Luis Romero

ENTRE unas cosas y otras ha perdido toda la tarde y ahora la taberna está casi llena porque es sábado. Su hijo y Paco atienden al público; él va a cambiarse de ropa y a descansar un rato. Está fatigado y de mal humor. Le duele el estómago, pero sobre todo se encuentra deprimido, triste.
Su hijo entra a preguntarle si se sabe algo, si le han dicho algo en la policía, si se ha logrado ya detener al atracador.
—No, hay pocas novedades. Ninguna que valga la pena. Anda, sal; no desatiendas al público. Yo descansaré un momento. No me encuentro bien después de tanto ajetreo.
El muchacho vuelve al mostrador y él se sienta y se apoya en la mesa. Luego se levanta, y de una caja de madera que hay sobre el aparador saca un caliqueño y lo enciende. El médico se lo tiene prohibido, pero ahora está nervioso y desea fumar. Se vuelve a sentar; los zapatos nuevos le aprietan y la corbata le molesta. Se desabrocha el cuello. El tabaco ya no le sabe como antes, y la boca se le pone pastosa y amarga. Pero le entretiene fumar y sigue fumando aunque nota que el humo le marea un poco.
Cuando terminó con la policía (le hicieron esperar más de un cuarto de hora, y él, al sentarse ante la mesa del Comisario, miró insistentemente su reloj de pulsera; el otro simuló no darse cuenta), ha ido al hospital. Le ha costado bastante trabajo hallar al herido, pero como en la entrada había averiguado el nombre, ha dicho que era pariente suyo para evitar que le pusiesen dificultades.
En el instante en que ha llegado, le estaban extrayendo uno de los proyectiles. Parece que la cosa no es tan grave como se temía; el otro proyectil salió sin herir más que los músculos. La intervención ha sido breve, y aunque el cirujano no se ha mostrado muy explícito, ha dicho que todo ha ido bien y que no existe ningún peligro. Mañana volverá para saludar al muchacho y para ofrecerse por si necesita algo.
Si no fuese porque está seguro de que va a perjudicarle, bebería una copa de coñac. Hace más de tres años que no bebe, que ni siquiera le apetece la bebida; pero una copa, hoy, tal vez le levantara el ánimo. Está deprimido, porque hay algo en cuanto ha ocurrido que le disgusta. Incluso, a medida que la tarde avanza, empieza a preocuparse por la suerte del atracador, a quien, unas horas antes, estaba tan dispuesto a atacar que, de haber tenido un arma de fuego, no hubiera dudado un instante en dispararle.
Al salir los guardias del despacho del Comisario, se han detenido a hablar con él hasta que le han hecho pasar. Y cuando uno de ellos ha dicho: «No se escapará, y como le pesquen vivo, le darán garrote», ha notado un choque en el estómago. Recuerda cuando en la cárcel llamaban a los condenados a muerte; recuerda el espanto en los ojos —espanto que casi siempre luchaban por ocultar— de los condenados a muerte. Y entonces era distinto; eran muchos los que morían y además lo hacían por un ideal. Pero morir solo, odiado por todos, sin que nadie se compadezca de la suerte de quien va a pagar a la Justicia, debe ser espantoso. No deberían ocurrir esas cosas. Nadie debería morir así. Nadie debería hacerse reo de morir de semejante manera.
Se sirve una copa de coñac, pero el líquido le quema la garganta y le revuelve el estómago; es igual, no le importa lo que pueda sucederle. La vida es una cosa triste, y si no fuera porque el hijo no está aún suficientemente encaminado y le necesita, nada le importaría terminar ya de una vez.
A la puerta del quirófano había una muchacha. Primero ha dicho que era la novia del herido, pero como él se ha presentado como pariente, se ha puesto muy encarnada y ha balbuceado excusas. Estaba tan turbada que no sabía qué decirle; por el momento él no ha confesado que, por su parte, no conocía apenas al herido. Pero la chica ha admitido que no es su novia y que si lo decía así en el hospital, era para que la dejaran estar allí; no es más que una compañera de oficina. Trabajaban juntos hace varios años.
Le ha sido muy simpática aquella joven que estaba como acobardada, y tan nerviosa y preocupada por el herido, que le ha hecho suponer que podría estar verdaderamente enamorada de él. Han estado charlando en un rincón todo el tiempo que ha durado la intervención; al salir el médico, la ansiedad de la muchacha era tan grande, que nadie podía dudar de que se tratara de su novia.
Todavía queda gente buena en el mundo; aún quedan muchachas que son capaces de pasarse la tarde de un sábado a la puerta de un quirófano, porque están extrayendo una bala a un compañero de trabajo, herido en un atraco. A los diez minutos de charlar, se sentían tan amigos como si hiciera tiempo que se conocieran, y el mismo herido, a través de las cosas que le explicaba la chica, también se iba convirtiendo para él en un ser familiar. Se ve que se trata de una buena persona y muy cumplidor, aunque no ocupe el puesto que merece.
