Las Bellas Extranjeras (III)

Mircea Cărtărescu








9
UNA VEZ HUBE REGRESADO A CASA o, mejor dicho, a Viena, apenas tuve tiempo de ver cómo neviscaba en el inmenso ventanal del apartamento de mi amigo Horia cuando, ¡hala!, otra vez derechito al avión. Para gran amargura de los míos, todo hay que decirlo. Como yo, prácticamente, paso casi todo el tiempo en casa, a Ioana y a Gabriel les resulta extraño verme desaparecer entre las nieblas de los aeropuertos de vez en cuando, y lo llevan fatal, incluso aunque regrese de esa bruma con algún perfume o un tren de juguete. Esta vez me iba para muchísimo tiempo, dos semanas completas y, si sumábamos la que ya había pasado en Castel Goffredo, era toda una eternidad. Por la noche deshice el equipaje y lo hice de nuevo, más apretado y repleto esta vez; entre tanto conseguí resumirle a Ioana las aventuras vividas en la ciudad de los pantis de señora. La historia más elogiada fue, por supuesto, la de los locos criminales amantes de la literatura fina. Por aquel entonces no sabía que apenas dos años después, en un lugar tan diferente a Castel Goffredo que casi podría considerarlo «otro planeta», volvería a vivir una experiencia similar.

Sucedió en Sângeorz-Băi, el pueblo donde nació Ioana y al que solemos escaparnos todos los años para cargar las pilas tras la locura de la vida bucarestina. El lugar, situado en una colina que domina un balneario, es sencillamente paradisíaco: un prado de manzanos tan cargados de fruta que hay que apuntalar las ramas para que no se rompan; pilas de heno, cumbres boscosas, el cielo nocturno plagado de estrellas, el canto de los grillos y todo lo demás. Naturalmente, decir que se trata de un paraíso es algo relativo: el retrete está al fondo del huerto y te bañas en una palangana, pero sigue siendo un paraíso si no eres demasiado melindroso. Cuando estamos allí, bajamos todos los días a la ciudad para conectarnos a Internet y para quedar con nuestros amigos en el museo Maxim Dumitraş. Así fue como nos enteramos de que al museo iba a venir, para ofrecer un espectáculo, un grupo teatral de aficionados de ¡la prisión de máxima seguridad de Bistriţa! El poeta Marin Mălaicu, organizador del evento, se apresuró a invitarnos a que asistiéramos.

Si no hubiera vivido la experiencia italiana, creo que no habría ido. No soy cobarde por naturaleza pero evito ciertas situaciones a fin de no exponerme a peligros innecesarios. Habiendo alcanzado cierto grado de popularidad, uno se topa con todo tipo de locos, o más bien son ellos los que se topan contigo. Conozco a una escritora alemana cuyo marido cachea a todos los periodistas que la entrevistan para asegurarse de que no lleven armas encima (yo no he llegado hasta ese punto, pero mi mujer se muestra recelosa, en cualquier caso, ante las periodistas demasiado escotadas: ¿no esconderá algo en el canalillo?). Hace años que me invitan una y otra vez a visitar Israel, pero no me atrevo a ir: imagínate que entro al buen tuntún en una cafetería y sin comerlo ni beberlo me veo convertido en picadillo, víctima colateral de una guerra que ni siquiera es la mía… Ahora, con la perspectiva de los internos de la cárcel metidos a actores, desfilaron ante mis ojos unas cuantas escenas de horror penitenciario: en plena obra, los «actores», a una señal convenida, se abalanzan, todos a una, sobre el indefenso público, con armas improvisadas, nos toman como rehenes, negocian, fracasan las negociaciones y, ya ves, nos van mutilando poco a poco a medida que pasan la horas: ahora una oreja, un dedo luego, hasta tomarnos, como dice la canción, la vida entera… Más aún, incluso aunque no hubiera pensado en esos peligros, no habría asistido con mucho entusiasmo que se diga. ¿Aplaudir a unos pobres desgraciados por compasión? Quita. Ya había tenido la ocasión y, creedme, no es en absoluto un plato de gusto. Cuando estaba en la mili, nos llevaron como aplaudidores a los espectáculos de un grupo de ciegos —«Los optimistas», se llamaban—, para que tuvieran la ilusión de que había espectadores en la sala. La experiencia fue desoladora. Se retaban a duelo dándose la espalda, se besaban dulcemente en la coronilla…

