba lo que comía y a ellas no. Pero cuando el camarero se acercó a vaciar el final de la botella en las tres copas, el editor se oyó decir, casi hipnotizado (estaba convencido de ello): «Otra botella, supongo».

—Ah, qué bien —suspiró Fanny—. El champaña nunca hace daño.
—A estas horas tal vez sí —dijo Kate.
—Tendremos que sostenernos la una a la otra en el tren.
—Eso si no nos escolta este joven tan apuesto.
—Lo haría con mucho gusto, pero tengo una cita a la que no puedo llegar tarde por nada del mundo.
—Entonces, querido, no debemos esperar demasiado de usted —dijo Fanny acariciando el bonito pasador de plata que llevaba sobre la oreja izquierda adornada con una perla, mientras relucían los anillos. Un anillo se le quedó atrapado en el pelo. «Vaya», dijo, «tendré que perder la costumbre de emperifollarme». Se quitó un pendiente y lo dejó sobre el mantel, se quitó el otro, se despojó de un par de anillos.
—Me los había puesto para usted —dijo Kate—, pero hemos perdido la práctica, ya ve. —Se ofrecía a él con los tonos de su voz profunda, de la misma manera que Fanny lo hacía con la suya más aguda. Sus voces… Mientras sonreía y se zampaba vorazmente su entrante, gambas y otros aperitivos, trataba de adaptarse a aquellas voces.
—¿No van a preguntarme por las condiciones del contrato? —inquirió caprichosamente, pero con cierto trasfondo de rencor.
—Estoy segura de que nos lo ha arreglado a la perfección —dijo Fanny, y él sintió que la voz le tintineaba por toda la espina dorsal.
—Además, ya nos envió por escrito las condiciones, ¿no se acuerda? — dijo Kate, y su campana profunda dio el contrapunto al repique de Fanny.

Malditas sean, pensaba él.

—Además, no creo que intente estafarnos —dijo Fanny—, considerando que en nuestra época fuimos las mejores agentes en este campo.
—Es cierto —dijo él.

Las dos, después de dejar que los dientes del tenedor juguetearan con el pescado, dejaron el cubierto y cogieron la copa como una sola mujer.

—Felicidad —dijo Fanny, y dio un sorbo.
—Y más felicidad —repitió Kate como un eco.

Por encima de sus cabezas, él observaba una mesa que se veía más allá de un esbelto arco y donde estaba sentada una mujer joven. Iba de acompañante de un influyente editor de Nueva York y no le miraba aunque probablemente le había visto. Era muy atractiva, al estilo Modigliani, que todos conocemos tan bien. Tenía el cuello largo, blanco y sensual. El cabello negro brillaba como carbón limpio, y llevaba el corte que en otros tiempos se llamó a lo garçon. Tenía los ojos verdes y vestía un jersey verde hierba con un collar de cuentas de azabache. Su piel era blanca, con el brillo denso de un pétalo de camelia. Con toda seguridad él no era el único que la contemplaba, pero ella sólo tenía ojos para el hombre que tenía sentado enfrente, le atendía como… bien, como una querida dispuesta a ser complaciente. Él sabía perfectamente que jamás se le habría ocurrido hacer esta comparación de no haber estado supeditado a aquellas dos viejas…

Puesto que ella seguía sin prestarle atención, volvió a reclinarse en su asiento dispuesto a soportar que le turbaran.

Ellas se habían dado cuenta de que estaba distraído y, calladas como periquitos engreídos, bebían y meditaban, probablemente en cosas de hacía mucho tiempo, recuerdos interesantes, pues sus labios arrugados sonreían, y tenían los ojos húmedos por el champaña.

Atacó el segundo plato, mientras ellas le aguardaban pacientemente, pero con indiferencia. Habían dicho que no querían segundo plato. Cuando las insto a que cambiasen de opinión, Fanny exclamó: «¡El budín! ¡Yo me reservo para el budín! Me encantan, me encantan las cosas dulces ahora. Antes no me decían nada».

—Lo dulce atrae a lo dulce —dijo Kate, aparentemente haciendo un cumplido a Fanny, puesto que a él no se le había ocurrido decirlo. ¿O era acaso un momento que pertenecía a su pasado?

Ahora las dos estaban bastante achispadas, y Kate incluso se balanceaba un poco, y tarareaba vacilante un par de compases de… ¿qué?