Y lo más triste es que el dueño de la fábrica —el dueño del dinero que han salvado entre el empleado, su hijo y él— ni siquiera ha ido a visitarle, y sólo en el primer momento ha mandado al gerente, como si una obligación de tal naturaleza pudiera delegarse en cualquiera. Y eso a pesar de que el muchacho hace años que trabaja en la fábrica y de que sus padres viven en un pueblo alejado.
Después de hablar con el médico, han salido la chica y él, y han ido a la estafeta de Telégrafos a poner un telegrama a los padres diciéndoles que vinieran, que su hijo había sufrido un accidente, sin detallar qué clase de accidente para no alarmarles, pero añadiendo que no era grave. La muchacha todavía ha vuelto al hospital y él la ha acompañado en taxi. Luego, solo ya, ha regresado a pie, pues los taxis son caros y además ha pensado que así se le despejaría un poco la cabeza y se le calmarían los nervios.
Parece que el coñac le ha reanimado; se sirve otra copa. No le importa que mañana le duela el estómago, ni esta ligera náusea que el tabaco le está provocando. Necesita distraerse. Se quita los zapatos nuevos y la corbata. Se calza las zapatillas oscuras con las que está tan cómodo y se pone la chaqueta vieja que utiliza para servir en el mostrador. La taberna está llena de gente y de humo. Lo ve todo a través del cristal de la puerta que separa el establecimiento de la vivienda. Las voces llegan apagadas; deben estar comentando el atraco. Desfigurarán los hechos y cada cual juzgará lo acaecido con arreglo a su criterio personal.
Entre los clientes de la taberna hay algunos extremistas. No son buena gente y siempre lo están atacando. Antes discutía con ellos; ahora ya está cansado de discutir. Ésos defenderán, con más o menos disimulo, al atracador. Son así. Como si un atracador hiciera algo positivo en favor de la sociedad o de la clase obrera. Como si los atracadores no hubiesen ya demostrado de qué eran capaces cuando se hacían amos de la situación. Como si en el fondo no fuesen unos criminales a los cuales hay que tener sujetos.
No tiene ganas de salir a despachar al mostrador. Le preguntarán insidiosamente, otra vez, si les han ofrecido alguna recompensa, si por lo menos les han dado las gracias por haber salvado el dinero, la cartera con el dinero. Y él no podrá contestar nada, y le tomarán el pelo, y tampoco puede defender al dueño de la fábrica, porque, en todos los aspectos, es indefendible.
Otra vez busca refugio en el recuerdo de la muchacha. Era guapa, atractiva, iba bien vestida. Y recuerda la ansiedad de su mirada cuando el médico salió del quirófano, y la manera en que se le ha confiado explicándole cosas íntimas, como si fuesen viejos amigos. Y recuerda también a José Mateo, tan valiente, tan resuelto, arriesgando su vida por cumplir un deber, sin importarle que le estuviesen encañonando con una pistola.
Pensando en ellos siente que se reconcilia con los hombres y que le invade una ternura confortante. Siempre existirá gente por la que merezca la pena luchar, gente a la que habrá que defender pase lo que pase; no pueden acabarse en el mundo los hombres y las mujeres que sean como Dios manda. Y él seguirá haciendo lo que la conciencia le dicte en cada instante. Toda la vida actuó de acuerdo con su conciencia, y aunque después las cosas no hayan salido como él quiso, nunca se arrepintió de lo hecho.
Mañana, cuando esté más sereno, escribirá una carta a ese señor dueño de la fábrica, que es incapaz de visitar a su empleado gravemente herido por salvarle el dinero. Le dirá lo que piensa de él y de todos los que son como él, esos que pasan en automóvil, levantando polvo por estas calles. Y mañana, también irá al hospital a visitar a ese muchacho, y llevará unas flores a la joven que, seguramente, estará a la cabecera del herido.
Se levanta y sale a la taberna. Es sábado y está llena de parroquianos; su deber, su pequeño deber, le guste o no, es atender ahora al mostrador.
DESPUÉS de haber hablado con el médico, se ha quedado más tranquila. «No tema usted, ha desaparecido todo el peligro inmediato. Mañana estará ya mucho mejor. Era menos grave de lo que parecía.» Está muy cansada; lleva varias horas con todos los nervios tensos y ha permanecido en pie la mayor parte del tiempo. Y muy violenta; intentando enterarse de algo, impacientándose porque el médico no venía, temiendo que no la dejasen estar en cualquier lugar donde procuraba pasar inadvertida o que le exigieran demostrar su identidad, viendo entrar a los de la Policía y el Juzgado, pensando que José estaba poco menos que agonizando. Cuando se ha quedado sola con él, en la habitación, también estaba dominada por el miedo. José no ha dado muestras de conocerla, aunque ella le acariciaba tiernamente la frente.