Nos hizo tomar la decisión el inesperado encuentro, en la pizzería local (La Van Damme), con una antigua compañera de instituto de Ioana. En cuanto abrió la boca supimos que era educadora en la cárcel de marras, y la culpable de la puesta en escena del espectáculo. Todos los de la mesa le preguntaban si no le daba miedo vivir entre asesinos y ladrones, a lo cual ella, una chica agradable y lozana, respondía: «¿Miedo? ¿Es que te preocupa el miedo cuando ves tanto sufrimiento a tu alrededor?». Por esta frase y por no desairar a la pobre chica fue por lo que decidimos asistir finalmente a la representación.

Los «chavales» bajaron de un furgón escoltados por tres policías de uniforme. Eran seis, a cada cual más peripuesto, con el pelo engominado, vestidos con camisetas simpáticas y pantalones vaqueros, todos relativamente jóvenes, como entre 25 y 40 años —el más mayor llevaba ya quince años en la cárcel y le quedaban otros ocho por un asesinato con montones de agravantes— y todos tremendamente excitados por esa salida de su triste vivienda común, la primera en años. Habían preguntado, nos dijo su educadora, si habría chicas entre el público, y por eso se habían acicalado tanto. Me cayeron bien desde el principio y mi inquietud desapareció en cuanto les puse los ojos encima: unos críos que quizás habían matado a alguien (luego me enteré que dos de ellos eran asesinos) en estado de ebriedad o que habían cometido algún que otro robo en Alemania o en Austria. Tipos como tú y como yo, solo que un poco menos afortunados en la vida. ¡Que Dios te libre de unas circunstancias que te permitieran descubrir, por fin, la verdad de lo que se esconde en tu interior!

Los chicos se metieron en un despacho para aparecer vestidos de forma fantástica y grotesca: la mitad con ropa masculina pero como de otro mundo —fracs demasiado anchos, sombreros de copa improvisados, bufandas estampadas, batas de tuberculosos, chanclos forrados en piel —, la otra mitad de travestis: mujeres corpulentas como bandidos, con rostros empolvados y pelo en el pecho, con vestidos de satén violeta y sombreros de opereta… A continuación arrancó el espectáculo, dos obras breves de Chejov que, para nuestra sorpresa e hilaridad, las de todos los que nos encontrábamos en la sala, fueron interpretadas divinamente. No soy alguien demasiado asiduo a las obras de teatro, pero os puedo decir con toda sinceridad que hacía mucho que no me reía tanto como en aquel par de horas en las que los «actores» pusieron su alma en el escenario, llenándolo con una inusitada pasión por el arte, una pasión que había iluminado sus celdas en los últimos meses de ensayos y que muchos actores profesionales ni tienen ya. El oficial grosero de la primera obra era el mismo que había cometido un asesinato con una hoz, en una tasca, quince años atrás. Ahora ponía toda la agresividad al servicio de su rol, rugía como un león y se agitaba sobre el escenario, amenazaba, poderoso y dominante, al público, aunque, cuando tocaba representar escenas amorosas, se perdía por completo. El tahúr en la vida real era ahora una graciosa boyarda y ponía los ojos en blanco plenamente convencida de «su» papel, hasta identificarse por completo con una mujer voluptuosa. El traficante de drogas se había transformado en una vieja sierva y el camello de poca monta, en un formidable pretendiente en cuya interpretación adiviné la huella del mismísimo Caramitru. Quien piense que un asesino, un ladrón o un criminal son fieras de rostro humano o monstruos llegados a este mundo por un error de la naturaleza debería presenciar semejante explosión de júbilo artístico. Y se daría cuenta entonces de que cada uno de ellos, a fin de cuentas, no es otra cosa que una persona, ni más ni menos. Todavía hoy me siento agradecido a esos seis actores que me enseñaron esta lección, así como a la educadora que les enseñó a hacer teatro.


