Juan Alberto Campoy

Study of Three Hands(1494)-Albrecht Durer
I
En los prolegómenos de la guerra civil española, coinciden en un mismo velatorio militantes socialistas y falangistas, que acompañan por última vez a sus respectivos camaradas, muertos en un tiroteo reciente. De forma inesperada, una corriente de confraternización envuelve todos los presentes por igual, y, durante un breve y raro espacio de tiempo, se olvidan de quienes, entre los fallecidos, habían saludado “con el puño cerrado” y quienes con la “mano abierta”.
Muchos años después, en los albores de la ilusionante democracia española, que empezaba a dar sus primeros y titubeantes pasos, el insigne poeta comunista Rafael Alberti pronuncia, mientras desciende del avión que le trae de vuelta de su largo exilio, una frase que se hizo famosa: “Me marché con el puño cerrado, vuelvo con la mano abierta”.
Curioso tanto puño cerrado y tanta mano abierta, ¿no? Curiosa la coincidencia entre los términos empleados por ambos escritores. Porque, en principio, todos los puños están siempre cerrados (con mayor o menor fuerza). Un puño no es más que una mano cerrada. Hay que decir, además, que, mientras que en el segundo de los párrafos anteriores se cuenta una rigurosa anécdota histórica, bien conocida por todo el mundo, en el primero de ellos se describe una escena ficticia extraída de la novela “Madrid, de corte a checa”, del escritor falangista Agustín de Foxá, escrita en 1938. Supongo que, a estas alturas, la curiosidad del lector habrá devenido ya pura estupefacción. Pero yo creo más en las causalidades que en las casualidades. En otras palabras, me atrevería a decir que es muy probable que el autor de “Marinero en tierra” hubiera leído la novela del orondo conde fascista (ya fuera por mera curiosidad o porque nunca está de más saber qué piensa el enemigo) y se inspirara en ella para su famosa frase.
Sorprende también el distinto uso que uno y otro escritor hacen de la dicotomía puño cerrado – mano abierta. Mientras que, en Agustín de Foxá, el puño cerrado simboliza la ideología comunista, sin matiz alguno, en Rafael Alberti representa (o eso, al menos, se esperaría de un comunista) no tanto dicha ideología como los aspectos más intransigentes, más totalitarios, menos presentables de la misma (digo yo que, por aquel entonces, Rafael Alberti ya no llamaría “padre, maestro y camarada” a Josef Stalin). ¿Y respecto a la mano abierta? Mientras que, en Foxá, la misma simboliza el falangismo, en Alberti representa el espíritu abierto, el ánimo de reconciliación… la mano tendida. Así pues, ambos escritores nos transmiten mensajes parecidos, pero no idénticos. Se diría que mientras que Agustín de Foxá propone (lo que no deja de ser chocante en un escritor fascista) un arrinconamiento de las ideologías (al menos, de las ideologías extremas) en beneficio de todo aquello que nos une como seres humanos (por ejemplo, el temor y el respeto que sentimos cuando se abre ante nosotros el abismo de la muerte), Rafael Alberti nos propone una mentalidad positiva y una actitud tolerante (en la línea de lo que, pasados unos cuantos años, recomendarían hasta la saciedad los libros de autoayuda).
II
Cuando yo era joven (que lo fui) existía una broma recurrente que consistía en afirmar con determinación que tus manos (las manos del bromista) estaban consideradas armas de destrucción masiva. Hasta ese extremo de poderío no creo que nadie pueda llegar, ni haya llegado nunca. Ni siquiera Mike Tyson en sus mejores tiempos, cuando mandaba a sus rivales a la lona a dormir antes de que acabara el primer asalto. Aunque sus manos eran armas contundentes, desde luego (sus dientes también, pero esa es otra historia), sólo una persona se veía afectada por su poder destructivo. En cualquier caso, lo que es indudable es que nuestras manos pueden convertirse en armas con las que causar daño a nuestros semejantes. Pero esas mismas manos que pueden atacar y agredir pueden también mimar y acariciar. Todo dependerá de nuestra voluntad. Con las manos pasa eso mismo que se predica con tanta frecuencia respecto a los martillos: que no son ni buenos ni malos, sino que es su uso lo que puede ser calificado desde un punto de vista moral (por ejemplo, no tiene el mismo contenido moral clavar un clavo en la pared que abrirle la cabeza a tu vecino). El puño es otra cosa. Ante el puño, en principio, hay que estar prevenido. Cuando alguien cierra el puño, no parece que pretenda nada bueno. Aunque no siempre es así. Verbigracia, una persona puede apretar el puño con fuerza precisamente para contenerse y no darle a alguien una torta con la mano abierta. Así que ni los puños son siempre malos, ni las manos abiertas son siempre buenas. Sin ir más lejos, Marco Antonio Aguirre, el carpetovetónico personaje salido del brillante magín del humorista Juan Carlos Ortega, recomendaba una buena torta con la mano abierta como única pero infalible solución para todos aquellos a los que, sonriéndoles abiertamente la vida, andan siempre quejándose, a la menor ocasión que tengan, de extraños e indefinibles males, como “un desazón general”, “un no sé qué que no me deja tranquilo” o “un vacío de origen existencial”. Un método terapéutico excesivamente drástico, desde luego, y que no compartimos. Y, volviendo a la vida real, el actor Will Smith tuvo la ocurrencia de suministrarle una torta de este mismo tipo al presentador de la gala de los Oscar de este año. Éste último gastó una broma de mal gusto sobre la alopecia de la mujer del primero, quien, a continuación, se dirigió con toda la parsimonia del mundo hacia el presentador y le dio una torta prácticamente a cámara lenta con la mano bien abierta. Obviamente, si el ex príncipe de Bel-Air hubiera querido causar el mayor daño físico posible al bromista, le hubiera dado un puñetazo (o una patada). La elección de la mano abierta como arma de ataque tenía por objeto no tanto el daño físico, sino, principalmente, el daño moral. El agresor (el señor Smith) intentó situarse (otra cosa es que lo consiguiera) en una posición de superioridad moral con respecto al agredido: en la misma situación jerárquica que se sitúa, por ejemplo, un maestro en relación con un alumno, o un padre con relación a un hijo.