El tranvía va lleno de gentes que regresan a sus casas; su madre debe estar inquieta, a pesar de que ya la advirtió que llegaría tarde y que no se alarmara por eso. Mañana volverá al hospital. Seguramente José podrá ya hablar; el médico ha dicho bien claro que mañana estaría mucho mejor. Ella se arreglará para que la dejen entrar en la habitación. Dirá otra vez que es su novia, o su mujer, o lo que haga falta; pero se sentará junto a él y de allí no le arrancará nadie.
Era simpático el señor que vino a media tarde. Gracias a él pasó más distraído el tiempo de la operación, y su charla sirvió para calmarle mucho los nervios. ¡Qué vergüenza pasó cuando tuvo que decirle que en realidad no era la novia de Mateo! Pero luego, el hombre aquel, que era muy campechano y franco, también confesó que no era pariente de José y que ni siquiera le conocía antes. Y salvo el gerente, que vino a primera hora, nadie se ha acercado por el hospital, ni el dueño siquiera, y eso que Mateo lleva tantos años en la casa. Tampoco el contable; claro que el contable no le tiene simpatía.
La monja ha dicho que el herido estaba tranquilo, y por eso se marcha a su casa. Mañana tal vez vengan los padres. A ella no se le había ocurrido avisarles debido a que no les conoce; pero aquel hombre pensó en seguida en ello y redactó un telegrama muy bien redactado. No sabían con qué nombre firmarlo, y después de dudar un momento, lo han hecho con el nombre del dueño. No se lo merece el muy cochino, pero es el único nombre que deben conocer los padres. El hombre ése tan simpático tenía razón cuando despotricaba contra el dueño y lamentaba tener que firmar el telegrama en su nombre, y que así, sin merecerlo, quedara bien ante los padres. Pero si mañana, al llegar al hospital, ella se entera de que no ha sido capaz el muy desagradecido de visitar a José, le va a telefonear a su casa y a ponerle verde. Y si la despiden, es igual. Aunque no; si la despiden dirá que no se quiere ir y, en todo caso, reclamará ante la Magistratura del Trabajo; así, si intentan llevar la cosa adelante, ella no negará que insultó a su patrono, pero él pasará por la vergüenza de que se expliquen ante todo el mundo los motivos por los que lo hizo. No, no se irá del despacho, y ahora menos que nunca, porque en cuanto Mateo esté curado y puedan hablar como antes, ese despacho, aunque le paguen poco y el dueño le tenga rabia, será el sitio del mundo donde se encontrará más a gusto.
En el asiento de delante va un hombre leyendo el diario de la noche. Ella adelanta la cabeza y procura recorrer la página para ver si encuentra alguna referencia al suceso. El hombre hace rato que tiene el diario abierto en las páginas de política internacional. De buena gana le rogaría que le prestara ese periódico, pero los hombres aprovechan cualquier circunstancia para galantear y ponerse pesados en cuanto una mujer les pide un favor por pequeño que sea. Al bajar del tranvía, lo primero que hará, aunque retrase un poco más su llegada a casa, es comprar el diario, pues algo tiene que decir del hecho.
Mañana, para ir al hospital, se pondrá el traje de chaqueta oscuro que se hizo el invierno pasado y que le sienta muy bien. José nunca se lo ha visto, porque no lo ha llevado a la oficina, y un día en que se cruzaron por el paseo de Gracia, un domingo por la mañana, él ni la vio siquiera; iba distraído mirando a una chica vestida en forma muy descarada. José debe ir mirando siempre a todas las chicas, y a ella misma le molestaba cuando se fijaba demasiado en sus piernas. Pero todo eso ocurre porque es soltero, y los hombres, cuando llegan a cierta edad, tienen que casarse. Claro que tal como están las cosas hoy en día, con los sueldos tan bajos, no les es fácil hacerlo; pero todo puede arreglarse; una mujer, aunque se case, puede seguir trabajando por lo menos hasta que tenga un hijo. Y luego viene el Montepío y los puntos, y con buena voluntad, todo se arregla, porque morirse de hambre, nadie se muere, y Dios ofrece las soluciones más imprevistas cuando la necesidad aprieta.
«Atraco a un cobrador que es herido gravemente.» Adelanta un poco más la cabeza y sigue leyendo aunque las letras del texto son más pequeñas y le cuesta más trabajo: «Esta mañana, hacia las once, cuando el cobrador don José Mateo Mora salía del banco llevando en la cartera la suma de ciento veinticinco mil pesetas, importe de los sueldos y jornales de la industria para la cual trabaja, fue encañonado por un sujeto armado de una pistola, que le conminó a entregar el dinero. Gracias a la heroica actitud del aludido cobrador…»
El hombre ha vuelto la página del diario y ahora está leyendo las noticias deportivas. Se siente decepcionada y de nuevo está a punto de rogarle que le preste el periódico un minuto, pues se halla impaciente por leer lo que dice, ya que el hecho de aparecer el suceso en letra impresa le confiere una especial categoría, y, sobre todo, supone que en la gacetilla debe alabarse la conducta de José Mateo, que bien se lo ha merecido. Pero ya falta poco para llegar a la parada en la cual debe apearse, y en seguida irá a comprar el periódico; así recortará la noticia y la guardará como recuerdo.
