Martin Eden (XV)

Jack London








CAPÍTULO XL

LAS cuartillas seguían olvidadas en la mesa. Cuantos originales había distribuido se encontraban debajo. Sólo el de Brissenden continuaba su recorrido. La bicicleta y el traje oscuro estaban empeñados y los de la máquina de escribir comenzaban, nuevamente, a inquietarse por el alquiler. Pero nada de eso le importaba ya. Buscaba orientarse de manera distinta y, hasta que lo hallara, la vida se detenía.

Al cabo de varias semanas, ocurrió lo que tanto deseaba. Encontró a Ruth en la calle. Cierto que iba acompañada por su hermano Norman, y cierto, también, que ambos intentaron ignorarle y que Norman le quiso alejar.

—Si molestas a mi hermana, voy a llamar a un policía —amenazó éste—. No quiere tratar contigo, y tu insistencia resulta un insulto.
—Pues, como sigas oponiéndote, tendrás que llamar a ese policía y saldréis en los periódicos —replicó Martin molesto—. Y, ahora, apártate y ve a buscar a ese policía, si lo deseas. Voy a hablar con Ruth.
—Quiero oírlo de tus labios —le dijo a ella.

Ruth estaba pálida y temblaba, pero le miró sorprendida.

—Lo que te preguntaba en mi carta —aclaró él.

Norman pareció irse a interponer, pero Martin le contuvo con una mirada.

Ella negó con la cabeza.

—¿Lo haces por tu voluntad? —indagó Eden.
—Sí. —La muchacha hablaba en voz baja pero con firmeza—. Lo hago por mi libre voluntad. Me has avergonzado hasta el punto de que no me atrevo a saludar a mis amigos. Sé que todos me critican. Eso es lo único que te puedo decir. Me has hecho muy desgraciada y no quiero volver a verte.
—¡Amigos! ¡Críticas! ¡Noticias falsas en los periódicos! ¿Es que todo eso es más fuerte que el amor? Será que nunca me has querido.

El rubor animó la palidez de la muchacha.

—¿Después de lo que ha pasado? —repuso débilmente—. Martín, no sabes lo que dices. No soy vulgar.
—Como ves, no quiere saber nada de ti —intervino Norman, llevándose a su hermana.

Martin se hizo a un lado, para dejarles pasar, mientras, inconscientemente, buscaba en el bolsillo el papel y el tabaco que ya no tenía.

Se encontraban muy lejos de Oakland del Norte, pero, sólo al verse en su cuarto, comprendió Martin que había ido hasta allí a pie. Se encontró sentado en la cama y mirando en torno suyo, como un sonámbulo que acababa de despertarse. Advirtió que en la mesa estaban las cuartillas de su libro y acercó la silla, mientras buscaba la pluma. Por instinto, deseaba acabar las cosas. Allí había algo que quedó a medio hacer. Lo estaba retrasando hasta concluir otro asunto. Ahora, este otro asunto había terminado y debía aplicarse a escribir, hasta llegar al final. Ignoraba lo que iba a hacer luego. Lo único que sabía, era que había cubierto una importante etapa en su vida. Entonces, le ponía fin, como los hombres, dedicándose al trabajo. Carecía de curiosidad acerca del futuro. Pronto averiguaría lo que le reservaba. Pero importaba poco, fuese lo que fuese. Nada parecía ya importarle.

Durante cinco días, estuvo escribiendo Atrasado, sin ir a ningún sitio, sin ver a nadie y comiendo muy poco. En la mañana del sexto, el cartero le trajo un sobre muy delgado del director del Parthenon. Había aceptado Efímero. «Hemos sometido el poema al juicio de Mr. Cartwrigth Bruce —indicaba el director— y su informe ha sido tan favorable que no podemos dejarlo escapar. En prueba de nuestro gran interés, le diré que se incluirá en el número de agosto, ya que el de julio está compuesto. Le rogamos transmita nuestra satisfacción y agradecimiento a Mr. Brissenden. Sírvase, también, enviarnos a vuelta de correo su fotografía y sus datos personales. Si nuestros honorarios no le satisfacen, telegrafíenoslo, indicando lo que considere justo.»

Puesto que los honorarios que ofrecían eran trescientos cincuenta dólares, Martin consideró innecesario telegrafiar. Además, debía conseguir la autorización de Brissenden. Bien, él estaba en lo cierto. Había dado con un director de revista que sabía reconocer la auténtica poesía. Y el precio era espléndido, aunque se tratase del poema del siglo. En cuanto a Cartwrigth Bruce, a Martin le constaba que era el único crítico por el que Brissenden tenía cierto respeto.

Martin fue a la ciudad en tranvía y, conforme veía pasar los edificios y las bocacalles, se dio cuenta de que no estaba más entusiasmado con el triunfo de su amigo que con el suyo propio. El único crítico de veras con que contaba el país había informado favorablemente acerca del poema, con lo que se demostraba su convencimiento de que la buena literatura tenía cabida en los semanarios. Pero había perdido el entusiasmo y comprobó que tenía más deseos de ver a Brissenden que de darle las buenas nuevas. El hecho de que el Parthenon hubiese aceptado el trabajo de su amigo, le recordó que, en los cinco días que invirtiera en concluir Atrasado, nada supo de Brissenden y ni siquiera pensó en él. Pero no sintió vergüenza. Estaba como embotado acerca de todo lo que no fuese su preocupación por concluir el libro. Con respecto a otros asuntos, se sentía como en trance. Y aún seguía estándolo. La vida a través de la que le llevaba el vehículo, le parecía muy remota e irreal y apenas se hubiese interesado de caerle encima la aguja de piedra de la catedral.

Una pez en el hotel, subió a toda prisa a la habitación de Brissenden y volvió a bajar también a toda prisa. Estaba vacía:

—¿Dijo Mr. Brissenden adonde iba? —preguntó al empleado de recepción, que le miraba sorprendido.
—¿Es que no se ha enterado? —indagó, luego, éste.

Martin negó con la cabeza.

—Vino en todos los periódicos. Le encontraron muerto en la cama. Suicidio. Se pegó un tiro en la cabeza.
—¿Le han enterrado ya? —oyó decir Martin a su propia voz, que le sonaba lejana como si fuese de otro.
—No. El cuerpo se envió al Este tras la encuesta oficial. Lo arreglaron los abogados de su familia.
—Pues lo hicieron rápido —comentó Martin.
—No sé. Ocurrió hace cinco días.
—¿Hace cinco días?
—Sí, cinco días.

Martin se marchó.

En la esquina, entró en las oficinas de la Western Union para enviar un telegrama al Parthenon aconsejándoles que publicaran el poema. No le quedaban más que cinco centavos para regresar a casa, por lo que envió el telegrama a cuenta del destinatario.

De nuevo en su cuarto, continuó escribiendo. Pasaban los días y las noches y él seguía a la mesa, escribiendo. No iba a ninguna parte, excepto al prestamista, no hacía ejercicio y comía metódicamente cuando tenía apetito y disponía da algo que cocinar y, también, metódicamente, se pasaba sin comer si no tenía nada. Aunque previamente había compuesto el libro, capítulo por capítulo, se le ocurrió un prefacio que lo mejoraba mucho, pero que requería unas veinte mil palabras más. No había una razón vital para hacerlo tan bien, pero así se lo exigían sus cánones artísticos. Trabajaba casi como en sueños, extrañamente aislado del mundo exterior, sintiéndose igual a un fantasma entre las muestras literarias de su antigua existencia. Recordó que alguien había dicho que un fantasma es el espíritu de un hombre que ha muerto pero que no se ha enterado. A veces se detenía a pensar si en verdad estaría muerto, sin saberlo.

Llegó un día en que concluyó Atrasado. El representante de la empresa de máquinas de escribir había acudido a recogerla y se sentó en la cama, mientras Martin, a la mesa, ponía en limpio las últimas páginas del último capítulo. Al terminar, escribió FIN, con mayúsculas y, para él, constituía, efectivamente, el final. Con alivio, contempló cómo la máquina salía de la habitación y, luego, fue a tenderse en el lecho. Estaba débil a causa del hambre. Hacía treinta y seis horas que no comía, pero no pensó en eso. Quedó tendido en la cama, con los ojos cerrados, sin pensar en nada, mientras una especie de estupor iba saturando su consciente. Como en un delirio, empezó a balbucear un poema anónimo que Brissenden solía citar con frecuencia. María, que escuchaba al otro lado de la puerta, se sintió alterada por la monotonía de su voz. Las palabras nada significaban para ella, pero se daba cuenta de que la tenía que él las recitase. Se titulaba He hecho.

