Mircea Cărtărescu

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MI SENTIMIENTO DE ANGUSTIA se agudizaba a medida que el inevitable evento gastronómico rumano se acercaba. Después de la ceremonia en el ayuntamiento, nos embarcaron de nuevo en el coche fatalmente caldeado de la mañana y nos condujeron al pueblo vecino. Tras un trayecto que transcurrió en completo silencio, descendimos a una atmósfera polar. El frío te taponaba las fosas nasales. Me quedé congelado al instante.
Soy una persona friolera, la sensación de frío me ha perseguido toda mi vida. No olvidaré nunca cómo, de niño, iba con mis padres a DudeştiCioplea a visitar a la hermana de mi madre, Vasilica. En invierno, su casucha de los suburbios estaba cubierta por nevadas apocalípticas, casi no se veía bajo la nieve que todo lo sepultaba. En Navidad no decoraba un abeto sino que adornaba un limonerito que tenía en un tiesto grande dentro de casa, así que el arbolito de hojas brillantes y aromáticas conseguía producir, junto a unos limones maduros, espirales de plexiglás transparente y nueces abrillantadas con pegamento. Después de inflarme a bizcocho en el aire calentito y esponjoso de la gran estufa de cerámica, me mandaban a acostarme a la habitación de al lado, que no caldeaban nunca. Allí hacía tanto frío como en la calle. Me escurría en una cama de hielo y me tapaba con una placa de escarcha. Me acurrucaba, tiritando, con las rodillas metidas en la boca, intentando tocar lo menos posible las sábanas almidonadas en que estaba envuelto el edredón de satén púrpura, que se ablandaba poco a poco con el calor de mi cuerpecito infantil. De mis fosas nasales salían gruesas columnas de vaho que se disolvían en la gélida oscuridad. Durante toda la noche soñaba que pasaba, en invierno, a través de la niebla, por un lago helado bajo unas estrellas muy malas y muy frías.
Luego vino el frío de la época de tío Ceaşcă: mi mujer y yo nos habíamos comprado unas batas de fieltro, como las de los hospitales, y nos acostábamos vestidos con ellas, como dos osos, en el sofá-cama descacharrado. Una noche reventó el cristal por culpa del frío, ¡poc! Encendimos la luz asustados y lo vimos: había estallado en zigzag, como la marca del Zorro. Entonces nos miramos el uno al otro; no podíamos dar crédito a lo que estábamos viendo: nuestras caras estaban envueltas en bruma. Nos quitamos los albornoces: como si nuestros cuerpos fueran de cristal, estaban cubiertos de fastuosas flores de hielo. Desde entonces, pongo buen cuidado en no traicionar a mi Patria, a mis benefactores o a mis amigos para no llegar al lugar más profundo del Infierno de Dante, a la Giudecca, donde los condenados yacen atrapados para siempre en el hielo, hasta el cuello o hasta la coronilla, como los peces que se adivinan a través de la gruesa capa que cubre, por Bobotează , los ríos.
Pero solo después de la revolución descubrí lo que significaba el frío de verdad. ¿Y dónde? ¡En Ámsterdam! ¿Y cómo? Con variaciones, como diría Caragiale… Yo vivía entonces de alquiler en casa de una polaca, Hanka, muy cerca del estadio del Ajax. La buena señora era más o menos de mi edad y tenía una niña rolliza y dulce que se llamaba Olenka. Cuando se bañaban juntas, toda la casa se llenaba de una alegría loca. Me llevaba muy bien con Hanka solo que, a lo largo de toda mi estancia en su habitacioncita de la buhardilla, mantuve con ella una implacable guerra energética. Los holandeses se disputan con los escoceses la fama de ser los más tacaños del orbe. ¡Cuántas cosas podría contar al respecto! La cuestión es que no calientan nunca la casa durante la noche, ni siquiera en los inviernos más rigurosos. Y Hanka, que llevaba dos decenios viviendo