Los otros (V)

Luis Romero





HAY una monja que le está mirando. A veces su rostro se le borra ante los ojos hasta desaparecer. Entra alguien y habla, no puede distinguir nada. Una mano se alarga tímidamente hacia él. Intenta estrecharla; debe de ser algún amigo. Las voces llegan de lejos confusas, pero son palabras lo que pronuncian. La monja parece que mira de reojo. Hay poca luz, y el silencio le rodea por los cuatro costados.

Está en la cama y ha ocurrido algo. Le dijeron que tenía que ir a cobrar, porque el señor Portaló… Siente como un vahído, como si fuese a dormirse. Hay algo que le aprieta el torso. Con gran dificultad mueve una mano y levanta la ropa de la cama. Sobre su pecho ve vendajes y algodones rojos de sangre.

Sintió un dolor agudo y no pudo más. Le estaba apretando el cuello, pero tuvo que ceder porque dejaron de obedecerle las manos. Una pistola, el atracador llevaba una pistola. Durante un instante le obsesiona, en ese rincón de memoria que le queda, la mirada dura, homicida, del atracador. Le sentía jadear junto a él y los dos estaban en el suelo. Había un chófer que parecía que iba a ayudarle, y el tabernero le hizo una seña que el atracador no vio.

Otra vez se siente desfallecer. Han salido ésos, los que fueran, de la habitación y todo está en penumbras. Le ha parecido que el gerente de la industria le decía algo. Pero al gerente de la industria le vio otra vez, hace quizá mucho tiempo, cuando le comunicaron que tenía que ir a buscar el dinero al banco, y él no quería ir; no quería.

Tiene algo encima del pecho; como si un enemigo, el propio atracador joven, se hubiese sentado encima. No puede respirar. Esto debe ser que va a morirse. Seguramente es que ya se muere. Su madre y su padre están allá, en el pueblo. Su padre, detrás del mostrador, despachando azúcar y patatas; y su madre dentro, en la cocina o cosiendo. Y su hermano… Pero ellos están allí, casi los ve; y los ve próximos, mejor que en el cine, y él se halla aquí, no sabe dónde. Hace un rato había una monja que hablaba con el gerente. Esto debe ser el hospital o una clínica.

El gerente le tendía la mano, y él ha carecido de fuerzas para estrechársela. Tendría que haberle comunicado que no entregó la cartera con Página 84 el dinero. Él no se la entregó, a pesar de la pistola. Si no ocurre esto, le tenía ya acogotado; pero las manos se le aflojaron. Se quedó como dormido, con mucho peso encima, y la cara le rozaba contra el borde de la acera. Se escapó; le veía escapar, pero no podía ni gritar siquiera. Después acudió gente. Levantaban polvo al pisar. Había muchos pies. Se inclinaron sobre él y le cogieron de los brazos y las piernas. Le hicieron daño, le hicieron daño y quería gritar, pero no podía. Y luego, nada.

Ahora le miraba una monja, y alguien, que parecía el gerente, ha estado hablando con ella. Hablaban en voz baja, y él va a morirse porque tiene sobre el pecho unos algodones manchados de sangre y no puede levantar una mano para saludar al gerente.

Ahí, sobre la mesa de Jover, están los impresos de las quinielas. Han acertado catorce resultados. «Barcelona – Atlético de Bilbao = 1» desde luego. Pero él no podrá ir a ver el partido, porque está en el suelo de una calle, y la gente mueve los pies a su lado y levanta polvo. Mañana estará en la cama del hospital con mucho peso encima y un algodón empapado de sangre, y el gerente que le dice algo, y no se oye lo que le dice el gerente. Han acertado catorce resultados, pero han perdido el boleto. Jover ha perdido el boleto, porque es tan serio y estudioso, y obtuvo el número uno entre los alumnos de una academia mercantil; y se lo recomendaron al dueño. A él le enseñaba el maestro de su pueblo. «Las empresas comerciales». «La actividad mercantil». Se le llenaba la boca de saliva y admiración. Tenía que pagar mañana a doña Anita, porque mañana vence el mes. Pero no puede pagar a doña Anita porque no sabe dónde vive. Aquí está solo, en esta habitación, casi a oscuras, y no se ve nada de nada. Si de verdad tiene que morirse, que vengan sus padres. Que vengan aquí sus padres, porque esta habitación está vacía, y sólo le duele mucho en la espalda y encima del pecho. Las piernas ya no existen, como si se las hubiesen cortado; y los ojos, en cambio, le están escociendo; pero quiere mover la mano derecha y no puede levantarla más que un poco sobre la sábana.

Nuria calzaba hoy zapatos planos. A él le gusta que las mujeres usen tacones altos. Y Nuria no quiere casarse con él, porque su sueldo es tan bajo que no podrían pagar la pensión de doña Anita, y doña Anita no admite mujeres en su casa y tendrían que irse a vivir a otra parte; en el pueblo, su hermano y su cuñada tampoco los admitirían, porque desean quedarse para ellos el negocio de los padres.

Mucho sueño; mucho sueño entre las cejas y detrás, hacia la parte del cogote; es un sueño como si se cayera dentro de un agujero. Pero no es sueño, sino ganas de morirse. Si se duerme, es que se ha muerto. Y la cartera con ciento…, ciento veinticinco mil pesetas, se quedó en mitad de la calle. No pudo cogerla porque no la veía, y estaba en el suelo, y sentía un sabor de sangre en la boca y un dolor muy grande en el pecho.

Otra vez hay alguien aquí. José Mateo Mora es él. «José Mateo Mora, para servirle. Has de contestar así cuando los señores te pregunten cómo te llamas». Su padre tenía un anillo de oro que le apretaba el dedo, y el dedo parecía una butifarra. Él es José Mateo, pero no puede hablar apenas. Era un hombre, un hombre joven que llevaba una pistola. Y oyó que decía: «¡La cartera en seguida o te dejo seco aquí mismo!» Pero será mejor que no le molesten más. Hay una pluma y un bloc, y un hombre a quien no ha visto nunca. Será mejor que le dejen tranquilo. Morir en paz. Sí, llevaba ciento veinticinco mil pesetas en la cartera, y por eso no podía entregárselas. Era un atracador. No, nunca le había visto. Con Jover pensaban llenar los impresos de las quinielas para acertar catorce resultados. Una combinación infalible. Pero tiene mucho sueño. Mejor será que llamen a su madre, porque está muy malo. Se encuentra aquí, con este hombre de la pluma estilográfica, y él tiene ruidos en la cabeza, y no sabe nada porque no se acuerda. Sí, una patada; esto es. Pero notó la respiración del otro y ya no podía apretar con la mano, porque le dieron un golpe así, junto al pecho, y toda la boca se le llenó de un sabor de sangre, y las fuerzas se le escaparon, y quiso gritar porque había un chófer y un hombre que salía de una taberna con una botella en la mano. Ésos querían ayudarle.

