Ítalo Costa Gómez

Nunca me gustó la idea de la aventura. Ni siquiera teniendo padres que eran capaces de dejar una carrera e iniciar otra de la noche a la mañana o agarrar una mochila e irse de viaje con el dinero apenas suficiente y ganas de conocer otras culturas. Suena hermoso, pero no es lo mío. El más grande riesgo lo he vivido en discotecas y night clubs en noches sin fin y apenas lúcido. Sobreviví a eso. Hasta viví de eso. Suficiente para mí. Al menos hasta que vuele al otro lado del mundo a pasear en bicicleta con unos cocos locos.
En uno de los intentos de mi madre por enamorarme de los viajes me llevó a Iquitos en un vuelo de la Fuerza Aérea, donde trabajó más de 25 años con anécdotas impresionantes. Tenía ocho años. A mí me enfermaba la sola idea de treparme al avión. Panic attack.
[Me voy de shopping. Me voy de compras. Me voy con ellaaaaaa ah ah ah, que es una estrellaaaa… Con una rubia en el avión, directo a Brasil. Con una rubia en el avión dispuesto a morir]
Cuenta la historia que al poco rato de abordar el avión para disfrutar de quince días en un club charapa maravilloso (qué bonito recordarlo claramente, la comida, los bungalows… tengo lectores y amigos de esa ciudad tan mágica) la panza se me empezó a revolver. Seguramente era el miedo a volar sumado a la cantidad de leche chocolatada que había tomado esa mañana. Me había guardado tres cajitas en mi mochila. Ese era mi contrabando. Me las había zampado una tras otra porque eran un vicio de mi chiquititud.
-Mami, me siento mal. – con mi cara de pendejo.
-Ya sé que te sientes mal y eres capaz de caer inconsciente en el piso en este momento. Aún así te voy a subir a ese avión.
-No me crees. En serio te digo que… que… (y se me vino el huayco). Pálido. Hay que contar con que era un niño que no tenía seguridad emocional. Era muy frágil. El miedo realmente podía enfermarme. No estaba inventando ningún malestar, pero lo había hecho antes con mi papá en campamentos y «situaciones de aventura». Era comprensible la duda.
No olvidaré la cara de vergüenza de mi madre ante sus jefes. Coroneles y almirantes estaban reunidos con nosotros esperando abordar. Todos se preocuparon por mí e incluso le decían a mi mamá que mejor era que ella viajara mañana conmigo, que no había apuro, que no vaya a ser que tuviera algo más delicado.
Ella se rehusó. Dijo que yo era un muchachito nervioso que no quería subir al avión, que sería feliz viajando en burrito sabanero y que no me daría ni fiebre si no me alzaran las patitas del piso. Teme volar. No le voy a dar en el capricho.
Mi mamá me miro tranquila, pero también con severidad.
-Talito, voy a guardar bolsas de papel por si tienes ganas de vomitar durante el vuelo, pero te suplico que te comportes como un niño grande porque si no se cae el avión y te mueres seré yo la que te mate. ¿Estamos claros?
Mi mamá, siempre ha sido igualita. Severa conmigo cuando debía serlo, con toda justicia aunque derretida por mí interiormente.
Carajo que me sané en dos patadas.
Me pasé el vuelo abrazado a mi asiento, rezando a Santo Toribio de Mogrovejo para que al puto avión (que hacía ruidos espantosos) no se le acabara la gasolina or something.
Al llegar a Iquitos pasamos unas vacaciones estupendas. Fue en verdad maravilloso, aunque siempre con mis ganas de volver a casa. Se imaginarán que la historia del vuelo se medio repitió al volver a Lima. No recuerdo otro viaje en avión con mi mamá y en esta historia queda claro el por qué.
Creo que al Paolo Guerrero le pasa igual, ¿no? Ya ven. En todas partes se cuecen habas y aviones se caen en todos lados.
No viajen, oe.
Pucha, qué buenos que son mis consejos, caray. Valórenme ahora que me tienen. Quiero homenajes en vida. Que se lo sepan.