William Faulkner

XXV
Las mesas habían sido retiradas a un extremo del salón de baile. Todas estaban cubiertas con manteles negros. Las cortinas seguían corridas; a través de ellas se filtraba una luz incierta, de color salmón. El ataúd se hallaba detrás de la plataforma de la orquesta. Era de buena calidad: negro, con adornos de plata, los caballetes ocultos bajo una masa de flores. Mediante coronas, cruces y otras formas adoptadas por el ceremonial mortuorio, la masa de flores, a modo de marea, parecía romperse en una ola simbólica sobre el catafalco y por encima de la plataforma y del piano, despidiendo un aroma tan intenso que resultaba opresivo.
El propietario del local se paseaba entre las mesas, hablando con los recién llegados a medida que entraban y ocupaban los asientos. Los camareros de color con camisas negras debajo de las blancas chaquetas almidonadas, entraban y salían con vasos y botellas de ginger ale, moviéndose con decorosa compostura, un tanto teatral; a la escena no le faltaba carácter, con un aire al mismo tiempo macabro y de pretendida placidez, un poco febril.
El arco que daba a la sala de juego tenía colgaduras negras. Sobre el paño mortuorio que cubría la mesa de los dados empezaba a acumularse el sobrante de los homenajes florales. No cesaba de entrar gente: algunos hombres con trajes oscuros, adecuados para la ocasión; otros, con los brillantes colores claros de la primavera, aumentando con ello el ambiente de macabra paradoja. Las mujeres —las más jóvenes— también llevaban colores alegres en sombreros y chales; las de más edad vestían de gris, de negro y de azul marino, entre resplandores de brillantes: figuras matroniles, como de amas de casa en vespertinas excursiones dominicales.
La sala empezó a llenarse de conversaciones en sordina, con disonancias de voces chillonas. Los camareros iban de un sitio para otro, alzando bandejas en precario equilibrio, y sus chaquetas blancas y camisas negras creaban una impresión de negativo fotográfico. El propietario, luciendo su calva cabeza y un enorme brillante sobre el corbatín negro, pasaba de mesa en mesa, seguido por el encargado de echar a los indeseables, un hombre corpulento, musculoso, de cabeza redonda, que parecía a punto de reventar la chaqueta del smoking por detrás, como un gusano de seda saliendo del capullo.
En uno de los reservados, sobre una mesa cubierta con paños negros, descansaba una enorme ponchera en cuyo interior flotaban cubos de hielo y trozos de frutas. Sobre ella se inclinaba un hombre muy gordo con un informe traje verdoso, de cuyas mangas sobresalían unos puños muy sucios que, a su vez, tapaban en parte unas manos terminadas en uñas negras. El sucio cuello de la camisa, hipotéticamente ajustado mediante una corbata negra adornada con un rubí de bisutería, languidecía mustiamente en lacios pliegues alrededor de su garganta. Con el rostro brillante por el sudor, arengaba al gentío congregado alrededor de la ponchera con voz bronca:
—Vamos, amigos. Paga Gene. No les va a costar ni un céntimo. Acérquense y beban. Red era la mejor persona del mundo —los que estaban alrededor de la mesa bebían y se apartaban, reemplazados por otros que inmediatamente presentaban sus vasos. De cuando en cuando entraba un camarero con hielo y trozos de fruta y los añadía a la ponchera; Gene, por su parte, sacaba nuevas botellas de una maleta situada debajo de la mesa y también iba vertiendo su contenido en el enorme recipiente; luego, con el mismo tono decidido de quien es consciente del valor de lo que ofrece, sudoroso, limpiándose la cara con la manga, reanudaba su bronco monólogo—. Vamos, amigos. Invita Gene. No soy más que un contrabandista de licores, pero Red nunca tuvo otro amigo mejor. Acérquense y beban. No se preocupen, queda mucho para cuando esto se acabe.
Del salón de baile llegaron unos acordes. La gente entró y tomó asiento. En la plataforma estaba la orquesta de un hotel del centro, todos vestidos de etiqueta. El propietario y un segundo hombre conferenciaban con el director.
—Déjales que toquen jazz —dijo el segundo hombre—. A Red le gustaba bailar más que a nadie.
—No, no —dijo el propietario—. Eso hará que se pongan todos a bailar en cuanto Gene los haya emborrachado, y no estaría bien.
—¿Y el Danubio Azul? —pregunto el director de la orquesta.
—No, no; ya le he dicho que no toquen blues—dijo el propietario—. Hay un muerto en ese ataúd.
—Eso no es un blues —dijo el director.
—¿Qué es entonces? —dijo el segundo hombre.
—Un vals. Strauss.
—¿Un espagueti?—dijo el segundo hombre—. Ni hablar. Red era americano. Usted quizá no, pero él sí que lo era. ¿No sabe nada americano? Toquen Sólo puedo darte amor. Siempre le gustó esa pieza.
—¿Y que se pongan todos a bailar? —dijo el propietario. Lanzó una mirada hacia las mesas, donde las mujeres hablaban ya con voces un poco demasiado agudas—. Será mejor que empiecen con Más cerca de ti, Dios mío —añadió—, y serenen un poco a la gente. Le dije a Gene que era arriesgado empezar tan pronto con el ponche. Le sugerí que esperara hasta que fuésemos a salir para el cementerio. Pero tenía que haberme imaginado que alguien se encargaría de convertir esto en una fiesta. Será mejor empezar con algo solemne y seguir así hasta que le haga una señal.
