Djuna Barnes

LA POSESA
Cuando Robin llegó a Nueva York con Jenny Petherbridge parecía aturdida. No quiso ni oír hablar de los planes de Jenny de ir a vivir al campo. Dijo que el hotel «bastaba». Jenny no podía con ella; era como si la fuerza motriz que había accionado la vida de Robin, tanto sus días como sus noches, se hubiera agotado. Estuvo una o dos semanas sin querer salir a la calle, y luego, al creerse sola, empezó a rondar por las estaciones, y a subir a trenes en una y otra dirección, a deambular sin rumbo, a entrar en iglesias apartadas, sentándose en el rincón más oscuro o quedándose apoyada en la pared, con un pie vuelto hacia el dedo gordo del otro, con las manos entrelazadas y la cabeza baja. Puesto que había abrazado la fe católica hacía mucho tiempo, ahora entraba en la iglesia como el que abjura de algo; se arrodillaba con la cara entre las manos, mordiéndose la palma, fija en un estupor inmóvil, como el que de pronto oye hablar de muerte; de una muerte que no puede plasmarse hasta que la lengua consternada le da permiso. Con el gesto del ama de casa que viene a poner orden en hogar ajeno, se adelantaba con una vela encendida, la colocaba y daba media vuelta calzándose sus gruesos guantes blancos y, con su zancada lenta, salía de la iglesia. Al cabo de un momento, Jenny, que la había seguido, mirando en derredor para asegurarse de que nadie la observaba, se lanzaba sobre la vela, la sacaba del candelero, la soplaba, volvía a encenderla y la ponía otra vez.
Robin recorría los campos de la misma manera, arrancando flores y hablando a los animales en voz baja. A los que se acercaban a ella, los agarraba tirándoles del pelo hacia atrás, hasta que entornaban los ojos y enseñaban los dientes y ella enseñaba los suyos, como si su propia mano le tirara de la piel del cuello.
Puesto que las citas de Robin eran con algo invisible, puesto que en su lenguaje y en sus gestos había un desesperado anonimato, Jenny se ponía histérica. Acusó a Robin de «comunión sensual con espíritus impuros». Y, al poner su maldad en palabras, se derribó a sí misma. No comprendía nada de lo que Robin sentía o hacía, lo cual era más insoportable que su ausencia. Jenny paseaba por la habitación del hotel, a oscuras, llorando y tropezando.
Robin se acercaba a la zona del país de donde era Nora. Iba estrechando el círculo. A veces, dormía en el bosque; el silencio causado por su llegada volvía a ser roto por los insectos y por los pájaros que regresaban, olvidada la intrusión por erecto de la inmovilidad de Robin, anulada como la gota de agua es anulada al caer en el estanque. A veces, dormía en un banco de la ruinosa capilla (había llevado hasta allí algunos de sus efectos), pero nunca fue más lejos. Una noche, le despertó el ladrido lejano del perro de Nora. Si su aliento llevó al bosque el silencio del temor, ahora el ladrido del perro la hizo incorporarse a ella, rígida e inmóvil.
Medio acre más allá, Nora, sentada junto a un quinqué, levantó la cabeza. El perro corría alrededor de la casa; se le oía a uno y otro lado; corría dando aullidos; ladraba y aullaba cada vez más lejos. Nora se inclinó, escuchando; empezó a tiritar. Al cabo de un momento, se levantó y abrió puertas y ventanas. Luego se sentó con las manos en las rodillas, pero no podía quedarse esperando. Salió. La noche estaba avanzada. No veía nada. Se dirigió hacia la colina. Ya no oía al perro, pero siguió andando. Encima de ella, oyó un roce entre la hierba, tropezó con unas zarzas pero no gritó.
En lo alto de la colina, recortándose débilmente sobre el cielo, se distinguía el blanco borroso de la capilla; había una raya de luz que recorría la puerta. Nora empezó a correr, jurando y llorando, y ciega se precipitó por la puerta de la capilla.
Encima de un altar improvisado, ardían dos velas delante de una Virgen. Su luz se extendía por el suelo y los bancos polvorientos. Delante de la imagen había flores y juguetes. Allí estaba Robin, de cara al altar, con su pantalón de hombre, en actitud sobresaltada y suspensa, con la mano a la altura del hombro. En el momento en que el cuerpo de Nora chocó con la madera, Robin empezó a inclinarse con el pelo ondeando y los brazos extendidos. El perro retrocedía con las patas delanteras en diagonal, el anca trémula, el pelo erizado, la boca abierta, la lengua colgando por entre sus dientes brillantes, gimiendo y esperando. Ella siguió agachándose hasta que su cabeza rozó la del animal, gateando, con las venas hinchadas en el cuello, debajo de las orejas y en los brazos y las manos, congestionadas y palpitantes al avanzar.
El perro, con todos los músculos temblando, dio un salto atrás. La lengua era un arco de terror. El animal retrocedía y retrocedía mientras ella avanzaba, gimiendo a su vez, adelantando el cuerpo con la cabeza ladeada, enseñando los dientes y gimiendo. Acorralado en el rincón, el perro arqueaba el lomo como para huir de algo que le causaba horror, y parecía alzarse del suelo; por fin se detuvo, arañando la pared de lado con las patas delanteras que mantenía en alto, vacilantes. Luego, con la cabeza gacha, arrastrando el flequillo por el polvo, ella le golpeó el costado. Él lanzó un aullido de espanto e hizo amago de morderla, corriendo alrededor de ella, saltando a un lado y a otro, manteniéndose siempre de cara a ella, golpeando la pared con los cuartos traseros de un lado y de otro.
Entonces también ella empezó a ladrar, arrastrándose tras él, ladrando con un acceso de risa obscena y conmovedora. El perro, agachado, empezó a correr con ella, cabeza con cabeza, como para pasar junto a ella, golpeando el suelo suavemente con sus patas mullidas. Él corría de un lado al otro gruñendo por lo bajo, y ella reía y gruñía con él; gruñían a intervalos más y más cortos, cabeza con cabeza hasta que ella abandonó y se tendió con los brazos a lo largo del cuerpo y la cara vuelta de lado, llorando; y el perro también abandonó y se echó con los ojos inyectados en sangre y la cabeza apoyada en las rodillas de ella.