Fernando Morote

La Procesión de Taytacha de los Temblores (1927)-José Sabogal
Lo que más me gusta de una mujer son sus pechos. Y de sus pechos, los pezones. Tienen éstos vida propia, existen independientemente del resto de la glándula, y cuando se encuentran escondidos o no están por lo menos insinuados debajo de la blusa, es posible que un par de buenas tetas pase completamente desapercibido.
En todo caso, no he hallado hasta ahora nada más incómodo que hojear una revista de calatas mientras me cortan el pelo. Muchas veces, en momentos como ésos, por motivos que sólo un psiquiatra podría explicar, decido arruinar mi estado de ánimo. Me acuerdo del tamaño ridículo de los monumentos erigidos en homenaje a nuestros héroes, mártires y artistas. Constato que guardan exacta proporción con la admiración y el respeto que sentimos por ellos. Reflexiono sobre por qué algunos distritos de Lima no se pueden llamar simplemente La Ciénaga, La Chacra, Los Chorros, La Ventana, El Surco, El Balcón, o lo que sea. Por fuerza tienen que llamarse Cieneguilla, Chacarilla, Chorrillos, Ventanilla, Surquillo, Balconcillo. Sin duda nuestro amor por lo poco y lo chico no tiene límites.
Concluyo que para lograr el profundo y sincero acercamiento con las personas o las cosas amadas es indispensable alejarse de ellas. Entonces viajo sin planificación previa. Puedo combinar taxi, avión y motocar o colectivo, bus y triciclo. No me molestan los trayectos demoledores con tal de estar a solas conmigo mismo. Lloro en los terminales al ver los miserables artefactos que a veces abordo. Salto como trapecista en cada bache. Me convenzo de que el progreso de un país se refleja en el estado de sus pistas.
El bus ataca una curva ciega al filo de una escarpada pendiente. Se detiene y calcula. Necesita tomar distancia para realizar una maniobra en retroceso. Me aflora la cobardía. El vacío del precipicio bajo mi ventana es insondable. Algunos pasajeros comentan que en situaciones similares otros buses han caído irremediablemente al abismo. No parece importarles. Estoy dispuesto a bajarme en medio de la trocha, sin dar explicaciones a nadie, y terminar el recorrido a pie. Me concentro en la visión del paisaje como espectáculo natural. Asombroso. Lejos de encontrar todo seco y árido, lo que descubro es verde, azul, blanco, amarillo. Pierdo el conocimiento ante tanta belleza. Antonio Raimondi tenía razón: “El Perú es un mendigo sentado en un banco de oro”.
Llego a la ciudad con la sensación de estar ingresando a un baño turco. O al infierno. Me siento molido. Le pregunto al taxista cuál es la avenida principal. Algo extrañado, casi enojado, me contesta que estamos justamente rodando sobre ella. Entonces el sorprendido soy yo. Todo el mundo se mueve en moto. Un niño de 8 años, sentado al borde de la vereda, abatido en un llanto inconsolable, se tapa la cara con las manos; a su lado yace una bandeja de plástico, volteada de cabeza al sol; más allá, regados por el piso, destruidos, aplastados, derretidos, los helados que seguramente está obligado a vender en el día. La tentación de ayudar me asola.
Este país parece una broma. Por eso nadie nos toma en serio. Nos tratan como animales y nosotros respondemos. El diálogo podría correr de la siguiente manera:
—Si de pronto sientes un empujón por la espalda, es que llegaste al Perú.
—Si Sudamérica fuera un distrito, el Perú sería un suburbio, el espacio marginal por donde nadie quiere pasar.
—Si Vallejo estuviera vivo, escribiría: “¡Ay, hermanos! ¿Por qué tenemos que vivir así?”.
Me alojo en un hotel de 3 estrellas. Con piscina, pero sin agua. Sobre la cama de mi habitación gira a toda velocidad un gigantesco ventilador de paleta. Por si las moscas, me acuesto boca abajo. Las consecuencias de un desprendimiento accidental en una de las hélices podría ser fatal para mis aspiraciones nocturnas.
Me zumba la cabeza. A pesar de la fatiga, no puedo conciliar el sueño. Para arrullarme, pongo la televisión. Sólo programas bolivianos en el cable. Enciendo la radio. Escucho el estruendo de un poderoso chorro de agua. No soy el único desvelado en el lugar. Fijo la vista en la ventana. Veo que, en mi estado mental, no soy capaz de diferenciar la ducha de una lluvia torrencial. Mil ideas y predicciones desastrosas infectan mi cerebro. Nunca he confiado en el sistema de Defensa Civil. Empiezo a considerar la firmeza y seguridad de la construcción. Me quedo dormido con un padrenuestro en los labios. Al despertar, la precipitación continúa. Me levanto y corro a constatar los daños. Nada fuera de lo normal ha sucedido. No veo cuerpos flotando ni botes circulando por las calles de la ciudad. ¿Y ese ruido espantoso que escuché toda la noche, haciéndome temer inundaciones y aislamiento indefinido a causa de la furiosa naturaleza? La sombra circular del aparato en una esquina de la habitación atrae mi atención. No es más que el ventilador de pie, soplando sin cesar en el máximo nivel. Entiendo ahora por qué tengo la espalda quebrada de escalofríos.