en Ámsterdam, se había vuelto más holandesa que Rembrandt y Vermeer juntos. Por la noche, con un gesto propio de un torturador, giraba la llave de la caldera hasta el cero absoluto. Hasta el cero Kelvin probablemente, pues a los cinco minutos, no sé cómo, se instalaba en la casa un frío cósmico, era una muerte térmica universal. Así se debe de estar en el exterior de los aviones a diez kilómetros de altura. En pleno diciembre y en plena noche, amoratado de frío, abría las ventanas de par en par para que entrara un poco de calor. Si nevaba, me acostaba junto a la ventana para que me cubriera la nieve. Había oído que mantiene el calor de las raíces de los árboles. Cuando ya no podía más, congelado de pies a cabeza como un dedo gigante, me colaba hasta el salón a oscuras, como un ladrón, y pegaba el cuerpo al frío metal de la caldera. Tenía alucinaciones, me parecía que se iba calentando poco a poco, así como los náufragos creen distinguir la vela de un barco en el horizonte. No había nada que hacer, Hanka se llevaba cada noche la llavecita con la que se regulaba la calefacción, dormía con ella debajo de la almohada. Escabullirme en su dormitorio e intentar, como en las películas, sacarla de allí para hacerme una copia era impensable: ¡interpretaría mi intrusión de otra manera, Dios mío! Así que finalmente me fabriqué, con mucho esfuerzo e ingenio, una llave basta pero funcional, a partir de una percha de metal. Fue una época feliz: durante unas cuantas noches conseguí elevar la temperatura por encima de los cero grados, ¡puro señorío! Hanka me decía por las mañanas, en el desayuno: «No sé qué me ha pasado esta noche, he sudado muchísimo…». Las dos, tanto ella como Olenka, parecían agotadas, era como si hubieran salido de una sauna. Hasta que se dieron cuenta… y entonces empezó la fiesta. Hanka comenzó a vigilarme: en cuanto ponía en marcha la calefacción y volvía contento a mi habitación, ella se colaba en el living , en saya, con la llave fatal al cuello, y traía de nuevo el frío, como una señora de las nieves, a todo el apartamento. Media hora después, lívido por culpa del frío, me dirigía otra vez, tiritando a través de la oscuridad, hacia el living y encendía de nuevo la calefacción. Tras mis pasos, venía de puntillas Hanka y volvía el frío. Ya no dormíamos, pasábamos la noche persiguiéndonos por el apartamento a oscuras, como dos enamorados, cada uno con su llave en la mano, y nos mirábamos con odio cuando nos dábamos de bruces en algún rincón; nuestros brazos chocaban cuando, al encontrarnos ambos delante de la caldera, intentábamos meter las llaves en la cerradura al mismo tiempo… Durante el día manteníamos las apariencias, nos sonreíamos como si nada hubiera pasado, aunque se nos cerraban los párpados de sueño y, con la caída de la noche, nos transformábamos de nuevo en fieras. De hecho, de tanto subir y bajar escaleras desde la buhardilla y de tanto corretear por los pasillos oscuros de la casa, ya no era necesario que pusiéramos la estufa. Esperaba el encuentro con Hanka —inevitable hacia el amanecer— ante la caldera, la lucha cuerpo a cuerpo por meter la llavecita, pues, al sentir el calor de su cuerpo, también yo me desentumecía un poco…
… Y así transcurrió el duro invierno de 1995, en la casa de Watersgraafsmeer, en la que todos los objetos estaban recubiertos por un diáfano encaje de nieve al igual que los tubos de las cámaras frigoríficas. Ahora, diez años después, en el sur de Francia, con las fosas nasales taponadas por el frío, avanzaba a través de la nieve crujiente hacia la puerta detrás de la cual se preparaba la famosa cena rumana. Como solía decir Florin Iaru: «Está sucio, está muy sucio, pero hace un calor…».