—A Red no le hubiera gustado nada solemne —dijo el segundo hombre—. Y tú lo sabes muy bien.
—Entonces que se vaya a otro sitio —dijo el propietario—. Estoy haciendo esto como un favor. No me dedico a las pompas fúnebres.
La orquesta tocó Más cerca de ti, Dios mío y logró que la gente dejara de hablar. En la puerta, con paso inseguro, apareció una mujer vestida de rojo.
—Hasta siempre, Red —dijo—. Ese estará en el infierno antes incluso de que yo llegue a Little Rock.
—¡Silencio! —dijeron varias voces. La mujer se dejó caer en una silla. Gene apareció en la puerta y se quedó allí hasta que terminó la música.
—Vamos, amigos —gritó, agitando los brazos en un gesto amplio, lleno de corpulenta benevolencia—, vengan a beber. Lo paga Gene. No quiero que haya en este local ni una garganta ni unos ojos secos dentro de diez minutos.
Los que estaban en la parte de atrás se dirigieron hacia la puerta. El propietario se puso en pie e hizo un gesto a la orquesta. Uno de los músicos se levantó para hacer un solo de corneta con En ese refugio de quietud, pero los de atrás siguieron desapareciendo por la puerta donde Gene seguía agitando los brazos. Dos mujeres de mediana edad lloraban en silencio bajo sus sombreros floreados.
El gentío se agitaba y vociferaba alrededor de la ponchera progresivamente vacía. Desde el salón de baile llegaba la sonora voz de la corneta. Dos jóvenes muy sucios, cargados con maletas, se dirigieron hacia la mesa gritando monótonamente: «¡Abran paso! ¡Abran paso!» Las maletas estaban llenas de botellas que fueron depositando sobre la mesa, mientras Gene, llorando ya sin rebozo, las abría y procedía a verterlas en la ponchera.
—Vamos, amigos. Lo quería igual que si fuera mi hijo —gritó roncamente, pasándose la manga por la cara.
Un camarero se acercó a la mesa con un cuenco de hielo y trozos de fruta y trató de añadirlos a la ponchera.
—¿Qué demonios te crees que estás haciendo —dijo Gene—, echando ahí esa porquería? Quítate de mi vista.
—¡Así se habla! —gritó el gentío, entrechocando los vasos, ahogándolo todo menos la pantomima de Gene para arrebatarle al camarero el cuenco de las manos, seguir vertiendo whiskey en la ponchera, y derramarlo luego sobre los vasos y también sobre las manos extendidas. Los dos jóvenes abrían botellas frenéticamente.
Como empujado por unos compases especialmente sonoros, el propietario apareció en la puerta, la desolación pintada en el rostro, agitando los brazos.
—Vamos, amigos —gritó—, terminemos con el programa musical, que está costando dinero.
—Nos importa un rábano —gritaron los otros. —¿A quién le cuesta dinero?
—¿Qué más da?
—¿A quién le cuesta dinero?
—¿Quién es el que quiere escatimárselo? Yo lo pagaré. Como hay Dios que estoy dispuesto a pagarle dos funerales.
—¡Amigos, por favor! —gritó el propietario—. ¿No se dan cuenta de que hay un féretro en esa habitación?
—¿A quién le cuesta el dinero?
—¿Cerveza?—dijo Gene—. ¿Cerveza? —repitió con voz quebrada—. ¿Hay alguien aquí que trata de insultarme con…?
—Está escatimándole el dinero a Red.
—¿Quién?
—Joe, ese desgraciado hijo de perra.
—¿Hay alguien aquí que trata de insultarme…?
—Vamos a hacer el funeral en otro sitio. En la ciudad hay más locales. —Será mejor hacerle algo a Joe.
—Meted a ese hijo de perra en un ataúd. Así tendremos dos funerales. — ¿Cerveza? ¿Hay alguien…?
—Meted a ese hijo de perra en un ataúd a ver si le gusta.
—¡Meted a ese hijo de perra en un ataúd! —repitió a voz en grito la mujer vestida de rojo. La gente se precipitó hacia la puerta, donde el propietario siguió agitando las manos por encima de la cabeza, tratando de alzar la voz sobre el tumulto, hasta que dio la vuelta y salió huyendo.
En la sala de baile, un cuarteto masculino procedente de un teatro de variedades estaba cantando canciones sentimentales con un estilo muy conjuntado; al interpretar Sonny Boy el llanto se generalizó entre las mujeres de más edad. Los camareros les llevaban vasos de ponche y ellas, sentadas, lloraban, sosteniendo los vasos en sus manos ensortijadas, de dedos demasiado gruesos.
Volvió a tocar la orquesta. La mujer vestida de rojo entró tambaleándose.
—Venga, Joe —gritó—, que empiece el juego. Llévate de aquí ese condenado fiambre y empecemos a jugar.
Un hombre trató de sujetarla; ella se volvió, lanzándole un diluvio de palabras obscenas; luego se acercó a la mesa de juego cubierta de paños mortuorios y tiró al suelo una de las coronas. El propietario corrió hacia ella, seguido del encargado de echar a los indeseables, y agarró a la mujer en el momento en que levantaba otro tributo floral. Intervino también el hombre que había tratado de sujetarla, mientras la mujer chillaba y maldecía golpeando ecuánimemente a uno y otro con la corona. El encargado de las expulsiones cogió al hombre por el brazo; el otro se dio la vuelta y le golpeó, pero salió a su vez despedido hasta el centro de la habitación. Entraron tres hombres más. El cuarto se levantó del suelo y todos ellos se abalanzaron sobre el encargado de las expulsiones.