A ver si esta noche puede descansar a pesar de que se encuentra tan nerviosa que duda que le sea posible dormir. Si no descansa, mañana tendrá mala cara aunque se arregle mucho.
Tiene que pensar de qué manera va a presentarse a los padres de José, aunque si, como el médico ha pronosticado, mañana está mejor, él mismo la presentará. Y aunque les diga simplemente que son compañeros de trabajo, ellos ya se darán cuenta de que está muy interesada por su hijo; y eso, los padres, siempre lo agradecen.
Ha llegado a la parada. Se levanta. Los que van de pie la miran fijamente cuando pasa junto a ellos; alguno se arrima más de lo justo, pero ella no hace caso; tiene prisa por bajar, por comprar el periódico, por llegar a su casa y comentar con su madre los hechos de este día tan agitado. Por otra parte no sabe bien lo que puede contar a su madre; ella misma no sabe bien lo que le está pasando.
Camina de prisa, impelida por la ilusión de adquirir el diario. Necesita leer el nombre de José Mateo en letras impresas; ese nombre que tantas veces ha leído en nóminas y estadillos. Ahora la emociona que aparezca en el periódico, y que toda la ciudad se entere de aquello de «… la heroica actitud…»
—Se han terminado los periódicos de la noche…
—Pero… ¿no le queda siquiera un ejemplar? Publican una noticia que me interesa muchísimo…
—No, señorita. No me queda ninguno. Como mañana hay partido, la gente compra más.
Se dirige a su casa con prisa. Como el vecino que habita el piso contiguo al suyo es tan aficionado al fútbol, seguramente tendrá el periódico. Dirá a su madre que entre a pedírselo y que le ruegue que les permita recortar la noticia.
EL taxímetro marca treinta y cinco pesetas, y en el bolsillo no le quedan más que cincuenta. Dice al chófer que se dirija hacia el cine Triunfo, cerca del Salón de San Juan. Desde allí irá a pie en busca de la única persona de quien puede ya esperar ayuda: su padre. Aunque la casa la tuviesen vigilada, es imposible que, en tan poco tiempo, hayan podido averiguar que acostumbra a frecuentar esa taberna. Irá a través de los barrios viejos, de las calles angostas y mal iluminadas. Son barrios que conoce muy bien, los barrios de su infancia, donde, en última instancia, tiene recursos y conoce recodos y escondrijos de cuando jugaba con los otros chiquillos.
En el taxi ha descansado un poco mientras le hacía dar algunas vueltas por la ciudad. Después de satisfacer el importe del recorrido, le quedan solamente siete pesetas.
Marcha como un alucinado por las oscuras callejuelas. Siente como si alguien le empujara por la espalda con intención de derribarle; más que nunca, parece un beodo. Pero el cuerpo está casi insensible y sólo algunas veces nota un latigazo de dolor que desde el centro del tórax le recorre todo el organismo y le nubla la vista. Se ha metido la mano izquierda en el bolsillo con la ayuda de la derecha. Le iba colgando inerte y así la lleva recogida.
Buscará a su padre; su padre y él se tratan poco, pero es necesario que le busque, aunque tenga escasa confianza en su capacidad para resolver nada. Se hallaba preso entonces, cuando él iba con su madre a llevarle comida y ropa limpia, y la lluvia les mojaba mientras los guardias estaban resguardados por el capote.
Su madre fue muy desgraciada y, casi siempre, por culpa de su padre. Él mismo tampoco fue cariñoso con su madre —la pobre— y no contribuyó a hacerla un poco más feliz cuando, por causa de los sufrimientos, iba envejeciendo un mes cada día. Sólo alguna vez que la vio muy apurada, le dio algún dinero, porque fue entonces cuando él lo ganaba fácilmente en aquellos golpes en que la suerte le fue más propicia de lo que le ha sido esta mañana.
La vista se le está nublando y los dedos parecen de madera. Tiene que apoyarse en las paredes para poder andar. Menos mal que por estas calles apenas circula gente y él va evitando las más concurridas, que conoce muy bien, aunque tiene la cabeza como si estuviese llena de algodón o de moscas, y apenas se acuerda de nada. Le guía el instinto.
Si su madre viviese todavía, encontraría sitio donde esconderle, un lugar donde nadie le hallara; está seguro de que ni siquiera le preguntaría lo que había sucedido, ni si la culpa era de él o de los otros. Su madre le curaría la herida, porque para ella no había nada imposible; y si estuviese en la cárcel, le llevaría la comida, porque su madre tenía una gran capacidad para soportar el sufrimiento y el dolor; claro que por eso se ha muerto siendo todavía joven, a la misma edad que tiene la mujer de su patrono, que va pintada y todo y parece una tía de ésas. Carmela sería capaz igualmente de ayudarle, pues Carmela también es buena, como su madre; lo que le ocurrió fue una desgracia, pero no puede decirse que ella tuviese la culpa, aunque estaba seguro que su madre se hubiese arreglado de cualquier manera, pero no hubiera cometido ninguna porquería.
