Las Bellas Extranjeras (VIII)

Mircea Cărtărescu



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CUANDO REGRESAMOS A LA PENSIÓN, muertos de hambre y tiesos de frío, nos vino Dios a ver. Nos arrellanamos en los blandos sillones, tapizados con unas telas maravillosas, y comenzamos a roer las galletas del cuenco que había sobre la mesa. Devoramos hasta la última miga antes de pasar a los caramelos de menta que había en otro cuenquito. En mi vida he comido más caramelos de menta. En la mesita entre Mury y yo se acumuló un montoncillo de envoltorios de celofán que se abrían con lentitud, de forma fascinante, restallando de vez en cuando en una especie de ballet inefable. Contemplábamos la montaña de celofanes movedizos como hipnotizados, incapaces de decir nada. ¡Qué locura de día! Cassoulet , decorados, comida rumana, todo nos daba vueltas en la cabeza, se mezclaba con el Tokay dulce como la miel y con los caramelos de menta. Nos arrastramos a nuestras habitaciones atestadas de tapetes y de figuras de porcelana y nos dejamos caer en nuestras camas antiguas, que olían a lavanda. Soñé mucho aquella noche, pero no os voy a contar con qué, porque no me dejan los críticos literarios. Al parecer, dicen que ya hay demasiado onirismo en mis libros. Y también demasiadas páginas con elucubraciones filosóficas.

Me gusta con locura la palabra «elucubraciones» que los críticos, sobre todo los más jóvenes y faltos de carácter, aplican a menudo a mis libros. Gracias a ellos he descubierto que en mis pobres libros existen infinitas páginas llenas de «elucubraciones», escritas en una jerga cargada de neologismos de la que nadie entiende nada. Sin embargo, dicen ellos, tal vez se podría entender algo si mis ideas se resumieran en una sola frase —bueno, dos—, breves y concisas. Pero yo, dale que te pego, solo escribo ladrillos de mil páginas que necesitan mucho relleno. Esas elucubraciones son sobre religión, un ámbito, ya se sabe, sin el más mínimo interés (¿la Biblia? Un libro para viejas beatas, eso es lo que es), sobre física cuántica (¿en una novela? En Las edades de Lulú no se dice ni pío sobre las diferentes fases cuánticas ni sobre las ecuaciones nolineales y aún así la chica ganó premios a espuertas), sobre las sustancias neurotransmisoras del cerebro y otras vaguedades. Castigado en el rincón, he pensado que al fin y al cabo tal vez tengan razón. ¡Nunca se sabe! Quizá el joven que ataca a Hesse y García Márquez en los blogs —porque no le suenan actuales— tenga otras necesidades, historias simples, vigorosas, de mete-saca sin muchas elucubraciones ni antes ni después… Recuerdo que en un relato de Ilf y Petrov dos policías detienen a un tipo, lo atan a la cama y lo muelen a palos. Entre tanto, él aprieta los dientes y piensa: «¿Quién sabe? Tal vez tenga que ser así, tal vez contemplado desde un punto más elevado, todo cobre otro significado. Tal vez deban golpearme por el bien de la sociedad…». Cualquier autor que haya dejado atrás la juventud piensa así: espera un momento, ¿acaso soy contemporáneo de estos chavales? ¿Les dice algo lo que yo escribo? ¿Y si entre tanto la literatura se ha transformado y yo sigo con mis antiguallas? ¿Y si ellos tuvieran razón? El crítico que me aconseja, condescendiente, que abandone mis trucos vetustos me parece un tanto rudo y un bocazas, pero tal vez deba ser así, tal vez así sean ellos ahora. Tal vez la gente se haya saturado de los cultos esos que escriben bien. Si él encuentra elucubraciones en mis páginas, eso significa que las hay. Qué diantre, ¿no decía incluso Borges que es una estupidez escribir libros largos si los puedes reducir a un resumen de unas pocas páginas? Algún día sacaré una edición de Cegador de tan solo treinta y siete páginas , reducida a la historia inicial, sin elucubración alguna y encima profusamente ilustrada. Resulta que son esos los libros que van a enfrentarse al paso del tiempo. O, aún mejor, una edición de unas cuantas líneas, en la que se muestre cómo una trabajadora, María, da a luz a unos gemelos. Uno de ellos, Mircea, vive en Bucarest durante la época comunista, se ve afectado por la influencia de un borracho, Herman, que de vez en cuando delira de manera ininteligible, está a punto de ser violado por un compañero y luego vagabundea de acá para allá hasta que lo pilla la revolución. El otro, Victor, es raptado de niño y llevado a Ámsterdam, donde crece en un ambiente de promiscuidad para acabar ingresando en la Legión Extranjera. Los dos se encuentran en Bucarest durante la revolución rumana y… sobreviene el fin del mundo. Como dijo aquel, less is more .