Al primero lo derribó en seguida y con increíble celeridad pasó al salón de baile. La orquesta estaba tocando. La melodía quedó inmediatamente ahogada por los chillidos y el estruendo de las sillas derribadas. El encargado de las expulsiones giró de nuevo para enfrentarse al ataque de sus cuatro adversarios. Al entremezclarse, un segundo hombre salió despedido, resbalando de espaldas sobre el suelo; el encargado consiguió zafarse. Giró de nuevo y se abalanzó sobre sus atacantes, quienes, al retroceder muy de prisa, tropezaron con el catafalco, cayendo sobre él. Los músicos habían dejado de tocar para subirse a las sillas con sus instrumentos. Las ofrendas florales salieron despedidas; el féretro se tambaleó.
—¡Sujetadlo! —gritó una voz.
Varias personas se adelantaron, pero el ataúd cayó pesadamente al suelo, abriéndose por la violencia del golpe. El cadáver, lenta y sosegadamente, se deslizó fuera, hasta apoyar el rostro en el centro de una corona.
—¡Toquen algo! —gritó el propietario a voz en cuello, moviendo los brazos—. ¡Vamos! ¡Toquen algo en seguida!
Cuando alzaron el cadáver la corona se levantó también, enganchada por un alambre invisible que se le había clavado en la mejilla. Había llevado puesta una gorra que, al caerse, dejó al descubierto un agujerito azul en el centro de la frente. Lo habían tapado cuidadosamente con cera, dándole maquillaje por encima, pero la sacudida hizo que el tapón se desprendiera y cayera al suelo. No lograron encontrarlo, pero desabrochando el automático que había en el centro de la visera consiguieron calarle la gorra hasta los ojos.
A medida que el cortejo se aproximaba al centro de la ciudad se le fueron añadiendo más coches. Detrás de la carroza fúnebre iban seis packards descapotados, llenos de flores y con choferes uniformados. Los seis parecían exactamente iguales y eran del tipo que las agencias más prestigiosas alquilaban por horas. Seguía a continuación una variopinta hilera de taxis y coches particulares, que fue aumentando a medida que el cortejo avanzaba lentamente por el distrito restringido —donde los rostros asomaban tímidamente bajo las persianas echadas—, en dirección a la arteria principal que, saliendo de la ciudad, llevaba al cementerio.
Una vez en la avenida, la carroza fúnebre aumentó la velocidad y la comitiva fue estirándose, dejando intervalos entre los distintos grupos. Muy pronto los coches particulares y los taxis empezaron a desaparecer. Al llegar a un cruce giraban a izquierda o a derecha, hasta que por último no quedaron más que la carroza y los seis packards, sin otros ocupantes que los choferes uniformados. La calle era amplia y ahora estaba ya casi vacía, con una raya blanca en el centro que se adelgazaba hacia adelante, sobre la lisa desnudez del asfalto. La carroza se puso en seguida a cuarenta millas por hora, y luego a cuarenta y cinco y después a cincuenta.
Uno de los taxis se detuvo ante la puerta de Miss Reba. De él descendió la dueña de la casa, seguida de dos mujeres: una delgada, con ropa de corte masculino y quevedos de oro, y otra baja y gorda, con un sombrero de plumas y la cara oculta por un pañuelo, a la que acompañaba un niño de cinco o seis años con un cráneo muy redondo. La mujer del pañuelo estuvo gimiendo entrecortadamente mientras recorrían la senda y penetraban en la estructura rectangular con celosías. Al otro lado de la puerta los perros ladraban en falsete. Al abrir Minnie, se arremolinaron en torno a los pies de Miss Reba, que los apartó a puntapiés. De nuevo trataron de asaltarla con dentelleante vehemencia y de nuevo fueron a estrellarse sordamente contra la pared.
—Pasen, pasen —dijo Miss Reba con la mano sobre el pecho. Cuando estuvieron dentro de la casa la mujer del pañuelo se puso a llorar a moco tendido,
—Se diría que estaba dormido —gimió—. ¿No es verdad que parecía dormido?
—Vamos, vamos —dijo Miss Reba, guiándolas hacia su cuarto—, pasen a tomar un poco de cerveza. Se sentirán mejor. ¡Minnie! —entraron en la habitación del tocador y de la caja fuerte, del biombo y de la fotografía con crespones negros—. Siéntense, siéntense —jadeó Miss Reba, empujando las sillas hacia adelante. También ella se sentó, e hizo un esfuerzo titánico para alcanzarse los pies.
—Uncle Bud, querido —dijo la mujer llorosa, secándose los ojos—, desátale los zapatos a Miss Reba.
El niño se arrodilló y desabrochó los zapatos de Miss Reba.
—Ya que has sido tan amable, podrías alcanzarme también las zapatillas que están debajo de la cama, corazón —dijo Miss Reba. El niño le llevó las zapatillas. Entró Minnie, seguida por los perros, que se fueron hacia Miss Reba y empezaron a morder los zapatos que acababa de quitarse.
—¡Zape! —dijo el niño, golpeando a uno con la mano. El perro volvió la cabeza lanzando dentelladas, los ojos, medio ocultos, brillantes y llenos de malevolencia. El niño dio un paso atrás—. Como me muerdas, vas a ver, hijo de perra —dijo.