He hecho. Dejé el laúd. Acabaron el cantar y las canciones, Como la brisa que agita Las flores y los matorrales. He hecho. Dejé el laúd. Antes cantaba, Como los pajarillos Cantan en tos árboles. Ahora callo, Cual un jilguero cansado, Pues en la garganta no me quedan canciones. Ya pasó mi hora. He hecho. Dejé el laúd.

María no pudo resistirlo por más tiempo y se dirigió a la cocina, donde llenó un plato de sopa, incluyendo una buena ración de carne y verdura. Martin se incorporó, comenzando a comer mientras aseguraba a María, entre cucharada y cucharada, que no soñaba en voz alta y que no tenía fiebre.

Cuando ella se hubo marchado, Eden se sentó en el borde del lecho, con los hombros caídos, mirando en torno suyo con ojos que nada veían, hasta descubrir un sobre sin abrir que contenía una revista que trajera el cartero aquella mañana. Esto hizo que se encendiese una luz en su mente. «Es el número de agosto de Parthenon —se dijo—, en el que publican Efímero. ¡Si Brissenden pudiera verlo!»

Comenzó a hojear la revista, deteniéndose de improviso. Efímero destacaba en un lugar de honor, muy bien ilustrado. En un lado, se encontraba la fotografía de Brissenden, y en el otro, la del embajador inglés, Sir John Valué. Una nota de la redacción reproducía unas palabras suyas afirmando que en América no había poetas y Efímero era la respuesta del Parthenon. A Cartwrigth Bruce le describían como al más importante crítico de los Estados Unidos, citando unas palabras suyas en que consideraba Efímero como el mejor poema escrito en el país. La nota de la redacción concluía así: «Aún no hemos llegado a un juicio definitivo acerca de los méritos de Efímero; quizá no llegaremos nunca. Pero lo hemos leído con frecuencia, sorprendiéndonos ante sus palabras y el modo como se han combinado y preguntándonos de dónde las sacó Mr. Brissenden y cómo pudo unirlas de ese modo.» Luego, venía el poema.

—Una suerte que hayas muerto, Brissenden, viejo amigo —murmuró Martin dejando caer la revista.

Su vulgaridad era nauseabunda, y Martin advirtió, con cierta sorpresa, que no le afectaba gran cosa. Deseaba sentirse enfurecido, pero no puso mucho empeño en lograrlo. Se encontraba como embotado. Tenía la sangre demasiado coagulada para acelerarla al ritmo que requiere la indignación. Y, al fin y al cabo, ¿qué importaba? Aquello estaba a la par con cuanto Brissenden había condenado en la sociedad burguesa.

—¡Pobre Briss! —exclamó Martin—. Nunca me lo hubiese perdonado.

Se puso en pie con un gran esfuerzo, para alcanzar una caja en la que guardaba folios de máquina. Lo examinó con cuidado, encontrando once poemas escritos por su amigo. Los rompió a lo largo y a lo ancho, dejándolos caer en una papelera. Lo hizo con languidez y, al concluir, se sentó en la cama, con la vista fija en la pared.

No supo cuánto tiempo estuvo así, hasta que, de improviso, ante sus ojos se fue formando una larga línea blanca. Era curioso. Pero, conforme la miraba, fue adquiriendo forma y pudo ver un arrecife de coral, golpeado por el oleaje del Pacífico. Luego, entre la espuma, distinguió una canoa. A popa, iba un joven dios de piel bronceada, con una tela roja en torno a la cintura, que remaba con fuerza. Le reconoció. Era Moti, el hijo menor del cacique Tati, y aquello era Tahití. Más allá del arrecife, estaba la tierra de Papara y la choza de hierba del jefe, junto a la desembocadura de un río. El día estaba muriendo y Moti volvía de la pesca. Esperaba una ola más grande, para poder saltar sobre los arrecifes. Luego, se vio a sí mismo, sentado a la proa, como tantas veces lo hiciera, hundiendo el remo en espera de la orden de Moti, para bogar con fuerza en cuanto se alzara, a sus espaldas, el gran muro turquesa de la ola. Después, ya no fue un simple espectador, sino que se encontró en la canoa. Moti gritaba. Ambos movían los remos, cabalgando en la cresta de la ola turquesa. Bajo el timón, el agua silbaba, igual que si se tratase de vapor y el aire se impregnaba de humedad. Hubo un fuerte crujido y la canoa quedó flotando sobre la plácida superficie de la laguna. Moti se echó a reír, al tiempo que se secaba los ojos, y juntos remaron hacia la playa coralífera, donde, por encima de la choza de Tati, se veía el dorado ocaso.

Se desvaneció la imagen y ante sus ojos quedó tan sólo el desorden de su mísero cuarto. En vano, intentó Martin ver nuevamente Tahití. Sabía que entre los árboles se alzaban canciones y que las doncellas danzaban a la luz de la luna, pero no podía verlas. No veía más que la desordenada mesa de trabajo, con el espacio vacío que ocupara la máquina de escribir y la sucia ventana. Con un gruñido, cerró los ojos y le venció el sueño.


CAPÍTULO XLI

DURMIÓ pesadamente durante toda la noche, despertándose, tan sólo, cuando vino el cartero. Martin se sentía cansado y pasivo y examinó el correo sin entusiasmo. Uno de los sobres, procedente de un semanario pirata, contenía un cheque de veintidós dólares. Lo estuvo reclamando durante año y medio. Con apatía, miró la cantidad. Había desaparecido su antigua emoción ante el giro de un editor. A diferencia de los anteriores, éste no traía grandes promesas. Ahora, ya no era para Eden más que un cheque de veintidós dólares, ni más ni menos, con los que podría adquirir comida.

Había otro cheque en el correo, enviado por una revista de Nueva York, en pago de unos versos festivos que le aceptaron cuatro meses atrás. Era de diez dólares. Se le ocurrió una idea, que estuvo meditando con toda calma. Ignoraba lo que iba a hacer y no tenía prisa por intentar nada. Pero, mientras, debía vivir. Además, tenía muchas deudas. ¿No sería una buena inversión franquear la pila de originales bajo la mesa y lanzarlos de nuevo a su recorrido? Quizá le aceptaran uno o dos. Eso le ayudaría a sostenerse. Se decidió por la inversión y, una vez hubo cobrado los dos cheques en el Banco de Oakland, compró diez dólares de sellos. Le repugnó la idea de irse a preparar el desayuno en su miserable cuarto. Por primera vez, Martin no tuvo en cuenta sus deudas. Le constaba que en su habitación podía hacerlo por sólo cincuenta y veinte centavos. Pero, en vez de ello, entró en el «Forum Cafe» y encargó uno que le costó dos dólares. Le dio un cuarter de propina al camarero y se gastó cincuenta centavos en un paquete de cigarrillos egipcios. Era la primera vez que fumaba desde que Ruth le pidió que lo dejase. Ya no existía razón para privarse y, además, tenía deseos de fumar. ¿Y qué importaba el dinero? Por cinco centavos, hubiera podido adquirir un paquete de picadura y un librito de papel, lo que supondría cuarenta cigarrillos, ¿pero qué importaba? El dinero carecía ahora de valor para Eden, excepto en lo que podía comprar. Iba sin rumbo, careciendo de puerto en el que albergarse. Mantenerse a la deriva era vivir lo menos posible, y la vida resultaba dolorosa.

Fueron pasando los días y Martin durmió ocho horas cada noche. Mientras esperaba la llegada de nuevos cheques, comía en el restaurante japonés, con lo que se fue recuperando su maltrecho cuerpo y se le llenaron las hundidas mejillas. Ya no se agotaba con un exceso de trabajo y de estudio y con falta de sueño. Nada escribía, y los libros estaban cerrados. Paseaba mucho por las colinas y descansaba durante largas horas en los parques. Carecía de amigos y de conocidos y no buscó otros nuevos. No le atraía. Esperaba que, de algún sitio, surgiese el impulso que pusiera nuevamente su vida en marcha. Mientras, seguía abatido, sin proyectos, vacío y ocioso.