10
OK. PONGO FIN A ESTE INTERLUDIO escrito por pura simpatía hacia los reclusos de Bistriţa y volvamos al núcleo central de la historia, el viaje a Francia de los doce escritores rumanos, ni uno más ni uno menos que los apóstoles de Jesucristo. Pues apóstoles, alabado sea Dios, no nos faltaron nunca, nos faltó tan solo Aquel que estaba en medio de ellos para darle sentido y coherencia a su discurso. Así pues, aquella brumosa mañana vienesa agarré la maleta y, mirando con nostalgia por encima del hombro, partí hacia el aeropuerto.

De quince años a esta parte he visitado tantos aeropuertos, todos tan parecidos, que no podría decir ahora cuál es Schiphol, cuál Heathrow, cuál Malpensa ni cuál Otopeni. De hecho, me temo que existe un único aeropuerto, desperdigado y despedazado en cientos y miles de lugares del ancho mundo, un limbo universal en el que, en similar ambiente, practicas similares rituales de paso, con las mismas etapas, vagabundeas luego por las mismas tiendas, ves a la misma gente que espera, lee, trabaja con el mismo portátil, mientras come o empuja sus carros en una cenicienta atmósfera de novela antiutópica. Los mismos anuncios, los mismos monitores, los mismos pasillos interminables que te llevan hasta las mismas salas de espera. Estoy convencido de que a la hora de la muerte no llegas directamente al otro mundo, sino que penetras en una especie de aeropuerto en el que pierdes tu nacionalidad y tu identidad a la espera del avión largo, ligero y delicado que te transportará al Más Allá. El libro tibetano de los muertos habla de los estados de Bardo, estadios intermedios entre la vigilia y el sueño, la vida y la muerte, la realidad y la alucinación. En nuestro mundo real, los aeropuertos constituyen la más perfecta representación del Bardo entre las culturas, las mentalidades, los estados espirituales de dos humanidades. Sales de Viena y llegas a París: dos mundos redondos, unívocos, bien definidos culturalmente, como dos cuentas de diferentes colores insertadas en la gran parábola del vuelo. Una vez aterrizas en tu destino, recorres allí mismo, en Orly, pongamos, las etapas inversas del aeropuerto vienés y eres liberado a continuación, bajo un cielo cargado de nubes de nieve, en el cerrado mundo parisino.