Portaló… Pero él no quería ir. Cambiaba sellos con el hombre del Banco. Llevaba los billetes para pagar la nómina. Mañana o pasado entregará a doña Anita el importe mensual de la pensión. ¿Dónde está Nuria? Nuria tiene que venir en seguida, porque él quiere explicarle muchas cosas. Siempre deseaba que el contable saliese del despacho para ponerse a hablar con la chica, que era muy guapa. Pero ahora, Jover les estorba, aunque se trata de un muchacho serio que sabe hacer buenos cálculos para las quinielas. Sí, era una cartera negra bastante vieja, con ciento veinticinco mil pesetas para pagar a todos los de la fábrica. Efectivamente, con unas iniciales; y él la llevaba debajo del brazo izquierdo, pero el otro tenía una pistola. No se la entregó, la dejó caer al suelo. Estaban los dos por tierra y le había agarrado del cuello fuertemente.

Se hace un vacío en él y las cosas se alejan. Hay ese hombre con la pluma que se pone en pie y ya no le ve más. Otra vez aparece la monja que junta las manos… Pero el dolor, el dolor crece cada vez más extendido, tirando de él hacia adentro. Y sigue la caída, la caída sin término en el vacío, la caída con vértigo de muerte.

La sed no se siente más que en la boca. Nuria le apoya una mano en la frente, y él ve la mano en la frente, pero no la nota. Nuria tiene el rostro encendido, y la monja se ha retirado. Debe de estar soñando, pues ella mueve los labios como si hablara y no oye nada, como si la máquina parlante estuviese estropeada. Nuria le acerca el vaso a los labios, y sólo se mojan éstos porque el agua no pasa por la garganta. Nuria le mira y él no puede hablar. Únicamente mueve la mano. Es él quien se halla aquí, el mismo de siempre; sólo que va a morirse y está en la cama porque llevaba la cartera debajo del brazo, apretada muy fuertemente. Aquel día que él estaba a la salida, y le dijo al verla que esperaba a un amigo, era mentira; a quien esperaba era a ella. Pero se marchó tan de prisa que le dejó desencantado. El contable ha dicho que se establecerá en Granollers. El contable se marcha y ellos se quedan solos y pueden hablar. Y a él le ascenderán a contable y ganará un buen sueldo. Entonces se casarán, ella continuará allí trabajando y así podrán estar juntos todo el día.

Pero Nuria tiene que quitarle de encima este algodón con sangre que pesa mucho y no le permite hablar. La monja y el gerente le dejaron la mano de tal manera que no puede moverla. Nuria debe entenderle todo lo que dice, porque han hablado durante años. Parece que llora sentada cerca de él, pero no puede verle las piernas, porque están debajo de la cama. Nuria se acerca otra vez; le roza con la mejilla, y un poco de su aliento llega hasta él. Y Nuria llora sobre su rostro, porque está aquí solo y se va a morir.

Otra vez se aleja todo, las cosas, la luz, Nuria también se va hacia allí, hacia no se sabe dónde; y él se hunde, y si Dios es bueno…



ES la hora de comer y no ha regresado. Desde que le ha visto salir de casa, la impaciencia está royéndole el ánimo. Hacía tiempo que no se mordía las uñas, y esta mañana se las ha vuelto a morder como cuando era niña. Puede haber sucedido algo; puede haber sucedido algo terrible.

Al despedirse ha dicho que volvería a la hora de comer; «antes de la hora de comer» y no ha llegado todavía, y la pistola no está en el cajón donde él la tenía escondida. Hace un momento ha registrado nuevamente el cajón y ha buscado también en otro donde él guarda cosas. No se había equivocado la primera vez; la pistola no está en la casa. Se la ha llevado él.

Las patatas han hervido hace rato en la cacerola desportillada. Ahora apenas queda fuego, pero ella espera. De cuando en cuando se aproxima al hornillo y sopla un poco para que las patatas se mantengan calientes. Tiene el pescado limpio, pero no se decide a freírlo. Desde un domingo en que él se presentó a las cinco de la tarde y la riñó porque, esperándole, estaba aún en ayunas, ella acostumbra a comer aunque él no haya llegado. Pero hoy no comerá; si le viera aparecer por la puerta, su alegría sería tanta, que no le importaría que la riñera.

No sabe qué hacer; ha intentado coser unos calcetines, pero los ha dejado a la mitad. Ahí están, con los groseros zurcidos a medio terminar, sobre la mesa de pino de la cocina, junto al plato con el pescado y la alcuza de aceite frito.

Se levanta y se acerca a la puerta de la calle, porque cree que alguien sube por la escalera. Daría lo que fuese por verle aparecer, aunque llegase herido, aunque le persiguieran.

Toda ella está llena de miedo. Tiene debilidad en las piernas, le tiemblan las manos; nota oprimido el pecho y la garganta apretada. Como si padeciese gripe, siente un vago dolor de cabeza y, sobre todo, una gran flojera. Sabe que todo eso no es más que miedo, un miedo total. Si pudiera abismarse, incluso dormirse y dejar que el reloj corriera, que el día avanzara, y de pronto, volver a la realidad, despertarse, ver que estaba a su lado, enfadado, regañándola ásperamente porque no ha comido aún y porque las patatas se han deshecho y porque tiene mala cara. Pero ya lo ha imaginado demasiadas veces, y otras, ha tratado de no pensar en nada. Ha llegado incluso a cerrar los ojos y a pretender aislarse en la cocina. A cada instante esperaba la sorpresa y con ella la tranquilidad, la vuelta a una normalidad que ha perdido. Pero abría los ojos, se acercaba a la puerta de la calle, regresaba lentamente a la cocina y el tiempo había transcurrido, pero él no había vuelto todavía. Todavía. He ahí una palabra a la cual intenta agarrarse como a un clavo ardiente. Él no ha regresado «todavía»; eso significa que está en un momento de espera, en un intervalo, pero que él llegará, como otros días, de vuelta del trabajo. Puede ocurrir que haya pensado que era preferible acudir al taller esta tarde, ya que sabe que pagan por la tarde y sabe que ella está sin dinero. No debe, pues, impacientarse hasta la noche. Pero no; él ha afirmado que volvería antes de la hora de comer, ha dicho que iba a un asunto, no se ha atrevido a mirarla a los ojos y, sobre todo, se ha llevado la pistola.