III
Tantas cosas decía don Miguel de Unamuno, y tan contradictorias unas de otras, que forzosamente acertaba en muchos casos y en otros muchos se equivocaba. Una de sus sentencias que más me gusta, y que yo tenía por indiscutible, es aquella que reza que “así como la alegría junta los cuerpos, la pena junta las almas”. Si embargo, la realidad más inmediata parece haber desmentido al gran filósofo español. Me explico. Uno de los efectos más lamentables de la reciente pandemia ha sido la extensión de la tristeza y de la sensación de soledad entre la ciudadanía, como resultado no sólo del asfixiante confinamiento inicial, sino también de la falta de comunicación posterior, derivada tanto de la propia normativa legal (las dichosas mascarillas y la dichosa distancia interpersonal) como del comprensible miedo al contagio del virus, que se contagió de forma viral (disculpen el juego de palabras). Pues bien, una vez superada la pandemia, o en vías de superarse, la gente anda medio desatada, o desatada por completo. La gente tiene unas ganas inmensas de pasarlo bien, de divertirse con los amigos, de recuperar el tiempo perdido. Calles y plazas se llenan de grupos de jóvenes y no tan jóvenes que festejan la libertad recobrada después de tanto tiempo. Y con esta buena disposición al jolgorio y al disfrute, se diría que hay un ansía por recuperar el contacto físico. Con la caída de las mascarillas, han vuelto los besos y los abrazos, que no sólo son más frecuentes, sino también más sentidos, más cargados de emotividad. Quien más quien menos, todo el mundo se muestra más afectuoso de cómo solía comportarse antes de la pandemia. Un fenómeno éste que yo creo generalizado, habiendo incluso llegado a mi propia familia, donde hemos pasado de saludarnos con tres palmaditas en el hombro a con cuatro palmaditas. El caso es que me parece un hecho incontrovertible que en esta ocasión la pena, la pena de la pandemia, ha llevado a que se junten los cuerpos, en lugar de las almas, como sostenía don Miguel (quizá se hayan juntado ambas cosas).
Los abrazos, en términos de teoría de juegos, no son sólo un juego de suma positiva, sino uno en el que todos los jugadores salen ganando. Hace un par de años, en Cartagena de Indias, me encontré una chica que ofrecía abrazos gratis a quien quisiese. Yo fui uno de los agraciados. Obviamente, la chavala consiguió asimismo un abrazo gratis para ella. Esto es lo que quería decir con que “todos los jugadores salen ganando”. Y, si dejamos de lado el terreno matemático, un tanto árido, y nos pasamos al jardín de la literatura, podemos dar con esta cita de la novela “Entre cielo y tierra”, de Jón Stefánsson: “el infierno es tener brazos y no tener nadie a quien abrazar”. La frase no puede ser más acertada. Pero hay muchos tipos de infiernos en esta vida. Sin ir más lejos, si le damos la vuelta a la frase anterior, obtenemos esta otra, no menos cierta: “el infierno es tener alguien a quien abrazar y no tener brazos para hacerlo”. Me estoy acordando, como muchos de ustedes, del tristísimo caso del niño Ali, que perdió los dos brazos en un ataque estadounidense durante la guerra de Irak. Acabo de consultar su historia en internet. Afortunadamente, si bien no hubo un final feliz de la misma (no podía haberlo), se pusieron limites al tamaño del infierno. El chico se fue a vivir a Londres, donde recibió atención hospitalaria y le colocaron unos brazos robóticos. Con mucha lucha y mucho esfuerzo, Ali ha logrado no hundirse en el cenagal de la pena y la conmiseración, y llevar una vida más o menos normal.