Por desgracia, la teoría es la teoría, pero la práctica nos mata, como decía mi antiguo profesor de cerrajería en el instituto. Las cosas empezaron mal ya en Viena cuando, en el aeropuerto, localicé por el rabillo del ojo a un auctor rumano que no estaba incluido en la panda de «Las Bellas Extranjeras». Me recorrió un escalofrío de disgusto: el tipo no me gustaba ni un pelo. Formaba parte de una camarilla rival y habíamos protagonizado algunos desagradables enfrentamientos en el pasado. A través de la prensa, por supuesto, pues los escritores, cuando nos vemos, nos abrazamos y nos besamos como si fuéramos gais. Por detrás, sin embargo, nos tratábamos ferozmente en cuanto nos sentimos amenazados, cuestionados y desconsiderados. Puedo alardear de haber recibido de mis compañeros de profesión, a lo largo de un cuarto de siglo de andadura, muchos más ataques que cualquier otro autor rumano, pero precisamente por ello creo tener la piel lo suficientemente curtida como para poder seguir recibiendo puñaladas un cuarto de siglo más —eso es lo que pienso durar— sin perder la serenidad. Fue este tío el que dijo en una ocasión: «La diferencia entre la poesía erótica de Cărtărescu y la mía es que él lleva a su amada de las riendas mientras que yo la cabalgo hasta el agotamiento». Funny, isn’t it? No me preocupé demasiado pues sabía perfectamente que vivía en Viena, pero cuando vi que subía en el mismo avión que yo, la bromita comenzó a transformarse en pesadilla. Durante un rato nos esforzamos ambos por hacer que no nos habíamos visto pero finalmente, cuando nos arremolinamos para el check-in , tuvimos que fingir la sorpresa del encuentro y estrecharnos la mano con las sonrisas sociales adecuadas. Luego sobrevino un silencio penoso que se prolongó durante todo el vuelo. Pues —ironías del destino— tuvimos que sentarnos juntos, él en la parte de la ventanilla y yo en la del pasillo. Lo cierto es que no teníamos, sencillamente, nada de qué hablar. Además, nos odiábamos con gran sinceridad, con entusiasmo podría decirse. Ambos estábamos convencidos de que el otro era un impostor; encima, como él era más joven, yo me sentía obligado a considerarlo un epígono. También por este motivo simétrico, él me consideraba, probablemente, caduco… Así que cada uno sacó su libro y muy civilizadamente nos pusimos a leer. Empezamos a mirar por el rabillo del ojo el libro del otro y de esta manera yo —que leía un banal diario de Kafka— constaté con sorpresa que el amigo no estaba leyendo un libro, sino una especie de hojas fotocopiadas de otras hojas, como aquellos antiguos cursos de matemáticas llenos de tablas de logaritmos copiados de unos estudiantes a otros. El texto estaba escrito a máquina y estaba repleto de complicados esquemas, dibujos técnicos salpicados de flechas y letras. «¿Qué lees?» le pregunté por fin, y él, hastiado, dio la vuelta al libro para que pudiera ver el título de la portada. En ella decía con letras mecanografiadas, como en las tesinas: MANUAL DEL ATRACADOR. «Me estoy documentando para una novela», apuntó con desgana, dicho lo cual volvió a la página a la que había llegado y cuya ilustración —podía ver yo ahora— mostraba cómo utilizar el cortafrío para atravesar el metal de una caja fuerte. «¿Será posible?», me dije, como el cura en el chiste del gato. «Mira tú qué escritor tan serio, que se documenta, no como nosotros, los demás, que cuando tenemos que forzar una caja fuerte lo hacemos de oídas…» Cuando empecé, hace quince años, a pensar en Cegador , me hice también yo un fichero con una caja de zapatos sobre la que escribí el nombre de la novela. Pensaba realizar algunas lecturas y tomar apuntes, tal y como había leído que hacía Thomas Mann. ¿Acaso tengo que deciros que mi pobre caja permaneció totalmente vacía todo el tiempo que tardé en escribir la obra? No solo me ha dado siempre pereza leer con otra finalidad que no sea la lectura en sí misma, sino que ni siquiera, mientras escribí el libro, abrí un diccionario ni consulté otra fuente de información. Aquí mi amigo me ganó por la mano, tengo que reconocerlo.

Descendí amargado, así pues, en el Charles de Gaulle, dejé que el tipo se dedicara a sus asuntos tras un nuevo y afable apretón de manos y me apresuré a dirigirme al baggage claim . Cuando llegué, la cinta llevaba un rato girando, las maletas desfilaban, unas más rotas, otras más enteras, unas más atiborradas, otras más desinfladas, pero ni rastro de la mía. Todos y cada uno de los que esperaban a mi lado veían cómo se acercaba obediente su pececito de oro y, cual pescadores mañosos, lo retiraban satisfechos de la cinta, hasta que el río se vació enteramente de peces. Tan solo desfilaba incansable una infeliz maleta que nadie deseaba. Pero por desgracia no era la mía…

Yo seguía embobado junto a la cinta cuando logré pillar unas palabras de los altavoces, de esas a las que nunca presto atención porque todas me suenan como el obsesivo «Watch your step! » de las pasarelas deslizantes. Era algo así como: «Mister Kahrtahresku preséntese en el mostrador de información». Estaba casi orgulloso: ¡mi nombre resonaba ahora por todo el aeropuerto! Me dirigí al mostrador; allí una hindú menudita me dijo, con una sonrisa de oreja a oreja, como si estuviera contándome un chiste que, por desgracia, mi maleta se había desviado por error a otro aeropuerto, así que llegaría, en el mejor de los casos, por la tarde. Me enfadé bastante, sobre todo porque entonces no sabía que me iba a suceder exactamente lo mismo a mi regreso de Francia, al cabo de dos semanas. Y es que el demonio de la simetría no ha perdido el tiempo conmigo hasta ahora.


