Chester Himes

LUCHA LIBRE Y SALTOS CON PÉRTIGA
LO PRIMERO que hizo Panama Paul fue invitar a Cleo Daniels a su habitación del Hotel Lewis, situado en University Place, unas cuantas manzanas al norte de Washington Square. La invitó a subir a su habitación para tomar unas copas juntos. Ella aceptó con esa condición.
Tomaron una copa con esta condición, después otra con la misma condición y luego él trató de ponerse en un plan más íntimo.
—Descálzate, nena.
—No quiero.
Entonces se descalzó él. Y bebieron otra copa.
—Desnúdate, nena.
—No quiero.
Entonces él empezó a desnudarse.
—¿Qué haces? —le preguntó ella.
—Me estoy quitando la ropa —contestó él, mientras acababa de desnudarse.
—Estás desnudo —dijo ella, examinando con atención su negro cuerpo en cueros, especialmente sus partes íntimas, que entonces habían dejado completamente de serlo.
—Desde luego que lo estoy —asintió él.
—¿Para qué?
—Para ir a la cama.
—No puedes irte a la cama dejándome aquí.
—No pienso hacerlo. Tú vendrás conmigo.
—Yo no iré contigo.
—¿Quieres decir que has venido aquí, te has bebido mi whisky y ahora piensas marcharte como si tal cosa? ¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo?
—Tú me invitaste a beber unas copas. No mencionaste la cama para nada.
—¿Para qué otra cosa podía invitarte a beber mi whisky sino para acostarme contigo? ¿Quieres hacer el favor de decírmelo?
—Apela a tu imaginación.
—Ah. ¿Ya pensabas que yo iba a hacer eso?
—¿Pues para qué sino para eso me sacaste la lengua? ¿Qué otra cosa podía significar esto, viniendo de un trágico rematado como tú?
—Pues prepárate, chica; no puedo hacerlo a través de la ropa.
Entonces, ella se descalzó, se quitó las medias, el liguero y los pantaloncitos, se recogió la falda y se sentó en el sillón con sus piernas blancas y desnudas colgando sobre los brazos del mismo. Estaba preparada.
Él se quedó pasmado.
—¡Tiene la cabeza roja! —exclamó.
—No —contestó ella—, sólo está al rojo vivo.
Naturalmente, esto lo decía él siempre que quería demostrar su virtuosismo.
Pero antes de que pudiese darse cuenta de lo que pasaba, ella se levantó de un salto, recogió los zapatos, las medias y el liguero y corrió hacia el pasillo, para salir dando un portazo.
Él estaba tan furioso, que se acabó toda la botella de whisky, se hundió en el sueño de la embriaguez y soñó que estaba en un cielo repleto de ángeles blancos desnudos, pero cuando trataba de volar hacia ellos se daba cuenta de que tenía los testículos lastrados con yunques.
Por su parte, Milt y Bessíe Shirley y su amigo Arthur Tucker se fueron alegremente a la suite que ocupaban en el Hotel Thomas y cerraron alegremente la puerta. Con toda la gente que circulaba por el corredor, pasó algún tiempo antes de que alguien pudiera arriesgarse a mirar por el ojo de la cerradura. Y os lo aseguro, amigos, los tres estaban en cueros.
Bessie Shirley estaba suspendida cabeza abajo de un bastón que atravesaba la pantalla de la luz. Arrastraba sus largos cabellos por el suelo y abrazaba a Mr. Tucker, que estaba de pie frente a ella. ¡Y estaban bailando! ¿Dónde estaba Milt Shirley, entre tanto? Estaba de pie a un lado, contemplando la escena y bailando solo. Lo último en ver. antes de que viniera más gente por el corredor para interrumpir el espectáculo, fue la lámpara desprendiéndose gradualmente del techo.
Después, naturalmente, Merto condujo a Willard B. Overton al departamento del West Side, donde ella vivía con Maurice Gordey, que en realidad no era su marido, le confesó, y dónde Eddy Schooley fue su invitado de honor durante su emisión, pero no después.
Cuando todo estuvo preparado, ella tomó una pequeña cinta métrica y midió las dimensiones de Mr. Overton. Éste no estaba acostumbrado a que le tomasen medidas en tales circunstancias y esto le molestó tanto, que sus medidas cambiaron bruscamente. No obstante, cuando Merto le confió sus propósitos, sus medidas volvieron a ser las de antes. Aquello nada tenía que ver con su capacidad, como él había supuesto.
En su tiempo libre, ella llevaba un registro de las prendas que la adornaban. Como Merto era una experta en la materia, éstas eran idénticas a los sujetos que representaban, y, por lo tanto, se requerían medidas para la exactitud de los datos.
Después abrió un cajón y mostró su archivo a Mr. Overton. Estaba lleno a rebosar con datos de todos los tamaños y colores, salvo el blanco. Evidentemente, ella había hecho mucho por los pobres negros oprimidos.
Esto causó una impresión enorme a Mr. Overton, el cual opinaba que ella había hecho una aportación digna de todo elogio al problema negro, razón por la cual el pobre Maurice debía, quizá, estar ya cansado de pegarle.
Con todo, por lo visto las palizas le iban bien, porque ella aparecía linda, sonrosada y saludable, sentada en la cama con las piernas cruzadas.
Le prometió sacar un: duplicado de su ficha y enviársela por correo como recuerdo. Pero él le convenció de que no era necesario, por mucho que agradeciese su generosidad. Bastaba con que le telefonease a la oficina para comunicarle las medidas. Nadie sabía lo que podía pasar si su esposa abría la carta, se enteraba de su contenido y reconocía las medidas.
Naturalmente, el doctor Brown condujo lenta y cuidadosamente por las peligrosas calles de Nueva York hasta su hotel, situado en la confluencia de la calle Treinta y Cuatro y la Octava Avenida, pues era responsable de la persona del doctor Carl Vincent Stone, su jefe blanco, pudiéramos decir, sentado en el asiento posterior del Chrysler del doctor Brown, manoseando sin descanso las enormes glándulas mamarias de Maiti.
Así, cuando subían a sus habitaciones, el doctor Brown invitó al doctor Stone a tomar una copita de auténtico whisky de Kentucky, de ocho años, y un bocadillo de auténtico jamón de Smithfield. ¿Cómo podía negarse a ello el doctor Stone, cuyo apetito ya estaba abierto?