Por la mañana nos subimos al tren, regresamos, cubiertos de gloria, a París, y nos dirigimos de nuevo a nuestro conocido hotel parisino del boulevard Raspail. Era como si no nos hubiéramos ido. En mi habitación rojiza me esperaban el televisor colgado en el techo, la cama cubierta por una pesada colcha granate a rayas, el caramelo de la almohada (también de menta, maldita sea, el estómago se me encogió irremediablemente en cuanto lo vi) y la maleta abierta en la página… perdón, la maleta abierta en tres camisas y dos jerséis, algunos de los cuales los viste ahora vete a saber qué mozo de Otopeni. Eran más o menos las doce, el sol había aparecido milagrosamente después de tanta negrura, así que también yo salí de mis aposentos arrastrado por la única hambre verdadera que existe en este mundo: la de después de una cena tradicional rumana en los Pirineos. Lo demás son copias pálidas que no merecen ser recordadas siquiera.

En el vestíbulo me encontré con toda la panda, dispuesta a caminar por la ciudad y, sobre todo, a buscar un restaurante decente. No podía decirse que a los chicos —y a las distinguidas señoras— les hubiera ido demasiado bien tampoco. El pobre George Crăciun se había enriquecido con una gripe terrible mientras volaba a Córcega; Florin se había roto la nariz al rodar por las escaleras del hotel; Agop parecía cada vez más pequeño (o bien Cristina cada vez más alta) y los demás, aunque intactos, parecían muertos de cansancio. Habían escarbado todos los rincones de Francia, habían actuado en todos los escenarios del Hexágono, habían asombrado a todas las parejas de ancianos inofensivos con la curiosa propiedad de los rumanos para hablar su lengua. En fin, eran tan solo la sombra de los que, apenas una semana antes, habían partido para la anexión cultural y literaria del vasto territorio dominado entonces por el marido de Carla Bruni. Antes de nada, una de las señoras que nos acompañaba nos reunió para comunicarnos el programa que nos esperaba. Por lo que a mí se refería, tenía que viajar hasta Burdeos, esta vez con Agop, luego tenía que volver al sur, donde seguiría un encuentro con el público en Aix-enProvence, en compañía de Gabriela Adameşteanu y Ana Blandiana, y con este motivo visitaríamos la famosa ciudadela de Carcassonne. Finalmente, el apoteósico cierre parisino, con una lectura de versos de tres poetas, Letiţia Ilea, Mureşan y yo; otra lectura mía en una librería, algo en la RFI —una inocente participación en un programa de radio que se transformó, para mí, en la mayor catástrofe de este viaje, ya veréis cómo y de qué manera— y la recepción final, idéntica a la del comienzo, donde eran esperados los grandes capos de la amistad franco-rumana.

Interesante, nos dijimos entre rugidos de tripas.

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EL POETA LEONID DIMOV tituló uno de sus poemas más famosos «El baño. Una eternidad reiterativa». París era, en sí mismo, una realidad que parecía someterse al mito del eterno retorno. Vagabundeáramos todo lo que vagabundeáramos por Francia, al final siempre volvíamos a París, siempre al boulevard Raspail, siempre al hotel de habitaciones rojizas para tener un sitio del que partir de nuevo. Tal vez una inocente curiosidad o, por el contrario, una obsesión profunda, irreprimible, que no le deja dormir por las noches, le lleve a preguntarse quién demonios fue el Raspail ese, tantas veces mencionado en mi periplo francés. No seré tan cínico como para enviarle a la Wikipedia —no por otra cosa, pero está usted en un café, leyendo mi libro y probablemente no tenga Internet en el móvil— ni tampoco tan hipócrita como para hacerme pasar por un erudito universal. Ayer precisamente di con él mientras leía un libro sobre ecuaciones cuánticas. Hablaban de Évariste Galois, el genio y revolucionario matemático, nacido en París en mil ochocientos y pico, que a los veinte años fue arrestado por los monárquicos en las barricadas de la ciudad amotinada y que abandonó unos meses después la teoría matemática de grupos para practicar los asesinatos políticos, antes de caer abatido en un duelo «por una cortesana miserable». Cuando los esbirros reaccionarios lo atraparon, se encontraba encaramado a un montón de muebles y carros volcados junto al… biólogo François-Vincent Raspail, igualmente joven, igualmente revolucionario, pero que al cabo de unos años implantaría la teoría celular en biología. Ahora ya sabéis quién era Raspail, el que dio el nombre a nuestra calle y a nuestro hotel.