Sabe poco de él. Las mujeres saben poco de los hombres. Un día le conoció en un baile. Al domingo siguiente volvieron a encontrarse. No hablaban mucho, no tenían grandes cosas que decirse. A los dos meses la trajo a su casa, y aquí está. Esta noche aún han dormido juntos. Él se ha despertado pronto; ella de cuando en cuando, se desvelaba. Le sabía allí insomne, preocupado, pero no se ha atrevido a preguntarle nada. Nunca le dice en qué piensa; hablan poco. Él trabaja y está siempre descontento. Ni siquiera está enterado de lo que hace cuando sale del taller. No es celosa y confía en él. Es trabajador y está siempre procurando comprarle cosas, ofrecerle más comodidades. Pero gana poco; los obreros ganan poco.

Es bueno; está segura de que es bueno, aunque un poco taciturno y hosco. Habitualmente no es cariñoso, pero ella sabe cuánta ternura se le desata a veces tras los gozosos transportes de la carne. Entonces la besa y la acaricia enternecido, y ella adivina que es porque la quiere. Al principio intentaba arrancarle palabras: «¿Me quieres mucho? ¿Verdad que no me abandonarás nunca?» Pero apenas le contestaba; únicamente en el misterio de la alcoba, algunas noches le atraía la cabeza hasta su pecho y la besaba en la frente. En esos momentos está segura de que es bueno y la quiere mucho.

Puede ser que esté dolorido, pues no ignora cuánto le sucedió a ella. Y teme que no se lo perdone nunca. Pero tenía que explicárselo. No tuvo la culpa. Contaba entonces diecisiete años solamente. Su madre había muerto y estaba sola. Fue cuando metieron en la cárcel a Antonio, el hombre que vivía en la misma casa con la mujer y los hijos. Ella trabajaba en el taller de confección y ganaba sesenta pesetas a la semana. No podía vivir, no podía comer; los realquilados bastante trabajo tenían para llevarse un pedazo de pan a la boca. Era invierno y pasaba frío. Cuando llovía, el agua le mojaba los pies, pues las sandalias no la defendían ni del agua ni del frío. Ella no tuvo la culpa y era su deber explicárselo. Pero puede que él la considere una mala mujer, y por eso esté siempre así, con el ceño fruncido y sin pronunciar palabra. Vivía muy lejos; se cansaba de ir a pie del trabajo a su casa, pues el miércoles ya se le había terminado la semanada y no podía pagar el autobús, y al grupo de casas baratas no iba ningún tranvía, y el metro dejaba demasiado lejos. El autobús era muy caro, y se cansaba mucho de andar con sus sandalias rotas y la falda de verano, y aquella vieja chaqueta de su padre que la madre le había arreglado, y con la cual sabía que estaba tan fea.

El patrono la miraba siempre, y las chicas le daban con el codo y le decían: «Se ve que le gustas». Ella no sabía qué contestar y se avergonzaba. Las chicas insistían: «Si te dice algo, no seas tonta». Le daba mucha vergüenza todo aquello: las miradas del amo y las bromas de las compañeras.

Un día llovía y al salir del taller, dos calles más allá, cuando ya tenía los pies mojados y los cabellos le caían húmedos por la cara, la chistaron desde un auto. Era el dueño; cuando se acercó, le dijo que precisamente tenía que ir a hacer un recado a su barrio, y que si quería, la acompañaba. La hizo sentarse junto a él; estaba tan mojada y tan cansada que no podía negarse a nada. Dos días después la volvió a acompañar; de esta manera llegaba en seguida a su casa y llegaba caliente. Y él hablaba y hablaba y le prometía cosas y cosas. Aunque ella no le hacía caso, las chicas empezaron a cuchichear y a sonreír irónicamente; además, la miraban de otra manera.

Si no se lo hubiese contado, probablemente él estaría más cariñoso con ella; pero se lo explicó el segundo domingo que salieron juntos del baile. No se considera culpable. Tenía diecisiete años y no conocía a nadie que pudiera ayudarla. Y sobre todo, no existía entonces persona alguna por la cual mereciese la pena hacer un sacrificio. El amo le dio dos mil pesetas y ella las aceptó.

Fue después cuando ha ido dándose cuenta de cómo se llegó a aquel precio, de cómo sucedió realmente todo aquello sin que ella se percatara casi. Ha sido mucho tiempo después cuando ha recordado que primeramente el amo aludió a un «buen regalo», y aquella misma noche, cerca ya de su casa, cuando tuvo que rechazarle, porque intentaba besarla y a ella le daba asco, oyó que decía: «… quinientas pesetas». Pero todavía no comprendió bien. Al día siguiente quiso llevarla a cierta casa; ella se resistió. Él hablaba mucho y razonaba paternalmente; lo que deseaba era ayudarla, pues le daba lástima verla tan mal calzada y con aquella falda de verano y aquella chaqueta de su padre mal arreglada. Por eso le ofrecía mil pesetas. Pero ella no le escuchaba con suficiente atención, porque tenía prisa por llegar a su casa y acostarse bajo la manta, acurrucada, aunque fuese sin cenar, y dormirse para no tener que pensar en nada hasta el día siguiente. Todavía la acompañó otra vez en el coche. Fue entonces cuando ella, que tenía que estar constantemente retirándole las manos que intentaban palparle todo el cuerpo, entendió bien lo que le proponía. Fue probablemente la primera ocasión en que le escuchó conscientemente. «Dos mil pesetas». Dos mil pesetas era mucho dinero, pero no sabía valorar cuánto. Intentó hacer cálculos, y no acertaba. Se volvió entonces hacia él y le preguntó: «¿Cuántas semanas tardo en ganar dos mil pesetas?» Él levantó los ojos y movió los labios: «A sesenta pesetas por semana…» y vaciló un rato; por fin exclamó: «¡Mucho tiempo! Casi un año». Entonces ella aceptó. El amo era un hombre mayor, que a ella le daba asco. Estaba casado y tenía hijos. Le enseñó el retrato de su esposa; era guapa y distinguida.

Se ha quedado con la mano apoyada en la cabeza, sentada junto a la mesa de la cocina. Tiene ganas de llorar. Las cosas pasan así, y luego no pueden borrarse. Debe de ser por culpa de habérselo explicado por lo que él no le habla apenas. La debe considerar una mujer mala. De conocerle entonces, ni por todo el dinero del mundo se hubiese dejado hacer eso por el amo; pero ella no le conocía, ni siquiera sabía que pudiese existir. Y tampoco creía que aquello fuera tan malo, porque las compañeras le decían entre risas y obscenidades que no fuese tonta, que se aprovechase, que la primera vez es la única que pagan bien los señores.