Ya está cerca de la taberna. Ahora tiene que disimular, rehacerse un poco; o puede que sea mejor fingirse borracho. Decididamente hará como si estuviera borracho, y a nadie le extrañará porque algunas veces, no muchas, se había emborrachado con los compañeros; y aunque él no frecuentaba la taberna donde va su padre todas las tardes, en el barrio le conocen bien.
Procura respirar a fondo, pero continúa jadeando, porque se está ahogando casi. Sin embargo, penetra resueltamente en la taberna y se apoya en el mostrador, de tal forma, que la espalda queda protegida por una columna; él sabe bien que es en la espalda donde lleva las mayores manchas de sangre, y supone que también el orificio que le haya hecho la bala.
No ve a su padre; está mareado y apenas distingue a nadie. Alguien le ha saludado, pero desde aquí no se entera de quién puede ser. Por fin se dirige al dueño, que le mira un tanto extrañado.
—¿No ha venido mi padre esta tarde?
—Sí ha venido, pero hace un rato se presentó a buscarle una chica y se largó con ella.
—¿Una chica? ¿Mi padre?
—Sí, una joven y de buen aspecto. Nos ha extrañado ver al viejo hecho un don Juan. Se fueron juntitos por ahí.
—Ah…
—Y a ti, ¿qué te pasa? ¿Estás enfermo?
—Nada… Bebí con los amigos y me pegué con uno de ellos… Dame un vaso de blanco.
Su padre no está aquí; y era su última esperanza. Fue necio confiando en cualquier auxilio que pudiese venir de su padre; su padre no sirve más que para perder el tiempo, y ahora debe de estarse gastando el dinero del semanal con alguna zorra. No le da vergüenza ensuciar la memoria de su madre y dejar de ayudar a su hijo que una vez en la vida, una sola vez en la vida, le necesita porque está acorralado como un perro rabioso y herido, porque se está muriendo por las calles, y no tiene a nadie que le apoye, ni siquiera su propio padre.
Bebe ávidamente el vaso de vino, pero no nota el líquido pasar por la garganta.
—Ya te pagaré mañana…
—¿Le doy algún recado a tu padre?
—No hace falta, ya no hace falta…
Nota que le miran extrañados y sale dando traspiés. En la calle está a punto de caer. Ahora sí que no sabe dónde ir; pero mientras tenga la mano derecha útil y la pistola en el bolsillo, no ha de dejarse atrapar porque no quiere que le den garrote vil, o que le coloquen maniatado, frente a un pelotón de fusilamiento. Si no fuera porque está mal herido no tendría miedo de nadie, ni necesitaría ayuda de nadie; él mismo hallaría una solución y escaparía, así le persiguieran todos los policías del mundo.
Va dando tumbos por un callejón; una mujer que se cruza con él se aparta creyéndole borracho. Un poco más allá las fuerzas le abandonan y cae al suelo.
Si viniera alguien a ayudarle se levantaría; él no quiere morir aquí en el arroyo, como una bestia. Quiere salvarse, aunque las fuerzas le están abandonando igual que le han abandonado todos. Pero ya sabe lo que hará; aunque le detengan, va a ir a buscar a Carmela. Si su madre no estuviese muerta y enterrada hace tanto tiempo buscaría a su madre.
Apoyándose en la pared, se levanta; de la boca le salen grumos sanguinolentos. Casi no ve. Siente frío, una sensación interna de frío que le acongoja y le acobarda.
Toma por otra calle y enfila en dirección a su casa, a su casa, de donde salió esta mañana, y en la cual cree que Carmela le estará esperando; si la casa está rodeada de policías, Carmela sabrá cómo defenderle y lo hará. Desde que ocurrió el hecho se está equivocando. En cuanto se sintió herido, debió de haber ido en busca de Carmela, pues a aquella hora nadie podía saber que el atracador fuese él, ya que nadie le conocía. Los guardias no hicieron otra cosa que disparar contra él, y aquel otro, que no sabe quién es, le arrojó unas piedras; si él puede, ya les dará su merecido algún día. En cuanto llegue a casa de Carmela, a su casa, ya estará todo resuelto. Allí tiene una cama, y ella le preparará en seguida un caldo caliente y enviará un médico para que le cure; porque lo único que pasa es que está herido y necesita que le asistan, y cuando sane se escapará a Francia o se esconderá o tal vez ni siquiera habrá necesidad de hacerlo, pues nadie sabrá que fue él quien efectuó el atraco; la ciudad es muy grande, y procuró que no advirtieran que le falta la falange de un dedo, y el traje que lleva se lo pone pocas veces, sólo los domingos. Esta noche, si llega a su casa, dormirá en una cama; pero su casa está muy lejos, y a él le hacen falta las fuerzas, y no las tiene, y la gente cree que está borracho; pero lo que pasa es que le han pegado un tiro cuando saltaba una tapia. Hace muchas horas de eso y todavía no ha encontrado un médico, ni una cama donde acostarse, ni una persona que le auxilie; y esta ciudad es muy grande, su casa está lejos y ni siquiera le queda dinero para tomar un taxi.