—¡Únele Bud! —exclamó la mujer gorda, todavía manchada de lágrimas la cara redonda, inexpresiva por la acumulación de grasa, mirando al niño con dolorida sorpresa, mientras, sobre su cabeza, las plumas cabeceaban en precario equilibrio. El cráneo de Únele Bud era muy redondo, y tenía la nariz cubierta de pecas tan grandes como las gotas de un chaparrón de verano al caer sobre la acera. La otra mujer se sentaba muy erguida, con quevedos de oro y cadena del mismo metal, y cabellos grises pulcramente recogidos. Parecía una maestra—. ¡Qué horror! —dijo la mujer gorda—. No me explico cómo puede aprender esas palabras en una granja de Arkansas.
—Los niños aprenden maldades en cualquier sitio —dijo Miss Reba. Minnie les presentó una bandeja con tres jarras heladas. Únele Bud las estuvo mirando con ojos muy abiertos mientras cada una cogía la suya. La mujer gorda empezó a llorar otra vez.
—¡Tenía una expresión tan serena! —gimió.
—Nos tiene que tocar a todos —dijo Miss Reba—. Bueno, porque tarde lo más posible —añadió, alzando la jarra. Bebieron, haciéndose unas a otras corteses inclinaciones de cabeza. La mujer gorda se secó los ojos y las dos invitadas se limpiaron los labios con extremada corrección. La delgada tosió delicadamente, tapándose la boca con la mano.
—Excelente cerveza —dijo.
—¿Verdad que sí? —replicó la gorda—. Siempre digo que mi mayor placer es hacerle una visita a Miss Reba.
Empezaron a hablarse con mucha cortesía, con frases que dejaban a medio terminar y pequeñas pausas de asentimiento. El niño, aburrido, se había acercado a la ventana, y miraba hacia la calle por debajo de la persiana de hule.
—¿Hasta cuándo va a estar con usted, Miss Myrtle? —preguntó Miss Reba.
—Sólo hasta el sábado —dijo la mujer gorda—. Después volverá a su casa. Es un cambio que le viene muy bien, pasarse conmigo una semana o dos. Y yo también disfruto teniéndolo aquí.
—Los niños son un gran consuelo para cualquiera —dijo la mujer delgada.
—Sí —replicó Miss Myrtle—. Aquellos dos jóvenes tan simpáticos, ¿están todavía con usted, Miss Reba?
—Sí —dijo Miss Reba—. Pero creo que voy a decirles que se vayan. No es que yo sea especialmente bondadosa, pero después de todo más vale que los jóvenes no aprendan las maldades del mundo antes de tiempo. Ya he tenido que prohibirles a las chicas que se paseen sin ropa por la casa, y no les ha gustado.
Bebieron de nuevo, con mucha corrección, sosteniendo delicadamente las jarras, con la excepción de Miss Reba, que agarraba la suya como si fuera un arma arrojadiza, la otra mano perdida en el pecho.
—Parece como si me hubiese quedado completamente seca —dijo Miss Reba—. ¿No les apetece otra cerveza? —las invitadas murmuraron cortésmente algunas palabras ininteligibles—. ¡Minnie! —gritó Miss Reba.
Minnie reapareció y les llenó las jarras de nuevo.
—Confieso que me da vergüenza —dijo Miss Myrtle—, pero ¡es tan buena la cerveza de Miss Reba! Y además hemos tenido una tarde bastante agitada.
—A mí me sorprende que no haya pasado nada peor —dijo Miss Reba—. Invitando a todo ese whiskey, como ha hecho Gene.
—Tiene que haberle costado un pico —dijo la mujer delgada.
—Eso creo yo —dijo Miss Reba—. Y, ¿quién se ha beneficiado con ello? Dígame usted. Como no sea la satisfacción de llenar el local hasta los topes con gente que no se ha gastado un céntimo —Miss Reba había dejado la jarra sobre la mesa, al lado de su silla. De pronto, volvió bruscamente la cabeza para mirarla. Únele Bud estaba ¿hora detrás de su silla, apoyado contra la mesa—. ¿No te habrás tomado mi cerveza, verdad, chico? —le interpeló.
—¡Únele Bud! —dijo Miss Myrtle—. ¿No te da vergüenza? Confieso que está llegando a un punto en que no me atrevo a llevarlo a ningún sitio. En mi vida he visto otro como él para escamotear cerveza. Ven a jugar aquí, ahora mismo. Vamos.
—Sí, señora —dijo Únele Bud, poniéndose en movimiento sin ir a ningún sitio en particular. Miss Reba bebió, puso la jarra sobre la mesa y se levantó.
—Como estamos todas un poco trastornadas —dijo—, ¿quizá pueda convencerlas para que tomen un sorbo de ginebra?
—Realmente, me parece demasiado… —dijo Miss Myrtle.
—Miss Reba es la perfecta anfitriona —dijo la mujer delgada—. ¿Cuántas veces me ha oído usted decirlo, Miss Myrtle?
—No me sería posible llevar la cuenta, querida —dijo Myrtle.
Miss Reba desapareció detrás del biombo.
—¿Recuerda usted que haya hecho tanto calor en junio alguna vez, Miss Lorraine? —preguntó Miss Myrtle.
—No, nunca —dijo la mujer delgada. El rostro de Miss Myrtle empezó a ensombrecerse de nuevo. Dejando la jarra, se puso a buscar el pañuelo.
—No puedo remediarlo —dijo—; en seguida me acuerdo de cómo cantaban Sonny Boy y todo lo demás. ¡Tenía una expresión tan serena! —sollozó.
—Vamos, vamos —dijo Miss Lorraine—. Beba un poco de cerveza. Se sentirá mejor. Miss Myrtle está otra vez muy afectada —añadió, alzando la voz.
