Doris Lessing

IBA yo conduciendo por una de las calles de Hampstead que, como todos sabemos, no fueron diseñadas para los coches y que no hace mucho tiempo eran caminos por los que transitaban caballos y peatones. De pronto se produjo un atasco. Nada extraño. Me detuve. No me quedaba más remedio. Delante de mí tenía un Golf, y delante del Golf, un Escort azul había quedado bloqueado de frente por una furgoneta roja. Sólo que la furgoneta roja retrocediese un par de metros, el Escort podría pasar. Pero la furgoneta roja no pensaba moverse, aunque ello significara que para permitirle el paso, la conductora del Escort (sí, sí, era una mujer) tenía que dar marcha atrás rozando un coche aparcado y luego girar bruscamente para entrar en un espacio exageradamente pequeño desde el que de todas maneras sobresaldría demasiado. Si el Escort hacía esta maniobra, la furgoneta roja podría pasar, pero muy justo. Lo más lógico era que retrocediese la furgoneta.
Estaba claro que se trataba de una cuestión de principios. Con los principios nos habíamos topado. La furgoneta roja se enfrentaba a una conductora que no pensaba ceder. El Escort se enfrentaba a un fanfarrón que no se atenía a razones. La conductora, malditas las ganas que tenía de llevar a cabo aquella maniobra absurda de dar marcha atrás y girar casi en ángulo recto para meterse en un espacio ridículo donde ni siquiera entraba el Escort, mientras que para la furgoneta retroceder era cuestión de pocos segundos.
Al otro lado de la furgoneta roja se había formado una fila de coches que se extendía hasta lo alto de la colina.
Empezaron a sonar bocinas. El Golf que estaba delante de mí también la tocó, para hacerles compañía. Luego el hombre del Golf se apeó, se dirigió hacia el Escort, se detuvo junto a la ventanilla y habló con la mujer. Después fue hacia la ventanilla de la furgoneta roja.
Se dio la vuelta y regresó lentamente. Había decidido encontrar interesante la situación. Tenía una expresión filosófica, resignada y divertida. Balanceaba las manos, con las palmas hacia abajo, a ambos lados de los muslos mientras decía: «¡Estamos metidos en un buen lío! Pero habrá que tomarlo con calma». Se encogió de hombros y se metió en el coche. Luego sacó la cabeza y me hizo señas para que retrocediera. Exactamente detrás de mí, a la izquierda, salía una calle que subía por la colina, pero una muchacha bloqueaba el paso con su Toyota. Tenía problemas con un camión que estaba detrás de ella. El camionero gritaba que toda la culpa la tenía la conductora de delante, pero la chica del Toyota no estaba dispuesta a aceptarlo. No decía nada, pero sonreía con una ligera mueca de disgusto. El camionero se bajó del camión, agitó el puño en dirección al Toyota y luego, por si fuera poco, hacia mí; después, con grandes zancadas enérgicas, pasó por nuestro lado y después por el del Golf, y llegó junto a los dos vehículos que se encontraban frente a frente. Desde la cabina del camión no se había dado cuenta de que el conductor de la furgoneta roja, un hombre, era más culpable de la situación que el Escort. Para quedar bien, chilló un poco contra la mujer del Escort, que fumaba ahora con tanta furia que daba la impresión de que ardía el asiento. No se molestó en hablar con el conductor de la furgoneta, porque evidentemente había comprendido que no serviría para nada. Volvió al camión sin mirar al hombre del Golf, quien, ahora se daba cuenta, no sería un aliado sino que probablemente le consideraba culpable. Pasó por mi lado, luego por el de la muchacha del Toyota. Trepó a la cabina y empezó a mirar cómo podía dar marcha atrás para que el Toyota pudiera salir por la izquierda. Pero detrás de él había ahora varios coches. Les gritó que retrocediesen, y aunque no podíamos verles, era evidente que también estaban furiosos porque tocaban la bocina sin cesar. Finalmente consiguió recular un poco. La muchacha del Toyota empezó a hacer complicadas maniobras hacia adelante y hacia atrás para lograr salir por la calle de la izquierda. Cuando finalmente lo consiguió, me dispuse a retroceder, pero el camión ya había avanzado, lo que hizo que el Golf de delante se pusiera a dar bocinazos frenéticos. Gritó al camión que saliera por la izquierda, pero el conductor no tenía la menor intención de abandonar el lugar, pues uno de los dos que se disputaban la razón acabaría por ceder y pensaba esperar hasta que él, o ella, lo hicieran. Ahora el hombre intentaba recular otra vez para dejarme salir a mí y al Golf, pero mientras tanto otros coches vociferantes se habían pegado a él. Le llevó un buen rato ir reculando despacio hasta dejarme espacio suficiente para salir por la calle lateral. El conductor del Golf empezó a dar marcha atrás tan pronto como dejé el espacio libre, con lo cual resultó que estaba retrocediendo lentamente en dirección al camión que avanzaba despacio. Cuando me alejé, los dos se estaban insultando.
Fui calle arriba. Si uno quiere, puede girar y volver a entrar en la calle que yo acababa de desembrollar. ¿Por qué decidí hacerlo? El espíritu de la terquedad también se había apoderado de mí. Además, no veía por qué debía desviarme ochocientos metros de mi camino. En resumen, no, no hay excusa posible. Me incorporé a la calle unos veinte metros más allá de donde la furgoneta roja se enfrentaba obstinadamente al Escort. Ahora podía ver, más o menos, el perfil del conductor de la furgoneta roja. Era mayor, obeso, y sus mejillas parecían lavadas con agua de hervir remolacha. Un candidato al ataque de apoplejía. De la ventanilla del Escort salía una humareda. Sólo le veía la cara, la fisonomía dura de una mujer que está dispuesta a dejarse matar para defender sus derechos y el sentido común.
Tras la furgoneta roja, la larga hilera de coches bloqueados intentaba disolverse retrocediendo marcha atrás hacia lo alto de la colina para girar después a la derecha y coger una calle paralela a la que yo acababa de dejar. Esto significaba que yo y los coches que tenía a mis espaldas, incluido el Golf, debíamos esperar a que todos aquellos coches retrocedieran e hiciesen la maniobra. Constantemente se iban añadiendo coches a la cola, tocaban la bocina y los conductores se gritaban unos a otros, pues no habían comprendido la gravedad de la situación entre la furgoneta roja y el Escort. El hombre del Golf, el que antes había balanceado las manos en un gesto de tolerancia hastiada de este mundo, ahora no entendía qué era lo que me retenía allí. Se asomó a la ventanilla y me chilló, y yo me asomé y le grité que había unos quince coches delante que intentaban salir de ahí. Finalmente se desmoronó. «¡Dios mío, es increíble!», aulló mientras empezaba a hacer gestos a los coches que tenía detrás para indicarles que iba a retroceder. El espacio era más bien insuficiente y tuvo que meterse en el camino privado de una casa, cuyo propietario salió a protestar que aquello no era una carretera pública. Una conductora de entre los coches que maniobraban detrás de la camioneta roja los hizo detener a todos, se apeó del coche y fue hasta la furgoneta y el Escort, examinó la escena y luego increpó al conductor de cara rubicunda y a la mujer envuelta en humo: «Supongo que ustedes dos sacarán algo de todo esto».
Y regresó a su coche.
Finalmente conseguí acelerar lo suficiente para meterme en un hueco en la fila que subía la colina, justo antes de que otro coche girase delante de mí. Una vez arriba, reduje la marcha para echar un vistazo a la escena: allí estaba la furgoneta roja, allí estaba el Escort, y ninguno de los dos había cedido ni un centímetro.

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