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NO SÉ CUÁL SERÍA SU USO HABITUAL, pero aquella sala gigantesca en la que nos internamos, helados como carámbanos, podía ser cualquier cosa, desde un hangar para aviones Boeing hasta una nave de la Feria del Libro de Frankfurt. Estaba atestada de mesas, colocadas de lado a lado como para una boda, y a lo largo de las mismas se alineaban unas banquetas de madera. En las paredes había unos paneles en los que se exhibía un material didáctico extraño y heteróclito. Por un instante me sentí transportado al pasado, a mi aula de la escuela general en cuyas paredes colgaban las conocidas láminas con la vaca, el cerdo, las letras, a mano y de imprenta, escritas en una bella caligrafía, así como varios mapas de Rumanía, entre los cuales había uno en relieve, con los picos de los Cárpatos modelados en una escayola frágil y ya desportillados. Crucificados por la inmensa sala había pellizas, tabardos, mandiles, refajos, blusas bordadas, pañolones, pantalones tradicionales, sombreros de paja, gorras de piel, prendas de fieltro, cinturones, abarcas y quién sabe qué más, todo ello de un aspecto tan vetusto y polvoriento como los pájaros estrafalarios del Museo Antipa. Desperdigadas entre ellos, unas hojas amarillentas, arrancadas de alguna revista rumana, que mostraban los monasterios de Moldavia, ilustraciones con carros y bueyes y campesinas con los pechos al aire como unas chicas rústicas de la página cinco , platitos de recuerdo del Castillo de Bran, escudos de madera tallada con el rostro de Drácula… Solo faltaban los pollitos junto a las piñas pintadas con la leyenda «Recuerdo de Sinaia». ¡La imaginación humana es inagotable, la iguala tan solo su gusto por lo pintoresco y lo insólito! El mapa de Rumanía bordeado por un lazo tricolor que colgaba bien visible en una de las paredes habría podido provocar una guerra balcánica: torpe pero entusiasta, su autor había incorporado sin querer, al territorio rumano, unas tajadas tan grandes de Bulgaria, Ucrania y Moldavia que te entraban ganas de gritar, como el famoso niño de no sé qué abecedario: «¡Que viva Rumanía gordinflona!». Finalmente, al fondo de la sala se desplegaba una pantalla gigantesca por la que desfilaban unas fotos alucinantes. Durante toda la «cena rumana», aquella muchedumbre contemplaría con ojos como platos —como en Nochevieja— el espectáculo cada vez más atractivo de las fotografías que, en una especie de competición de exotismo, se perseguían entre sí. ¡Qué cosas se podían ver allí! Carromatos cargados de chatarra conducidos por rumanos con una botella en la mano; los mismos rumanos bigotudos, con sombreros de ala ancha, intentando vender unas sartenes de estaño; palacios fastuosos de estilo pagoda, con los tejados de zinc brillando al sol, en cuyas puertas se arrellanaban unas rumanas gordas y alegres, con dientes del mismo zinc que también brillaban al sol; rumanitas con trenzas y faldas fruncidas, combinadas con mucho gusto a imitación del modelo de los espantapájaros, haciendo dedo en la carretera; otros rumanos tocando violines ennegrecidos y timbales; más rumanos sentados de cuclillas al borde del camino mientras fabricaban anillos; otras rumanas leyendo la palma de la mano, etcétera. Pero no solo había gente en aquellas fotos, había también paisajes con casas remendadas, medio derruidas, coronadas por tejados de carrizo, con tascas llenas de camioneros, con rebaños de ocas balanceándose por los caminos, con harapos tendidos en una cuerda entre dos palos. Por encima flotaban unas nubes bastante bonitas, los únicos objetos que el público francés podía reconocer con facilidad. Se notaba que el fotógrafo no había encontrado unos cielos rumanos auténticos, de azul de Voroneţ, y había utilizado el azul Arman, más fácil de encontrar y más cosmopolita.
Las fotos eran solo fotos, pero delante de la pantalla yacían, abandonados por el momento en una graciosa naturaleza muerta, un acordeón verde-nácar, un contrabajo, un trombón de latón y un tambor. No cabía duda de que un grupo de rumanos, emisarios de la espiritualidad de nuestras cumbres mioríticas, se disponía a salir de un momento a otro para caldear el ambiente como era debido.
Nos movíamos estupefactos por la gigantesca cantina, sudando a mares y con las mejillas encendidas no solo por el calor. Habríamos dado cualquier cosa, de hecho, por estar otra vez fuera, en el frío punzante pero digno… Por desgracia, nuestra retirada fue cortada en seco por los vecinos que llegaban en grupos y que, siguiendo complicados parentescos y filiaciones, se sentaban a las mesas en las que por el momento solo había platos y vasos. Vinieron a centenares hasta que ya no cabía un alfiler. Eran franceses pero, evidentemente, no eran parisinos: gente de pueblo, de esa que los domingos sale al café junto a la iglesia, bien vestida, con ropa «de marca», después de ordeñar la vaca y de dar de comer a los patos. Simpáticos, bien arreglados y peinados, expansivos como sureños que eran. Y, sobre todo, ávidos de una nueva experiencia: la de dejarse transportar, sin esfuerzo, al famoso país del gran Conde Drácula, habitado por gente bronceada por el sol y curtida por el viento. Allí descubrirían algunos de los secretos de un pueblo amable y acogedor, depositario de costumbres ancestrales, que vivía aún hoy como habían vivido los galos en los felices tiempos de Astérix y Obélix. A nuestro lado tomaron asiento unas chicas guapas — para consolarnos, probablemente— y el tiempo transcurrió así más rápido hasta la llegada del primer plato tradicional rumano. Ante la pantalla, en la que justamente entonces reía un rumano con pinta de Hannibal Lecter, se plantó en un determinado momento el alcalde a modo de maestro de ceremonias que, tras expresar su orgullo por contar con estos huéspedes, unas personalidades tan famosas como Mury y yo (aquí nos aplaudieron como en la gala de los Oscar), presentó al grupo musical Les gitanes amoureux, que iba a interpretar algunas piezas de música tradicional rumana.