—Tengo demasiado buen corazón —dijo Miss Myrtle. Carraspeó detrás del pañuelo, tanteando con la otra mano en busca de la jarra. Estuvo buscándola unos instantes y luego la jarra le tocó la mano. Miss Myrtle volvió la cabeza rápidamente —. ¡Únele Bud! —exclamó—. ¿No te he dicho que salieras de ahí detrás y te pusieras a jugar? ¿Querrán ustedes creer que la otra tarde, cuando salí de aquí, estaba tan confundida que no sabía qué hacer? Me daba vergüenza que me vieran por la calle con un chico borracho como tú.
Miss Reba salió de detrás del biombo con tres copas de ginebra.
—Esto nos dará ánimos —dijo—, porque me parece que estamos las tres muy alicaídas.
Haciéndose corteses inclinaciones de cabeza, bebieron, secándose delicadamente los labios a continuación. Luego empezaron a hablar. Hablaban las tres al mismo tiempo, de nuevo con frases a medio terminar pero sin pausas para que las otras manifestaran su acuerdo o su disconformidad.
—Las mujeres no tenemos la culpa —dijo Miss Myrtle—. Los hombres se empeñan en no vernos tal como somos. Nos obligan a ser de una manera y luego esperan que seamos diferentes. Esperan que no miremos nunca a otro hombre mientras ellos van y vienen cuando les apetece.
—Una mujer que anda al mismo tiempo con más de uno es una estúpida —dijo Miss Reba—. Los hombres sólo sirven para crear problemas y, ¿para qué quiere una tener el doble de problemas? Y la mujer que no es capaz de ser fiel a un buen hombre cuando lo encuentra, a un hombre que sabe gastar a manos llenas, que nunca le hace pasar un mal rato ni le dice una mala palabra… —mirándolas, apareció en sus ojos una expresión de indecible tristeza, de desconcierto y de resignada desesperación.
—Vamos, vamos —dijo Miss Myrtle. Inclinándose hacia adelante dio unas palmaditas en la enorme mano de Miss Reba. Miss Lorraine emitió un suave chasquido con la lengua—. Ya sabe que se emociona usted en seguida.
—Un hombre tan bueno… —dijo Miss Reba—. Éramos como dos palomas. Fuimos como dos palomas durante veinticinco años.
—Vamos, querida, vamos —dijo Miss Myrtle.
—Me afecta más cuando algo me lo recuerda de repente —dijo Miss Reba—. Como ver a ese muchacho cubierto de flores.
—Mr. Binford tuvo tantas como él —dijo Miss Myrtle—. Vamos, vamos. Beba un poquito de cerveza.
Miss Reba se secó los ojos con la manga del vestido y bebió de la jarra.
—Sólo a un loco se le ocurriría tratar de quitarle la chica a Popeye —dijo Miss Lorraine.
—Los hombres no aprenden nunca, querida —dijo Miss Myrtle—. ¿Dónde cree usted que se habrán ido, Miss Reba?
—Ni lo sé ni me importa —dijo Miss Reba—. Como tampoco me importa que lo cojan en seguida y lo lleven a la silla eléctrica por matar a ese muchacho. No me importa nada en absoluto.
—Va todos los veranos a Pensacola para ver a su madre —dijo Miss Myrtle—. Un hombre que hace eso no puede ser malo del todo.
—No sé qué hará falta entonces para que los considere usted malos —dijo Miss Reba—. Yo tratando de mantener un establecimiento respetable, una casa que lleva treinta años funcionando, y él queriendo convertirla en un espectáculo para degenerados.
—Somos nosotras, las pobres mujeres —dijo Miss Myrtle—, quienes causamos todos los problemas, pero bien nos lo hacen pagar luego.
—Hace dos años oí decir que no valía para eso —dijo Miss Lorraine.
—Yo lo he sabido siempre —dijo Miss Reba—. Un hombre joven gastándose el dinero de esa manera en chicas sin acostarse con ninguna. Es antinatural. Todas las chicas creían que tenía una mujer en otro sitio, pero yo, en cambio, le pasa algo raro, dije, fijaros bien en lo que digo. Hay algo raro en todo esto.
—No le importaba gastarse los cuartos, de eso no hay duda —dijo Miss Lorraine, —Era una vergüenza la ropa y las joyas que compró esa chica —dijo Miss Reba—. Pagó cien dólares por una túnica china, una cosa de importación, y el perfume le costaba a diez dólares la onza; cuando subí a la mañana siguiente, toda la ropa estaba tirada en el rincón y el perfume y el colorete por todas partes, como si hubiera pasado un huracán. Eso era lo que hacía cuando se ponía furiosa y él la pegaba. Después de encerrarla en la habitación y no dejarle salir a la calle. ¡Miren ustedes que tener mi casa vigilada como si fuera una…! —Miss Reba alzó la jarra para llevársela a los labios pero se detuvo a medio camino, parpadeando—. ¿Dónde está mi…?
—¡Uncle Bud! —dijo Miss Myrtle. Agarrando al niño por el brazo, lo sacó de un tirón de detrás de la silla de Miss Reba y empezó a zarandearlo, la redonda cabeza balanceándosele sobre los hombros con una expresión de estúpida ecuanimidad—. ¿No te da vergüenza? Di, ¿Es que no te da vergüenza? ¿Se puede saber por qué no dejas en paz la cerveza de estas señoras? Casi estoy decidida a quitarte ese dólar que tienes para que le compres una lata de cerveza a Miss Reba, te lo aseguro. Haz el favor de irte junto a la ventana y quedarte allí, ¿me oyes?