Una vez se fue a San Francisco, para ver la «auténtica basura». Pero, en el último instante, cuando se encontraba al pie de la escalera, se arrepintió y, volviéndose, salió del ghetto. Le asustaba oír hablar de filosofía y huyó a toda prisa, por temor de que alguien pudiera reconocerle.

En ocasiones, hojeaba los periódicos y semanarios para ver cómo maltrataban a Efímero. Constituía un éxito. ¡Y qué éxito! Todos lo habían leído y todos discutían si era o no verdadera poesía. Los periódicos locales se habían hecho eco de esto y a diario aparecían críticas muy cultas, artículos humorísticos y cartas de los lectores. Helen Della Delmar (a la que, a bombo y platillo, se proclamaba como la mejor poetisa de los Estados Unidos) le negó a Brissenden un puesto a su lado en el Parnaso y escribió larguísimas cartas abiertas demostrando que no era poeta.

En su siguiente número, el Parthenon se congratulaba por la sensación provocada, burlándose de Sir John Value y explotando, con implacable comercialismo, la muerte de Brissenden. Un periódico, que afirmaba tener un tiraje de medio millón de ejemplares, publicó un poema, muy espontáneo y original, de Helen Della Delmar, en el que se burlaban de Brissenden. La poetisa también fue culpable de otro en que le parodiaba.

Martin tuvo que alegrarse muchas veces de que su amigo hubiese muerto. Éste odiaba la masa y, entonces, cuanto tenía de más íntimo y sagrado se había ofrecido a la multitud. A diario, continuaba la vivisección. Los bobos de todo el país acudieron a las páginas impresas, blandiendo sus hinchados egos ante el público, a la sombra de la grandeza de Brissenden. Cierto periódico afirmaba: «Hemos recibido la carta de cierto caballero que escribió un poema muy semejante, pero algo mejor, hace ya tiempo.» Otro, decía muy seriamente, al reprobar a Helen Della Delmar: «Pero, sin duda, Miss Delmar escribió en un momento de buen humor, aunque no con el respeto que un poeta debe demostrar a otro, que quizá sea el mejor de todos. No obstante, tanto si Miss Delmar está celosa como si no lo está del hombre que engendró Efímero, queda claro que, lo mismo que miles de otras personas, se siente fascinada por su trabajo y que puede llegar, el día en que lo intente, a escribir igual que él lo hizo.»

Los predicadores comenzaron a criticar Efímero, y uno, que intentaba defender gran parte de su contenido, fue expulsado por hereje. El gran poema contribuyó a divertir al mundo. Los escritores festivos y los caricaturistas lo explotaron a conciencia y numerosos chistes se hicieron semanalmente a su costa, hasta el punto de que llegó a decirse que cinco versos de Efímero bastaban para dejar inválido a cualquier hombre y que diez le enviaban al fondo del río.

A Martin no le hacía gracia, pero tampoco apretaba los dientes con ira. Sólo le producía una gran tristeza. En el desastre sufrido por su mundo, con el amor en el centro, carecía de importancia el de las revistas y el gran público. Brissenden tenía toda la razón en su juicio acerca de los semanarios, pero él tuvo que invertir años de sacrificios inútiles para averiguarlo. Las revistas eran cuanto decía Brissenden y aún más. Bien, se consolaba pensando que había acabado. Enganchó su carro a una estrella, para aterrizar en un pantano maloliente. Cada vez con más frecuencia, le llegaban visiones de Tahití, el limpio y dulce Tahití. También estaban las bajas Paumotus y las altas Marquesas. Se veía a sí mismo a bordo de una goleta o de un cutter, deslizándose al amanecer por los arrecifes de Papeete, para iniciar el largo recorrido por los atolones perleros, de Nukahiva a la bahía de Taiohae, donde, según le constaba, Tamari mataría un cerdo para celebrar su llegada y donde las hijas de Tamari le tomarían por la mano y, entre canciones y risas, iban a adornarle con flores. Los mares del Sur le llamaban y sabía que, antes o después, iba a responder.

Mientras, sin rumbo, descansaba y se reponía de la larga travesía por el reino del saber. Cuando el Parthenon le envió el cheque por trescientos cincuenta dólares, se lo entregó al abogado que representaba a sus familiares. Exigió un recibo y, al mismo tiempo, informó de que Brissenden le había prestado cien dólares.

No pasó mucho tiempo antes de que Martin dejara de frecuentar el restaurante japonés. En el momento en que abandonaba la lucha, cambió la marea. Pero había cambiado demasiado tarde. Sin emoción, abrió un sobre de Millenium, y examinó un cheque de trescientos dólares, comprobando que era un adelanto sobre Aventura. Todas sus deudas, incluido el prestamista, sumaban sólo cien. Y, cuando hubo pagado a todo el mundo y devuelto lo que le prestara Brissenden, aún le quedaban cien dólares en el bolsillo. Encargó nuevas ropas al sastre y sólo comía en los mejores locales de la ciudad. Continuaba durmiendo en su cuarto en casa de María, pero el despliegue de trajes nuevos hizo que los niños dejasen de llamarle «gandul» y «vagabundo» desde el techo de los cobertizos y desde detrás de las vallas.

Wiki-Wiki, su narración acerca de Hawai, la compró el Warren’s Monthly por doscientos cincuenta dólares. La Northern Review aceptó La cuna de la belleza y Mackintosh’s Magazine, La quiromántica, el poema que escribiera para Marian. Los directores y sus colaboradores habían regresado del veraneo y disponían a toda prisa del material. Pero Martin no lograba comprender qué extraño impulso les llevaba a aceptar lo que rechazaron sistemáticamente durante dos años. No había publicado nada. No se le conocía fuera de Oakland, y en Oakland, excepto para un par o tres que se creían mejor informados, se le tenía como a un furibundo socialista. Por tanto, no había modo de explicar que, de súbito, hubiese una aceptación general de sus obras. Era simple malabarismo de la suerte.

Una vez se lo devolvieron de varios semanarios, Martin decidió seguir el consejo de Brissenden e inició con La vergüenza del sol la ronda de las editoriales. Tras algunos fracasos, lo aceptaron en «Singletree, Darnley & Co.», prometiendo publicarlo. Cuando Martin les pidió un adelanto sobre sus derechos, le contestaron que no tenían esa costumbre, que libros de aquella clase apenas cubrían gastos y que dudaban de que llegaran a venderse mil ejemplares. Martin calculó lo que el libro iba, en ese caso, a producirle. De venta a un dólar, con unos derechos del quince por ciento, le iba a proporcionar ciento cincuenta dólares. Se dijo que, de tener que empezar otra vez, se limitaría a los relatos. Aventura, que era sólo una cuarta parte, le había dado lo mismo. Aquella noticia, que, hacía tanto tiempo, leyera en un periódico, era cierta. Los semanarios de primera clase pagaban al aceptar una colaboración y pagaban bien. El Millenium no le pagó dos centavos por palabra, sino cuatro centavos. Y, además, eran de los que adquirían únicamente buen material, pues, ¿acaso no habían comprado el suyo? Esto último le hizo sonreír.

Escribió a «Singletree, Darnley & Co.» ofreciendo venderles todos sus derechos de La vergüenza del sol por cien dólares, pero no quisieron correr el riesgo. Sin embargo, Martin no estaba falto de dinero, ya que le habían aceptado y pagado varios de sus relatos. Incluso abrió una cuenta corriente en un Banco, donde, sin deudas ya, tenía varios centenares de dólares a su nombre. Atrasado, después de que lo rechazaran varias revistas, fue a parar a la «Meredith-Lowell Company». Martin recordó entonces los cinco dólares que Gertrude le prestara y su propósito de devolvérselo centuplicado. Por tanto, escribió a la editorial pidiendo un adelanto de quinientos dólares. Para su sorpresa, le enviaron un cheque por esa cantidad, junto con un contrato. Fue a cobrar el cheque, que quiso que le pagaran en monedas de oro de cinco dólares, y telefoneó a Gertrude que necesitaba verla.

Gertrude llegó a su casa, jadeando y sin aliento por las prisas que se había dado. Temía algún conflicto y tomó el poco dinero de que podía disponer, guardándoselo en el monedero. Y, tan segura estaba de que su hermano se hallaba al borde del desastre, que cayó llorando en sus brazos y, al mismo tiempo, le ofrecía el monedero.

