Ítalo Costa Gómez

Tengo clarito el recuerdo de cuando era chiquito y caminaba con mi abuela por el parque. Cuando regresábamos a casa siempre tomaba callecitas miraflorinas alternas, poco transitadas, y yo disfrutaba mucho de ese silencio. Así fue que me enamoré de andar por calles vacías bajo árboles enormes que botan hojas secas como queriendo adornar la vereda.
Uno de los momentos que más disfrutaba era cuando pasaba el afilador de cuchillos. Avanzaba con esa especie de carretilla con una rueda enorme y hacía sonar su silbato.
Apenas la Mamama escuchaba ese pitido tan particular hacía unos movimientos con las manos como atrayendo, como recogiendo dinero, y se metía las manos a la cartera. Inmediatamente después se agachaba, hacía los mismos movimientos y metía sus manos en mis bolsillos como llevándolos de aire. Era una hermosa superstición que tenía para atraer abundancia. En esos tiempos me hacía reír. Hoy encuentro su fe extremadamente conmovedora.
Cuenta la historia que había pasado muchísimo tiempo que no escuchaba el llamado de algún afilador de cuchillos, parece que el tiempo los ha extinguido, los ha sacado de circulación. Mi mamá me contaba que lo mismo pasó con unos carretilleros que pasaban por sus calles cuando era niña vendiendo una especie de tostadas bien duras y sabrosas mientras cantaban: «Revolución calienteeeeeeeeeeeeeeee, para rechinar los dienteeeeeeeeeees». Qué triste que desaparezcan esos pequeños emblemas. Como los lecheros que iban de puerta en puerta dejando sus botellitas, mismo Don Ramón.
[La Lechiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii]
La cosa es que tempranito en la mañana había recibido una muy buena noticia sobre la publicación oficial de la antología de mi hermano, Miguel Sanz, «GABRIEL. Poesía 2000-2020». Había alegrado el corazón con algunos detalles sobre cómo estaba resultando el viaje, todo el proceso. Estaba con el corazón muy alegre. Cuando nos despedimos me puse una casaca y salí a comprar a la panadería. Eran las seis de la mañana. Las calles vacías con el frío de la madrugada me recibían cuando en eso, como caído del cielo, escucho un silbato.
[Piiiiiiiiiiiiiiiiiruiiiiiiiiiiin Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiruin]
Es inconfundible ese sonido. No era un panadero. ¡Era un afilador de cuchillos! La pita que se partió. Era como un mensaje, como un buen augurio. No lo podía creer. Volteaba a mi alrededor y no lo hallaba. Decidí buscarlo por el sonido y doblando la esquina lo encontré.
Me saludó y yo le respondí como que fuera mi amigo de toda la vida. Hizo un gesto amigable y volvió a tocar el silbato. Yo hice el ademán de mi abuelita con las manos y me llenaba los bolsillos de aire. Él me miraba como acostumbrado al momento. Creo que es una tradición mucho más popular de lo que yo pensaba. Me dijo que si quería que tocara el pito del dinero una vez más debía darle una propina. Claro que accedí. Se fue caminando lentamente y yo seguí mi rumbo.
Así como dicen que para tener una cita lo que necesitas es otra cita. De la misma forma pienso que los momentos increíbles y especiales de la vida (como el recuerdo de mi abuela y la aparición asombrosa del afilador) se aparecen repentinamente cuando tienes el corazón contento. Mi hermano había limpiado el aura y había dejado la puerta abierta para que entren las alegrías. Es así cuando esos pequeños grandes milagros aparecen.
En tiempos de desconcierto es importante ver esas pequeñas bendiciones de forma sobredimensionada. Hay que exagerarlas porque de esa manera dejamos el corazón sano y le ponemos lente de aumento a las buenas nuevas.
Es así como podemos notar mejor que la vida es mucho más simple y bonita de lo que nosotros la queremos pintar. Cuando lleguemos a viejitos vamos a tener una historia qué contar, si no la salpicamos con pequeñas manchitas de fantasía y color será un pasquín más y ninguno de nosotros merece eso.
Lo único que quiero cuando se cuente mi historia es que se resalte que viví para los que amé y que fui un niño que nunca creció. Si eso se dice de mí habré logrado hacer de mi libro un best seller.
Que sea inolvidable tu canción, como la revolución caliente. Que sonido que emita tu alma sea especial y te traiga plata, como el del afilador de cuchillos.