De pronto le asaltaba otra vez la inquietud; casi se había olvidado de la hora que era y de que él no ha regresado todavía. Algo ha ocurrido; algo terrible le ha tenido que pasar. Está segura. Coge los calcetines y el hilo y sigue zurciendo; pero los dedos le tiemblan mientras el oído acecha la puerta por donde cada vez confía menos en oírle llegar.



AHORA el dolor es más definido y agudo. Está ahí, penetrando por el costado, dirigido, clavado en dirección al centro del pecho. Aprieta, aunque le duela, la espalda contra el suelo, porque así la sangre no manará tan fácilmente. Sobre los ojos tiene el cielo azul que le obliga a entornarlos. Pero el sol ya no está tan alto y casi comienza a notar frío.

Está aquí, tumbado en un reguero que cruza unos desmontes cercanos, luchando contra el tiempo e intentando detener la muerte.

Todo ha salido bien, tal como lo ha planeado; y de una reserva, ignorada hasta ese instante, han surgido las energías necesarias para hacer frente a cuantas situaciones se le han ido planeando hasta llegar aquí.

Es muy difícil que en este lugar puedan descubrirle. Como el otoño avanza, anochece temprano. Si no muere o se desmaya antes, cuando llegue la noche saldrá de este escondrijo precario y regresará al centro de la ciudad. Todavía no ha ideado un plan, porque está medio adormilado, dolorido y tan cansado, que casi desearía que ocurriera algo que le apartase de la obligación de actuar de nuevo esta misma tarde. Le cuesta pensar y confunde sucesos y personas; necesita detener la hemorragia que, aunque cada vez es menor, todavía existe; necesita componer su aspecto exterior y trazarse un programa en donde quepa alguna posibilidad de salvación. Mientras luzca el día, no puede ni pensar en salir de este agujero donde, si no se desangra, por lo menos descansará y tendrá tiempo de serenarse.

En el metro, que, afortunadamente, iba tan lleno a estas horas, que los vecinos no podían verle las manchas de sangre, se ha arrimado a una de las puertas. El dolor de su herida era tan difícil de disimular y su demacración debía ser tan aparente, que un anciano le ha preguntado si se hallaba enfermo o herido. Ha contestado evasivamente que estaba magullado por haber caído de una pequeña altura en la obra donde trabaja, pero que el médico le había tranquilizado diciéndole que bastaba con que se quedase descansando en casa un par de días. El hecho de hablar, de aguantarse el dolor, de dominar la ansiedad y el pánico, ha requerido un enorme esfuerzo. Ha llegado hasta aquí cerca, y la suerte le ha favorecido, pues nadie le ha visto entrar en este solar. Lo conocía, y también su configuración apta para esconderse, porque una vez estuvo aquí registrando un monedero de señora que después arrojó a un vertedero situado algo más lejos. No suele entrar nadie, y el lugar donde está echado no puede verse desde las galerías de las casas contiguas. Tampoco acuden los niños del barrio, porque hay unos jardines y unos descampados próximos donde pueden jugar mejor a la pelota.

El viaje en el metro ha sido una lenta agonía; estación tras estación, apretura tras apretura, zarandeo tras zarandeo. Pero el hombre resiste mucho más de lo que él mismo suele suponer. Cuando tomó el vehículo, creyó desmayarse agitado por la carrera a lo largo de las galerías, pareciéndole que le perseguían, y creyendo oír gritos y disparos. Y, sin embargo, han debido tardar en iniciar la persecución. En cuanto el taxista ha arrancado, él ha echado a correr escaleras abajo, ha entrado en la estación y se ha subido al primer vehículo. Era muy difícil que alertaran a todas las estaciones, pero por si acaso, ha descendido algo más allá y ha entrado en el water de un bar, cuyo interior, velado por persianas, aparecía suficientemente oscuro.

Allí ha introducido más profundamente el pañuelo en la herida —el pañuelo ya empapado de sangre— y ha sido tan violento el dolor que se ha desmayado. Al recuperarse ha salido del bar y ha tomado la misma línea subterránea, pero en sentido inverso, y ha venido a ocultarse a este lugar. Al pasar por la estación «Cataluña», no ha observado nada anormal, ninguna señal de la policía buscándole o algún otro signo alarmante.

No puede utilizar la mano izquierda, y las fuerzas le van abandonando más y más. No debe pensar en dormir ni suponer que le va a ser factible descansar; lo que tiene que conseguir es saber exactamente qué es lo que puede hacer cuando llegue la noche.

En el primer momento, por efecto del aturdimiento, se ha ofuscado. Era imposible que le hubiesen identificado todavía, y por tanto, pudo haber llegado a su casa. Allí reponerse, tal vez curarse, estar junto a Carmela, y ahora, aunque fuese arriesgado para ella, tendría un aliado que lucharía por salvarle. Pero el miedo se ha apoderado de él en el primer instante, y no le ha dejado pensar serenamente. Tal vez haya sido culpa de la herida y de toda aquella gente persiguiéndole, y del hecho de notarse acorralado y angustiarse pensando cómo podría desprenderse del taxista.

Le ha visto mucha gente, y la policía estará trabajando activamente. Cuando anochezca le llevarán seis horas o más de ventaja. No está fichado como delincuente, pero hay antecedentes policíacos de él, debido al asunto aquel de las cotizaciones y los folletos. La policía tiene a su servicio unos medios de información temibles. Sin embargo, es difícil que le hayan identificado. Pero ¿y si Carmela se ha alarmado y comienza a telefonear o a preguntar por él? Porque recuerda haberle dicho que iría a casa antes de comer, y pasará esa hora, seguramente ya ha pasado, y la tarde avanzará hacia la noche, y Carmela no sabrá nada. Es fácil que cualquier llamada telefónica origine sospechas; en el taller saben que él no ha ido a trabajar, y puede darse la coincidencia de que cualquiera de los que le han visto —muchísimos— le conozca de algo.

No puede correr el riesgo de acercarse a su casa ni de recurrir a Carmela; y Carmela sería la única persona en el mundo capaz de ayudarle eficazmente. Porque él podría pasar la noche en casa de alguien de quien no se sospechase, incluso en este mismo solar, enrollado en una manta que le trajese Carmela. Y haría que ella tomase contacto con alguien que a su vez lo hiciera con Pascual; y Pascual, a menos de que no estuviera vigilado, le ayudaría, pues debe conocer médicos dispuestos a curarle y hasta operarle si fuese menester. Pero Pascual se hallaba complicado en el asunto de las cotizaciones, y trabajando en el mismo taller, si él estuviese más o menos identificado, al otro pueden incluso haberle detenido ya.