—Tonterías —dijo Miss Reba—. No quedaba apenas nada. También ustedes han acabado ya, ¿no es cierto? ¡Minnie!
Miss Lorraine se tocó la boca con el pañuelo. Detrás de los cristales de las gafas sus ojos miraron en otra dirección, como tratando de ocultar un repentino motivo de angustia. Apoyó la mano libre sobre su liso pecho de solterona.
—Nos olvidábamos de su corazón, querida —dijo Miss Myrtle—. ¿No cree que le vendrá mejor un sorbo de ginebra?
—Yo, realmente… —dijo Miss Lorraine.
—¡Claro que sí! —dijo Miss Reba. Alzándose pesadamente, volvió a llenar las copas de ginebra detrás del biombo. Minnie entró y llenó las jarras. Las tres bebieron y se secaron los labios.
—¿Así que era eso lo que estaba pasando? —preguntó Miss Lorraine.
—No me enteré hasta que Minnie me dijo que estaba ocurriendo algo raro —dijo Miss Reba—. Que Popeye no estaba aquí casi nunca, que se marchaba prácticamente cada dos noches, y que cuando se quedaba, Minnie no encontraba ninguna señal por la mañana, al hacer la limpieza. Les había oído pelearse y ella decía que era porque la chica quería salir y él no se lo consentía. Con toda la ropa que le compraba, dense cuenta, no quería que saliera de casa, y ella se enfadaba, echaba el pestillo y ni siquiera le dejaba entrar.
—Quizá Popeye fue a que le pusieran una de esas glándulas, de las de mono, y no dio resultado —dijo Miss Myrtle.
—Luego una mañana se presentó aquí con Red y le subió a la habitación. Estuvieron cosa de hora y media y Popeye no volvió a aparecer hasta la mañana siguiente. Cuando se marcharon, Minnie vino y me dijo lo que estaba pasando, de manera que al día siguiente me quedé a esperarlos. Le hice venir aquí y dije «Óyeme bien, hijo de pe…» —Miss Reba dejó de hablar bruscamente. Por un instante se quedaron las tres inmóviles, un poco inclinadas hacia adelante. Luego volvieron la cabeza lentamente y miraron al niño apoyado en la mesa.
—Uncle Bud, cariño —dijo Miss Myrtle—, ¿no quieres ir a jugar fuera con Reba y Mr. Binford?
—Sí, señora —dijo el niño, dirigiéndose hacia la puerta. Estuvieron mirándolo hasta que la puerta se cerró tras él. Miss Lorraine adelantó la silla; las tres se inclinaron hacia adelante, aproximándose.
—¿De manera que era eso lo que hacían? —dijo Miss Myrtle.
—Le dije «Hace treinta años que llevo este negocio y es la primera vez que me pasa una cosa así. Si quieres echarle un semental a «tu chica» le dije «será mejor que te vayas a hacerlo a otro sitio. No voy a consentir que mi casa se convierta en un tugurio para degenerados».
—El muy hijo de perra —dijo Miss Lorraine.
—Tendría que habérsele ocurrido buscar a un hombre viejo y feo —dijo Miss Myrtle—. ¡Tentar a una pobre chica de esa manera!
—Los hombres siempre esperan que resistamos la tentación —dijo Miss Lorraine. Estaba muy erguida, tan tiesa como una maestra—. El muy hijo de perra.
—Excepto las que ellos nos ofrecen —dijo Miss Reba—. Entonces la cosa cambia… Lo estuvieron haciendo cuatro mañanas seguidas, y luego no volvieron. Popeye no apareció ni una vez durante toda una semana, y esa chica tan fuera de sí como una yegua en celo. Pensé que quizá se hubiese ido de la ciudad por cuestión de negocios hasta que Minnie me dijo que no, y que le daba cinco dólares diarios por no dejarla salir de casa ni usar el teléfono. Y yo tratando de mandarle aviso para que viniera y se la llevara de mi casa porque no quería que pasaran aquí esas cosas. Sí, señor, Minnie dijo que los otros dos estaban tan desnudos como su madre los trajo al mundo, y Popeye, al pie de la cama, sin quitarse siquiera el sombrero, hacía un ruido parecido a un relincho.
—A lo mejor estaba vitoreándolos —dijo Miss Lorraine—. El muy hijo de perra.
Unos pasos se acercaban por el corredor; oyeron la voz de Minnie alzándose, colérica. Se abrió la puerta y la vieron entrar, sosteniendo a Únele Bud con una mano. Al niño se le doblaban las rodillas desmadejadamente, una rígida expresión de estupor en su rostro abotagado.
—Miss Reba —dijo Minnie—, este niño ha abierto la nevera y se ha bebido una botella de cerveza entera. ¡Chico! —añadió, zarandeándolo—, ¡ponte derecho!
El niño siguió doblándose, desmadejado, el rostro contraído en una sonrisa babeante. En seguida apareció en sus facciones una expresión preocupada, que se transformó de inmediato en otra de consternación; Minnie le hizo dar la vuelta, apartándolo bruscamente de sí, cuando empezó a vomitar.