Eran tres chavales que, por la pinta, cantaban probablemente en el metro y una chica bastante espabilada que probablemente trabajaba como… pero ya se sabe que la pinta te puede engañar. De repente, la chica agarró el acordeón, se lo ató como los arneses para acarrear a los recién nacidos y empezó a verter, de aquel odre plegable, unos acordes delirantes. Los otros se le unieron a medida que cogían sus instrumentos. Durante dos horas, lo que duró la intensa pesadilla de la cena rumana, los gitanos enamorados canturrearon en seis o siete idiomas, completamente inidentificables (adivinaba a veces vagas inflexiones portuguesas, francesas, rumanas, serbias o gitanas, mezcladas con un inglés de puerto internacional) sobre un fondo musical también indefinido: no era música gitana, ni tampoco argelina, ni klezmer, ni rock balcánico, ni flamenco… era algo sin fu y sin fa, de su madre y de su padre, y de vez en cuando, como pepitas de oro en un montón de escoria, se oía algo conocido: «pero no sempre cantaro», «why, why, why, Delilah», «leliţo, leliţo, fă», «kalashnikov», «buongiorno, Italia, buongiorno, María»…
La música —dicen— alegra los corazones. Pero a los nuestros los arrasó por completo, sobre todo porque se combinó enseguida (lo irremediable no pudo ser evitado durante demasiado tiempo) con los tradicionales platos rumanos que empezaron a repartir sucesivamente entre los comensales, traídos por un pelotón de mujeres de mediana edad, con batas blancas idénticas a las de las cocineras de las cantinas rumanas. ¡En lugar de chuparnos los dedos, aquella noche habríamos deseado no tener dedos!
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«¡MUSA QUE ANTAÑO RECITASTE a Omir la Batracomiomaquia…!» , sé buena conmigo hoy y no me abandones justamente ahora, cuando tengo ante mí ni más ni menos que el decimotercer trabajo de Hércules, ¡más terrible que todos los demás juntos! La limpieza de los establos de Augias, la lucha con la hidra de Lerna o con el león de Nemea —¡para que veas qué bueno era el libro de Alexandru Mitru, Las leyendas del Olimpo , que yo leía en el retrete cuando era pequeño!— son simples minucias comparadas con la tarea de describir, en estas páginas grandes y extensas, la famosa cena rumana en la que participé en un pueblo cercano a Castelnaudary, la capital mundial del codillo con alubias. Si hasta ahora no he dejado de rezongar contra la monomanía judiera de los habitantes de esta curiosa región, tengo que decir, con la mano en el corazón, que si la alternativa fuera una cena rumana de esas una vez al mes, preferiría comer toda la vida, a diario, como primero, segundo y tercer plato, cassoulet de pato, de cerdo o de conejo, eso me da igual. Por desgracia, nadie me propuso ese trato ventajoso aquella noche fatal. En cualquier caso, incluso aunque me lo hubieran gritado al oído, no me habría enterado en medio de aquel vocerío apocalíptico de los gitanos enamorados, que seguían interpretando perlas folklóricas del tesoro rumano como Besa-memucho, Superat sunt, Doamne, superat o Mon mec à moi…
Pero procedamos valientemente, con musa o sin ella, con nuestra tarea, tóxica, pero ya inevitable. Para empezar, en la cena rumana de aquella noche no había una pizca de sal. No es que no hubiera ningún salero en ninguna de las decenas de mesas, es que ninguno de los platos que nos pusieron delante a lo largo de la velada tenía un grano de sal en él. Ya después del aperitivo, Mury y yo deambulamos por los laberintos de la gigantesca cantina hasta que llegamos a una cocina digna de Ratatouille . Una mujer con delantal nos explicó con una sonrisa muy amable que, «malhereusement», aquel día no habían encontrado sal en los tarros de la cocina y, puesto que era sábado por la tarde, no podían comprarla en ningún sitio. Me parecía estar escuchando a mi abuelo, el viejo Babuc, que en paz descanse, cuando nos explicaba por qué no había vuelto a casarse tras la muerte de su esposa: «Yo ya habría querido… pero si no resultó y no sucedió…». Los franceses no protestaron. Comieron los platos sin sal con estoicismo, como el emperador del cuento, pensando probablemente que así sabe la comida rumana, sosa. Creerían que somos una nación muy enferma, obligada a guardar régimen, privada de la alegría de la sal en los platos, de la sal de la tierra y de la de todas las combinaciones del sodio, con valencias parabólicas y sapienciales.