—Hubiese ido yo —le dijo Martin—. Pero no quiero disgustos con Mr. Higginbotham, que es lo que hubiese ocurrido.
—Se calmará dentro de algún tiempo —le aseguró Gertrude, mientras se preguntaba en qué lío se habría metido su hermano—. Más vale que busques un empleo y te serenes. A Bernard le gusta que la gente tenga un trabajo honrado. Lo del periódico le indignó. Nunca le vi tan furioso.
—No voy a buscar un empleo —dijo Martin sonriendo—. Y puedes decírselo de mi parte. No necesito un empleo y aquí tienes la prueba.

Dejó caer en el regazo de su hermana las cien monedas de oro, que refulgieron vivamente.

—¿Te acuerdas del dinero que me prestaste el día en que no tenía ni para el tranvía? Pues aquí van noventa y nueve hermanos, de diferente edad pero del mismo tamaño.

Si Gertrude estaba asustada cuando llegó, entonces la dominaba el pánico. Había llegado a ser certeza. Ya no sospechaba. Ahora tenía el convencimiento. Contempló a Martin con horror, y sus pesados miembros se doblaron bajo la cascada de oro, como si la quemasen.

—¡Es tuyo! —dijo Martin riendo.

Gertrude rompió a llorar, mientras gemía:

—¡Pobre muchacho, pobre muchacho!

De momento, Eden quedó sorprendido. Luego, al adivinar la causa de su agitación, le tendió la carta de la editorial que acompañaba al cheque. Gertrude la leyó a toda prisa, deteniéndose de vez en cuando para secarse los ojos. Al concluir, le dijo:

—¿Es que lo has ganado honradamente?
—Más honradamente que con la lotería.

Poco a poco, recobró su antigua fe en su hermano y releyó la carta con detenimiento. A Martin le costó mucho explicarle la naturaleza de la transacción que le había proporcionado el dinero y, mucho más, que comprendiese que el dinero era suyo, pues él no lo necesitaba.

—Lo pondré en el Banco a tu nombre —dijo Gertrude al fin.
—No harás nada de eso. Es tuyo, para que hagas lo que más te guste. Y si no lo aceptas, se lo daré a María. Ella sí sabrá en qué emplearlo. Te aconsejo, sin embargo, que contrates a una sirvienta y descanses.
—Se lo contaré todo a Bernard —afirmó su hermana cuando se iba.

Martin asintió sonriendo.

—Sí, hazlo —convino—. Y, quizás, entonces vuelva a invitarme a cenar.
—Claro que sí; seguro que sí —afirmó ella con fervor, mientras le abrazaba y le besaba.


CAPÍTULO XLII

CIERTO día, Martin se dio cuenta de que estaba solo. Era fuerte y sano y nada tenía que hacer. Dejar de escribir y de estudiar, junto con la muerte de Brissenden y la separación de Ruth, había provocado un vacío en su vida. Pero su vida se negaba a limitarse a frecuentar los mejores cafés y a fumar cigarrillos egipcios. Es cierto que los mares del Sur le llamaban, pero tenía la sensación de que el juego no había terminado aún en los Estados Unidos. Iban a publicarle dos libros y tenía otros que quizás encontrasen editor. Podía sacar mucho dinero de ellos y, si esperaba, se llevaría una buena provisión a los mares del Sur. Conocía un valle en las Marquesas que le venderían por mil dólares chilenos. El valle se extendía desde una protegida bahía, en forma de herradura, hasta las cumbres coronadas de nubes y mediría quizá diez mil acres. Abundaban los frutos tropicales, las gallinas salvajes, los cerdos salvajes e, incluso, había ganado salvaje, mientras que en las cumbres se encontraban rebaños de cabras salvajes, perseguidas por perros en igual estado. Era un lugar salvaje. Ni un solo ser humano lo habitaba. Y podía comprarlo, junto con la bahía, por mil dólares chilenos.

La bahía, tal como la recordaba, era magnífica, con suficiente profundidad para acomodar al mayor de los veleros y tan segura que el Directorio del Pacífico del Sur la recomendaba como el mejor lugar de carenaje en varias millas a la redonda. Martin pensaba comprarse una goleta, de las más modernas, que navegase como un demonio, y dedicarse al tráfico de copra y de perlas por las islas. Luego, se construiría una gran casa y llenaría el valle y la goleta de sirvientes de piel oscura. Allí recibiría al factor de Taiohae, a los capitanes de buques y a lo mejor de la chusma del Pacífico del Sur. Tendría la casa abierta a todos, recibiéndoles igual que un príncipe. E iba a olvidar cuantos libros leyera y el mundo que había resultado una desilusión.

Sin embargo, para poder hacer todo eso, debía esperar en California a reunir bastante dinero. Ya comenzaba a llegar. Si uno de sus libros fuese un éxito, le permitiría vender todos sus originales. También podría reunir sus narraciones y poemas en unos volúmenes y asegurarse el valle y la goleta. Nunca más volvería a escribir. Acerca de eso, estaba decidido. Pero mientras tanto, en espera de la publicación de sus libros, debía hacer algo más que vivir, medio aturdido, en aquella especie de trance en la que había caído.

Un domingo por la mañana se enteró de que aquel día se celebraba la Excursión Anual de los Albañiles en el Shell Mound Park y al Shell Mound Park se fue. Había asistido con demasiada frecuencia a esas excursiones de obreros durante su antigua vida para ignorar cómo eran y, al entrar en el parque, experimentó un renacer de viejas vivencias. Al fin y al cabo, esos obreros eran su gente. Nació entre ellos, vivió entre ellos y, aunque se alejó durante algún tiempo, resultaba agradable volver con ellos.

—¡Pero si es Martin! —exclamó una voz y, al instante, una mano amistosa se le apoyó en el hombro—. ¿Dónde has estado durante tanto tiempo? ¿Navegando? Vamos a echar un trago.

Se encontró en medio de la vieja pandilla, en la que había algunas bajas y, también, varias caras nuevas. No eran albañiles pero, como en los viejos tiempos, acudían a todas las excursiones dominicales para bailar, pelearse y divertirse. Martin bebió con ellos y comenzó a sentirse nuevamente humano. Fue un imbécil al separarse de ellos y, entonces, tenía la seguridad de que hubiera sido mucho más feliz de quedarse en su clase y dejar en paz los libros y la gente distinguida. No obstante, la cerveza no le resultaba tan buena como antes. No tenía el mismo sabor. Martin decidió que Brissenden le había estropeado el paladar y se preguntó si los libros le apartarían de los compañeros de su juventud. Decidió impedirlo y fue al lugar donde bailaban. Jimmy, el fontanero, estaba allí con una muchacha rubia y muy alta, que, al instante, le abandonó por Martin.

—Vaya, igual que en otros tiempos —explicó Jimmy a sus amigos, que se reían mientras Eden y la rubia giraban a los compases de un vals—. Pero no me importa. Me alegro mucho de verle otra vez. Fijaos en cómo giran. Parece que vuelen. ¿Cómo vas a culpar a la chica?

Pero Martin le devolvió la rubia a Jimmy y los tres, junto con otros amigos, estuvieron contemplando a las parejas que bailaban, riendo y bromeando. Todos se alegraban de ver de nuevo a Martin. Aún no le habían publicado un solo libro. A sus ojos, no tenía un valor ficticio. Le apreciaban por sí mismo. Se sentía como un príncipe que regresara del exilio y su solitario corazón se animó ante tanta cordialidad. Se divirtió mucho. Además, llevaba dinero en el bolsillo e, igual que antaño, cuando desembarcaba, hizo que corriese.

De pronto, distinguió, entre las parejas, a Lizzie Connolly, que bailaba con un joven obrero. Luego, mientras paseaba, la encontró junto a un puesto de bebidas. Tras la sorpresa y los saludos, la acompañó hasta un lugar donde pudiesen hablar sin que lo impidiese la música. Desde el momento en que le habló, Lizzie fue suya. Martin lo supo en seguida. Lizzie lo demostraba en la orgullosa sencillez de sus ojos, en los suaves movimientos de su erguido cuerpo y en el modo como atendía sus palabras. Ya no era la muchacha que conociera. Se había convertido en una mujer y Martin comprobó que había aumentado su belleza salvaje y descarada, sin perder nada de su primitivismo, mientras que el descaro y la pasión semejaban más dominadas. «¡Una belleza, una belleza perfecta!», se dijo, y supo que lo único que debía hacer era pedírselo, para que ella le siguiera por todo el mundo.