Pero… ¿qué quería decir yo con esto? Algo sobre Dimov, por eso he empezado con él. He conocido en la vida —puedo alardear de ello— a muchas personalidades que para los jóvenes de hoy en día no son sino nombres de la historia de la literatura. Sin embargo, puedo confesar que estaban vivos como ellos, «vestidos con ropa», como diría Nichita Stănescu. No sé cómo habría sido conocer a Eminescu, pero a él, naturalmente, también lo conocieron cientos y miles de personas a los que no les pareció nada del otro mundo, sobre todo porque en aquella época él no era Eminescu, sino un periodista más en el seno de una redacción. Pero habría podido conocer o, al menos ver, a Arghezi. Nuestras vidas se superpusieron durante un decenio. A Călinescu solo llegué a escucharlo. Tenía cinco años cuando mi padre me llevó a la inauguración de la Feria de Muestras junto a la Casa Scânteii. Se había arremolinado una muchedumbre y por los altavoces se oía una voz extraña que no olvidaré jamás. Aquella voz en falsete, artificial y grotesca, empezaba en un tono bajo, subía lentamente hasta hacerse estridente hacia la mitad de la frase y bajar de nuevo al final. La frase siguiente estaba compuesta también por subidas y bajadas y así continuamente. No entendía las palabras, pero me eché a reír por el tono de voz. Mi padre me soltó un pescozón mientras me decía: «¡No te rías, burro, que está hablando el gran George Călinescu!». Luego tuve la ocasión de conocer también —o al menos ver de pasada— a Şerban Cioculescu, Geo Bogza, Nichita Stănescu y Marin Preda. Ninguno de ellos era un ser alado; eran más bien unos hombres cansados y exprimidos de rostro ceniciento. Hace un par de años hablé largo y tendido con Vargas Llosa. Respondía a los cumplidos con un aire desolado: «Mais je suis si vieux… ». Viejo era también Gellu Naum cuando respiré, un par de veces, el mismo aire que él en la misma estancia, mientras pasamos penosamente el uno junto al otro; viejo era también Dimov.

Había acabado la carrera e iba a diario a enseñar rumano al final del barrio de Colentina. Para coger el tranvía en Ştefan cel Mare, donde vivía aún con mis padres, iba a pie hasta el hospital Colentina. Allí, caminando hacia mí desde Obor, me encontraba a menudo con un anciano que empujaba un cochecito en el que había una niña. El viejo tenía una larga barba canosa, amarilleada por el tabaco, que le llegaba hasta la cintura, parecía un patriarca o, incluso, nuestro bondadoso Señor. Llevaba siempre una camisa negra y un cordón rojo al cuello. Miraba distraído a su alrededor, con la córnea de los ojos amarilla, como alucinada por continuas visiones. El viejo me fascinaba. Antes de saber de quién se trataba, lo convertí en protagonista de uno de mis poemas. Su rostro inolvidable apareció en el umbral de la puerta de un apartamento del bloque ACR, en Obor, cuando fui por primera vez con Bogdan Lefter a conocer a Dimov. Entramos en uno de los espacios más sencillos en que he estado nunca: habitaciones casi vacías, una pobreza digna y limpia. Durante la mayor parte del tiempo, Dimov no participaba en la conversación, eran su esposa y su suegra las que hacían que la velada avanzara como era debido. Pero de vez en cuando Dimov abría la boca y hablaba. Lo que decía no tenía nada que ver con la conversación en curso. Eran viejos recuerdos, deformados por la lógica de la nostalgia y del sueño, tan rotundos y coherentes que bien podrían ser poemas ensartados como perlas en el hilo del silencio. En otra ocasión vi a Dimov en una iglesia, por Pascua, de hecho mi mirada se cruzó con la suya cuando el cura exclamó: «¡Venid y recibid la luz!». Dimov estaba allí, sobre un fondo de iconos relucientes. Sus ojos se abrían de par en par como si hubieran descubierto un misterio y en ellos brillaban la lucecitas de las velas que se pasaban el fuego unas a otras. La última vez que lo vi, en su casa, me pidió que le leyera un poema del libro que yo acababa de publicar. Empecé terriblemente azorado y, tras unos diez versos, me detuve: ¡era un poema de Dimov! La lectura fanática de sus poemas en la última época me había llevado a imitarlo de forma más que evidente. Levanté los ojos del libro y lo miré: sonreía. Desde aquel día dejé bruscamente de leerlo, aunque creo que no existe un gesto de admiración más solemne por parte de un discípulo. Como castigo, no volví a verlo nunca más.