Fanny ladeó la cabeza, con los labios fruncidos, y Kate dijo triunfalmente: «Te tengo dentro de mi piel».

—Qué bonita era esta canción para bailarla —dijo Fanny—. ¿Usted baila? —le preguntó acariciándole con su voz dulce.
—No, ahora no bailan —dijo Kate—. Nosotros sí que bailábamos, pero ellos no. No bailan de verdad. No hacen más que dar saltos.
—No —confesó él, dándose ánimos con el champaña—. La verdad es que a mí…

La segunda botella estaba prácticamente terminada. No, ni hablar, no iba a hacerlo, no pensaba pedir una tercera botella.

Había terminado su plato, y no lo había disfrutado en absoluto.

Hizo un gesto (desesperado, era consciente de ello) al camarero, que sin duda sabía perfectamente cómo tratar a aquellos monstres sacrées. Se acercó con garbo, sonriente, dedicando su atención a las dos con miradas amables y empezó una detallada explicación de los postres. Igual hubiera podido estar describiendo joyas, o tal vez orquídeas. Todo lo que decía estaba lleno de alabanzas y de respeto por la comida, y por supuesto, por ellos. Tal vez tenía una abuelita que era su debilidad. No cabía duda de que los tres estaban flirteando. Era una representación llena de encanto, estaba dispuesto a reconocerlo. Cuando finalmente hubieron decidido que iban a tomar un dulce hecho a base de chocolate y crème fraîche, el camarero señaló que no estaba bien dejar todas aquellas joyas tan bonitas allí encima del mantel (a esas alturas las dos mujeres ya tenían un montoncito de alhajas a cada lado). Él sonrió, ellas sonrieron, y las dos arrastraron sus objetos de valor hasta el borde del mantel y los dejaron caer dentro del bolso.

—¿Quién les asegura que yo mismo no me las voy a llevar? —comentó el camarero riendo mientras se alejaba en busca de los postres.
—¡Menuda tontería! —suspiró Kate.
—Es un bombón —dijo Fanny—. Estoy segura de que ahora hay más hombres guapos que antes.
—Figuraciones tuyas —replicó Kate.

Parecían haberle olvidado, o tal vez le habían dejado por imposible, pues meditaban con la mirada totalmente apartada de él.

Comieron el dulce saboreando y paladeando prolongada y entusiásticamente; pero no, aquella representación no estaba destinada a él, el anfitrión, que hacía un esfuerzo para verlas tal como las veía el camarero, unas mujeres encantadoras, ya que en cuanto tenía un momento se quedaba de pie a su lado y las observaba sonriente.

La semana anterior, cierto empresario había comentado que aquellas dos mujeres habían sido las más apetitosas de Londres.

Apetitosas. Apetito. Apetitos. Las más apetitosas.

Del champaña no quedaba casi nada.

No, nadie tomaba café actualmente y una copa de brandy sería la gota que colmaría el vaso. Ya estaban lo bastante alegres como para ir tambaleándose al tren.

Explicó al camarero que regresaría en seguida para pagar la cuenta y las acompañó a la salida, una de cada brazo. Aquel contacto le turbó, pero no se detuvo a analizar la razón. El camarero sostenía abierta la puerta. «Au revoir, au revoir», dijo. «Espero verlas otra vez por aquí, señoras, hasta la vista, señoras.»

Y antes de volver a sus obligaciones, se quedó un momento contemplándolos y se encogió de hombros con un gesto casi imperceptible, pesaroso, filosófico y graciosamente tierno.

Pasó un taxi casi en seguida. Él las ayudó a entrar, pues a las dos se las veía un poco inseguras, aunque dueñas de sus movimientos. Cuando se inclinó para dedicarles una sonrisa de despedida, se le ocurrió que en aquel momento debían de estar diciéndose a sí mismas (y la una a la otra en cuanto él se diera la vuelta): «Bien, ya hemos acabado de una vez con este asunto». Había finalizado la representación. En el mismo momento en que dejaron de agitar la mano a modo de saludo (gesto que a él le pareció, como mínimo, rutinario), se arrellanaron en el asiento y le olvidaron.

Regresó al restaurante. Ahora la chica Modigliani estaba sola. Se sentó a su mesa al mismo tiempo que lo hacía otro colega. Los tres trabajaban en distintas secciones de la misma compañía publicitaria.