De súbito, recibió un golpe que casi le tumbó. Se trataba del puño de un hombre, que estaba tan furioso que no alcanzó la mandíbula a la que se dirigía. Martin se volvió, tambaleándose, para ver nuevamente el puño que se lanzaba hacia él. Instintivamente, se ladeó y el puño pasó sin alcanzarle, obligando a girar a su propietario. Eden dirigió a éste un gancho de izquierda, en el que cargó todo su peso. El desconocido cayó al suelo de costado, pero se puso en pie en seguida y se lanzó ciegamente al ataque. Martin pudo ver su rostro contraído de pasión, preguntándose cuál sería la causa. Pero, mientras, le propinó un directo con la izquierda cargando también todo su peso sobre el golpe. El hombre cayó hacia atrás, desplomándose como un fardo. Jimmy y otros compañeros corrían hacia ellos.

Martin se sentía excitado. Volvían los viejos tiempos, con una venganza, los bailes, las peleas y las diversiones. Mientras observaba a su contrincante, echó una ojeada a Lizzie. Por lo general, las muchachas chillaban al estallar las reyertas, pero ella no lo hizo. Les miraba, conteniendo el aliento, inclinada hacia delante, dominada por el interés, con una mano apoyada en el pecho y las mejillas arreboladas, mientras en sus ojos ardía una gran admiración.

El desconocido se había puesto en pie y pugnaba por librarse de las manos que le sujetaban.

—¡Me esperaba! —les decía irritado—. Me esperaba y, de pronto, ese fresco viene a entrometerse. ¡Soltadme, os digo! ¡Le voy a dar lo que le hace falta!
—¿Qué te pasa? —indagó Jimmy, mientras contribuía a contener al joven—. Ese tipo es Martin Eden. Maneja bien los puños, permíteme que te diga, y te va a destrozar si le molestas.
—¡No puede quitármela de ese modo! —protestó el otro.
—¡Venció a el Holandés Errante y ya le conoces! —siguió diciendo Jimmy—. Y sólo necesitó cinco asaltos. ¡No le aguantarías ni un minuto!

Esta información semejó tener un efecto calmante y el furioso joven dirigió a Martin una mirada más atenta.

—Pues no lo parece —se burló luego, pero ya no había pasión.
—Eso mismo creyó el Holandés Errante —le aseguró Jimmy—. Vamos, acabemos ya. Hay muchas otras chicas. ¡Vámonos!

El joven permitió que le condujeran hacia la pista de baile, seguido por toda la banda.

—¿Quién es ése? —le preguntó Martin a Lizzie—. ¿Y qué es lo que ocurre?

Le había pasado ya el ansia del combate, tan aguda antiguamente, y comprobó que se sentía demasiado analítico para llevar, con el corazón y los puños, una existencia primitiva.

Lizzie engalló la cabeza.

—¡No es nadie! —afirmó—. Salía conmigo. Comprende que no tenía más remedio —explicó tras una pausa—. Me sentía muy sola. Pero no olvidé. —Bajó la voz, al tiempo que miraba ante sí—. Le hubiese cambiado por ti en cualquier momento.

Martin, mientras la contemplaba, consciente de que le bastaba extender la mano para alcanzarla, se preguntó si, efectivamente, era tan importante hablar de acuerdo con las reglas de la gramática, por lo que olvidó contestarle.

—Le diste lo que se merecía —añadió Lizzie riendo.
—Pues es un tipo fornido —reconoció Eden con generosidad—. De no habérselo llevado, me habría puesto en un apuro.
—¿Quién era aquella dama con la que te vi aquella noche? —le preguntó Lizzie bruscamente.
—Sólo una amiga —fue su respuesta.
—Hace ya mucho tiempo —reflexionó ella—. Parece que hayan pasado mil años.

Pero Martin no quiso continuar con aquel tema. Dirigió la conversación por otros caminos. Comieron juntos en el restaurante, donde Eden encargó vino y otras extravagancias, y, luego, bailó con ella y sólo con ella, hasta que se sintió cansada. Martin bailaba bien y Lizzie giró una y otra vez, sintiéndose en un paraíso, con la cabeza recostada en su hombro y deseando que aquel momento durase eternamente. Más tarde, se alejaron por entre los árboles, donde, al estilo antiguo, ella se sentó, mientras él, tendido de espaldas, le apoyaba la cabeza en el regazo. Martin descansó, medio adormilado, al tiempo que Lizzie le acariciaba el cabello, le miraba y le amaba sin reservas. Cuando, de súbito, Martin la miró, pudo leerlo todo en su semblante. Lizzie abatió la vista, para, luego, enfrentarse a la suya, casi en tono de desafío.

—He sido decente todos estos años —dijo, en tono tan bajo que parecía un murmullo.

En lo más íntimo, Martin sabía que era milagrosamente cierto. Y le acometió una gran tentación. Estaba en sus manos hacerla feliz. Aunque a él se le negara, ¿por qué iba a negarla a los otros? Podía casarse con ella y llevársela a vivir en su mansión de las Marquesas. Resultaba fuerte el deseo de hacerlo, pero aún lo era más el instinto de su naturaleza de no hacerlo. Pese a sí mismo, seguía fiel al amor. Habían pasado ya los días de licencia y de despreocupación. No podían volver ni él ir en su busca. Había cambiado, hasta un punto que sólo comprendió en aquel momento.

—No soy de los que se casan, Lizzie —le dijo muy quedo.

La mano que le acariciaba el cabello se detuvo imperceptiblemente, para luego continuar. Martín advirtió que a Lizzie se le endurecían las facciones, pero, tan sólo, fue a causa de la decisión, pues sus mejillas continuaban arreboladas y estaba entregándose.

—No quise decir… —comenzó y se detuvo—. Pero, no me importa. ¡No me importa! —repitió—. Estoy contenta de que seamos amigos. Haría cualquier cosa por ti. Supongo que es mi carácter.

Martin se incorporó. Le tomó la mano entre las suyas. Lo hizo con calor, pero igual que si fuese la de un niño, sin pasión, y este mismo calor dejó helada a Lizzie.

—No hablemos de eso —rogó.— Eres una mujer extraordinaria —dijo Martin—. Y yo me siento orgulloso de que seas amiga mía. Eres como un rayo de luz en un mundo de tinieblas y debo ser honesto contigo como tú lo has sido todos estos años.

—No me importa que seas honesto conmigo. Puedes hacer de mí lo que quieras. Puedes incluso echarme a las basuras y pisotearme. Y eres el único hombre al que se lo permitiría —añadió en tono de desafío—. No es por nada por lo que me he cuidado yo sola desde que era una cría.
—Pues por eso mismo no lo voy a hacer —afirmó Martin gentilmente—. Eres tan generosa, que me obligas a serlo a mí. No soy de los que se casan y no… Bueno, no quiero amor sin matrimonio, aunque lo hice en el pasado. Lamento haber venido aquí y haberte encontrado. Pero eso ya no se puede remediar. Además no creí que saliera de ese modo. Pero, escucha, Lizzie, no podría decirte cuánto me gustas. Más que gustarme. Te admiro y te respeto. Eres estupenda y estupendamente buena. ¿Pero de qué sirven las palabras? No obstante, hay algo que quisiera hacer. Tu vida ha sido dura; déjame que te la haga más fácil. (Una luz jubilosa animó las pupilas de Lizzie, para apagarse en seguida.) Estoy seguro de que pronto voy a conseguir dinero, mucho dinero.

En aquel momento, había olvidado sus proyectos acerca del valle en la bahía, de la mansión y de la goleta. Al fin y al cabo, ¿qué importaba? Podía enrolarse, como tantas veces lo hiciera, de tripulante en cualquier buque, con rumbo a cualquier parte.

—Quisiera dártelo. Habrá algo que desees; ir a una academia, por ejemplo. Quizá te gustaría estudiar y ser mecanógrafa. Yo puedo arreglarlo. A lo mejor viven tus padres. Tal vez te gustaría que les montase un negocio. Sea lo que sea, dímelo y lo arreglaré.