Y ahora, en París, mientras nos dirigíamos en grupo hacia un restaurante argentino, con un viento violento que hacía crujir a los plátanos desnudos alineados a lo largo de los bulevares, pensaba que nosotros, los escritores adocenados de las Belles Étrangères, seríamos en algún momento, antes de lo que creemos, historia literaria como todos los que nos han precedido. Que los poetas más jóvenes de hoy en día, que dentro de unas décadas serán hombres maduros, se mostrarán orgullosos de habernos visto, al menos a algunos de nosotros, y dejarán testimonio de que existimos de verdad y de que éramos gente como ellos, vestidos con ropas normales. Entramos en calor con el olor a patatas cocidas del restaurante y, sentados a la mesa, brindando con el maravilloso vino tinto francés, me esforcé por grabar en mi mente, de la forma más concreta y detallada posible, a mis compañeros, a Florin y Cecilia, a Marta y a Mury, a Agop y a Gabriela, y a Simona, y a Dan y a todos los demás, para que mis nietos supieran qué aspecto tenían en aquel momento.

Luego vinieron los platos de ternera argentina que, para mis precarios dientes, resultaron ser enigmas irresolubles, así que me conformé solo con las patatas con crema agria, asadas en papel de aluminio.

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NUNCA ME HA SORPRENDIDO EL HECHO de que los rockeros lleven habitualmente una vida completamente descerebrada: no es la consecuencia ineludible de una naturaleza viciosa sino, antes bien, de las terribles presiones a que son sometidos cada día de su vida. El arte es un entorno sofocante desde muchos puntos de vista: la aterradora competitividad, el enfrentamiento contigo mismo, con el público, con tus compañeros de profesión y con la crítica —el arte es una guerra en la estás solo contra todos—, la necesidad inhumana de progresar continuamente, de sobrevivir continuamente ante tus propios ojos. Todo esto es suficiente para arrastrarte a la autodestrucción. El artista es una cinta de Moebius en la que por un lado desfila la cultura, la civilización, la educación superior, la humanidad omnicomprensiva y omnicompasiva y, por el otro, el sufrimiento, la locura, las tendencias destructivas y autodestructivas. Las dos caras discurren juntas, nadie las puede separar. Cuando tienes los recursos de una estrella del pop o del rock («the little faggot is a millionaire», como decían los Dire Straits) la tentación de utilizar sustancias estimulantes para resistir, estupefacientes para olvidar y la depravación total para engañar a tu cerebro, es enorme. La estrella del rock es, en cierto modo, un superhombre que puede resistir un estilo de vida criminal para la mayoría de nosotros. Pensad tan solo en las giras que realiza un año tras otro y que pueden suponer un concierto al día durante unos cuantos meses, cada noche en una ciudad distinta. Una vida en la carretera que te aísla socialmente, que te aturde, que hace que te sientas en un túnel ensordecedor de gente, eventos y locuras, en el que finalmente la más remota sombra de sentido se disipa por completo. Queda tan solo una desesperada necesidad de drogas: éxito, sexo, alcohol, heroína… Tal vez exista gente nacida para vivir así, con un hígado inmortal y heroico, pero yo estoy convencido de que entregaría mi alma al cabo de tres días.