El dolor avanza, en ocasiones como si viniese en oleadas; en otras, se va y constituye como una lejanía sorda. A veces resuena en su interior algo semejante a un estruendo ensordecedor, o siente un pinchazo prolongado, tan intenso y total que hace deseable la muerte o el desmayo.

Y nota fiebre, una fiebre que crece, que se va apoderando de sus facultades y que tiende a anularlas; sobre todo en los momentos en que el dolor cede. Entonces se diría que la fiebre avanza y se forma casi voluptuosa, anestésica. La fiebre le nubla los pensamientos, se los trastorna caprichosamente, juega placentera con sus proyectos. En ese instante le recorre las venas cierto calor, y el sueño tira de él hacia adentro. Sus pensamientos derivan y se hacen inconsecuentemente optimistas. Tiene que apretar los dientes y detener las piruetas del pensamiento. Se ha de esforzar para volverse a situar en la realidad y no permitir que sus proyectos se disloquen.

En otros momentos se le hace casi imposible pensar, porque la herida late obstinadamente. Ya no es una sensación dolorosa; es algo incluso peor, por cuanto el dolor, por su misma naturaleza, anestesia y atonta; es como notar una vida (¿la vida de una muerte?) que alienta, que respira dentro. Ese terco latido, ese estertor que le estremece, se instala en la totalidad de su cuerpo. Y entonces toda la atención, cualquier pensamiento queda prendido del tictac mortal de un reloj que no ve, pero que obstinadamente le obliga a recordar a cierto perro que el ferrocarril partió en dos y que él, siendo niño, vio en Montgat y le impresionó vivísimamente; las vísceras seguían latiendo, y la anatomía del perro seccionado aparecía como algo vivo. Esa imagen de perro muerto y con vida o por lo menos con movimiento, apariencia de vida en sus entrañas, esa imagen que había olvidado y que alentaba dormida en su interior, salta a un primer plano y le persigue y obsesiona hasta convertirse en lo único importante para él.

Para superar ese latido, para sustituir un dolor por otro, para obstaculizar el aniquilamiento que amenaza con llevárselo todo, cambia ligeramente de postura; los dolores son tantos y tan variados, que resulta imposible definirlos, separarlos unos de otros: la herida, el cansancio muscular, los golpes recibidos en la refriega, las piedras que se clavan en la espalda, la sangre coagulada que pega las ropas a la carne; y sobre todo, empieza a dominarle una gran amenaza que se manifiesta en debilidad, en desgana, en total indiferencia perezosa hacia cuanto puede ocurrir. Se siente amenazado por una borrachera que le va a privar de la facultad de actuar, de decidir, de luchar contra todo lo que se le ponga enfrente.

Cuando la voluntad está dominada por su voluntad, continúa pensando. Dentro de un tiempo, dos o tres horas —no puede precisar cuánto, y el reloj en la muñeca lo considera perezosamente distante e inútil—, el sol se pondrá y llegará la noche. Desde ahora a entonces es posible que se alivie, que haya recuperado fuerzas, y, ante todo, que formulado un plan, se halle en condiciones de vigor y ánimo para seguirlo. Irá a cualquier lugar, a casa de un amigo, a casa de alguien que, aunque en este instante no recuerda, debe existir; incluso a la primera casa que encuentre, porque en este barrio obrero no es difícil que en un juego arriesgado de cara o cruz pueda salir ganando. Ahora no tiene prisa, es inútil esforzarse, desgastarse pensando; ya lo hará cuando con la noche se acerque la única posibilidad que momentáneamente tiene de salir de aquí. Un hombre herido y acorralado no puede dejar de hallar quien le eche una mano en el trance de muerte en que se encuentra.

Por ahora lo mejor es descansar, descansar velando dolorosamente, porque dejarse ganar por el sueño o el desmayo es tanto como entregarse maniatado a esa muerte que nota que le está acechando desde la herida, que le acomete en el fondo de este agujero donde el cepo de la ciudad le permite pasar unas horas de descanso.



LOS dos están enfurruñados, comiendo frente a frente. Ella le ha recibido riñéndole con acrimonia por haberse presentado a almorzar a las tres, cuando tienen costumbre de sentarse a la mesa hacia las dos y diez. Ha sido tan injusta en la repulsa y sus palabras tan antipáticas, que él ha perdido la paciencia.

Está nervioso e inquieto. Desde que la noticia del atraco ha llegado a su conocimiento, no ha parado un momento la actividad, ni ha cedido la tensión. Ha ido a la policía, ha sostenido más tarde una viva discusión con el abogado, ha retenido al personal de oficinas para poderles pagar el sueldo, ya que los empleados hacen esta tarde semana inglesa. Se ha visto obligado a hablar numerosas veces por teléfono, continuamente le ha sido necesario dar órdenes al gerente (precisamente primo de ella, un inútil que le está costando muy caro) y al contable, pues ninguno de los dos son capaces de tomar una iniciativa; está fatigadísimo y un tanto irritado, lo reconoce, pero le sobran motivos para estarlo. Además recuerda a ese pobre muchacho, un empleado fiel y valiente, cumplidor de su deber hasta el heroísmo, que quién sabe si a estas horas ya ha fallecido. Y ni siquiera ha tenido tiempo de ir a visitarle al hospital para poder testimoniarle su admiración, cosa que hubiera representado sin duda un gran alivio para el agonizante.

Hace rato que están comiendo en silencio. Por fin, la mujer salta:

—¿Y telefonearme tampoco te ha sido posible? Ocurre una cosa así y puedes hacerlo todo, absolutamente todo, pero yo, tu esposa, no pinto nada; ni tienes que informarme, ni te importa hacerme esperar y martirizarme con…
—He mandado a la secretaria que te llamara y el teléfono comunicaba. Creo que lo ha intentado varias veces. Debías estar de charla con alguna de tus amigas.
—¡A ver si me vas a prohibir que hable con mis amigas! Sólo me falta eso ya: que me prohíbas o vigiles mis conversaciones telefónicas.

Vuelve a callar; es inútil explicarle nada. Es tan injusta, que lo que debe procurar es no discutir, no ponerse más nervioso. Esta tarde ha de ocuparse en un sin fin de diligencias y es preciso también que visite al herido. (Por cierto, que debería ofrecerle alguna recompensa en metálico si se salva. En caso contrario debe dársela a su familia. Tiene que pensar detenidamente en este extremo y calcular la cantidad oportuna; ni más ni menos de lo que moralmente deba hacerse.) La Policía le ha citado a las seis para someterle varias fotografías y para pedirle datos sobre algunos obreros que trabajaron en el taller y sobre otros a los que todavía tiene empleados. Se ha citado asimismo con el contable, pues sus ocupaciones son tan agobiadoras y él tan distraído, que no conoce a muchos de sus empleados y no desearía hacer el ridículo ante las autoridades.