Lizzie no le respondió, manteniéndose inmóvil, con la vista fija y los ojos secos, pero sintiendo un dolor en la garganta. Martin lo comprendió hasta el punto de sentirlo a su vez. Lamentó haber hablado. ¡Era tan poco lo que le ofrecía, sólo dinero, comparado con lo que ella acababa de ofrecerle! Él le había ofrecido algo extraño, de lo que podía prescindir sin ningún sacrificio, mientras que ella se ofrecía a sí misma, junto con la vergüenza, la desgracia, el pecado y todas sus esperanzas de alcanzar el Cielo. —No hablemos de eso —dijo Lizzie, con una voz ronca que procuró disimular por medio de una oportuna tos. Se puso en pie—. Anda, volvamos a casa. Estoy agotada.

Estaba muriendo el día y el parque se vaciaba. Pero, cuando Martin y Lizzie salieron de entre los árboles, sus amigos les esperaban. Martin adivinó en seguida lo que ocurría. ¡Jaleo a la vista! Los compañeros se habían constituido en sus guardaespaldas. Cruzaron las verjas del parque, seguidos de cerca por una banda, los amigos que el acompañante de Lizzie había reunido para vengar que le quitasen la pareja. Varios guardias y agentes de Policía, previniendo jaleo, les seguían e, interponiéndose entre ellos, les obligaron a tomar el tren para San Francisco. Martin le dijo a Jimmy que se apearían en la estación de Sixteenth Street, para tomar el tranvía a Oakland. Lizzie estaba muy callada, sin interés por lo que ocurría. El tren llegó a la mencionada estación donde el tranvía esperaba, tocando la campana con impaciencia.

—Ahí está —aconsejó Jimmy—. Corre, que les contendremos. ¡Vete! ¡Haz que se vaya en seguida!

A la banda enemiga la desconcertó momentáneamente la maniobra. Luego, saltó del tren para perseguirles. Los sobrios y serios pasajeros de Oakland casi no se dieron cuenta del joven y de la muchacha que entraron a toda prisa y fueron a sentarse en la parte delantera. No relacionaron a esta pareja con Jimmy, que, en el andén, le gritó al conductor:

—¡Dele al pedal, viejo, y en marcha!

Al instante, Jimmy dio la vuelta y los pasajeros vieron cómo estampaba el puño en un individuo que intentaba alcanzar el vehículo. Así, Jimmy y sus compañeros, en la acera, se enfrentaron a la banda contraria. El tranvía, sonando la campanilla, se puso en marcha y, una vez detenidos los asaltantes, la banda de Jimmy se dispuso a terminar su tarea. El vehículo continuó su camino, dejando el combate en pleno apogeo y los sorprendidos viajeros no soñaron que la causa fueran aquel joven y la bonita obrera que le acompañaba.

Martin había gozado con la pelea, como herencia, quizá, de su antiguo instinto de luchador. Pero pronto desapareció todo, dejando tan sólo una profunda tristeza. Se sentía muy viejo, siglos más viejo que aquellos jóvenes y despreocupados compañeros de otros días. Había adelantado mucho, demasiado para volverse atrás. Su modo de vivir, que, en una época, fue también el suyo, le resultaba ahora desagradable. Estaba defraudado. Se había convertido en un extraño. Así como la cerveza le resultaba desagradable, lo mismo le ocurría con sus amigos. Estaban demasiado lejos. Muchos miles de libros se alzaban entre ellos y Martin. Se había internado en exceso en el vasto reino del saber, de modo que ya no podía volver a casa. Por otra parte, era un ser humano y su necesidad gregaria de compañerismo seguía insatisfecha. No encontró un nuevo hogar. Así como su pandilla no le podía comprender, como su familia no le podía comprender, como los burgueses no le podían comprender, tampoco la muchacha, que entonces le acompañaba y a la que respetaba tanto, llegaba a comprenderle ni el honor que le dispensaba. Su tristeza, al pensarlo, no estaba exenta de amargura.

—Reconcíliate con él —le aconsejó Martin a Lizzie cuando se despidieron. Se encontraban ante el tugurio en que ella vivía, cerca de las calles Sixth y Market. Eden se refería al joven cuyo puesto usurpó aquel día.
—Ya no puedo… —repuso Lizzie.
—¡Vamos! —comentó Martin jovialmente—. No tienes más que silbar y vendrá corriendo.
—No se trata de eso —dijo la muchacha.

Y Martin supo de qué se trataba.

Lizzie se inclinó hacia él cuando iba a darle las buenas noches. Pero no lo hizo para imponerse ni para seducirle, sino anhelante y humilde. Martin se emocionó. Este sentimiento acabó dominándole. La enlazó por la cintura, para besarla luego, y supo que en sus labios depositó el beso más sincero que nadie había recibido.

—¡Dios mío! —murmuró Lizzie—. ¡Me dejaría matar por ti! ¡Me dejaría matar por ti!

La muchacha se desprendió de él y entró en la casa a toda prisa. Martin sintió que se le humedecían los ojos.

—Martin Eden —se dijo en voz alta—, no eres un bruto y, además, un pobre nietzscheano. Te casarías con ella si pudieras para darle una gran felicidad. Pero no puedes, ¡no puedes!, y es una lástima.

Más tarde, murmuró:

—El pobre vagabundo explica sus llagas. La vida, a mi juicio, no es más que errores y penas. Exacto, errores y penas.


CAPÍTULO XLIII

EN octubre, publicaron La vergüenza del sol. Cuando Martin cortó el cordel del paquete que contenía los seis ejemplares que le enviaba la editorial, se sintió invadido por una profunda tristeza. Imaginó el incontenible júbilo de haber ocurrido esto unos meses antes y comparó ese júbilo con su presente y fría indiferencia. Su libro, su primer libro, y el pulso no se le había alterado lo más mínimo. ¡Sólo experimentaba una gran tristeza! No significaba más que quizá le proporcionase dinero, cosa que le importaba muy poco.

Se fue a la cocina a entregarle un ejemplar a María.

—Yo lo escribí —explicó para sacarla de su sorpresa—. Lo escribí en esa habitación y supongo que me ayudó su sopa de verduras. Quédeselo. Es suyo. Para que me recuerde.

Ni se pavoneaba ni se exhibía. Su único propósito era hacerla feliz, que se sintiera orgullosa de él y justificar así la lealtad y la fe que le demostrara. María guardó el ejemplar en la sala, sobre la Biblia familiar. Aquel libro, escrito por su inquilino, era sagrado, un fetiche de la amistad. Suavizó el golpe que representara saber que había sido lavandero y, si bien no entendía una sola palabra, le constaba que cada una de ellas era importantísima. No era más que una sencilla mujer, práctica y trabajadora, pero poseía una gran dosis de fe.

Con idéntica indiferencia con la que recibiera los ejemplares, Martin leía las críticas que le enviaban de la agencia. Que el libro constituía un éxito, resultaba evidente. Representaba más oro en la bolsa. Podía establecer a Lizzie, cumplir todas sus promesas y aún iba a quedarle lo suficiente para construirse su mansión.

«Singletree, Darnley & Co.», precavidamente, no imprimieron más que mil quinientos ejemplares, pero ante las primeras críticas, prepararon una segunda edición del doble. Entonces, estaba a punto una tercera de cinco mil. Una editorial inglesa realizó gestiones para lanzar la obra en Inglaterra y, a continuación, se tuvieron noticias de que iba a traducirse al francés, al alemán y al sueco. El ataque a la escuela de Maeterlinck no podía haberse hecho más oportunamente. Se desató una apasionada controversia. Saleeby y Kaeckel apoyaron y defendieron La vergüenza del sol, encontrándose, por una vez, en el mismo bando. Crookes y Wallace se situaron en el lado opuesto, mientras que Sir Olivér Lodge intentaba llegar a un compromiso que concordase con sus personales teorías cósmicas. Los seguidores de Maeterlinck se agruparon en torno a la bandera del misticismo. Chesterton hizo reír a todo el mundo con una serie de artículos acerca del tema aparentemente neutrales, y todo el asunto, tanto la controversia como quienes intervenían en ella, fue elevado a la máxima tensión por un fuerte bandazo de George Bernard Shaw. Como era inevitable, la arena se veía atestada por una serie de luminarias menores y el polvo, el sudor y el escándalo eran enormes.