11
EL CHOFER QUE ME ESTABA ESPERANDO se sorprendió, naturalmente, al verme aparecer sin equipaje, pero pronto recompuso el gesto e hizo como si nada. Quizás pensaría que los rumanos son unos seres que no necesitan cambiarse demasiado de ropa, total, para dos semanas. Al fin y al cabo, ya se sabe que el cuidado corporal excesivo ha propiciado, en todo occidente, innumerables alergias y molestias, mientras que el tercer mundo, alegre y apestoso, está sano como un roble y, encima, ellos «heredarán la tierra». Ya había regresado yo de Munich en una ocasión, en pleno invierno y noche cerrada, cubierto apenas por una chaquetita, mientras que en algún lugar alguien andaría fardando con mi abrigo nuevo, tras robarlo hábilmente de mi maleta en el aeropuerto… En fin, qué se le iba a hacer. Si mi ropa no llegaba hasta la tarde, me presentaría en la recepción de la Embajada en vaqueros y jersey, sudado y arrugado, como el escritor adocenado que era.

Oh, París. París es París. En verano huele a pis. En invierno es sombrío y plomizo. El famoso metro es el más eficiente y el más accesible del mundo, pero es más feo que un dolor. ¿Y qué más da? Nosotros, los rumanos, tenemos París tan grabado en las circunvoluciones del cerebro como el sol en los pétalos y en el cogollo del girasol. Antes se vendían latas de «Air de Paris». Y es que París entero es una especie de lata. Es como un gigantesco vientre de mariposa hembra que expande sus feromonas por el mundo entero. Las he encontrado, enquistadas pero todavía vivas, prisioneras entre las páginas de los libros y las he aspirado con voluptuosidad desde que tengo uso de razón. Después de la revolución, habré estado en esta ciudad unas veinte veces y en cada ocasión me ha asaltado una especie de síndrome Amok, una exaltación especial que no he vivido en ninguna otra parte. Es como si me reencontrara con un barrio olvidado en el que hubiera vivido antes o con el que tal vez solo hubiera soñado, y donde cada muro y el nombre de cada calle me golpearan de lleno como una especie de revelación: sí, lo recuerdo, he pasado ya por aquí, en otra vida. Creo sinceramente que todos los artistas rumanos han vivido en París durante una vida anterior; de lo contrario resulta inexplicable el poder que ejerce esta maldita ciudad sobre nosotros.

Tengo que acabar con estas «elucubraciones», como denominan los críticos a mis páginas que no están a la altura de sus expectativas. Para resumir, diré que me alojaron en el centro, en el bulevar Raspail, en un hotel que cabría calificar de «coqueto» —¡estamos en París, qué diantre!—. Y puesto que todos mis colegas tenían que venir desde Bucarest, no había por el momento ni rastro de rumanos en todo el establecimiento.