—¡Dios mío! —dijo ella—. Lo que hay que hacer para cumplir con el deber. —Dirigió una sonrisa de compañerismo primero a uno y luego al otro, pero aguantándoles la mirada. Tenía una copa de Armagnac delante. También estaba un poquito alegre—. Eso de beber a la hora del almuerzo… —se quejó.

En la mesa contigua había una mujer a la que todos conocían, una agente americana que visitaba Londres. Les saludó y ellos le devolvieron el saludo. Empezó a hablar de su viaje y a preguntar por los jóvenes escritores. Tenía una voz sonora que reclamaba atención, como la de muchas mujeres profesionales americanas, insistente, sin ceder ni una pulgada, cada sílaba una exigencia.

La chica Modigliani le respondió, y su tono de voz seguía un modelo local igual que la voz de la americana. En algún lugar de Inglaterra, en una escuela para muchachas, en algún momento, probablemente en los años sesenta o a principios de los setenta, tuvo que haber una directora, o tal vez una alumna influyente, con una personalidad extrema, o elegante, o rica, o bonita, o por lo menos con alguna cualidad que le permitió imponer su estilo sobre todas las demás, hacerse digna de ser envidiada, imitada… por toda una clase, luego por toda la escuela, más tarde por muchas otras escuelas. Porque en todas partes, y con mucha frecuencia, se oye aquella voz entre las mujeres profesionales formadas en aquella época. Es una voz aguda, ligeramente jadeante, que sale de una parte muy concreta de las mujeres que la usan, no más de doce centímetros cuadrados de tórax, y que con toda seguridad no es una cavidad torácica o de resonancia en la cabeza. «Ay, pobre de mí», balbucean sus súplicas al mundo hostil; estas mujeres jóvenes y fuertes, a menudo insensibles, que se aprovechan de todas las ventajas que puedan tener. A veces, en un restaurante, su voz se oye desde más de una mesa; o desde varios lugares de una sala en una reunión de junta o en una conferencia. Y allí estaban las dos enfrascadas en una conversación profesional y competente, la americana fuerte y masculina y la inglesa guapa, o mona, o atractiva, o cara de muñeca, cada una ejemplar característico de su clase, una insistiendo machaconamente, la otra parloteando, sonriendo, volviendo su hermoso cuello largo y blanco, curvado y tenso, mientras el negro cabello sedoso le rozaba las mejillas.

Los dos hombres miraban y escuchaban.

Entonces su chica, su colega, volvió a centrar su atención en ellos. «Esta tarde voy a hacer novillos. No pienso volver al despacho», dijo casi en un susurro mientras abría sus grandes ojos verdes como una niña en la oscuridad. «Quiero volver a casa a dar de comer a mi niño. Tengo un nuevo amigo, un chow-chow cachorro. Es un encanto…»

El camarero entregó la cuenta al anfitrión de las dos ancianas: él la repasó y firmó.

Luego entregó la cuenta a aquella belleza: firmó después de echar una ojeada rápida y fría, a miles de kilómetros de su estilo de susurrar confidencias pero que recordó a sus colegas la firmeza con la que actuaba en el trabajo. Mientras tanto balbuceaba: «Me ha cambiado la vida. Cuando Bill y yo nos separamos…». Bill era el marido de quien se acababa de divorciar… «Creí que todo se había acabado para siempre, ¿comprendéis? Pensé que aquello era el fin, pero ahora que tengo a mi niño, vuelvo a estar completamente enamorada. Duerme en mi cama. Yo intento que no suba, le he puesto una camita muy pequeña en el suelo… es del tamaño de un oso de peluche, ¿sabéis?… pero no le gusta…» Les dirigió una sonrisa que les partió el corazón.

Los tres tenían que estar de vuelta en el despacho, tendrían que haberse ido hacía media hora, por lo menos deberían marcharse en seguida, pero ella los retenía allí: «Lo llevo a pasear. Cada mañana llevo a mi niño a pasear por el parque antes de venir a trabajar, sí, es como una disciplina, como si tuviera un bebé de verdad, y cuando volvemos a casa le dejo cosas para que juegue mientras yo no estoy. Le encanta jugar con las hojas tiernas y con las ramitas. Está tan mono correteando por la hierba… parece un cachorro de león…».

Ellos seguían ahí sentados, y no iban a moverse hasta que ella terminara, se levantara para irse y les abandonara.

Pero si ellos no podían levantarse y dejarla, a ella se la veía incapaz de dejar de hechizarlos.

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