Después de una reconstituyente tina caliente, bajo con el deseo de tomar un desayuno frugal. Pido 4 tostadas con mermelada de fresa, un jugo de naranja y una taza de café con leche. El mesero se disculpa sin ceremonia:
—Sólo tenemos plátanos, yucas, pescados, sopas…, señor.
Ante la elocuencia de mis gestos, el administrador sale corriendo en busca de ayuda. La dueña del negocio vecino se toma la molestia de conseguir un tarro de leche y algunos panes franceses, no sin antes generar una auténtica revolución de impotencia y desesperación en la cuadra. El Código Penal de 1924 declaraba en su introducción que el Perú era un país habitado por hombres civilizados, semi-civilizados y seres en estado salvaje. Es obvio que, a la fecha, dicho código no ha perdido vigencia. Si hubiera que actualizarlo debería afirmar que el número de salvajes ha superado con creces el de los otros.
Camino despacio hacia el litoral, a pescar un poco de aire fresco. Noto, sin sorprenderme, que a la gente le alucinan mis zapatillas amarillas, estampadas con margaritas y girasoles de colores. A lo mejor porque no combinan bien con mi saco de paño a cuadros verdes y marrones. Llego hasta la mitad del muelle. Todo es simple y puro en este lugar de ensueño: la bahía, el mar, la playa, el sol, las embarcaciones, los pescadores, el viento, las aves. Repentinamente inicio una conversación con el océano. Mi espíritu de pronto se siente hinchado de emoción. El mar me escucha, se mueve, me calma. Hablar con el mar es una terapia de relajación para enajenados. Es como conversar con Dios.
Entonces un hombre pasa a mi lado y tira un gran pedazo de papel al suelo. Es innegable que el país arde en mediocridad. Las cosas aquí no se arreglan con plata sino con educación.
Busco un restaurante bonito para comer un almuerzo rico. Encuentro uno de mariscos en la avenida principal. El cartel de la entrada dice “barrestaurant”, pero resulta claro que es mucho más bar que restaurant. Ocupo una mesa pegada a la ventana. Desde allí observo el panorama urbano. Por esas cosas que aprendí de niño, le pido al mozo que me tome una foto. El mozo me pregunta si cobro o pago por ello. Detalle que me mueve a reflexión. El turismo está creciendo. Pero es preciso estar preparados. Primero debemos aprender qué es un turista, cuál es el propósito del turismo. Somos vírgenes en la materia. Empecemos por bañarnos. Decir “por favor” no sería mala idea. Podríamos incluso respetar las señales de tránsito. No tirar papeles en la calle también ayudaría. Y no mear en las esquinas realmente sería prodigioso. Hablar bien nuestro propio idioma, sin duda serviría. Ser condescendientes con el prójimo, lo mismo. Hay que estar dispuestos a explotar el turismo, no al turista.
Al final, pese al anuncio de menú marino, sólo tienen bistec y ensalada (el hecho me hace recordar la pizzería aquella a la que llegué a las once de la noche, años atrás, y terminé comiendo cau-cau porque era lo único que preparaban). Sinceramente no puedo reconocer de qué animal es la carne. Y el tomate, sin hesitaciones lo declaro, se siente extremadamente manoseado.
Dos hombres entran al local. Parece un efusivo reencuentro tras larga ausencia. Chocan barrigas en un abrazo fraternal. Su modo de hablar constituye un enigma para cualquiera. Deduzco que preguntan y cuentan cosas sobre sus vidas, esposas, hijos, trabajos.
Vuelvo a echar un vistazo por la ventana. Observo la plaza de armas. Todo aparece sucio, derruido o abandonado. El público escucha con atención el perifoneo de las actividades nocturnas. Para despistarme, el mozo me alcanza un periódico local. No trae información cultural. El editorial clama por la implementación de una biblioteca pública.
Desarrollar y elevar el nivel de la educación en un país como el Perú no implica solamente erradicar el analfabetismo sino fundamentalmente hacer más lúcidos a los alfabetos. ¿Qué haríamos si todos tuviéramos plata, pero el país siguiera plagado de ignorantes, tramposos y egoístas? Sólo la educación puede transformar la mente y el corazón del hombre. Y no cualquier educación sino aquella que verdaderamente crea y forma hábitos basados en valores y principios espirituales. Lo único pobre que tenemos en el Perú es nuestra mentalidad, nuestro espíritu. De allí se explica nuestra pobreza material. Tenemos que sobrevivir a nuestra cultura del “ya qué chucha”. Debemos aprender a corregir nuestros errores en los pequeños detalles. Porque en ellos radica la esencia del amor.
Antes de volver al hotel hago una parada obligada en el burdel. No me interesa que, con mi bolsa de cuero al hombro y mis sobres de papel en la mano, las anfitrionas del establecimiento crean que soy el nuevo cartero del pueblo. Entiendo que hacer cola es un verdadero fenómeno social. Estoy seguro de que las putas locales ganarían mejores sueldos como atracción en un Castillo del Terror o curiosidad en un Palacio de la Risa de otra urbe más cosmopolita.
Después de un ardoroso debate conmigo mismo, abandono el lugar libre de polvo, pero no de paja.
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