Los que se han paseado a menudo por los «extranjeros» conocen lo horriblemente tristes que son los hoteles. Subí a mi habitación y me encontré allí una combinación de cortinones, colchas y tapicería predominantemente roja que me sumió más si cabe en la depresión que yo ya traía a cuestas. Por la ventana se veía un bulevar bordeado de plátanos gigantes y, más allá, una larga serie de edificios que habían sido cortados todos a la altura del quinto piso. El tiempo era gélido y ventoso, y chispeaban algunos copos de nieve. ¿Qué podía hacer hasta la noche? Ni siquiera podía empezar a deshacer el equipaje, porque estaba volando de un lado para otro por Europa. Permanecí junto a la ventana hasta que empezó a nevar en serio, y luego, como distraídamente, comencé a hojear el único libro que tenía conmigo, la antología de los textos que habían seleccionado ese año para las Belles Étrangères. Observé entonces —pues las desgracias nunca vienen solas — que mis pobres relatos, tres en total, todos procedentes de Por qué nos gustan las mujeres , no solo habían sido seleccionados de tal manera que no tenían nada que ver entre sí, sino que además estaban mal ordenados: alguien había asignado el título del primero a todo el conjunto, mientras que los otros dos títulos estaban escritos en caracteres más pequeños, como si en realidad fueran los subtítulos de una sola historia. El resultado era una pieza completamente nueva, moderna, fragmentaria, fruto quizás de un acto de amor —el mío y el de los redactores de la antología.

Me ha sucedido muchas veces que los editores, los correctores, etcétera aporten su aportación (no puedo llamarla de otra manera) a fin de mejorar mis textos; los transforman de unos pobres escritos sensatos en maravillas de ingeniería textual, de una modernidad deslumbrante. Recuerdo cuánto peleé con un corrector desconocido cuando utilicé, en una novela, en medio de una «elucubración» poética, la palabra «vitelo» (¡querido corrector de este libro, te pido que la dejes tal y como la he escrito yo!). En la primera corrección, mi palabra, de intención noble y psicoanalítica, se transformó en «ternerito». La taché, divertido, y volví a escribir por encima «vitelo», pero en la segunda corrección la misma persona desconocida volvió a poner «ternerito». Esta vez la taché con saña y subrayé dos veces «vitelo», es más, escribí incluso a su lado la explicación de la palabra: «vitelo, esto es, sustancia de la que se alimenta el embrión en el huevo» y, sin embargo, si no hubiera corrido hasta la editorial para corregir la prueba yo mismo, me habría encontrado con el ternerito en medio de una tenebrosa metáfora existencial de lo más sublime. En otra ocasión, cuando se me ocurrió — en mala hora— ponerme a escribir una obrita de teatro de seis minutos para un festival italiano, esta fue publicada en una antología parecida al volumen de las Belles Étrangères, solo que allí mezclaron mi texto con el de un dramaturgo serbio, una réplica mía, una suya, de tal manera que el texto adquirió un tono propio de Ionesco, efecto que ninguno de nosotros había pretendido. Y lo mejor es que se representó así —el colmo de la estupidez— ante un público que, al final, aplaudió entusiasmado… Creemos que la indiferencia por lo que sale de nuestras manos —una chapuza rápida que haces para salir del paso— es solo una cuestión rumana. Pero no es así en absoluto. Cuando hay verdadero interés y dinero, las cosas salen bien. Cuando trabajas gratis solo por liquidar un trabajo, no. Y esto es válido en cualquier lugar del mundo. Ahora nevaba copiosamente, como en un poema de Bacovia. Saqué de mi bolsa de mano una cámara de fotos, abrí la ventana e hice unas cuantas fotografías del bulevar cubierto ya de nieve. El aire frío y helado despertó mis ganas de salir a dar una vuelta. Bajé y empecé a andar por la nieve, recorriendo las calles semidesiertas, junto a los restaurantes alineados a un lado y otro de la calle. Estaba en París y, como de costumbre, no podía creérmelo. Estaba solo, en París, y avanzaba contra el viento con las manos en los bolsillos de mi chaqueta negra, con el cuello lleno ahora de nieve. Caminé al menos una hora, sintiéndome de nuevo un adolescente, entré al azar en un restaurante vacío, almorcé y, mientras almorzaba, sentí de repente que me invadía una soledad terrible, como en aquel sueño en el que no recordaba que estaba casado y me preguntaba si encontraría alguna vez una mujer; luego salí de nuevo a la furiosa nevada, empezaba a caer la tarde y regresé —otra hora— al hotel. Siempre es así en las ciudades extranjeras en las que te encuentras solo.