Donde termina una calle empieza otra; y cada vez le quedan menos fuerzas. Sin embargo, debe llegar hasta su casa, porque allí le está esperando Carmela, que le defenderá de la policía, o le curará o le esconderá como si fuese su madre. Pero no tendrá fuerzas para llegar; ha perdido mucha sangre por la herida, y cuando estaba allá, tumbado en el solar, se desangraba a pesar de que una mujer cantaba en alguna ventana.
Ya ha salido de las calles antiguas; cruza una avenida más ancha, mejor alumbrada, donde sortea con dificultad algunos automóviles y enfila por una calle larga. No puede más; ahora sí que ya no puede más. Antes de caer al suelo, se apoya en un farol. Su casa no está lejos, pero aún tendría que caminar un kilómetro por lo menos. Esta calle es larga y él se siente sin fuerzas. Ya no ve, ya no se sostiene en pie; sólo este farol le aguanta. Vuelve a vomitar, pero ni siquiera puede impedir que los coágulos de sangre le caigan sobre la camisa, sobre las solapas. Parece un muñeco desarticulado. Un hombre se detiene a su lado; no le distingue, no sabe si es viejo o joven. Le rechaza con un ademán y el otro sigue su camino. Con una sacudida se arranca del farol y anda unos pasos más.
No llegará, ahora sí que ya no llegará. Y Carmela le estaba esperando al final de esta calle, y su madre le estaba esperando al final de esta calle, y allí había médicos y una cama, y quién sabe si la policía le dejaría tranquilo, porque precisamente al final de esa calle había algo que ya no podrá alcanzar porque le faltan fuerzas para seguir adelante y para llegar al final de esta calle.
Cae al suelo y siente un dolor en el rostro. Se incorpora apoyándose en el codo derecho y se palpa la cara. Está llena de sangre y de polvo. Se arrastra sobre la cintura; no puede más. Definitivamente, no puede más. Entonces llora y sus lágrimas se mezclan con el polvo y la sangre. Tiene las mandíbulas apretadas. Un transeúnte cruza la calle y se acerca a él; otro, que venía caminando detrás, se detiene a prudente distancia y le observa.
Todavía consigue ponerse en pie y caminar, tambaleándose, algunos pasos; pero inclinado hacia adelante, de tal manera, que no tarda en perder el equilibrio y en caer nuevamente.
Ahí estaba todo; ahí… pero… ya no es posible llegar… llegar al final de la calle… donde está su ma…
Ha pegado con la cabeza en el suelo y todo el cuerpo se le apoya pesadamente contra la sucia tierra de esta acera sin enlosar.
Uno de los transeúntes, más decidido o piadoso, se aproxima. El otro le imita.
—¿Qué es? ¿Un borracho?
El que está más cerca se agacha y le levanta la cara; dice asustado:
—Está sangrando por toda la cara…
El otro se arrodilla junto al caído. Viene alguien apresurado desde más allá. Una mujer cruza también para acercarse al grupo. Del bolsillo derecho de la americana manchada asoma la culata de una pistola.
—Fíjese en esta mancha, es sangre. Y ese agujero parece hecho por un balazo.
Uno de los que hablan le ha cogido la muñeca y pretende tomarle el pulso. Llega un niño al grupo y lo mira con ojos curiosos y despavoridos.
El que ha buscado el pulso suelta el brazo y se pone en pie:
—Este hombre está muerto.
LA tarde ha transcurrido tranquila y la enferma no ha dado señales de inquietud. Han venido unos primos de ella, y aunque no ha podido decirles nada, les ha reconocido, incluso les ha alargado la mano, cuando se marchaban. Después ha dormido un rato; al anochecer ha subido la portera y le ha preparado una taza de caldo que se ha tomado mejor que otras veces.
Ahora lleva un rato despierta. Aunque no puede contestarle, él habla de algunas cosas que está seguro que ella entiende.
—María, ¿no es verdad que tu prima ha estado hoy muy simpática? Ha dicho que en cuanto te pongas buena, tenemos que ir a visitarles…
La enferma no contesta, pero le mira fijamente y se diría que hasta le sonríe. Ahora está tranquilo; todo el miedo se concentró en este día, y va transcurriendo hora tras hora sin que ocurra nada irreparable. María está ahí, viva, y el médico que ha llamado por teléfono a unos vecinos que a su vez le han avisado, ha dicho que mañana a primera hora vendrá a verla. Cuando viene a verla es señal que está mejor, y si dice que «mañana», tanto más; debe concebir alguna esperanza porque ayer prácticamente casi se había despedido ya y no fue muy optimista con respecto a que a estas horas estuviera viva todavía.