«Resulta extraordinario —le escribió la editorial a Martin—. Un ensayo filosófico que se vende igual que una novela. No podía usted haber elegido un tema mejor, y todos los factores le han sido propicios. No es necesario que le aseguremos que vamos a aprovechar la ocasión mientras sea posible. Se han vendido ya cuarenta mil ejemplares en los Estados Unidos y el Canadá y está en prensa otra edición de veinte mil. Hemos hecho horas extras para cubrir las demandas. No obstante, hemos trabajado para crear esa demanda. Nos hemos gastado ya cinco mil dólares en publicidad. El libro parece destinado a superar todos los índices de venta.
»Le rogamos estudie el contrato que, por duplicado, le incluimos por su próximo libro y que nos hemos tomado la libertad de enviarle. Advertirá usted que hemos elevado sus regalías al veinte por ciento, que es a lo más que se atreve a llegar una editorial de tipo conservador. No estipulamos ninguna condición. Cualquier libro sobre cualquier tema. Si tiene alguno ya escrito, mejor. Éste es el momento de sacarlo. El hierro está al rojo.
»Si nuestras condiciones le parecen bien, llene el espacio en blanco, con el título de su obra. En cuanto recibamos el contrato firmado, le enviaremos un adelanto de cinco mil dólares. Tenemos fe en usted y queremos hacer las cosas en grande. Asimismo, desearíamos discutir con usted la posibilidad de extender un contrato por un determinado número de años, digamos diez, durante los que tendremos derechos exclusivos de toda su producción en forma de libro. Pero de esto hablaremos más adelante.»

Martin dejó la carta sobre la mesa e hizo algunos cálculos mentales. Luego, firmó el contrato, escribiendo Humo del júbilo en el lugar destinado al título del libro, enviándoselo a la editorial junto con los veinte relatos que escribiera antes de descubrir la fórmula para los periódicos. Y, tan pronto como pudo cumplir el servicio de Correos, llegó un cheque de «Singletree, Darnley & Co.» por cinco mil dólares.

—María, quiero que hoy venga usted conmigo a la ciudad, a eso de las dos —le dijo Martin a su patrona la mañana en que recibió el cheque—. Más vale que nos encontremos en la esquina de Fourteenth y Broadway a las dos. La esperaré.

La viuda llegó a la hora en punto. Pero lo único que se le había ocurrido como respuesta a aquel misterio eran «zapatos», por lo que sufrió un gran desengaño cuando Martin pasó de largo ante una zapatería y entró en una agencia inmobiliaria. Lo que entonces ocurrió, le quedó para siempre en la memoria como un sueño. Unos caballeros muy elegantes le sonreían amablemente, mientras hablaban con Martin y entre sí; tecleaba una máquina; se firmaron una serie de documentos; su casero, que también estaba allí, firmó a su vez. Cuando todo había concluido y se encontraban ya en la calle, el casero le dijo:

—Bien, María, este mes ya no tendrás que pagarme siete dólares y medio.

María se sentía demasiado sorprendida para hablar.

—Ni tampoco el mes que viene, ni el otro —añadió el casero.

María le dio las gracias, con cierta incoherencia, igual que si se tratase de un favor. No fue hasta regresar a su casa, en Oakland del Norte, y pudo conferenciar con los suyos y hacer que el tendero portugués investigara, cuando se enteró de que era la propietaria de la casa en la que vivía y por la que pagaba alquiler desde hacía tanto tiempo.

—¿Por qué ya no me compra a mí? —le preguntó el tendero portugués aquella tarde a Martin.

Había salido a recibirle cuando éste se apeaba del tranvía. Eden le explicó que ya no se cocinaba las comidas y luego entró en la tienda para beber un vaso de vino.

Advirtió que era el mejor de la casa.

—María —anunció Martin aquella noche—. Me voy de aquí y usted también se marchará pronto. Entonces, puede alquilar esto y convertirse en casera. Tiene usted un hermano en San Leandro o en Haywards, que se dedica al negocio de la leche. Quiero que devuelva la ropa sin lavar, ¿comprende?, sin lavar, y se vaya a San Leandro, a Haywards o donde sea y le diga a ese hermano suyo que vaya a verme a mí. Yo estaré en el «Metropole», de Oakland. Debe saber si hay alguna granja que merezca la pena.

Y así fue como la viuda de Silva se convirtió en casera y en única propietaria de una granja, con dos mozos que realizaban el trabajo y una cuenta bancaria que iba en aumento, pese a que toda su camada calzaba zapatos y asistía a la escuela. Muy pocas personas llegan a encontrar las hadas con que sueñan, pero María, que siempre trabajó duro, que tenía la cabeza dura y que jamás soñó con las hadas, encontró a la suya, bajo el disfraz de un antiguo lavandero.

Mientras, el mundo se preguntaba quién sería Martin Eden. Éste se negaba a dar sus datos biográficos a los editores, pero a los periódicos no se les podía ahuyentar. Oakland era su ciudad natal, y los periodistas localizaron a docenas de individuos que podían proporcionarles información. Lo que era y lo que no era, lo que había hecho y, sobre todo, lo que no había hecho se publicó para deleite del público, junto con instantáneas y fotografías. Esta última la proporcionó un fotógrafo local, que en cierta ocasión le hizo un retrato a Martin y se apresuró a registrarlo en exclusiva y ponerlo a la venta. En un principio, ya que tan disgustado estaba con las revistas y la sociedad burguesa, Martin se enfrentó a la publicidad, pero al final, como era más fácil, acabó rindiéndose. Comprendió que no podía negarse a los enviados especiales que recorrían grandes distancias para verle. Por último, el día tenía horas interminables y, puesto que ya no las invertía en estudiar ni en escribir, en algo debía ocuparlas. Por tanto, se avino a lo que le parecía un nuevo capricho. Opinó sobre literatura y filosofía e, incluso, aceptó invitaciones de la burguesía. Se encontraba en un estado de ánimo bastante cómodo. Nada le importaba. Perdonó a todo el mundo, incluido el joven reportero que le estigmatizó como rojo y al que, ahora, concedió toda una página, con fotografías exclusivas.

Veía a Lizzie de vez en cuando y resultaba evidente que ella lamentaba su nueva importancia. Ampliaba el abismo entre ambos. Quizá con el propósito de salvarlo, la muchacha se avino a frecuentar una academia y permitió que la vistiese un buen modisto, que cobró unos precios exorbitantes. Lizzie mejoraba a diario, hasta que Martin se preguntó si obraba bien, pues le constaba que cuanto ella hacía era sólo para complacerle. Intentaba ganar méritos a sus ojos, los méritos que él más podía apreciar. Sin embargo, Eden no le daba la menor esperanza y la trataba lo menos posible.

«Meredith-Lowell & Co.» lanzó Atrasado en el momento de su mayor popularidad y, al ser novela, alcanzó un índice de ventas muy superior a La vergüenza del sol. Semana tras semana, Eden consiguió el hecho sin precedentes de tener dos libros a la cabeza de la lista de los más vendidos. Pero no sólo atrajo a los aficionados a la novela, ya que quienes habían leído La vergüenza del sol se sintieron igualmente interesados por el relato de ambiente marino. Primero, Eden había atacado la literatura mística y lo había hecho extraordinariamente bien y, segundo, realizó con éxito el género que defendía, demostrando ser esa rara especie de genio, crítico y creador a la vez.

Le llovía el dinero y le llovía la fama. Cruzaba, cual un meteoro, por el mundo literario, sintiéndose más divertido que interesado en la conmoción causada. Había algo que le intrigaba mucho, algo de escasa importancia que hubiese sorprendido a la gente de saberlo. Pero se hubieran sorprendido más por su actitud que por la cuestión en sí misma. El juez Blount le invitó a cenar. Eso fue el comienzo de todo, de algo que llegó a obsesionarle. Martin había insultado al juez Blount, le trató de un modo abominable, y el juez Blount, al encontrarle por casualidad, le invitó a cenar. Martin recordaba las numerosas veces que coincidió con el juez en casa de los Morse, en las que no le invitó a cenar. Se preguntaba por qué no lo habría hecho entonces. No había cambiado en absoluto. Era el mismo Martin Eden. ¿En qué residía la diferencia? ¿Por el hecho de que lo que escribiera hubiese aparecido entre las cubiertas de un libro? Pero se trataba de un trabajo que ya entonces había hecho. No fue algo que realizara después. Lo llevó a cabo por la misma época en que el juez Blount compartía el criterio general y se burlaba de su entusiasmo por Spencer y de su intelecto. Por tanto, no era a causa de su valor real, sino de un valor ficticio por lo que el juez Blount le invitaba a cenar.