Pero cuando el doctor Stone descubrió que el jamón era verdaderamente de Smithfield y no el jamón que él esperaba, anotó un punto en contra del doctor Brown, cuyo carácter comparó con el del perro del hortelano, y poco después de esto les dio las buenas noches.
No obstante, poco antes de acostarse llamó al conserje de noche para pedirle jamón vulgaris de la Octava Avenida, pues tenía apetito.
—Que sea bueno y negro —le ordenó.
—¿Dice usted negro, señor?
—Ya me has oído.
—Oh, sí, señor, negro, señor —tartamudeó aquél, preguntándose cómo se las arreglaría para encontrar jamón negro en aquel barrio a hora tan avanzada de la noche.
En el curso de su operación de reconocimiento, el joven y eminente novelista negro Lorenzo Llewellyn, de cuarenta y nueve años, y su compañero, el vivaracho Maurice Gordey, pasaron por una casa de Brooklyn donde una caterva de chicas de color, grandes y fuertes y vestidas con ropas de alegres colores, estaban celebrando un baile. Pero como ellos no llevaban ropas femeninas para poder participar en el baile, las chicas tuvieron la amabilidad de quitarse las suyas; y, quién se lo hubiera figurado, al estar sin ropa resultó que eran hombres. De pronto se oyó el gozoso chillido de Maurice, que decía:
—¡Verás cómo te atreves a meter esa cosa tan enorme a una pobre chica como yo!
Por otra parte, se hubiera podido jurar que Jonah Johnson obtendría una beca de la Fundación Rosenberg al llevar en su coche al doctor Garrett, presidente de dicha entidad, desde la calle Ciento Cincuenta y Cinco hasta el Hotel Waldorf Astoria, especialmente teniendo en cuenta que Jonah habló sin parar durante todo el camino, a un promedio de trescientas palabras por minuto, ofreciendo al doctor Garrett una detallada sinopsis del libro que se proponía escribir sobre… ejem… los rusos.
—Hum, muy simpáticas, esas morenitas —decía el doctor Garrett, despabilándose de vez en cuando—. Hum, ¿y dice usted que les gustaba que las azotasen?
—Bien, yo no dije exactamente eso, señor, pero estoy seguro de que lo lograremos si conseguimos estar preparados.
—Hum, a todas les gusta, muchacho.
—Verá usted, doctor Garrett, esas sin duda se resistirían.
—Hum, a mí me gustan con genio vivo, pero hoy estoy agotado.
Cuando se detuvieron frente al hotel, Jonah le preguntó esperanzado:
—¿Así, cree que sería un buen libro, doctor Garrett?
—¿Libro? —exclamó el sorprendido doctor Garrett—. ¿Ha dicho usted libro?
—Sí, señor, mi libro sobre los comunistas.
—Ah, los comunistas. Creía que habla usted de los romanistas.
—Oh, no, le hablaba de mi libro…
—Oh, ah, muy interesante. ¡Muchísimo! Lo leí la semana pasada.
—Pero si todavía no lo he escrito.
—¿Todavía no? Pues a escribirlo, señor… ejem… ah… Ningún tiempo como el presente.
—Johnson, doctor Garrett —dijo Jonah, desesperado—. Jonah Johnson. Yo pensé que, con una beca de la Rosenberg…
—Ah, sí, Mr. Johnston, ahora lo recuerdo. Nunca olvido a los becarios de la Rosenberg. Era usted un joven muy prometedor…
El portero del Waldorf Astoria corrió en ayuda del doctor Garrett y lo condujo sano y salvo al interior del Hotel Waldorf Astoria.
Jonah dio media vuelta en el coche y se dirigió hacia la parte alta de la ciudad, dónde tenía su apartamiento en el tercer piso de una casa, con escalera delantera por la calle Ciento Treinta y Nueve. Su amante esposa de tez clara le preguntó, con gesto torvo, dónde había estado toda la noche. Ella ya tenía un ojo amoratado y él no tardó en dejarle el otro igual, le gustase o no a su media naranja.
¿Y qué fue de la señora blanca no identificada, de aspecto distinguido, y del joven poeta negro que se parecía a Jackson? Salieron de casa de Mamie para irse a cualquier parte a fin de hacer poesía, y, amigos, continúan haciéndola; poesía en blanco y negro, naturalmente.
Esta poesía no sólo se hace sino también se recita, entre jadeos, gruñidos y gemidos, naturalmente.
ÉL: Birmingham.
ELLA: Oh, pobre corderillo.
ÉL: Ku Klux Klan.
ELLA: Oh, pobre hombre negro.
ÉL: Linchamientos.
ELLA: Oh, me haces llorar.
ÉL: Little Rock.
ELLA: Oh, qué impresión tan tremenda.
ÉL: Jim Crow.
ELLA: Oh, pobre negro doliente.
ÉL: Me niegan mis derechos.
ELLA: Pues toma mis pechos.
ÉL: Segregación.
ELLA: Hagamos integración.
ÉL: Mataron a mi papi.
ELLA: Oh, yo te haré feliz como un okapi.
ÉL: Dicen que soy un ser bajo.
ELLA: Pero tienes un hermoso…
Finalmente los versos cesaron cuando el ritmo se incrementó hasta un crescendo tumultuoso, con un final largo y quejumbroso:
ÉL:¡Oooooooooh!
ELLA:¡Negroooooooo!
Lo cual demuestra que el problema negro es una gran fuente de inspiración, porque, ¿hay acaso otros graves problemas de nuestra época que inspiren rapsodias tan espontáneas?
¿Y qué averiguó Julius sobre Fay Corson, la elegante divorciada del East Side? Descubrió que vivía en un departamento de siete habitaciones, en la planta octava de un magnífico edificio de la calle Setenta Este, y que amaba a los animales, pues así que se hubieron desvestido, ella le propuso jugar a los perros. Entonces se pusieron a correr por el suelo alfombrado, como los perros cuando se aparean. Luego ella decidió jugar al perro de lanas, tomó el teléfono de la mesita de noche y marcó un número. Resulta que quien se puso al aparato fue Will Robbins y ella le dijo:
—Hola, bribón.