XXVI
Salió el sol sin que Horace se hubiera acostado ni puesto siquiera el pijama. Estaba terminando una carta para su mujer, dirigida a las señas de su suegro en Kentucky, pidiéndole el divorcio. Sentado a la mesa, ante la única cuartilla de la carta, escrita con gran pulcritud pero con letra ilegible, por primera vez se sentía tranquilo y vacío desde que —cuatro semanas atrás— descubriera a Popeye vigilándolo junto al manantial. Mientras estaba allí sentado empezó a llegarle desde algún sitio un olor a café. «Voy a acabar este asunto y después me iré a Europa. Estoy enfermo. Soy demasiado viejo para esto. Nací ya demasiado viejo y por eso echo tanto de menos un poco de tranquilidad».
Se afeitó, hizo café, bebió una taza y comió un poco de pan. Cuando pasó delante del hotel, el autobús que enlazaba con el tren de la mañana esperaba junto a la acera a que los viajantes de comercio se fueran subiendo. Clarence Snopes era uno de los pasajeros y llevaba una maleta marrón.
—Voy un par de días a Jackson por un asuntillo —le dijo—. Es una lástima que no lo encontrara a usted anoche. Volví en automóvil. Imagino que ya tenía usted arreglo para pasar la noche, ¿no es cierto? —contempló a Horace desde toda su altura, enorme, con su aire de empanada a medio cocer, dando un sentido muy preciso a sus palabras—. Le habría llevado a un sitio que no conoce la mayoría de la gente. Donde un hombre puede hacer todo lo que le permitan sus posibilidades. Pero ya habrá otras ocasiones, porque tenemos que llegar a conocernos mejor —bajó la voz un poco, apartándose ligeramente a un lado—. No se preocupe. No soy hablador. Cuando estoy aquí, en Jefferson, soy otra persona; lo que haga en Memphis con unos cuantos amigos es sólo asunto mío y de ellos. ¿No le parece lo mejor?
Más tarde, aquella misma mañana, en la calle, a cierta distancia delante de él, vio a su hermana torcer y desaparecer por una puerta. Trató de encontrarla entrando en todas las tiendas de la zona donde calculaba que la había visto torcer y preguntando a los dependientes. No estaba en ninguna de ellas. El único sitio que no se le ocurrió investigar fue una escalera entre dos tiendas, que conducía a un primer piso y daba a un pasillo con oficinas, entre ellas la ocupada por el fiscal del distrito, Eustace Graham.
Graham tenía un pie deforme, que había sido la causa de que lo eligieran para el cargo que ahora ostentaba. Había costeado con su trabajo el ingreso en la universidad del Estado y todos sus estudios superiores; de joven, la gente de la ciudad le recordaba conduciendo las carretas y los camiones de las tiendas de comestibles. Durante su primer año en la universidad consiguió labrarse un prestigio por su laboriosidad. Servía a la mesa en el comedor de los estudiantes y obtuvo el contrato del gobierno para llevar y traer el correo desde la oficina local a los diferentes trenes, renqueando todo el trayecto bajo el peso de las sacas: un joven simpático, de rostro franco, que saludaba a todo el mundo y con un algo de previsora rapacidad en la mirada. Durante su segundo año en la universidad dejó que caducara el contrato para el correo y renuncio a su empleo en el comedor de estudiantes; también se compró un traje nuevo. La gente se alegró de que gracias a su laboriosidad hubiera ahorrado lo suficiente para dedicar todo su tiempo al estudio. Para entonces estaba en la facultad de derecho, y sus profesores lo cuidaban como a un caballo de carreras. Terminó bien sus estudios, pero sin brillantez. «Porque tuvo dificultades a] principio», dijeron los profesores. «Si hubiera empezado igual que los otros… Llegará lejos», añadieron.
Sólo después de que Graham saliera de la facultad de derecho se enteraron de que había estado jugando al póquer durante tres años en la oficina de una caballeriza, con las persianas echadas. Cuando,, dos años después de terminar sus estudios, lo eligieron para la legislatura del Estado, empezaron a contar una anécdota de sus días en la universidad.
Sucedió en una de las partidas de póquer en la oficina de la caballeriza. Le tocaba hablar a Graham. Miró al propietario del local, sentado frente a él, el único jugador de aquella mano que no se había retirado.
—¿Cuánto dinero tiene usted ahí, Mr. Harris? —preguntó Graham.
—Cuarenta y dos dólares, Eustace —dijo el propietario. Graham tiró unas cuantas fichas al montón.
—¿Cuánto es eso? —preguntó el propietario.
—Cuarenta y dos dólares, Mr. Harris.
—¡Hummm! —dijo el propietario. Examinó su juego—. ¿Cuántas cartas has pedido?
—Tres, Mr. Harris. —¡Hummm! ¿Quién ha dado? —Yo, Mr. Harris.
—Paso.
Llevaba muy poco tiempo de fiscal del distrito, pero ya había hecho saber que basaría su candidatura para el Congreso en su historial de condenas conseguidas, de manera que cuando vio a Narcissa frente a él, al otro lado del escritorio de su sucia oficina, su expresión fue muy parecida a la que puso años atrás al echar los cuarenta y dos dólares en el montón.
—Sólo desearía que no fuera su hermano —dijo Graham—. No me gusta ver a un compañero de armas, por decirlo así, con un caso tan malo —ella le observaba con su mirada inexpresiva que lo abarcaba todo—. No queda otro remedio que proteger a la sociedad, incluso cuando parece que la sociedad no necesita protección.
—¿Está seguro de que no puede ganar? —preguntó Narcissa.
—Bueno, el primer principio de la abogacía es que sólo Dios sabe lo que hará un jurado. Por supuesto, cabe esperar…
—Pero usted no cree que pueda ganar.