Mi maleta no había llegado aún y era ya la hora de dirigirme a la recepción. Estaba resignado. En definitiva, me decía, yo no me habría puesto los vaqueros con los que Adam Michnik se presentó en Bucarest en la fiesta organizada en su honor hace unos años. Tampoco la chaqueta con que Esterházy salía al restaurante cuando éramos vecinos en Auguststrasse. Además yo no era un político: es el artista quien impone su indumentaria en semejantes circunstancias. De todas formas, es de tontos ser el único con una chaqueta marrón de pana en una recepción en la que todo el mundo va de negro. El burgués que hay en mí se sentía con el agua al cuello.


12
EL MUNDO LITERARIO HA SIDO SIEMPRE así y así seguirá siendo siempre. Habitualmente, los teatros son ejemplos clásicos de «nidos de víboras», pero los actores, por mucho que se critiquen y se envidien unos a otros, no pueden permitirse el lujo de hacerlo en público. Los escritores tienen sin embargo, a su disposición, los periódicos y las revistas y sus broncas se ven amplificadas a través de ellos hasta unas dimensiones grotescas. La regla principal que domina toda esta acumulación de odio, animadversión, venganzas y desprecio sonaría más o menos así: en el mundo literario se perdona casi todo, la falta de talento, la vileza, la hipocresía, la cobardía. Se consideran pecados humanos y son contemplados con tolerancia. Lo que no se te perdona jamás, a ningún precio, es el éxito.

Nosotros seríamos unos autores del montón, pero el hecho de que estuviéramos ahora en París fue considerado, con toda seguridad, una especie de éxito y muchos de los que no habían sido elegidos no nos lo perdonaron. La mayoría piensa que si puedes viajar al extranjero, si te traducen, si se venden tus libros, vives una especie de beatitud que se te sube a la cabeza, que miras a los demás con desprecio desde las alturas. Si se te ocurre no responder inmediatamente a un correo electrónico te encuentras con una larga carta injuriosa. Cada matiz de tu voz y cada uno de tus gestos son sopesados e interpretados torticeramente: mira tú adónde hemos llegado, ya no estamos a su nivel… Nadie cree que sigas siendo el mismo, que sigas con tu vida y tus problemas y que te duele, como a todos los demás, que te traten injustamente. Que te duele, sobre todo, ese rencor general que no puedes entender, tú, que odias tener enemigos. Cada uno de nosotros, apretujados ahora entre el gentío en la recepción de la embajada, con un plato en una mano y una copa en la otra, sentía esa ambigüedad: la satisfacción de estar entre los elegidos y el sentimiento de culpa por los demás, por los que se habían quedado en casa. Porque no son la beatitud, el triunfo o el desprecio los que acompañan siempre al éxito, como se piensa, sino el profundo sentimiento de culpa porque, sin quererlo, hieres con tu mera existencia el orgullo de mucha gente.

Creo que el primer colega que vi fue George Crăciun, que en paz descanse. Tenía un rostro trágico, gravemente afectado por la enfermedad que se notaba que lo estaba consumiendo. Nos habíamos visto con frecuencia en los últimos años. Siempre nos habíamos respetado. Poco tiempo atrás me había impresionado que, instigado por un entrevistador para que me criticara («¿Cómo te explicas que se vendan decenas de miles de ejemplares de Por qué nos gustan las mujeres mientras que Pupa russa …»?), él respondiera: «Mircea es amigo mío. El éxito exige disciplina y un estilo de vida ordenado…». El autor considerado de «éxito», que está, de hecho, castigado al ostracismo en el mundo cultural, se siente indeciblemente agradecido por tales muestras de amistad.