—¡Fay! —exclamó—. ¿Dónde estás?
—Estoy en casa, ratoncito.
—¿Y qué haces?
—Estoy jugando a que soy una perra, por si eso te interesa.
—¿Es acaso alguna novedad?
—Pero con un perrazo negro —puntualizó ella.
—Qué suerte tiene ese perro negro, afortunada perra blanca —dijo él.
—¿Y tú qué haces, granuja?
—Ya que quieres saberlo, te diré que estoy en la cocina comiendo ostras con la mitad de la concha.
—¿Y qué hace esa pazpuerca negra que te llevaste a casa contigo? Supongo que también estará comiendo ostras.
—Tienes que saber que esa linda morenita no está comiendo ostras en absoluto.
—¿Y por qué no le ofreces algunas?
—Ya le tocará el turno cuando termine.
—¿Y cuándo será eso?
—Pronto.
—Pues espérame.
—Valdrá más que te des prisa.
—¡Ahora! —exclamó ella.
—¡Ahora! —contestó él.
—Oh, ahora, otra vez ahora y ahora otra vez —exclamó ella, citando a Hemingway.
—Ahora, basta —dijo él, suspirando.
—Adiós, so marrano —dijo ella, colgando de golpe.
Luego se separó de Julius y corrió al cuarto de baño. Julius oyó el ruido del agua corriente. ¿Y qué había averiguado de verdad? Pues bien, había averiguado de dónde proceden los erizos de mar.
En cuanto al reverendo Riddick y el profesor Samuels, ambos terminaron siendo sometidos a observación en la sección de psiquiatría del hospital Bellevue.
Pero no es lo que sin duda piensa el lector. Lo que pasó fue que Isaiah Samuels y su mujer Kit, al abandonar la fiesta de Mamie Mason al mismo tiempo que el reverendo Mike Riddick, no pudieron por menos de ayudarlos a acompañar a su casa a la desvalida Miss Lucy Pitt, que vivía en el centro. Lo que entonces pasó fue que cuando hubieron llevado a la señorita a su casa, la desnudaron y la dejaron en seguridad, tendida sobre las sábanas con toda su dulce y morena femineidad expuesta, el reverendo Riddick experimentó tal acceso de piedad que quiso decir una oración cristiana por la pobre muchacha desvalida, antes de arroparla convenientemente. Y éste es el único motivo que le impulsó a pedir al profesor Samuels que abandonase la habitación, lo cual, a su vez, precipitó el encuentro de lucha libre.
Porque el profesor Samuels dijo:
—No veo motivo alguno para que ambos no podamos rezar por turno. Naturalmente, sin que intervenga mi esposa.
—Es porque usted es judío —observó el reverendo Riddick—. Y si bien yo no tengo nada que objetar de la fe judía, de la que desciende la fe que yo profeso, a pesar de todo, usted puede ver que esa joven es incircuncisa y sólo puede escuchar oraciones cristianas.
—Yo no soy judío —negó categóricamente el profesor Samuels.
—¿Entonces, por qué tiene un nombre judío? —le preguntó el reverendo Riddick, retadoramente.
—Usted tiene un nombre irlandés, pero no por eso es irlandés —objetó el profesor Samuels.
—Yo nunca he dicho que fuese irlandés —repuso el reverendo Riddick.
—Y yo tampoco he dicho que fuese judío —replicó el profesor Samuels.
—¿Entonces, puede saberse por qué tiene un nombre judío? —insistió el reverendo Riddick.
—Porque es el apellido de mi familia —le explicó el profesor Samuels—. Tiene usted que saber que procedo de Mississippi y toda mi familia es cristiana y muy antisemita.
—Si es usted antisemita, entonces también es contrario a los negros —le acusó el reverendo Riddick—. Y si usted es contrario a los negros, no pienso permitir que rece por esta pobre y desvalida joven negra.
—Empiezo a estar cansado de que me acusen de hostilidad a los negros sólo porque soy de Mississippi —dijo el profesor Samuels—. Algunos de los mejores amigos de los negros proceden de Mississippi.
—Sin duda están bastante lejos de Mississippi —dijo el reverendo Riddick.
—Por lo que a esto se refiere, si usted no es enemigo de los blancos, no le importará rozarse con un blanco como yo —dijo el profesor Samuels.
—En tal caso, si no teme rozarse con un negro como yo, lucharé con usted desnudo —dijo el reverendo Riddick en son de reto.
—Lucharé desnudo con usted con el mayor placer —respondió el profesor Samuels, aceptando el desafío.
Así es como ambos se pusieron a luchar desnudos.
Pero una simple mirada al hermoso cuerpo negro del reverendo Riddick y sus hercúleos miembros bastó para inspirar a Kit Samuels el deseo de despojarse de sus ropas y luchar también desnuda. Empezó a describir círculos por la habitación, como si luchase con dos cables eléctricos desnudos.
—Oh, ah, qué grande y negro es Riddick —gritó en un arrebato espontáneo, mientras su blanco cuerpo saltaba de una parte a otra como si quisiera demostrar sus potencialidades ante un posible interesado.
—¡Vístete, desvergonzada! —gritó el profesor Samuels—. Te estás exponiendo.
Pero, sin duda ella le entendió mal, porque empezó a hacer brincos y corvetas, exhibiéndose en todas direcciones, sin dejar de gritar:
—¡Oh, Riddick, qué grande y negro eres! ¡Soy una perra, soy una perra! ¡Oh, Riddick, soy una perra en celo!
—Lo que tú eres es una loca y una sinvergüenza —chilló el profesor Samuels.
Naturalmente, al reverendo Riddick le molestó que el profesor Samuels se dirigiese a una mujer blanca tan bella con tal grosería, aunque fuese su esposa. Entonces sujetó la cabeza del profesor Samuels con una llave. El profesor Samuels no estaba para que le hiciesen llaves sin replicar adecuadamente, así es que agarró el miembro más vulnerable del reverendo Riddick. Lo único que pasófue que estaba demasiado débil para sujetarlo con fuerza, y la mano se le escurría arriba y abajo.
Cuando Kit Samuels lo advirtió, se entregó a la pelea con mayor frenesí.