Siempre me sorprende, por lo demás, la pasividad de los occidentales ante los golpes que les arrea el destino. Cuando estábamos en Berlín, íbamos una vez por semana a consultar el correo a una sala de ordenadores de la Universidad Humboldt. Siempre había allí unos veinte o treinta estudiantes, chicos y chicas, afeados por toda clase de piercings , cada uno delante de su correspondiente pantalla. Los jóvenes berlineses practican una especie de culto a la fealdad. Imitan a los punkis de las estaciones que imitan a su vez a no se sabe quién, pues no parecen demasiado auténticos. Una noche, en la estación de Munich, completamente desierta y siniestra, esperaba tranquilo en un rincón junto a mi maleta, cuando entró un grupo de punkis con crestas rojas, cadenas, cuero negro, chicas con collares de pinchos, en fin, provistos de todas sus galas. Cada uno traía una lata de cerveza en la mano. Veo que se dirigen hacia mí y me rodean. Os podréis imaginar cómo me sentía. Me veía destripado y abandonado en aquel andén solitario. Un individuo con unos diez pendientes en una oreja me pide que «le preste» un euro. Hurgo en el bolsillo y se lo doy, ¿qué iba a hacer? Es «street wisdom »: si no se lo das, resulta que se cabrean y se les empiezan a ocurrir ideas… El grupo se aleja y desaparece, yo me quedo allí un par de horas más junto a mi maleta cuando veo otra vez al tipo de los pendientes que viene derecho hacia mí —bueno, todo lo derecho que podía caminar él—. Se planta frente a mí y… ¡me devuelve la moneda dándome las gracias! Me quedé bouche bée . Amigos, no me lo he inventado, probablemente sus punkis son más inteligentes, más morales, más piadosos o Dios sabrá cómo, que los nuestros…
Pero vuelvo a la escena del «pool» de ordenadores de Berlín. En un determinado momento, cae la red y todas las pantallas se apagan. Los treinta permanecen en su sitio, tranquilos, a la espera de que reparen la avería. Y permanecen así, mirando la pantalla oscura durante media hora, una hora, hora y media… hasta que, por pura casualidad, el técnico asoma la cabeza por la puerta: «¿Cuándo han dejado de funcionar los ordenadores?». «Hace hora y media» «¿Y por qué no me ha llamado nadie?» «…» Los chavales habrían permanecido allí, indefinidamente, sin aburrirse aparentemente demasiado. Por lo demás, la mayoría de ellos —entre los que había un poderoso clan de mongoles con sus ojos de conquistadores ancestrales, que chateaban entre sí aunque estuvieran unos junto a otros— no estaba estudiando: miraban páginas de moda, escribían correos, jugaban…
Nosotros, los rumanos, somos como somos, pero no nos quedamos como ovejas esperando a que otro nos saque las castañas del fuego. On the contrary . En el aeropuerto de Roma ocurrió el año pasado que al maldito avión de Sky Europe —o de no sé qué otra compañía de bajo costo— le pasaba algo y no podía volar. La banda de rumanos acampada en la terminal (unos cien individuos procedentes de los bajos fondos) aguantó obediente más o menos una hora, tras lo cual ¡prepárate! Se montó un alboroto de los buenos: berridos, gritos, cánticos, el bloqueo del metro, todo un circo que los japoneses se dedicaron a fotografiar largo y tendido. Toda aquella parte del aeropuerto permaneció paralizada durante varias horas. Cuando llegó el representante de la compañía, se desencadenó el linchamiento. Afortunadamente, los veinte carabineros que se habían personado allí lo salvaron de las garras de la multitud, de lo contrario… ¡todos a una! Las mujeres, que anunciaban su profesión en el cuerpo y en la cara, le sacaban el dedo y practicaban su italiano como de barraca. Los hombres, musculosos y sin afeitar, daban puñetazos a las papeleras y las abollaban para siempre. De un puñetazo violento en una máquina de Coca-Cola cayó incluso una lata, algo que sorprendió al responsable de la terminal: se frotaba los ojos y se decía que era imposible. Imagino que a partir de entonces desaparecerían inexplicablemente muchas latas relucientes de muchas máquinas. Pero ahora viene lo bueno, porque la manifestación de aquella noche fue todo un éxito: al final nos recogieron unos autobuses y nos llevaron al Sheraton, cinco estrellas, superlujo, donde nos alojaron como a reyes. Aquella noche les costó a los desgraciados de las líneas aéreas tres veces más de lo que nos había costado a nosotros el billete…