En este instante recuerda que su mujer iba a comprar las entradas para ver esa película de que tanto le ha hablado y que los diarios anuncian a media plana. Duda antes de preguntárselo. Le será imposible acompañarla, aunque a última hora podría ir. Pero no siendo numerada la sesión del sábado…

—¿Has sacado las entradas para esta tarde o para mañana?

Ella levanta la cabeza del plato y le mira rencorosa:

—Para esta tarde, naturalmente.
—Es que a las seis me han citado en la policía; puedes ir tu sola; o invitar a Marianita.
—De ninguna manera. Me quedaré en casa. No disimules; ya sé que estás convencido de que cuando tú tienes trabajo, mi deber es quedarme en casa, aburriéndome. No temas; sé que es eso lo que te gusta y lo haré. Puedes irte tranquilo a la policía o donde quieras.
—No, mujer. Creo que es preferible que invites a alguna amiga, y de esta forma no desperdiciarás las entradas esas.
—No tengo humor para irme al cine; me quedaré leyendo o haciendo labor. No te preocupes por mí y haz lo que tengas que hacer.

Ha sido una gran suerte que José Mateo no entregara la cartera al atracador. Ese intermedio de la lucha dio lugar a que, si es cierto que todo el mundo salió corriendo en cuanto vieron el arma y oyeron los disparos, unos cuantos ciudadanos conscientes de su deber reaccionaron amenazando al atracador. Parece que fue el hijo de un comerciante de los alrededores, un honrado tabernero, quien, animado por su padre, salió y cogió la cartera mientras los hombres luchaban; dicen que estaba tirada en la acera, y que la retiró de allí. El atracador, a la llegada de los guardias, tampoco pudo perder tiempo en buscarla ni en amenazar a los que estaban más próximos. Uno de los guardias se hizo cargo del dinero inmediatamente. Menos mal que no ha faltado ni una sola peseta. No está seguro y tendrá que consultarlo; pero es posible que en estos casos sea costumbre dar una propina, bueno, una recompensa, a los guardias. Claro que para esos servicios se pagan los impuestos; pero si es preciso dar algunas pesetas, no va a quedar mal por eso. Ha sido una suerte que por los alrededores se encontrase una pareja, porque de otra forma era de temer que el atracador, extremando las amenazas, recuperara la cartera con el dinero.

No tiene apetito y come maquinalmente, por costumbre, pues está obsesionado por cuanto ha ocurrido esta mañana, y los problemas que acarreará. Además ahí está, quizá muerto ya, su empleado. Y no se ha acordado de preguntar al contable o al abogado si la indemnización y los gastos del herido, o eventual difunto, correrán a cargo del seguro o si el caso está al descubierto. Porque si los gastos y la indemnización son de cuenta del seguro, bastará con que él entregue al empleado una cantidad más bien simbólica. Unas dos mil pesetas, por ejemplo. Claro que dos mil pesetas son una miseria para recompensar a un hombre que ha arriesgado su vida o para indemnizar a unos padres que perdieron a un hijo. Debería entregarle algo más. Cinco mil pesetas estarían bien. Hay que considerar que son casi un cinco por ciento del dinero salvado y que, si el seguro satisface la indemnización legal, cinco mil pesetas ya son una buena recompensa. Y es corriente que el Gobernador ofrezca una suma en metálico; y hace muy bien, porque el gesto de defenderse de un atraco, aun arriesgando la vida, es de orden cívico. Mateo, en este instante, tiene ganada una categoría que afecta a la ciudad entera, a la humanidad inclusive. No es solamente el hombre que se arriesga por defender unas pesetas, a pesar de que esas pesetas representen los jornales de sus compañeros de trabajo, de sus hermanos casi, es el ciudadano ejemplar que lucha al descubierto para que los malvados, los asesinos y ladrones no perturben la vida de las personas decentes, honradas y dignas, sean patronos como él u obreros como aquellos a quienes los salarios iban destinados. Y eso deben tenerlo en cuenta las autoridades, y a ellas compete el recompensar al ciudadano José Mateo, a quien, además, deberían entregar alguna medalla de ésas.

Se ha exaltado con estos pensamientos y olvidado, por un instante, que está enfadado con su mujer.

—He pensado que tendré que hacer un donativo a ese muchacho o a sus padres, en caso de que él falleciera.
—¡Naturalmente! ¿Ahora se te ocurre esa tontería? Eso es lo primero que deberías haber hecho; y decirlo públicamente para que aparezca en los periódicos.
—Pero estoy dudando sobre qué se acostumbrará a hacer en estos casos; cuál es la cantidad que precisamente debo dedicar a esa atención humanitaria.
—Una suma grande. Veinte mil duros, por ejemplo. Eso te daría categoría.
—¿Veinte mil duros? ¡Tú estás loca! Para darle yo veinte mil duros no era necesario que se hubiera defendido. ¿No comprendes que en la cartera no había más que ciento veinticinco mil pesetas? Con lo que suban los gastos y una cosa y otra… Esa cifra es una locura. Porque en ese caso era preferible que hubiera entregado la cartera, y que después se hubiera encargado la policía de perseguir al atracador. Seguramente se habría recuperado más dinero aún. Tú no comprendes estas cosas; ha de ser algo así como del orden de las cinco mil pesetas.
—¡Qué mezquindad la tuya! ¡Un empleado que arriesga la vida por salvar tu dinero, que tal vez haya muerto, y querer pagar eso con cinco mil pesetas! Ésa es la cantidad que te costó esa maquinucha para moler azúcar y hervir café que te hiciste traer de América para epatar a tus amigos. ¡No sé cómo puede ocurrírsete semejante cosa! Haremos el ridículo delante de todo el mundo. Y si se muere, ¿pretenderás pagar a los padres la vida de su hijo con cinco mil pesetas? ¡Vamos, hombre, tú has perdido el juicio!
—¡Tú lo has perdido! ¿Sabes acaso que tengo asegurados a todos los que trabajan conmigo? ¿Sabes que si muere, los padres cobrarán algo, no se cuánto, pero algo? ¿Sabes que el Gobernador dará a quien corresponda una recompensa en metálico por el gesto cívico? Mira, en el mejor de los casos no estoy dispuesto a que la recompensa exceda de las doce mil quinientas pesetas. Es el diez por ciento de lo salvado y creo que ya está bien. Y además, ¿quieres que te diga una cosa? Todo esto no se puede pagar con dinero, y es una mezquindad pretender que con dinero se puedan comprar gestos tan hermosos como éste…
—Yo, repito, le daría veinte mil duros por lo menos, y quedaría como un señor; todo el mundo lo comentaría elogiosamente.
—¿Pero es que tú te crees que soy multimillonario? Estoy dispuesto a dárselos si te ves capaz de ahorrar esa suma de los gastos anuales de la casa y tuyos. O mejor aún, si vendes tu collar, que bien te darán por él la mitad de esa cantidad. La otra mitad la pongo yo. Anda, a ver si eres capaz. ¡Ya que te sientes tan generosa!…
—¡Vaya una tontería! Yo no tengo nada que ver con ese hombre; ni siquiera le conozco. Es a ti a quien te ha salvado el dinero, y es además un empleado tuyo y no mío.
—¡Claro! Me ha salvado veinticinco mil duros y yo le voy a regalar veinte mil. ¡Bonito asunto! Y terminemos la discusión, que me parece estúpida. Estas cosas no se pagan con dinero, no lo olvides; su mejor recompensa es el agradecimiento y el apreciar el valor espiritual de los gestos. Conozco bien a mis empleados y sé lo que tengo que hacer con José Mateo, un caballero y un excelente subordinado.