—Oh, Riddick, qué grande y qué negro eres. Soy una loca y una desvergonzada. ¡Oh, qué loca y qué desvergonzada soy! Oh, Riddick, qué grande y qué negro eres. Y yo, qué loca y qué desvergonzada soy.
La impúdica conducta de su esposa aumentó de tal modo la agitación del profesor Samuels, que rodeó una de las grandes piernas negras del reverendo Riddick con las suyas y empezó a luchar como un poseído.
—¡Eres una zorra! —exclamó, apostrofando a su descocada esposa.
—¡Oh, soy una zorra, soy una zorra —gritó Kit Samuels, bailando aún con mayor frenesí.
—¡Me divorciaré de ti, zorra! —gritó el profesor Samuels—. ¡Te echaré de casa!
—Oh, soy una zorra y te daré motivo para que me eches de casa —dijo Kit Samuels, entregándose inmediatamente a un motivo con tal frenesí, que el profesor Samuels gritó.
—¡Me mataré! ¡Me tiraré de cabeza al río!
Por una razón inexplicable, esto hizo que Kit exclamase gozosamente:
—¡Por mí ya puedes matarte! ¡Anda, ve a tirarte al río! ¡Si no lo haces te daré más motivos!
El profesor Samuels se desasió del abrazo del reverendo Riddick y salió, todavía goteando, por la puerta.
—¡Que Dios nos ampare! —rugió el reverendo Riddick, que echó a correr, todavía goteando, en pos del fugitivo.
Cuando despuntaba el alba, el profesor Samuels bajó corriendo las escaleras, desde el cuarto piso de la casa donde vivía Lucy Pitt junto a la vía del ferrocarril, en el Village, calle Décima Oeste, tan desnudo como el día en que vino al mundo. En su persecución bajó como una tromba el reverendo Riddick, también en cueros, pero negro.
Las personas madrugadoras del Village se quedaron muy sorprendidas al ver a un blanco desnudo que corría como alma que lleva el Diablo, por la calle, perseguido por un negro igualmente desnudo. Asustados, se metieron en sus casas y cerraron la puerta con dos vueltas de llave, creyendo que se trataba de una invasión africana.
El blanco desnudo pasó corriendo por debajo de la vía del ferrocarril elevado y se dirigió hacia el río Hudson. El negro desnudo no dejaba de perseguirlo. Los dos pasaron a toda velocidad junto a un enorme camión con remolque y luego otro. Atravesaron sin dejar de correr un muelle de carga y descarga tras otro. El blanco desnudo trataba en vano de acercarse al río para tirarse a él y ahogarse. El negro desnudo no conseguía darle alcance para impedir que cumpliese su propósito, si es que llegaba a la orilla.
Uno de los vagabundos Bowery que había pasado la noche en aquel lado del río, antiguo profesor de mitología griega en una renombrada Universidad, y que dormitaba en la acera, abrió los ojos a tiempo de ver a los veloces y desnudos corredores que rodeaban las murallas de Troya, y exclamó con voz débil:
—¡La historia se repite!
Poco después de esto, dos camioneros que salían de un tabernucho, abierto toda la noche, detuvieron a los corredores y los entregaron a la policía.
Lo que viene a demostrar que el complejo fálico es el afrodisíaco del problema negro.
Y ya que hablamos de falos, ¿qué fue de aquel hombrón corpulento, blanco de pies a cabeza, llamado Art Wills? Pues bien, Art Wills fue acompañado a su casa por Brown Sugar, que en realidad era Mrs. Lillian Davis Burroughs, esposa del financiero de Harlem en la vida privada. Le dijo que sabía perfectamente bien que tenía allí a su flamante y enorme Buick, y como ella también era grande, apuesta, maciza, opulenta, de cabello ensortijado, ojos grandes, piel suave y morena, además de apetitosa. Art, naturalmente, la creyó. Incluso cuando detuvo su automóvil ante una casa de ladrillos de tres pisos de Fiss Avenue, en el Bronx, para informarle taimadamente de que era allí donde ella y su marido vivían, él pensó que después de llegar hasta allí, la cosa no le importaba, si a ella tampoco le importaba.
Se sentaron en el sofá del living room y sondearon sus diferencias hasta que, como suele ocurrir siempre que hay suficientes negociaciones, la diferencia de ella parecía aceptar la diferencia de él y llegar a un acuerdo, o aunque no viniesen a un acuerdo, por lo menos se vinieron.
Entonces ella dijo:
—Ahora tú te desnudas.
La señora habló de desnudar, y, como él era un hombre, se desnudó y dijo:
—Tú también te desnudas.
Como ella era una mujer y tenía un hombre desnudo al lado, también se desnudó. Entonces ambos quedaron desnudos. Él contempló el abultado y ensortijado secreto de la señora, que parecía querer escapar en sus lisos muslos apretados y de color cobrizo, y, naturalmente, no deseó que esto ocurriese, pero la señora afirmó que había que adoptar decisiones más importantes.
—¿No temes al escándalo? —le preguntó ella.
—¿Qué escándalo? —preguntó él.
—Pienso gritar cuando estés dispuesto.
—Como puedes ver, ya estoy dispuesto —contestó él—. Pero no irás a gritar sólo por esto.
—Oh, yo también estoy dispuesta para esto, pero… ¿ya estás tú dispuesto para lo otro?
—¿Dispuesto para lo otro?
—Sí, dispuesto para cuando venga mi marido y nos pesque con las manos en la masa.
—¿Que nos pesque haciendo qué?
—Pues que nos pesque haciéndonos el amor. ¿Qué te crees? ¿Quién podría desear yo que nos pescase haciéndonos el amor?
—Pues la verdad, no lo sé. ¿Los vecinos, acaso?
—Los vecinos no están en casa.
—Pues me alegro de saberlo, porque de lo contrario esto estaría abarrotado. ¿Pero qué hará tu marido cuando venga y nos encuentre haciéndonos el amor?
—Oh, no hará nada. Es un cobarde. Se trata únicamente de que lo vea.
—¿Es que le gusta ver cómo haces el amor con otros hombres?
—Nada de eso. ¿Crees que me hubiera casado con un hombre así? Por eso precisamente quiero que lo vea.
—A ver si entiendo. ¿Quieres decir que deseas que tu marido te vea haciendo el amor con otro hombre porque sabes que no le gustará?