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LOS APERITIVOS FUERON COMO EN LAS BODAS, solo que mucho más impersonales y sosos: salchichón de ese que venden en los supermercados en bandejas de plástico, una especie de cheddar cheese en lugar de caşcaval, unas aceitunas verdes y unas tristes rodajas de tomate. Todo ello mojado con «palinca a la rumana». Un tanto indecisos, nos «servimos» de todo con discreción para dejarle hueco al grueso de la comida. Craso error: a pesar de ser como eran, los «entrantes» fueron al fin y al cabo, en su modestia, lo más comestible que sirvieron en la cena rumana de aquella noche. La palinca nos quemaba la garganta, dos bellezas locales nos abrumaban con sus preguntas, en la pantalla desfilaban las fotos de unas chozas remendadas, medio derruidas, los músicos tocaban sus instrumentos — yo ya había vivido algo así muchos años antes, en un pueblo de Dobrogea…—. Allí pude ver también cómo unos cuantos mozos secuestraban a la novia y la llevaban hasta el fndo del patio y cómo paseaban al padre de la novia por la bodega en una carretilla… Y cómo una gallina servida en bandeja, con un cigarrillo en el pico y una zanahoria en el culo, era subastada en trocitos, a gritos, por una mujercosaco, para que la comprara el padrino de los recién casados: «La gallina tiene muchos huevos / pero el padrino tiene solo dos, / los de la gallina están empollados, / los del padrino arrugados». Los mediterráneos ya se habían animado, hablaban ahora, en grupos, sobre asuntos de interés común, los de la primera fila aplaudían de vez en cuando al grupo de gitanos en las breves pausas entre melodías. El acordeón de la chica esparcía por el techo unas lucecitas verdes, como las bolas de espejos de las discotecas.
Dos cocineras gordas, con batas blancas, empezaron a pasearse por la sala con grandes calderos de metal en los que se balanceaba algo marrón. Era el primer plato, anunciado en el menú tricolor como «Sopa de gulash a la rumana». Al poco rato también nosotros teníamos aquel líquido sospechoso inundando nuestros platos soperos. «¡Agua embriagadora, qué oscura te balanceas!» Los filólogos clásicos no han rematado aún el debate en torno a la famosa sopa negra espartana que solo los nacidos en el Peloponeso podían comer. No se sabe qué extrañas vísceras la componían ni qué hierbas, recogidas en noches de luna llena, la aderezaban. La tradición de esta sopa heroica parecía, sin embargo —al menos eso nos pareció a nosotros, a los implicados en los eventos de aquella noche—, haber resistido el paso del tiempo, era como si su receta hubiera sido escrupulosamente respetada para el gulash rumano. Una vez, en Venecia, se me ocurrió pedir, en un restaurante cuyas luces se reflejaban en la laguna, pulpo guisado en su propia salsa. Me trajeron unos cartílagos en un agua negra. La carne con ventosas estuvo dando vueltas en mi estómago toda la noche. La sopa rumana conseguía combinar ahora el pulpo en su tinta con la tradición espartana: no se podía ni comer. A través de su melancólico caldo del color de las aguas del Danubio se adivinaban a veces sus extraños habitantes: algún que otro fideo como un gusano con anillos, algún cubo de carne de ternera fibrosa con uno de los lados cubierto por una piel gruesa, azulada, alguna pizca verde de apio silvestre, reseca y pegada al borde del plato como un pequeño cocodrilo friéndose al sol. Habría sido preferible un plato de agua del Mar Muerto: al menos habría tenido sal… Tuvimos la osadía de probar aquella sustancia limosa: olía a humo de parrilla, como la salsa barbacoa que te ponen con la Big Mac…
No comía nadie. Todos miraban a la pared, fingían escuchar con pasión los canturreos de los vocalistas, nosotros queríamos que nos tragara la tierra de vergüenza. No nos quedaban fuerzas ni para decirles a las chicas que aquella sopa lamentable no tenía nada que ver con la verdadera cocina rumana. Que no habíamos comido algo así en nuestra vida, que en Rumanía no existía algo semejante, no existía en ninguna parte, a decir verdad. Los de nuestra mesa nos miraban con abierta curiosidad, como a unos chinos que tuvieran delante uno de esos huevos curtidos durante semanas bajo tierra, como a unos camboyanos de esos que rompen el cráneo del mono para saborear con una cuchara sus sesos aún vivos: ¿nos abalanzaríamos nosotros sobre esas delicadezas nacionales? Pero Mury y yo ¡que no y que no! Nosotros también evitamos, al igual que todo el mundo, aquella poción humeante en un astuto intento por engañarles fingiendo que éramos, como ellos, gente normal y civilizada.