Martin sonrió y aceptó la invitación, maravillándose de su propia complacencia. A la cena, asistieron, con sus esposas, media docena de los que ocupaban altos puestos. Martin se sintió el centro de atención de todos. El juez Blount, muy bien secundado por el juez Hanwell, apremió a Eden para que le permitiese proponer su nombre al «Styx», el club ultraselecto, al que no pertenecían meramente los ricos, sino las personas importantes. Martin declinó el honor y se sintió más intrigado que antes.

Ahora se ocupaba en vender sus originales. Los editores le abrumaban con demandas. Habían descubierto que era un estilista, con materia bajo el estilo. El Northern Review, tras publicarle La cuna de la belleza, le pidió una media docena de artículos similares, que Eden le hubiese entregado, de no haberle propuesto el Burton’s Magazine la compra de cinco, a quinientos dólares cada uno. Respondió que se los entregaría, pero a mil dólares. Martin recordaba que todos sus escritos habían sido rechazados por las mismas publicaciones que ahora se los solicitaban. Y sus cartas, al devolvérselos, eran automáticas, estereotipadas. Le hicieron, sudar y, ahora, se proponía, a su vez, hacerles sudar. El Burton’s Magazine pagó la cantidad estipulada por los cinco artículos y otros cuatro fueron a parar al Mackintosh’s Monthly a un precio similar, ya que el Northern Review era demasiado pobre para mantenerse al mismo nivel. Así llegaron al público El alto sacerdote del misterio, Los soñadores de maravillas, La medida del ego, Filosofía de la ilusión, Dios y barro, Arte y biología, Críticos y tubos de ensayo, Polvo de estrellas y La dignidad de la usura, para levantar polémicas y discusiones que tardaron mucho en acallarse.

Los editores le escribían indicándole que señalase sus condiciones, lo que hacía siempre. Pero se trataba de trabajos ya concluidos. Martin se negaba decididamente a volver a escribir. Se enfurecía con sólo pensar en poner la pluma sobre el papel. Había visto cómo la multitud destrozaba a Brissenden y, aunque a él le aclamaba, no lograba sobreponerse al trauma ni sentir respeto por la muchedumbre. Su misma popularidad le parecía una traición a Brissenden. Le estremecía, pero estaba decidido a llenar la bolsa.

Recibía cartas de ciertas empresas en términos como los que siguen: «Hace cosa de un año, tuvimos que lamentar rechazarle su colección de poemas amorosos. Nos impresionaron grandemente, pero ciertos compromisos anteriores nos impidieron aceptarlos. Si aún puede disponer de ellos y tiene la bondad de cedérnoslos, los incluiríamos todos en nuestras revistas, bajo las condiciones que usted indique. También estamos dispuestos a ofrecerle ventajosas condiciones para publicarlos en forma de libro.»

Martin buscó su tragedia en verso blanco y se la envió. La leyó antes de franquearla y quedó sorprendido por su poca calidad y su torpeza. Pero, así y todo, la envió y la publicaron, para eterna desesperación del semanario. Los lectores se indignaron y se sintieron engañados. Había mucha distancia entre la calidad habitual de Martin Eden y aquella ñoñería. Se dijo que él no la había escrito y que los editores la falsificaron y, también, que Martin Eden imitaba a Dumas padre y que, en la cúspide de su fama, hacía que otros escribiesen por él. Sin embargo, cuando explicó que la tragedia en cuestión era producto de su infancia literaria y que la revista no le dejaba en paz hasta obtenerla, hubo una carcajada general y un cambio en la dirección de la empresa. La tragedia no apareció nunca en forma de libro, pero Martin se embolsó el adelanto.

El Coleman’s Weekty envió a Eden un largo telegrama, que costaba alrededor de trescientos dólares, ofreciéndole mil por artículo, en una serie de veinte. Debía recorrer los Estados Unidos, con gastos pagados, y elegir los temas que más le interesaran. La mayor parte del texto lo ocupaban sugerencias para indicar la libertad que se le otorgaba. La única condición era que debía limitarse a los Estados Unidos. Martin respondió que no estaba en condiciones de aceptar y esa respuesta fue a cuenta del destinatario.

Wiki-Wiki apareció en Warren’s Monthly y fue un éxito instantáneo. Más tarde, se publicó en forma de volumen, bellamente encuadernado, que se vendió como el agua. Los críticos coincidieron unánimemente en que se situaba junto a aquellas dos obras ya clásicas tituladas El diablo embotellado y La piel mágica.

Sin embargo, el público recibió Humo de júbilo con ciertas dudas y bastante frialdad. Su audacia y la falta de convencionalismo de sus relatos molestaron los prejuicios de la burguesía. Sin embargo, cuando en París se entusiasmaron con la versión francesa, el público inglés y americano adquirió tantos ejemplares, que Martin pudo obligar a los editores a que le pagasen una regalía del veinticinco por ciento por un tercer libro y del treinta por un cuarto. Estos dos volúmenes comprendían cuantos relatos había escrito y que se habían o se estaban publicando en diferentes revistas. El tañido de las campanas y las historias de terror componían uno. El otro lo formaban Aventura, El recipiente, El vino de la vida, El remolino, La calle de los codazos y cuatro historias más. La «Meredith-Lowell & Co.» reunió todos sus artículos y «Macmillan Co.» su Lírica marina y Ciclo de amor, el último de los cuales apareció también en el Ladies’Home Companion a un precio exorbitante.

Martin lanzó un suspiro de alivio al vender su último original. Quedaban ya muy cerca su mansión en el valle y su goleta. Por lo menos había demostrado lo equivocado que estaba Brissenden al afirmar que nada que tuviese mérito aparecía en las revistas. Su éxito lo demostraba. Y, sin embargo, tenía la extraña sensación de que, pese a todo, su amigo estaba en lo cierto. La vergüenza del sol fue la causa de su triunfo, más que todo cuanto había escrito. Lo demás fue incidental. Lo habían rechazado casi todas las publicaciones. Pero al aparecer aquel libro, provocó una controversia que situó las cosas a su favor. Esto no hubiese sucedido de no existir La vergüenza del sol, de no haber tenido un éxito casi milagroso, seguiría como antes. «Singletree, Darnley & Co.» reconocían ese milagro. Habían hecho una primera edición de mil quinientos ejemplares, dudando de poder venderlos todos. Eran editores con experiencia y fueron los primeros sorprendidos por el éxito. Para ellos, constituía un verdadero milagro. No llegaron a comprenderlo nunca y, cada una de las cartas que Martin recibía, era una prueba de la sorpresa ante aquel misterioso suceso. No intentaban explicarlo. No tenía explicación. Había ocurrido. Pese a toda la experiencia en contra, había sucedido.

Con estos razonamientos, Martin ponía en duda la validez de su popularidad. Era la burguesía la que adquiría sus libros y le llenaba la bolsa y, por lo poco que sabía de ella, Martin no veía claro cómo podía apreciar o comprender cuanto había escrito. La intrínseca belleza y el gran poder que había en su trabajo nada significaban para los centenares de miles que le aclamaban y adquirían sus libros. Martin sabía que no era más que el capricho del momento, el aventurero que asaltaba el Parnaso, mientras los dioses asentían. Centenares de miles leían y aclamaban a Martin, con la misma y estólida falta de comprensión con la que habían atacado Efímero, hasta destrozarlo. Una manada de lobos que le adulaba en vez de morderle. Uno u otro, era sólo cuestión de suerte. De una cosa, Eden estaba absolutamente seguro. Efímero resultaba muy superior a cuanto él había hecho. Era, también, muy superior a cuanto llevaba dentro. Constituía un poema de siglos. Por tanto, el tributo de la multitud era triste, pues esa misma multitud había arrastrado Efímero por el fango. Martin suspiró profundamente y con satisfacción. Se alegraba de haber vendido el último original y de que pronto estaría lejos de todo.

(Continuará…)

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