—Si le gustase, no tendría ninguna gracia. Vamos, no seas estúpido.
—Sí, desde luego, soy un estúpido. ¿Quieres decir que tu marido te oirá chillar, bajará corriendo para encontrarnos haciéndonos el amor, y no hará nada, aunque no le guste?
—Claro que no hará nada. No es un salvaje. Se limitará a cerciorarse de que no es verdad.
—¿Quieres decir que se limitará a echar una simple ojeada para asegurarse de que no haces el amor? Nena, tú no me conoces.
—Yo no quiero decir eso. Quiero decir que chillaré como si tú me hicieses daño. Verá en seguida que nos estamos haciendo el amor.
—Tal como se están poniendo las cosas, se necesitará alguien más que él, para verlo. ¿Pero por qué te pondrás a chillar antes de que ni tan siquiera hayamos empezado? ¿No serás una de esas chillonas naturales que se ponen a chillar con sólo pensarlo?
—Vamos, no digas estupideces. Tengo que chillar para obligarle a bajar y que nos descubra. Si no chillase, se quedaría arriba, en su habitación, durmiendo a pierna suelta, y nosotros nos haríamos el amor para nada.
—Tú es posible que lo hagas para nada, pero no yo, y no entiendo por qué el marido tiene que encontrarme haciendo el amor con su mujer para que yo disfrute.
—Por favor, no te pongas tan espeso —dijo ella, acariciándolo y besándolo—. No podemos evitar el escándalo.
—¿Quieres decir que no puedes hacer el amor sin armar un escándalo?
—¿Por quién me tomas? ¿Por una exhibicionista? —repuso ella airada—.Esto es inevitable.
—Pues a mí me parece que podría evitarse fácilmente, si nos contentásemos con hacernos el amor en silencio y sin chillar.
—¿Pero de qué otra manera conseguiríamos que él bajase para sorprendernos con las manos en la masa? Tú no conoces al Bello…
—Ni ganas de conocerlo…
—Él no pediría el divorcio si no me descubriese in fraganti.
Art tuvo de pronto la sensación de que se veía envuelto, por error, en la guerra fría.
—¿Quieres decir que no pediría el divorcio si no…? —empezó a decir.
Pero ella no le dejó terminar.
—No es en él en quien pienso. Ya sé que tú puedes tenerlo a raya…
—No me digas que hay otros.
—Es en tu mujer en quien pienso. ¿Conseguirás que acepte divorciarse, o también tiene que sorprendernos in fraganti?
—¿Pero a qué viene tanto divorcio? —preguntó él, estupefacto—. No veo qué tiene que ver esto con el hecho de que nos hagamos un poco el amor.
—Es para que podamos casarnos, grande y maravilloso hombre blanco, y así podremos hacernos constantemente el amor sin que nos molesten —contestó ella.
Art contempló pesaroso toda aquella madura carne otoñal que caminaba hacia su perdición, pensando: «Santo Dios, esta mujer está más loca que una cabra». Acto seguido se vistió apresuradamente y salió de allí velozmente, con toda la celeridad que era humanamente posible, antes de que ella se pusiese a chillar, con amor o sin él.
Para ser un Don Juan nato, se alegró lo indecible al regresar a su casa de la calle Cincuenta y Cuatro Este, donde su amante esposa, Debbie, lo esperaba con la siguiente noticia:
—Querido, ella ha vuelto a hacerlo.
Él ya empezaba a estar cansado de acertijos femeninos.
—A ver si hablas claro —le dijo enfurruñado—. ¿A quién te refieres y qué ha hecho?
—A tu hija, querido. ¿A quién si no podría referirme?
—¿Cómo quieres que lo sepa, mujer? —rezongó él.
Ella abrió unos ojos como platos.
—¿Qué quieres decir con eso?
Pero él no estaba dispuesto a enredarse de nuevo con la lógica femenina.
—Quiero decir que me gustaría saber qué es lo que ha vuelto a hacer mi hija. Supongo que será algo malo, porque las únicas veces que la llamas mi hija es cuando ha hecho alguna barrabasada. Cuando hace algo bueno, dices que es tu hija.
—No puede negarse que todo lo que tiene de malo lo ha heredado de ti. En mi familia nadie ha hecho jamás esas cosas.
—¿Qué cosas?
—¿No te lo he dicho? Pues volvió a tirar el gato por la ventana.
—¿Me permites que te pregunte quién de mi familia tiene la costumbre de tirar a los gatos por la ventana?
—Yo no sé lo que hace tu familia, pero tu hija lo ha hecho dos veces.
Quince días antes, Marilyn, la angelical hija de Art, de ocho años, se hizo amiga de un viejo gato sarnoso que encontró en la calle, solo y desamparado. Lo subió al cuarto piso donde vivían para darle un baño y su madre tuvo que llamar al médico para que le curase los arañazos. Después lo mimó y lo alimentó hasta que el gato se convirtió en un felino desagradecido y hosco, como son todos los gatos bien cebados. Entonces Marilyn tomó al ingrato minino para tirarlo de nuevo a la calle, desde la ventana del cuarto piso. El gato se fracturó las patas delanteras. En vista de esto su madre tuvo entonces que llevarlo a la clínica de gatos y perros, dónde le redujeron la fractura y le enyesaron las patas por la módica suma de veinticinco dólares. Desde hacía una semana el gato inválido se daba la gran vida en el departamento de los Wills. Por lo tanto, Art se alegró mucho al enterarse de la loable acción realizada por su hijita a fin de librarse del minino.
—¿Llamaste al SPCA para que vinieran a buscarlo?
Se refería al cadáver del gato, naturalmente.
—Nada de eso —replicó Debbie, indignada—. ¿Te figuras que quiero que los demás sepan que tu hija ha heredado instintos tan crueles?
—¿Y cuándo ocurrió eso?
—A la una de esta madrugada, mientras tú andabas de francachela en casa de Mamie Mason.
—Hiciste bien en dejarlo aquí.
—¿Para escuchar sus maullidos de agonía?
—¡Cómo! ¿Acaso no murió?
—No, señor, no murió. ¿No sabes que los gatos tienen siete vidas?
—¿Y entonces, puede saberse qué hiciste?
—Pues llamé al veterinario, naturalmente.