Yo (que no me puedo comparar con ellos aunque haya deseado durante toda mi vida tocar la guitarra y aunque mi héroe sea John Lennon) siento que puedo, habitualmente, solucionar mis frustraciones sin recurrir a estimulantes o narcóticos. Entro una vez o dos al año en una devastadora crisis de paranoia (no me quiere nadie, todos están en mi contra, todos esperan de mí un paso equivocado para despedazarme), de depresión profunda o de insatisfacción total. Pero, incluso en el agujero más profundo, conservo la confianza en mi propia mente y sé que no debo, en esos momentos, hacer otra cosa que esperar a que pase. No me veo bebiendo para «ahogar mis penas». No lo hice siquiera cuando era un chaval, un poeta totalmente antibohemio, y no lo hago tampoco ahora. Solo me gusta beber con mis amigos, cuando quedamos alguna noche. Tampoco soy tan aventurero como para probar otras experiencias (he vivido todo lo que se puede vivir, e incluso lo que no se puede, en el espacio protector de la imaginación). Pero esta gira francesa, que se prolongó durante más de dos semanas, casi acaba conmigo. Al cabo de diez días estaba muerto de cansancio, disgustado, exasperado. No podía más. Como diría el narrador de Mateiu Caragiale, «esta vez me han vencido». Y no porque, como él, me hubiera hundido «en la bebida, en el vicio, en el juego» sino porque estaba lejos de casa, fuera de mi amado caparazón, obligado a encontrarme con miles de personas al día, a sonreír y a estrechar manos, a «socializarme» hasta el vómito, yo, un hombre que, si fuera posible vivir siguiendo los deseos del corazón, viviría toda su vida encerrado en mi casa. Desde hacía unos días me preguntaba una y otra vez: ¿qué estoy haciendo aquí? ¿Qué locura es esta? ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? La única droga que, sin embargo, me permití aquellas noches interminables, tras encerrarme en mi habitación de la pensión o del hotel, fue la edición en inglés de Lolita de Nabokov que llevé conmigo a todas partes y que leí noche tras noche, con la televisión encendida y las ventanas de la habitación del hotel llenas de flores de hielo, mientras mis compañeros vociferaban en el pasillo, deseándose buenas noches…

Hacía algo más cada noche. Como buen rumano que soy, vaciaba el dinero de mis bolsillos y lo contaba. Nuestro pequeño honorario, que no era de hecho un honorario sino el dinero correspondiente a los fragmentos publicados en la antología Belles Ètrangères , nos había sido entregado en traveller’s checks que teníamos que cambiar en las casas de cambio. Yo había procurado no tocar los cheques porque había traído unos euros de casa y vivía de ellos. Así que contaba, noche tras noche, el dinero, recordando las infinitas becas y viajes en los que había ahorrado hasta el último céntimo para volver con algo a Rumanía, donde vivíamos en una flamante pobreza. Por una lectura de poemas en Berlín o en Frankfurt recibía por aquel entonces doscientos o trescientos marcos. Eso sucedía una vez cada varios meses y constituía una suma importante para nosotros. A lo largo de los años noventa —y hasta hace tres o cuatro años—, ahorré cada monedita que percibía en el extranjero porque sabía que era nuestra única salvación. Muchas veces mis compañeros de profesión, incluso los escritores de Polonia, Hungría o la República Checa, es decir, originarios también ellos de los antiguos países «socialistas», se asombraban ante nuestra vida moderada. Ellos se permitían muchas más cosas. Cuando residí en Berlín con una beca DAAD —era en 2000—, visité a una colega, la novelista polaca Olga Tokarczuk, que vivía en un edificio siniestro, vacío, un antiguo hospital desmantelado en la zona este de la ciudad. Olga era unos diez años más joven que yo pero ya había publicado varios libros en Alemania y tenía una reputación muy consolidada. Cuando vi que trabajaba con un ordenador portátil, algo se contrajo en mi interior, me sentí como el último de los mortales. Yo no podía imaginar siquiera que podría permitírmelo algún día. Íbamos todos los domingos al Saturn, la tienda de artículos electrónicos del centro, y yo contemplaba los ordenadores portátiles como un niño pobre que, en Nochebuena, admira los abetos adornados en las casas de los ricos. Volvimos a casa, Ioana y yo, totalmente deprimidos. Al día siguiente, mi mujer me llevó casi a rastras hasta el Saturn: «Tienes que comprarte uno también tú. Es una cuestión de honor, honor de autor rumano», me dijo, insensible a todos mis argumentos. Y aquel mismo día me compré mi primer ordenador portátil por el que di la mitad del dinero que, con muchas frustraciones, habíamos conseguido ahorrar en los ocho meses que pasamos en Berlín. Me sentía tan raro, tan feliz e incrédulo como si me hubiera hecho con un Lamborghini o con un castillo… Hoy, con ese ordenador que en un momento simbolizó la pobre crisis de orgullo de un pobre escritor de un país desconocido, juegan y escuchan música unos niños en un pueblo remoto.