Más adelante, en la Solitude, iba a sucedernos algo inaudito con Crăciun. Nos habíamos enterado de su muerte unos días antes y Ioana soñó de repente con él. Estaba tumbado en un prado y padecía una enfermedad que le impedía levantarse. Yo estaba junto a él, recostado. Ioana me había traído algo de comer y Crăciun, haciendo un gran esfuerzo, alzó la cabeza y, mirándola suplicante a los ojos, le dijo: «¡Yo también tengo hambre!» A la mañana siguiente Ioana me contó que el sueño la había afectado. Estuvimos charlando largo rato ante la taza de café y, aunque no seamos devotos, pensamos que tal vez haya algo de verdad en las antiguas creencias que nos hacen derramar, sentados a la mesa, una gota de vino por los que han abandonado este mundo. Nosotros, la «gente reciente», no somos precisamente los más listos de la tierra. Así que decidimos realizar una ofrenda por el alma de George. Invitamos a un amable poeta que llevaba mucho tiempo viviendo en Stuttgart y le dimos una bolsita con algo de comida y vino. Él lo entendió y la aceptó con sencillez y piedad. Y al cabo de una semana tuve uno de los sueños más límpidos y mágicos de mi vida.

Estaba en mi despacho en la planta baja del apartamento. Eran más o menos las cinco de la madrugada y había empezado a clarear el día. El prado frente a mi ventanal estaba brumoso. A lo lejos, en la oscuridad, se adivinaba el bosque, bordeado por el amarillo del alba. El aire exterior era grisáceo y se podía sentir el frío. En mi habitación estaba más oscuro que fuera, así que los cristales de la ventana parecían brillar con fuerza. A través de ellos distinguí, muy lejos, una silueta que se acercaba desde el bosque. Era un hombre que venía por la alameda desierta y que crecía muy despacio a medida que se acercaba. No tenía la más mínima duda de que todo era real, de que me encontraba precisamente allí, en la gran mesa de madera, mirando hacia la izquierda, en dirección a la puerta. Cada objeto del despacho se encontraba en su sitio, así como cada árbol del prado enfrente de la casa. La silueta se acercaba, oscura y encorvada, hasta que llegó al empedrado delante de la puerta. Entonces se acercó y subió dos escalones. Ahora permanecía allí, erguida. Era George Crăciun, tal y como lo había visto por última vez, con su indumentaria de siempre, con su cabello canoso, con las mejillas consumidas por la enfermedad. Entonces me di cuenta de que estaba soñando aunque, en todo aquel cuadro, lo único fantástico fuera el hecho de que George, que había muerto hacía casi un mes, estuviera allí, plantado ante mi puerta. Me levanté de la mesa. Tenía la piel de gallina. Entonces él se inclinó hacia la puerta, puso las manos a ambos lados de los ojos y miró hacia el interior de la habitación a través de uno de los cristales de la puerta. Permaneció así unos instantes; entre tanto, haciendo un gran esfuerzo, conseguí despertarme. Abrí los ojos; la misma luz turbia del alba bañaba el dormitorio.

Distinguí luego a Simona Popescu, con la que sin embargo no iba a hablar casi nada a lo largo de la gira (muy elegante, de rostro serio y triste) y luego, inmediatamente, a Agopian. Recordé cuánto me chocó el título de su libro, Tache de terciopelo , cuando lo vi en el escaparate de la librería Sadoveanu, en 1981. Incluso su nombre: Ştefan Agopian me parecía, no sé por qué, el nombre de un autor ya consagrado, presente en las historias de la literatura desde mucho tiempo atrás. Pero a este hombre extraño, bajito y gruñón, conocedor de cosas antiguas, que tenía todos los rasgos de un escritor de la «época Nichita», lo conocería mucho después. Como en el caso de muchos otros, el hecho de que él participara en nuestro mundo literario y yo no, y de que, además, yo no me considerara un escritor de verdad, nos impidió durante un tiempo ir más allá de un sincero respeto recíproco. Agop llevaba su sempiterna chaqueta marrón jaspeada. El bigote le confería ese aire inconfundiblemente oriental que me recuerda siempre una página de Toate pânzele sus! esa en la que Anton Lupan se encuentra con un comerciante en un puerto del Danubio: «¡Yo soy Agop, Agop el del bazar!», dice el armenio, antes de ser inmediatamente recibido y saqueado, si no me equivoco, por Ieremia.

(Continuará...)

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