Los platos fueron retirados tal y como habían sido servidos, la sopa fue vaciada al momento en unos cubos grandes, la gente roía la corteza del pan, iban pasando las horas… El siguiente plato fue carne de cordero. Ya no recuerdo cómo llamaban a esa especialidad, tal vez «Angemacht de cordero», como Bedros Horasangian. ¿Cómo saberlo? Naturalmente, al suntuoso título se le añadía también aquí el inevitable «a la rumana». Que Dios me perdone, pero yo no como carne de cordero ni siquiera en Pascua. Cuando era niño, mis padres tenían que engañarme: siempre que me ponían cordero en el plato, decían que era conejo o cualquier otra cosa. No me gusta cómo huele, no me gusta su sabor, no me gusta esa textura engañosa de la carne de cordero que te obliga a masticarla como si fuera chicle. No conozco a nadie que coma habitualmente cordero. ¿A quién se le ocurrió la idea de que el cordero es típico en la cocina rumana? La salsa del nuevo plato «rumano» era también de tipo barbacoa, pero más espesa y con más olor si cabe a humo. Sobresalían en ella, de manera un tanto trágica, unas costillas de animal, unos huesos calcáreos sobre los que se encogía una carne tacaña. Nos esforzamos por mascarla. Pero no pudimos pasar del primer bocado, soso, con sabor a ceniza y a sebo de oveja. Casi se me saltaron las lágrimas del esfuerzo por no vomitarlo así, a la vista de todos. «Estos deben de pensarse que somos musulmanes», me susurra Mureşan, resignado. Afortunadamente, la francesa rubia-pelirroja hacía que su martirio fuera mucho más llevadero, así como el vino, evidentemente un «Tokay ambarino» con un fondo de granos de uvas pasas. «Tokay a la rumana», tal vez. Sorbiendo aquel vino superdulce y royendo rebanadas de pan, muertos de hambre, esperamos a que nos retiraran de delante, así como de delante de los doscientos invitados, los platos intactos. Los cuatro gitanos amorosos habían dicho ya todo lo que tenían que decir y, tras depositar los instrumentos en el suelo, estaban ahora sentados a una mesita, con una cerveza, tan contentos… El primer plano de un soldado con quepis y rasgos mongoloides se extendía por toda la pared de enfrente: el proyector se había atascado en esa imagen.
El postre fue «Pera a la rumana» y, gracias a una piadosa decisión, el último plato que nos sirvieron. Era una pera en almíbar sentada como un pompón en un platito. Esto, al menos, no puede hacernos daño, pensé yo, aunque no soy yo mucho de fruta. Pero una pera es una pera en todas partes. Es cierto, pero se me había olvidado que la pera estaba almibarada. Desde que la probé —y de eso hace ya dos años— me devano los sesos con la combinación de barniz para muebles y suavizante Coccolino en que las perversas cocineras habían sumergido aquellas inocentes peras. Al natural, habrían sido decentes y en cualquier caso bienvenidas, dada el hambre de todos los presentes en la sala. En almíbar resultaban incomestibles. Así que también las peras, enteras-enteritas, tomaron el camino sin gloria de la cocina.
(Continuará...)