Cuando terminé aquella noche de contar el dinero, me sentí de repente tan solo y desdichado que, si hubiera tenido una botella de whisky a mano (¿una mujer? ¿una jeringuilla con speed?), tal vez habría recurrido a la solución de los rockeros, al fin y al cabo, que pasara lo que tuviera que pasar. En lugar de eso, me pegué un lingotazo de Nabokov, hasta que el libro se me escurrió de las manos y me quedé dormido con la luz encendida…

32
AL AMANECER VOLVIMOS A ENCONTRARNOS en el vestíbulo, repantigados en los sillones junto a nuestras bolsas de mano, Agop y yo, a la espera del eterno microbús que nos conduciría a la estación. Teníamos que dirigirnos a Burdeos, un nombre de interesantes resonancias que, en el estado en que nos encontrábamos, no nos decía tampoco lo que nos habría dicho en otras circunstancias. Mientras esperábamos a Laure, nuestra acompañante y simpática traductora de rumano, Agop —que no en vano ha sido apodado en círculos literarios como «la vieja gruñona»— tuvo tiempo, enfurruñado desde que se había levantado, de ejecutar a unos cuantos amigos siguiendo el principio del sastrecillo valiente: ¡siete de un golpe! Para mí, Agop constituye un eterno motivo de júbilo: ¡a su lado me siento también yo un ser de altura media! También en la mili me colocaba, por el mismo motivo, junto al que cerraba el pelotón, un olteano llamado Prodan y no sé qué más que, con su metro cuarenta y nueve, era a todas luces el soldado más bajito del ejército rumano. Os imaginaréis mi alegría al ver a un tipo una cabeza más bajo que yo: yo, que soy siempre una cabeza más bajo que mi interlocutor… El Prodan este había pagado para que lo admitieran en el servicio militar en una época en que los demás no sabíamos qué hacer para librarnos de él. Había sobornado a la comisión médica para que lo declararan apto porque para él habría sido una verdadera vergüenza que no le dejaran hacer la mili. ¿Qué dirían las mozas de su pueblo? El bribón recibía, por lo demás, cartas de tres chicas diferentes. Las tres escribían con muchísimas faltas de ortografía y todas eran tremendamente apasionadas; al final se quedó con una y les endosó las otras dos a un par de camaradas. La suya le escribía en papel perfumado y era más menuda que él, increíblemente pequeñita. Cuando se paseaban de la mano, los domingos, por el destacamento militar, parecían una pareja de gallinitas enanas encantadas de haberse conocido. Pues bien, Agop era igual. Un autor corto de estatura y lleno de cordura, con un bigote que lo transformaba en una especie de García Márquez en miniatura (también lo conocí sin él, aunque con una barba muy poco inspirada que le cubría casi por completo la cara) y que transmitía por este motivo —pero también por otros— un aire de buena predisposición. Cuando no te estaba insultando, por supuesto. Afortunadamente, como ya he señalado, nosotros nos respetábamos pues, dijeran lo que dijeran, pertenecíamos al fin y al cabo al grupo eminente de la literatura rumana… No olvidaré jamás, a este respecto, una réplica que oí con mis propios oídos en la abarrotada sala de Oneşti, donde tenían lugar tiempo atrás las «Jornadas culturales calinescianas». A dos pasos de mí se encontraban Nichita Stănescu y Sorescu. Al parecer, habían coincidido allí por primera vez desde que Sorescu escribiera algo muy irónico y ácido sobre «Épica Magna»: había comentado que su portada parecía una caja de caramelos y el contenido, lo mismo. Pero ahora Nichita lo agarraba del brazo y le decía: «Hombre, Marin, ¿cómo vamos a atacarnos entre nosotros? Nosotros, que podemos c… en la literatura rumana». ¿Qué le respondió Sorescu? Cómo se nota que no habéis llegado a conocerlo. Sorescu no hablaba, solo farfullaba, era imposible entenderle. Creo que por eso escribía, para poder decir algo inteligible…