Ella se ha desentendido y calla. Todas las pieles colgantes de su cuello se van serenando. Mira displicentemente hacia la ventana y levanta el mentón, mientras la falsa Berta retira los platos y sirve el postre. Él se ha calmado un tanto y comienza a temer haberse mostrado excesivamente duro. Cuando la camarera desaparece por la puerta, vuelve a hablar, pero esta vez, con menos acritud.

—Sí; los grandes gestos como éste no se pagan con dinero. Eso no han de perderlo de vista los ricos que suponen que los pobres carecen de dignidad. Deseo, eso sí, entregarle una suma que será como un regalo, como una pequeña atención, pero nada más. Al seguro y a las leyes compete saber cuánto le corresponde en el aspecto legal. ¿Crees acaso que me dieron algo por haber tenido escondido durante la guerra a Mossén Bertrán? No me dieron nada. Y al final, ni siquiera tenía dinero para pagarse la comida; y muy caras costaban entonces las patatas y todo lo que se compraba… Y bien, ¿le reclamé yo después alguna cosa? Y conste que su familia es bastante rica, bastante más de lo que yo lo era entonces.

Toma el postre apresuradamente. Su esposa, como siempre, en vez de colaborar para aclararle las ideas, le causa el efecto contrario. Ahora no sabe lo que debe hacer, ni qué estará bien o mal hecho. Antes de hablar con ella le parecía justo y correcto entregar a su empleado, o a sus familiares, una suma de cinco mil pesetas; ahora ya no sabe nada de nada. Su mujer todo lo tergiversa y lo confunde; malgastadora como es, pretende generosidades absurdas, ridículas. Pero de su dinero, de sus joyas, de lo de su casa, no habla de soltar ni un céntimo. Y además pierde de vista algo esencial: que el dinero no es lo principal en esta vida, que lo importante son los gestos y los valores espirituales.

Cuando arranca el coche, se olvida de que hasta las seis no tiene realmente gran cosa que hacer. Sin embargo, y como los obreros trabajan también esta tarde, se dirige a la fábrica. Después de arrancar recuerda que ha de ir al hospital a visitar al herido. Está tan preocupado que se le olvidan cosas esenciales como ésta, y es que tras la discusión con su esposa, en el fondo de su subconsciente, la figura de José Mateo casi se le está haciendo antipática. Lucha, sin embargo, contra esta sensación y procura fijar en la memoria el propósito de ir al hospital sin falta hacia las cinco o cinco y media.

Es imposible; mientras las cosas vayan como van, mientras haya individuos que prefieran robar a trabajar, la sociedad está perdida. Es monstruoso el hecho de que un malvado pretenda apoderarse de ciento veinticinco mil pesetas que cuestan tantísimo ganar y que, precisamente en este caso, ni siquiera eran propiedad privada. Representan el alimento de ochenta familias; ochenta honradas familias de empleados y trabajadores. Ocurre que la policía es demasiado blanda con los delincuentes; habría que fusilar a todo el que roba, a todo el que se apodera de lo que no es suyo.



EL policía acaba de marcharse, pero le ha citado para más tarde en Jefatura. Su hijo ha tenido que sustituirle en el mostrador. Se sienta un instante porque está cansado. Lleva varias horas repitiendo el mismo disco: «Me había fijado en el tipo. Era joven y no mal parecido. Le faltaba parte de un dedo de la mano izquierda y procuraba esconderlo. Pidió un vaso de vino y espiaba la calle. Iba bien vestido, pero sorprendí algo en su aspecto que me desagradó».

En el primer instante lo ha comentado con los que han presenciado el hecho; después con los curiosos, los clientes y los vecinos. Ahora con el agente. Si tarda un minuto más en ponerse en pie, le hubiera pegado un botellazo en la cabeza y desarmado inmediatamente. Pero el atracador le ha encañonado con la pistola, y contra un arma de fuego no hay defensa; el chófer y Paco, el lampista, también han retrocedido. No se pueden gastar bromas cuando se tiene un cañón mirándote con su ojo negro… En fin, se ha escapado, pero caerá.

Los guardias llegaron corriendo, y aunque les auparon sobre la tapia, el otro se las había pirado ya. Uno de los guardias cree que le acertó. Y el policía ha dicho que un taxista que se vio forzado a conducirlo bajo amenaza aseguraba que iba herido y que le ha manchado de sangre toda la tapicería del asiento. Si está realmente herido, no tiene escapatoria. Le cazarán, a pesar de que, por lo visto, todavía no le han identificado.

A él ya no le interesa el asunto; si acaso, porque ha resultado injustamente herido ese pobre muchacho, un empleado de la industria que no tenía culpa de nada. No hay derecho a eso, a disparar contra un pobre empleado, y por cierto valiente. Primero ha creído que estaba muerto; pero por lo visto las heridas, aunque graves, no son por suerte mortales. Si no llega a ser por eso, él no interviene. Evitar el atraco, desde luego, es un deber cívico; pero de perseguir al atracador y de encontrarlo, que se encarguen el dueño del dinero y la policía, que para eso cobra. Pero ha herido a un empleado, a un desgraciado que cumplía con su deber.

Ha sido su hijo quien ha recuperado la cartera. Había en ella ciento veinticinco mil pesetas. Luego se la ha entregado a un guardia; pero él, delante de testigos, ha obligado a que se contara el dinero y que le firmara un recibo. Conoce muy bien sus obligaciones, pero también sus derechos. No le interesa ese dinero, que probablemente le hacía más falta al atracador que al dueño, pero la ley es la ley.