Aprovechando que se hallaba ya en el piso de los vecinos y de que les había molestado, ha pedido permiso y ha telefoneado a la oficina para preguntar por José Mateo. Le ha contestado el contable, que no se ha mostrado muy simpático, diciéndole que apenas sabía nada de cómo estaba el pobre muchacho. Piensa que como no ha dicho quién era, pudiera ser que no le hubiese conocido la voz, y que debido a eso no haya sido más amable y ni siquiera le haya preguntado por María. Probablemente ha sido eso, que no le ha conocido, si bien después de tantos años de hablar con él ya debería distinguir su voz.
—María, a un muchacho del despacho le ha ocurrido un accidente. ¿Te acuerdas de uno del cual te he hablado que se llama José Mateo? Sus padres tienen una tienda en un pueblo; me parece que también te lo he contado… Bueno, pues le ha atropellado un auto y está en el hospital, bastante malo.
Entonces la enferma exclama con voz clara, una voz extraña, casi infantil:
—¡Pobre!
Él se emociona al escuchar la voz de su mujer, siquiera sea esa voz desconocida y que se parece a la voz que tenía cuando se conocieron; aunque esa vez está ya perdida en su memoria.
—No te aflijas, que no es tan grave. Mañana le iré a visitar. Es un buen muchacho, muy serio y trabajador.
Sí, se ve que María está mejor. Tal vez ayer el doctor fuese excesivamente pesimista, aunque tampoco es bueno ilusionarse, porque el curso de las enfermedades es tan extraño que nadie, ni los propios médicos, lo entienden. Su padre, el día antes de fallecer, se levantó de la cama y dijo que se encontraba muy bien y que salía a pasear un rato; se marchó al Parque y estuvo sentado en un banco, charlando con unos amigos jubilados como él. Pero cuando llegó a casa estaba mal. Al día siguiente se murió. La enferma se le ha quedado mirando fijamente, parece que quisiera decirle algo. Con la mano le hace una pequeña seña para que se acerque.
—Joaquín… ¿Y Jorge?… ¿Por qué no viene? Ya debería estar aquí…
No sabe qué contestar; se incorpora, traga saliva para ganar tiempo. María sabe bien que se está muriendo y espera algo: que venga su hijo y que estén acompañándola los dos cuando el momento no pueda aplazarse, cuando se muera.
—Escribió diciendo que vendría. Sabía que estabas en la cama. Pero la cosa no corre tanta prisa…
Otra vez la voz de la enferma es clara e infantil:
—Que venga pronto, Joaquín; dile que venga pronto…
Él la coge de la mano y los ojos se le llenan de lágrimas. Si no se ha puesto ya en camino, no llegará a tiempo. Esta mujer está realizando el último esfuerzo de amor maternal. Retrasa la hora de la muerte para que su hijo pueda verla, abrazarla, para que ella misma pueda ver a su hijo por última vez.
Luego se hace un largo silencio; la habitación está casi a oscuras, pues han puesto un papel rosa alrededor de la tulipa para que la luz no moleste a la enferma.
La portera entra a avisarle que tiene la cena en la mesa. No siente apetito; desearía estar tan enfermo como su mujer, morirse con ella.
Oye el ruido que hace la portera al cerrar la puerta del piso. Probablemente ya no vendrá nadie porque ha dicho a los vecinos lo mismo que les dijo ayer, que les agradece mucho su ofrecimiento, pero que la enferma está muy tranquila y que por las noches prefiere quedarse él solo acompañándola.
—Te dejo un momento. Si me necesitas estoy ahí, en el comedor.
Pero ella tiene los ojos cerrados y no da señales de haberle oído. Va hacia el comedor; la sopa humea bajo la vieja lámpara con adornos colgantes de vidrio hueco.
Come maquinalmente y el tictac del reloj le obsesiona. Ese reloj fue un regalo que le hicieron sus padres cuando se casaron; desde entonces, nunca se ha parado. Las cosas antes eran de buena calidad. Él lo limpiaba cuidadosamente dos veces al año y lo pone en hora cada semana.
En una estantería, junto a algunos libros viejos y números atrasados de revistas gráficas, están los tres álbumes que forman su colección de sellos; junto a ellos, en una caja, los sellos repetidos se hallan clasificados por naciones y guardados en sobres. También hay un viejo catálogo francés. María siempre se burlaba un poco de su manía de coleccionar sellos, pero cuando ella conseguía alguno, se lo traía toda ilusionada. Regularmente se trataba de sellos sin importancia, sin ningún valor, que le regalaban en alguna tienda; él, por no decepcionarla, se lo ocultaba.
Frente a él está vacía la silla en que ella se ha sentado siempre; a la derecha la de Jorge, que hace más de diez años que también permanece desocupada; a la izquierda hay otra silla donde se sentaban los invitados cuando los tenían, cosa que ocurría muy raras veces.
Si su hijo se pusiese en vuelo, todavía llegaría a tiempo. Desde São Paulo a Barcelona no se tardan más de unas veinticuatro horas. Aunque la cosa sea irreparable, si estuvieran los tres juntos, no parecería tan terrible; y unos a otros se consolarían.