—¡Cómo! ¿Llamaste al veterinario a las dos de la madrugada? ¡Santo Dios! ¿Cuánto te cobró?
—Pues lo mismo que antes, veinticinco dólares. Volvió a romperse las patas, las mismas de antes.
—¿Pero eres capaz de estarte ahí tan tranquila, diciéndome que has vuelto a pagar otros veinticinco dólares por ese maldito gato? ¿No tendrás la desfachatez de decirme que ese monstruo continúa en casa, reponiéndose de sus heridas?
—Comprendo que te cueste entenderlo, querido. Pero Marilyn es tu hija.
—Sí, es mi hija, ya lo sé.
—¿Y qué querías que hiciese?
—Pues podías haber llamado a una ambulancia, para que os llevase a todos al manicomio.
Ella se puso furiosa.
—Supongo que no hablarás en serio.
—¡Completamente en serio! —gritó él.
Pero se contuvo, pasó a la cocina y se bebió el medio litro de whisky de maíz que guardaba para situaciones como aquella.
Ya que hablamos de situaciones apuradas, podríamos suponer que Moe Miller, que contaba con la bendición representada por un talento tan formidable y que además se hallaba atiborrado de whisky muy fuerte y pollo frito, hubiera ciertamente pasado la noche entregado a una actividad creadora, como la de aumentar la población, por ejemplo. Pero nada de eso, Moe era un hombre hogareño y aunque su esposa Evie se hallaba en Baltimore, él se fue en derechura a su casa.
¿Qué le pasaba? ¿Tenía un caso? ¿Habría ocultado su talento y no recordaba dónde? Nada de eso. Moe escribía una serie de artículos periodísticos sobre el problema negro, y las mañanas que seguían a una noche de cuchipanda eran los mejores momentos para esta actividad creativa. Además, trataba de capturar una rata. No la clase de rata que se figura el lector. La rata que Moe quería capturar era una rata auténtica, una rata vulgar y granuja, ladrona por añadidura, que se dedicaba a saqueara despensa de los Miller desde hacía algún tiempo.
Los Miller vivían en un bungalow de ladrillo, de dos plantas, situado en Brooklyn, y cuando empezaron a notar que les robaban la comida, supusieron que el ladrón era una rata bípeda, pues Brooklyn, como es sabido, está infestado de toda clase de ratas. Panes enteros, sacos de patatas, cuencos con fruta, latas de carne, botellas de whisky, todo había desaparecido, junto con varias bolsas de nueces aunque, en vista de los hechos posteriores, aquello no hubiera resultado tan disparatado como podía parecer.
Moe avisó a la policía y mantuvo puertas y ventanas cerradas y arrancadas a canto y lodo. Pero la comida siguió desapareciendo. Naturalmente, Moe no estaba dispuesto a tolerarlo, teniendo en cuenta su afición a comer. Empezó a poner ratoneras en lugares estratégicos de la casa. Las primeras ratoneras, del tipo sencillo de muelle, desaparecieron. Fue entonces cuando Moe llegó a la conclusión de que tenía que ser una rata muy grande, pues por lo visto era capaz de comerse también las ratoneras. Por consiguiente, compró las mayores trampas para cazar ratas, existentes en el mercado, pero la rata hizo caso omiso de ellas y continuó robando provisiones de boca. Moe compró entonces una para cazar osos y la cebó con medio kilo del mejor queso que pudo comprar encadenando luego la trampa a la tubería del agua. Pero la rata arrastró la trampa hasta la puerta, armando un gran estrépito, volcando el cubo de la basura y profiriendo espeluznantes chillidos. Moe irrumpió en la cocina, pensando que al fin la había captado, y metió un pie en la trampa. De momento pensó que la rata lo había agarrado. A juzgar por la fuerza del mordisco, supuso que ésta tenía la corpulencia de un mastín. Luchó con ella tan furiosamente y lanzó tales alaridos de desesperación, que despertó a todo el barrio y llegaron coches-patrulla de todas direcciones. Moe estuvo toda una semana sin poder andar y, después de esto, desistió de emplear trampas. Fue entonces cuando se decidió a dispararle un tiro a la rata. La mataría de un tiro y a sangre fría. Le saltaría la tapa de los sesos a la maldita rata y asunto concluido. Para ello, compró una escopeta de dos cañones, del calibre 12 y se pasó noches enteras al acecho, esperando verla aparecer. Naturalmente, el roedor olfateó el peligro y se quedó en casita, confiando en que a Moe le entrase el sueño y se fuese a dormir, para salir a continuación y saquearle la despensa.
Por si aún no fuese bastante, Evie se puso tan nerviosa de ver a Moe vagando por la casa a oscuras y con una escopeta cargada que amenazó con dejarlo. Para calmarla, él le prometió que sólo cargaría la escopeta a la vista de la rata. Una noche estaba sentado en la cocina, a oscuras y con los dos cartuchos del 12 sobre la mesa, al alcance de la mano, y la escopeta encima de sus rodillas, esperando que la rata asomase su fea jeta. Pero se amodorró, y mientras dormía, ella le robó los dos cartuchos. A la mañana siguiente, Moe se desembarazó de la escopeta, para evitar que la rata se la robase y disparase contra él, puesto que ya tenía los cartuchos con qué cargar el arma.
Fue entonces cuando se compró el descomunal cuchillo de casa, de aspecto impresionante y afilado como una navaja de afeitar. Le tendería una emboscada y lucharía con ella cara a cara. Sería una lucha sin cuartel, un combate de hombre contra rata. Así la rata sabría quién era el mejor. Le arrancaría el corazón.
Cuando llegó a casa, después de asistir a la fiesta de Mamie Mason, se descalzó y entró en la mansión tan sigilosamente como un piel roja. Subió de puntillas la escalera de acceso, sumida en las tinieblas, fue en busca del cuchillo, bajó igualmente de puntillas por la escalera posterior y, de repente, encendió la luz de la cocina.
Y allí, en el centro del bruñido pavimento de linóleo, había un huevo de gallina. Moe parpadeó y miró a su alrededor, apretando el cuchillo. Y allá, donde empezaba la escalera del sótano, había otro huevo.
Antes de ir a la fiesta había comprado media docena de huevos, una libra de mantequilla y un pan, que dejó en la alacena para preparar un desayuno. Únicamente quedaba la bolsa vacía que había contenido los huevos.