Si no fuera porque el médico le ha prohibido fumar, lo haría de buena gana; está nervioso. «Entonces yo fui y llamé a mi chico. Paco, el lampista, estaba muy cerca, y el chófer de un camión, a quien no conozco, venía con una herramienta en la mano. Yo cogí una botella por el cuello. Fue entonces cuando sonaron dos disparos…»

Está cansado y le duele el estómago. Retira la botella de coñac con que ha invitado al agente. «Mi chico fue tan rápido, que el atracador ni siquiera se dio cuenta de que había recogido la cartera con el dinero. Yo entonces, me crucé en la puerta con la botella, decidido a lo que fuese». Se levanta y va otra vez hacia el mostrador. Hay unos clientes que todavía comentan el hecho que ha conmovido a la barriada. Frecuentemente llegan hasta el mostrador noticias contradictorias; y casi siempre falsas. Entonces él tiene que comenzar de nuevo: «¡Qué me va a contar a mí! El tipo entró aquí a beber un vaso de vino; era joven y no mal parecido. Estaba ahí, donde usted está ahora mismo. Le faltaba un dedo de la mano izquierda, bueno, parte de él. Trataba de esconderlo. Vestía bien, pero había algo en su aspecto que me desagradaba. Espiaba la calle continuamente, y se le notaba nervioso. Pagó religiosamente un vaso de Alella que se tomó».

—Papá, ¿ha dicho algo importante el de la «poli»?
—No, hijo. ¡Qué iba a decir! Soy yo quien ha tenido que explicárselo todo de pe a pa. Por la tarde tengo que ir a ver si conseguimos identificar a ese pobre desgraciado. Soy el único que le ha visto bien.

Uno de los clientes, que toma una barreja, tercia en la conversación:

—Anda que el tipo ese, el dueño de la fábrica, ya les dará una buena recompensa; al fin y al cabo ha sido el chico quien le ha salvado la pasta…
—Hasta el momento, ni las gracias nos han dado siquiera. Y fíjate que si el atracador se da cuenta, le hubiese disparado como al otro. Pues ya ves, ni las gracias.
—¡Valiente puerco!
—Mira, Andrés, ¿sabes lo que te digo? Que esas cosas se hacen porque sí, porque es el deber de los hombres de bien. Ya estás enterado de cómo pienso yo, y que a fin de cuentas tan malo me parece casi el uno como el otro. Pero la razón, por esta vez, estaba de parte del burgués; y más que nada, en contra del atracador que disparaba cobardemente sobre un hombre indefenso que cumplía con su deber. El cerdo ese, que se guarde el dinero donde le quepa; yo te digo que mi hijo no se ha arriesgado por salvarle el dinero, sino por principios.

El hijo pone una cara compungida. Cuando se ha lanzado arriesgadamente a por la cartera por la cual luchaban a muerte dos hombres, no ha pensado en nada. Pero ahora opina que no le vendría mal una recompensa; podría por ejemplo, comprarse una bicicleta. El dueño de las ciento veinticinco mil pesetas no ha arriesgado nada y debe de tener un estupendo automóvil. Pero su padre es así, y, seguramente, si le ofrecen una cantidad, la rechazará. Su padre es orgulloso y raro; por eso le van mal las cosas.

—Esa gente no da nada; se creen que los demás estamos aquí para servirles, para defenderles su dinero. Te aseguro que si yo presencio un atraco, no me pongo al lado de nadie. ¡Que se arreglen ellos y los guardias!
—Pero Andrés… ¿no te he dicho que hirió al que llevaba el dinero? Un hombre como tú y como yo. Además, no sé quedarme con los brazos cruzados cuando veo un abuso o una injusticia. ¿Sabes lo que te digo? Que cada cual es como es y que yo estoy con la ley.
—¿Y tú crees que el dueño de la fábrica ha ganado el dinero ese cumpliendo las leyes? ¿Tú crees que se puede ser rico honradamente?
—Mira… no tengo ganas de discutir. Todo eso es otra cuestión. En esos momentos no se piensa, y si se piensa demasiado, no se actúa. Yo veo un tipo pistola en mano que quiere robarle a otro; mi deber es impedirlo, si puedo.

Le molesta esta conversación; no le gusta tratar de ciertos temas. Ha obrado con arreglo a su conciencia, pero sabe que hay algo en el mundo que no funciona bien, y a veces, la conciencia misma le vacila. Cree que debe perseguirse implacablemente al atracador, pero tampoco le disgustaría, ya que la ocasión parece propicia, que se investigue de dónde ha salido la rápida fortuna del dueño de la industria. No le conoce personalmente, pero está enterado, por rumores que circulan en el barrio, de que antes de la guerra era un pelagatos y ahora es millonario. Si el Gobernador o alguien le llama para felicitarle por su gesto y el de su hijo, tal vez se atreva a insinuárselo; aunque sabe que no le harán caso. Esta tarde irá a la policía y le obligarán a repetir la misma historia. «Entonces se encaramó a la tapia, el chófer cogió una piedra y se la arrojó con mucha fuerza. Uno de los guardias disparó instantes después, y casi estoy seguro de que le tocó…» Después le enseñarán retratos y más retratos; más de uno le parecerá el del atracador. Si le viera, le reconocería en seguida; además, el detalle del dedo es infalible. Preferiría no identificarle; al fin y al cabo, es cierto. Que se arreglen los que cobran por esos menesteres: los guardias, la policía, la justicia. ¡Ojalá que entre las fotografías que le enseñen no esté la del atracador! Aunque… ha herido al otro, a un hombre que iba desarmado y que no hacía más que defender un dinero que le habían encomendado. Un tipo valiente y resuelto. Si el atracador no dispara, desde luego no se les escapa. Decididamente, colaborará con la policía; no por causa del dinero del burgués, sino por el muchacho al cual han herido. Hay que ser duro con los duros.

Y ni siquiera le han dado las gracias; ni a él ni a su hijo que se ha jugado la vida. No merecerían nada, no merecían que se les defendiera. Son los mismos que en la guerra dejaron que otros les sacaran las castañas del fuego. Si le llama el Gobernador, se lo dirá; le dirá que está harto de lo que pasa, que está harto de explotadores. O tal vez le dirá solamente que a ver si tiene influencia para que pavimente esta calle, que cuando no llueve es un depósito de polvo, y cuando cae agua, de barro. Pero son tonterías; nadie les llamará, nadie les recompensará. Los rojos del barrio, que están siempre de parte de los atracadores, le tomarán el pelo, como cuando él intentaba hacerles creer, en los años cuarenta, que todo iba a cambiar, y que se nivelarían las clases sociales. Sí, también entonces le tomaron el pelo. En este barrio, por lo menos, hay que reconocer que la razón estaba de su parte.

(Continuará...)

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