Por fin llegó Laure y, completado el grupo, nos embarcamos en el autobús. París, inalterado desde tiempos de Utrillo y melancólico por la nevisca que difuminaba un poco los edificios macizos, idénticos, cortados a la altura del quinto piso y que brillaban a izquierda y derecha heridos por algún rayo de sol. Conocía bastante bien la ciudad desde 1990, cuando obtuve una beca de un mes que disfrutaron, en la euforia de la revolución, bastantes autores rumanos. Llegamos en pleno verano parisino y al principio nos alojamos en casa de unos amigos, junto a la famosa rue Mouffetard (donde cuidamos del gigantesco gato grisáceo de nuestro anfitrión, mal acostumbrado a permanecer acurrucado sobre la mesa), y luego en la avenue de Suffren, en la fastuosa residencia de nuestro agregado cultural en París, el señor Ion Pop, que estaba precisamente de vacaciones en Rumanía. Durante un mes, con el tiempo más hermoso que se pueda imaginar, callejeamos por París, entrando y saliendo del metro como en un videojuego, y descubriendo siempre algún lugar bien conocido por los libros y los álbumes de fotos. Nombres como Mairie de Montreuil, Porte d’Orléans, Bobigny, Billancourt, Pont de Sèvres y otras estaciones tienen ahora un sonido mágico para mí. Salíamos a veces por los muelles del Sena, otras veces por Sacré Coeur, por Les Halles; junto al Centro Pompidou, en el pintoresco Marne, íbamos a los museos y arrasábamos los Tatous, visitábamos de corrido todos los puestos de libros, comprábamos barras de pan y las mordisqueábamos por las calles… Nunca habíamos sido tan libres ni nos habíamos sentido tan asombrados por lo que nos rodeaba. ¿Acaso habíamos soñado con ver alguna vez la Sorbona, el boulevard Saint-Michel, la Ópera y el Louvre? Pero, aparte de todo esto, había algo más. Era la atmósfera de cada esquina, los cafés con las sillas sobre la acera, el olor a langosta y a pis de las callejuelas traseras, los somalíes que vendían bolsos de piel, y a los que la policía espantaba de un sitio a otro… Cuando mi buena amiga Magda se instaló en París, me alegré por ella. Me alegro, de hecho, por cada individuo que elija vivir en lugares sorprendentes de belleza inagotable, como París, Londres, Viena o San Francisco, dejando que nosotros llevemos la cruz de Bucarest. Cuánta razón tiene Kundera cuando dice que la vida está en otra parte…

En la estación subimos en un TGV de un blanco reluciente, con ventanillas opacas, que nos transportó por la pintoresca periferia hasta que salimos a campo abierto. Fui al bar con Agop y, con las botellas de cerveza en la mano, nos pusimos a chismorrear sobre libros y gente variopinta. El interior de estos trenes tubulares está cuidadosamente insonorizado así que puedes oír incluso tu pensamiento.

Al cabo de un ratito estábamos en Burdeos, ciudad de la que tan solo sabía que era el nombre de un vino, mientras que el río junto a la que está construida, el Garonne, evoca en mí un vermú banal . No tenía ni idea de que esta ciudad poseyera semejante esplendor artístico. Algún día volveré, lo juro. Un solo día, acorralado entre el hotel y el restaurante (como en la mayoría de las etapas de esta gira agotadora), no fue suficiente, de hecho, para nada. Caminamos por las calles, descubrimos la catedral de Saint-Pierre, nos maravilló el enorme edificio de la Bolsa y nos quedamos varados en el muelle del Garonne, con una panorámica increíble del río-estuario, desde donde hicimos unas cuantas fotos. En una de ellas, Agop está sentado, él solo, sobre una piedra, de cara al inmenso río. Regresamos a la ciudad y encontramos finalmente la librería en la que tendría lugar la lectura. En uno de los escaparates estaban dispuestos unos cuantos libros rumanos; entre ellos se encontraba mi recién publicada novela, con una aduladora presentación en un folio adyacente. Sabía que ese montaje no existía ayer y que desaparecería mañana y, sin embargo, no pude evitar que me recorriera la espalda un escalofrío. Hasta una foto le hice. Qué triste es el destino de los escritores rumanos: unas rarezas en absoluto interesantes, llegadas de un espacio completamente ignorado, de un país sin identidad, sin historia, del que no se espera nada y de sus habitantes tampoco. Pero esa es una vieja historia…

(Continuará…)

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