Ahí, junto al balcón, está el sillón de paja donde María se sentaba a coser. Lo ha ocupado hasta hace muy pocos días en que ya no pudo aguantar más y tuvo que rendirse. El sillón está forrado, en el asiento y en el respaldo, con una cretona descolorida cuyo dibujo no sabe cuánto tiempo hace que vio por primera vez.
Ahora come una tortilla y le caen de los ojos las lágrimas que no se esfuerza en retener. En esta casa, en este comedor, todo está lleno de la presencia de María y parece que las paredes, los muebles, las cortinas, las lámparas, los pequeños objetos, no tengan sentido fuera de su existencia; ella está ahí, en todo lo que ha tocado, en lo que limpiaba, en lo que cosía, en lo que llenaba con su aliento, con su voz. Las personas no pueden desaparecer, no tienen derecho a marcharse dejando a las cosas sin su sombra. No es posible que María se muera y que le abandone. Sabe que María permanecerá en estas cosas ya para siempre, y la vida se convertirá para él en un doloroso juego del escondite, en que no hará más que perseguir el recuerdo por las habitaciones, animado por la seguridad de que ella está en algún lugar escondida, oculta a sus ojos y a sus oídos, pero extrañamente viva y presente.
Se enjuga los ojos con el pañuelo. Se siente débil, cansado, y el único amparo le viene de la alcoba donde sabe que ella sigue respirando, donde sabe que, desde la cama en que morirá, le ofrece estas últimas horas de compañía, de silenciosa compañía que tanto necesita para no derrumbarse, para no dejarse vencer también por la destrucción de la muerte.
Ha olvidado casi cuanto se refiere a su noviazgo y a sus primeros años de matrimonio. Apenas se acuerda de cuando eran jóvenes, y poco a poco va alejándose de su memoria cuanto se refiere a la vida que han llevado hasta hace unos días. En cambio, la presencia de María moribunda se va apoderando de su ánimo, y esa vida precaria, ese hilito de vida, adquiere una extraordinaria importancia y está a punto de eclipsarlo todo; los años de juventud, los trabajos por criar a Jorge, la lucha económica de los tiempos malos, las angustias de la guerra con el hijo en el frente, la vejez que se les apareció súbitamente como un hecho real cuando volvían de la Estación Marítima, donde habían seguido con los ojos el vapor hasta que lo perdieron de vista; estos últimos tiempos de paz y renuncia, alegrados por las cartas que llegaban en sobres livianos con orla verde y amarilla, la enfermedad y los sufrimientos físicos y morales de los dos últimos años, todo va palideciendo, y el interés se vuelca en esa presencia moribunda, en esas palabras apenas pronunciadas, en esas miradas que él sólo puede entender, en esta soledad de los dos que procura que nadie altere, en ese esperar minuto a minuto la separación definitiva; pero en saber también minuto a minuto que ella está viva, y que ella sabe que es él, precisamente él, quien se halla a su lado compartiendo las últimas horas en que, a pesar de todo, están más íntima y dolosamente unidos que nunca.
No puede comer el plátano que había mondado sin darse cuenta. Recoge los platos y los traslada a la cocina, Guarda el pan en el cajón del aparador, donde siempre han guardado el pan. Y dobla la servilleta, después de sacudir algunas migas que han quedado sobre el hule de cuadros verdes y blancos.
Antes de entrar en la habitación, procura serenarse. Ella no le ve siquiera; continúa traspuesta. Se sienta en la silla sin hacer ruido y la mira. Siempre pone una cierta angustia en esa mirada, porque aunque le parezca imposible la muerte de María, sabe que va a morir y que la cosa puede ocurrir en cualquier momento, como si apenas tuviese importancia.
Como la oye respirar, se queda tranquilo. Le pasa la mano por la frente y nota la calavera bajo la piel.
Le sobresalta el timbre de la puerta. Se levanta y sale a abrir precipitadamente. Podría ser el doctor que ha decidido venir por fin esta noche. A ver si la encuentra mejor, a ver si puede darle, aunque sea pequeña, alguna esperanza.
Es un empleado del Cable. Entra y no acierta a firmar el papelito que debe arrancar luego del cablegrama. Por fin sale, se lo entrega y le da una propina que busca trabajosamente en el bolsillo. Cierra la puerta, se coloca las gafas y en seguida, con los dedos estremecidos, abre el telegrama:
«Mañana domingo llego al Prat. Jorge.» Tiene que sentarse, porque la emoción le domina. Otra vez llora; su hijo estará mañana en esta casa; ya debe haber tomado el avión. Mañana estará aquí con su madre, con él. Se diría que, llegando su hijo, ya no puede ocurrir ninguna desgracia.
María tiene los ojos abiertos, y le está mirando cuando él entra en la habitación con el telegrama en la mano y sin disimular sus lágrimas:
—¡María, María! ¡Jorge llega mañana! ¡Mañana estará aquí! ¡Viene a verte!
(Continuará...)
