Ítalo Costa Gómez

Si bien yo nací y viví mi infancia en Miraflores yo tengo el corazón chalaco.
El hermoso balneario de La Punta me abrió su corazón y me recibió en sus playas cuando llegué a vivir en un departamento con mi mamá. Al frente quedaba un chifa. Yo contaba con 13 años y vivir ahí, conocer a su gente y estar tan alejado de Lima me hizo mejor persona. Quienes viven en esa esquina mágica del Callao entenderán perfectamente de lo que estoy hablando. Es el mejor lugar para vivir.
Fue ahí que me reencontré con la felicidad, la libertad, el amor sano y la amistad inquebrantable. Cosas que había perdido en el lindo edificio de Armendáriz. Es un lugar que sana, me hace pensar en ti, elefante.
Ya estaba en la secundaria. Me iba caminando al colegio que estaba a pocas cuadras de mi casa. Con mi cuaderno de control en la mano iba lateando con toda calma y pasaba por la casa de mis compañeros e íbamos formando una manchita que llegaba muerta de risa y con un entusiasmo ajeno al horario a ese pequeño y cálido colegio parroquial.
El Padre Bruno – el Director – nos esperaba en un pequeño estrado donde nos formábamos todos para rezar y cantar el Himno Nacional. Cuando sonaba el timbre de salida nos quitábamos la chompa y los zapatos y nos íbamos a la playa, con todo y uniforme, para entregarnos las cartas que nos habíamos escrito los unos a los otros en horas de clase. Nos veíamos todos los días, todo el día y cuando no estábamos frente a frente nos escribíamos cartas que no contenían gran novedad pero que sí estaban llenas de amor. Aún guardo varias de ellas.
Ahí agarré el hábito de caminar sin zapatos. Me encanta la libertad de sentir la planta de los pies sobre las piedras, el pasto, las pistas y veredas. Al principio me dolía un poco, pero después me acostumbré y ya no toma esfuerzo alguno ni te duele nada.
Como todos éramos amigos y vecinos – porque La Punta es muy chica – nos gritábamos de ventana a ventana a cualquier hora, o tirábamos piedritas a la ventana del cuarto de tu mejor amiga – sobretodo de noche – y bebíamos el trago que sacábamos de los barcitos de nuestras casas. Me iba tapado con un manta y sin zapatos. De madrugada cruzaba las pistas y me iba a la casa del amigo con insomnio o de la «novia dolida» y conversábamos hasta que amanecía y luego volvía hecho un cohete a acostarme en la cama para hacerme el dormido cuando mi mamá fuera a “despertarme” para que me bañara para ir al colegio. A veces me olvidaba de que cómo había caminado sin zapatos por la calle mis pies estaban sucios y mi mamá se daba cuenta de mi travesura pero el lugar era tan sano, tan seguro, que nunca se enojaba mucho conmigo.
Los picarones y anticuchos te quedan a un paso, la farmacia también, la panadería, las fotocopias (de la época), el tópico, la playa, el sanguchón, la piscina, la cancha de fútbol, el huarique, todo. Cuando todo cerraba a las once de la noche pues aún te quedaba el grifo salvador 24 horas. Absolutamente todo lo tienes a escasos pasos. No se podía tomar en la calle pero teníamos la suerte de que muchos de los policías municipales también era vecino entonces nos dejaba cantar a medianoche en el “Parque de la Virgen” al costado del coliseo mientras que uno tocaba la guitarra y nos fumábamos un pucho entre diez. Todos nos cuidábamos entre nosotros, nos queríamos, nos peleábamos y nos soportábamos. Éramos una familia que iba junta al colegio. Es un lugar absolutamente maravilloso para vivir y mucho más cuando eres un jovenzuelo.
No habré nacido en el Callao pero llegué con trece años de edad y me recibió con tanto amor que nunca más me fui y, si Dios quiere, jamás me iré.
[Noche chalaca de luna majestuosa, ausente y lejos, te veo siempre hermosa. Sieeeeeento que se desgarraaaa de mi pecho el corazóoooooon al cantar de mi guitarra y al evocarte en mi canción]
¡Chimpún, Callao!