Encendió las luces del sótano y empezó a descender. Había un huevo en el peldaño del centro y otro al pie de la escalera. En mitad del sótano encontró la libra de mantequilla mordisqueada. En el extremo más alejado vio el viejo bidón de gasolina, que ya no utilizaban desde que instalaron un nuevo fogón de petróleo. Había un agujero de tamaño regular al pie de la persiana, frente a la lata. Delante del agujero había otro huevo.
Moe abrió la puerta. Dentro de la lata vio el pan con un extremo a medio devorar. Y allí, junto a la gran caja de madera donde guardaban leña menuda, astillas y papel, otro huevo más.
Moe levantó la tapa de la caja. Observó que estaba llena a rebosar de comida. En la parte posterior de la caja había un orificio que comunicaba con una red de galerías. La caja estaba cuidadosamente dividida en compartimientos. Uno para huevos, otro para fruta, otro para pan, otro para cecina, otro para botellas de whisky, Coca Cola, leche, tinta y detergente, y el mayor de todos, en el fondo, para una heterogénea colección de clavos, tornillos, barras para labios, perfumes, chicle, cigarrillos, una pipa, un viejo par de zapatillas, periódicos atrasados, etc. Comprendió inmediatamente que la rata era amante del confort, pero no alabó demasiado las preferencias del roedor en cuanto al estudio. Hurgando con un bastón, descubrió unas toallas que mostraban unas manchas muy sospechosas y algunos preservativos usados. Ya había llegado a la conclusión de que era una rata enorme, pero, a juzgar por el tamaño de los condones, debía ser más que enorme, descomunal, dotada de un aparato igualmente mayúsculo.
Registró el depósito del carbón y todo el sótano sin hallar el menor rastro de la rata. Volvió a la cocina, resuelto a revolver la casa entera, habitación por habitación hasta dar con ella, y ver también si alguien había utilizado las camas. Ya desesperaba de tener éxito cuando, al entrar en la cocina, vio finalmente su deseo cumplido: la rata y él estaban frente a frente. Rápidamente, la rata trató de escabullirse entre sus piernas para meterse en el sótano, pero él le propinó un puntapié que la devolvió a la cocina, cerrando inmediatamente la puerta de golpe.
Había llegado la hora de la verdad. El hombre estaba solo con la rata. El roedor se levantó sobre las patas traseras y gruñó amenazadoramente. Al oírla, el hombre experimentó cierta alarma. Aquella rata era tan grande como un gato, tenía un pelaje gris y sarnoso y una larga cola pelada que parecía la raíz de un cacto gigantesco. Pero lo que más le alarmó fue el tamaño de sus incisivos.
Ni corto ni perezoso, Moe agarró la escoba con la mano izquierda y empuñó el cuchillo de monte con la derecha. Empezó por asestar un escobazo a la rata. Ésta respiró y le dio un coletazo en el tobillo. Moe dio una cuchillada a la rata. El roedor retrocedió lentamente. Moe avanzó con cautela. De pronto la rata miró a su alrededor y vio que estaba en un rincón. Comprendió que era una rata acorralada. Volvió a levantarse sobre sus patas traseras y lanzó un gruñido de amenaza. Moe le pinchó con el mango de la escoba. La rata mordió la caña y arrancó la escoba de manos de Moe. Éste trató de recuperarla y la rata se abalanzó sobre Moe, el cual dio un salto atrás, asestando de paso una cuchillada a la rata. Ésta atacó a Moe y le desgarró los pantalones con los dientes. Moe de asustó, tanto, que tiró el cuchillo contra la pared y rebotó en el suelo. La rata saltó sobre el cuchillo y lo levantó, sujetando la empuñadura entre los dientes. Acto seguido se abalanzó sobre Moe, armada con el cuchillo. Moe pegó un brinco y se subió a la mesa. La rata dio otro en el aire, tratando de cortar a Moe en la pierna. Moe saltó de la mesa al fregadero. Moe retrocedió hacía el fogón. Al ver que la rata se disponía a seguirlo, saltó al suelo. Cuando la rata hizo lo propio, se le cayó el cuchillo que sujetaba con los dientes y mientras la rata lo recuperaba, Moe tuvo tiempo de abrir la puerta y salir corriendo de la casa.
Tembloroso y exhausto, Moe se presentó en la Delegación de policía del distrito para explicar lo sucedido. A continuación envió el siguiente telegrama a Evie, su esposa:
POR LO QUE MÁS QUIERAS NO VENGAS STOP RATA TIENE CUCHILLO STOP DUEÑA DE LA CASA STOP RENUNCIO ESTUDIAR PROBLEMA NEGRO HASTA QUE RATA SEA CAPTURADA STOP LLÁMAME AL 12:10.
He aquí, pues, una de las principales dificultades que presenta el problema negro… las ratas.
¿Bien, y qué fue de Joe? Que nadie se dé por aludido.
Joe se asomó al saloncito para contemplar al Baco dormido. Todo parecía tranquilo en lo alto del Olimpo. A decir verdad, Baco era el único morador del Olimpo.
Joe fue al dormitorio y se desnudó. Era lampiño como una bola de billar, salvó por la mata de reseca hierba púbica.
Mamie entró en el dormitorio, miró a Joe y soltó la carcajada.
—Chico, nadie podrá poner en duda tu legitimidad —observó.
Joe sonrió taimadamente.
—Mamá lo guardó todo para papá.
—Esta mamá lo guarda todo para su papá —mintió Mamie con rostro imperturbable, despojándose de sus ropas.
¿Y, queréis saber una cosa? Esas criticonas que siempre están hablando con desdén de sus senos, no andaban muy equivocadas. Colgaban como las ubres de una cabra provecta, pero esto era muy del agrado de Joe, pues le gustaba lo indecible mamar. Así que ella se hubo montado a horcajadas sobre el blando vientre negro de Joe, apoyándose con ambos brazos en el lecho y dejando que sus senos bailoteasen sobre su cara, él se esforzó por chuparlos. La única dificultad consistía en qué no pudo pescar ninguno con su bocaza jugosa, por más que se lo propuso, tratando de mordisquear primero uno y luego otro como un pez que quisiera morder el anzuelo. Finalmente consiguió sujetar uno, lo que le confirió el aspecto de un enorme niño de pecho negro en el momento de mamar. Después ni siquiera tuvo que cambiar de posición para quedarse dormido.