—Yo, naturalmente…
—Tiene buenas razones para creer que no. Supongo que sabe usted cosas que él ignora.
Graham la miró un instante. Luego cogió una pluma del escritorio y empezó a rasparle el punto con un cortapapeles.
—Esto es puramente confidencial. Estoy violando el juramento que hice al asumir el cargo, aunque eso no hace falta que se lo diga. Pero se ahorrará usted una preocupación si sabe que no tiene la más mínima posibilidad. Sé que para él va a ser una terrible decepción, pero no se puede evitar. Nos consta que ese hombre es culpable. De manera que si de alguna forma puede usted conseguir que su hermano salga del caso, le aconsejo que no deje de hacerlo. Un abogado que pierde un proceso es como todos los fracasados; tanto da que jueguen a la pelota como que se dediquen al comercio o a la medicina: lo suyo es…
—Entonces lo mejor será que pierda cuanto antes, ¿no es cierto? —dijo ella—. Que ahorquen a ese hombre y acabe todo —las manos de Graham se inmovilizaron por completo. No levantó la vista. Con tono frío y sin inflexiones, Narcissa añadió—: Tengo mis razones para querer que Horace deje este caso. Cuanto antes mejor. Hace tres noches ese Snopes, el que está en la legislatura del Estado, llamó a casa por teléfono, preguntando por él. Al día siguiente Horace fue a Memphis. No sé a qué. Eso tendrá que averiguarlo usted. Lo único que quiero es que Horace termine con este asunto lo antes posible.
Narcissa, poniéndose en pie, se dirigió hacia la puerta. Graham se adelantó cojeando para abrírsela; de nuevo volvió ella a mirarlo con aquellos ojos fríos, quietos, insondables, como si el fiscal del distrito fuera un perro o una vaca y ella estuviera esperando a que le dejara libre el paso. Luego se marchó. Graham cerró la puerta e inició una especie de torpe zapateado; cuando empezaba a acompañarse chasqueando los dedos, la puerta se abrió de nuevo; el fiscal del distrito se llevó bruscamente las manos a la corbata, mientras miraba a Narcissa, inmóvil en el quicio de la puerta.
—¿Qué día cree usted que habrá terminado todo? —dijo ella.
—Bueno, no sa… La sesión se abrirá el veinte —respondió Graham—. Será el primer caso. Digamos… dos días. Todo lo más tres, contando con su amable colaboración. No necesito decirle que mantendremos sobre todo esto la más absoluta reserva… —el fiscal del distrito se adelantó hacia ella, pero la mirada inexpresiva, calculadora, de Narcissa era como una muralla que lo rodear? por todas partes.
—Eso nos pone en el veinticuatro —de nuevo le estaba mirando—. Gracias— añadió Narcissa, cerrando la puerta.
Aquella noche escribió a Belle que Horace estaría en casa el día veinticuatro. Telefoneó a su hermano y le pidió la dirección de su mujer.
—¿Para qué? —preguntó Horace.
—Voy a escribirle una carta —dijo ella con voz tranquila, nada amenazadora. Maldita sea, pensó Horace, con el teléfono en la mano después de cortarse la comunicación. Cómo es posible luchar con personas que ni siquiera emplean subterfugios. Pero en seguida lo olvidó, se olvidó de que ella había telefoneado. No volvió a ver a su hermana hasta el comienzo del juicio.
Dos días antes de que se abriera la sesión, Snopes salió de la consulta del dentista y se quedó parado en la acera, escupiendo. Sacó del bolsillo un cigarro con envoltura dorada, se la quitó y se colocó el puro entre los dientes con muchas precauciones. Tenía un ojo morado y el puente de la nariz tapado con un esparadrapo sucio.
—Me atropello un coche en Jackson —contó en la barbería—. Pero no crean que no le hice pagar a ese desgraciado —dijo, mostrando un fajo de billetes amarillos. Los metió en una cartera y se los guardó—. Soy americano —dijo—. No presumo de ello porque nací americano. Y también he sido un buen baptista toda mi vida. Claro que no soy un predicador ni una solterona; he echado una cana al aire de vez en cuando, pero no creo ser peor que mucha gente que finge cantar en la iglesia con voz tonante. Pero la cosa más rastrera y más baja que hay en este país no es un negro sino un judío. Nos hacen falta leyes contra ellos. Leyes drásticas. Cuando un judío rastrero y miserable puede venir a un país libre como este sólo porque es licenciado en derecho, es hora de poner un límite a las cosas. Un judío es la cosa más baja de la creación. Y la especie más baja de judío es un abogado judío. Cuando un abogado judío puede detener a un americano, a un hombre blanco, y no darle más que diez dólares por algo que otros dos americanos, verdaderos americanos, caballeros del Sur; un juez que vive en la capital del Estado de Mississippi y un abogado que algún día será un hombre tan importante como su padre y juez por añadidura; cuando esas personas le han dado diez veces más que el judío por la misma cosa, es evidente que necesitamos una ley. He gastado como el que más toda mi vida; todo lo que he tenido ha estado siempre a disposición de mis amigos. Pero cuando un judío rastrero y apestoso se niega a pagar a un americano la décima parte de lo que otro americano, y juez además…
—¿Por qué se lo vendió, entonces? —preguntó el barbero.
—¿El qué? —dijo Snopes. El barbero se le había quedado mirando.
—¿Qué estaba tratando de venderle a ese coche cuando lo atropello?—preguntó el barbero.
—Tenga, fúmese este puro —dijo Snopes.
(Continuará…)