Una vez terminado esto, Mamie se puso una bata acolchada roja y chinelas de fieltro del mismo color, para ir en busca de la extensión telefónica al saloncito y conectarla en la cocina. Luego marcó un número de Chelsea y pidió por Wallace Wright.
Resultó que el número del teléfono particular de Wallace Wright figuraba en la central de Audubon y el de su despacho en la central de Murray Hill. Y aquel número de Chelsea que Mamie acababa de marcar era el de una elegante divorciada blanca de mediana edad que vivía en la calle Veintitrés Oeste.
—¿Wallace Wright? —La voz baja y aterciopelada de contralto denotaba sorpresa—. ¿Eres tú, Mamie?
—Sí, querida. Wallace se dejó la cartera aquí, cuando vino a mi fiesta, y encontré tu carta en ella.
—¿Mi carta? ¿Qué carta?
—La carta en que le pides que se divorcie de su esposa negra. Naturalmente, yo no quiero tener cartas así en casa y… —Se interrumpió para escuchar los leves susurros que se oían al otro extremo de la línea—. ¿Qué dice él, querida?
—No seas mala, Mamie. Sabes perfectamente que yo nunca he escrito esa clase de cartas a Mr. Wright, y, aunque lo hubiese hecho, Mr. Wright tiene demasiado amor propio para…
—Ya puedes llamarle Wallace, querida —le interrumpió Mamie—. Al menos mientras esté contigo en la cama.
—Mr. Wright no ha estado ni…
Mamie colgó. Lo único que sentía era no poder estar allí, para ver a Mr. Wright saliendo de la cama. Pero lo que ella no sabía era que, cuando colgó, Mr. Wright ya había salido de la cama y había empezado a vestirse, murmurando:
—Más valdrá que me vaya, querida. Sí, más valdrá. Es lo mejor que puedo hacer.
La que hasta entonces había sido su compañera de lecho se dispuso a decirle que no tenía por qué marcharse, que ella no le tenía miedo a Mamie Mason. Pero le bastó una simple mirada para ver qué Mr. Wright ya había tomado las de Villadiego.
—Lo comprendo, querido. Telefonéame y ven cuando puedas —dijo.
Mamie hubiera telefoneado entonces a Juanita, la mujer de Wallace Wright, a fin de informarle del paradero de Wallace. Pero ella y Juanita no se hablaban, y no quería dar a Juanita la satisfacción de dirigirle la palabra. Prefirió bajar al departamento inferior para que su amiga íntima Patty Pearson, que era también amiga íntima de Juanita, se encargase de dar la noticia a ésta.
Patty no asistió a la fiesta de Mamie por la sencilla razón de que ella también daba una fiesta. Pero la fiesta ya había acabado y Patty estaba sola, recordando el deleite que producía que la atornillasen estando cabeza abajo.
—Pasa a la cocina y cuéntamelo todo, querida —dijo, dando la bienvenida a Mamie.
—¿Qué estás cocinando, cielito?
—Estoy friendo un poco de tocino para acompañar la sémola. ¿Quieres que te prepare unos huevos revueltos?
—Ya sabes que estoy a régimen, cielito.
—Sí, ya lo sé, preciosa. Pero… ¿por qué no pruebas una de esas patas de cerdo frías mientras esperas?
—¿Te divertiste, cielín? —le preguntó Mamie, con el pie en la boca.
—Fue de miedo, cariño. No le hubiera podido sacar ni una gota más con una apisonadora. ¿Y tu fiesta, qué tal?
—Maravillosa, cielito. Schooley estaba tan sereno, que hasta bailó desnudo.
—Supongo que no le salió nada.
—No, cielito. Lo encontrarás tal como lo dejaste.
Patty enarcó las cejas.
—¿Tan blando?
Mamie rió y tomó otro pie de cerdo.
—Espera, cariño —dijo Patty—. Tengo que preparar los huevos.
—¿Tienes aceite mineral, cielito?
—Sí, claro. En el cuarto de baño, cariño.
Cuando Mamie regresó, después de tomar un cuarto de vaso de aceite mineral, el festín ya estaba servido.
—Supongo que Dora Steele acaparó a Jules —dijo Patty.
—No pudo venir. Jimmy tuvo un caso de indigestión aguda.
—Cuando dijiste caso pensé…
—Ya sabes lo cuidadoso que es Jimmy.
—¡Pero indigestión! —exclamó Patty.
—Fue algo que ingirió.
—¿Pero eso produce indigestión?
Cambiaron una mirada taimada, mientras masticaban ruidosamente la sémola.
—¿Quién se quedó con Jule, cariño?
—Fay.
—Ah, ella. ¿Y él, aún trata de averiguar si es verdad?
—Se dedica a cazar mientras puede.
—No conseguirá un hogar con ello.
—No trata de cazar un hogar, cielito, sino pelusa.
—¿Cuándo llegará mi turno de que me dispare?
—Pronto, cielito. Tú continúa exhibiendo tu pelusa, para que él la vea.
—¿Y Wallace, se divirtió, cariño?
—Muchísimo, cielito. Quiero que me hagas un favor. Que llames a Juanita.
—Me encantará. ¿Qué quieres que le diga?
—Pues dile que como tú eres su mejor amiga, quieres decirle, antes de que toda la ciudad lo sepa, que Wallace ha sido sorprendido en la cama con una cualquiera.
Patty sonrió con dulzura.
Y así fue como Juanita se enteró de lo que más tarde se conoció en Harlem por el nombre de la locura de Wallace.
La cosa salió tan bien, que ambas volvieron a la cocina y se bebieron media botella de ron para celebrarlo.
¿Y por qué le hizo Mamie esta trastada a Wallace Wright? Sencillamente, porque Wallace nunca llevó a Juanita a ninguna de sus fiestas. Siempre iba solo, como si ella fuese la patrona de un burdel. Mamie consideró aquello como una afrenta imperdonable.
(Continuará...)
aquí una joya de Chester Himes, unos relatos negros, muy negros https://es.es1lib.org/book/16409000/de6ac5