LOS PÁLPITOS DE LA CASA

Pedro A. Curto





Hay una poética de los espacios cerrados, de las casas en particular, donde estas se convierten en personajes-escenario que envuelven la historia y la narración hacia adentro y hacia afuera. Es la Clarice Lispector de La ciudad sitiada y en particular de La pasión según G.H. que trascurre en la habitación de un apartamento. El Viaje alrededor de mi habitación de Xavier Maistre, donde la prisión se convierte en imaginación liberadora. Marguerite Duras en varias de sus obras utiliza los espacios cerrados y reivindica la casa como una especie de matriarcado. Y lo hace Menchu Gutiérrez en El faro por dentro y en su nueva novela, La mitad de la casa (Siruela).

Como en la G.H. de Lispector, una protagonista de la que desconocemos su nombre, incluso nos hace dudar sobre su identidad (¿Soy E.?), sobre su edad (¿Tengo quince o sesenta años?), e incluso sobre si está viva, (Aquel día, en mitad de la comida, E. conoció la muerte). A pesar de lo cuál (o quizás por ello), a través de un monólogo interior y poético, recorremos cada parte de la casa, se diseccionan los objetos hasta humanizarlos, la cama por ejemplo y al mismo tiempo navegamos por la memoria, nos enredamos en los recuerdos. Se trata de un viaje introspectivo espacio-tiempo, en el que descubrimos a la narradora, su mundo y su vida, sus pensamientos y sensaciones, porque vamos conociendo el lugar: “La casa es el molde exacto de mi cuerpo y, al mismo tiempo, encaja perfectamente en mi interior.” La casa se humaniza, se convierte en padre y madre, incluso en útero (lo más parecido a vientre materno en la que he vivido), es la familia que ha sido núcleo vivencial, pero a través de lo que nos cuenta, si ellos construyeron el espacio de la casa, o fue el habitar ese espacio quien los construyó a ellos o bien hay una interrelación. ¿Es así?, ¿o quizás sea un juego de espejos? Son algunas de las preguntas que el lector puede percibir e interiorizar en su propia experiencia, porque todos habitamos casas y a la vez, la casa nos habita. ¿Quién no ha sentido una ruptura al abandonar un lugar en el que hemos habitado más o menos tiempo? Y no sólo por las vivencias, también por las no-vivencias, por la memoria que creamos.

Menchu Gutiérrez nos muestra en esta novela, con sutileza y complejidad, como el espacio físico, puede ser espacio psíquico. A la misteriosa protagonista, única voz, la casa le ha ido moldeando, hasta el punto de que es con quien ha establecido un vinculo de fidelidad y tiene una relación intima, guardando secretos en el interior de sus paredes, formando un juego de complicidad y complejidad. Y si la casa ha sido espacio vital, también nos encontramos con su reverso, la muerte: “¿Cómo pueden seguir creciendo los muertos?” Porque ahí está esa muerte a los quince años, ese los quince que en muchos lugares es el abandono de la infancia para, a través de la adolescencia, iniciarse en la vida adulta desde la que nos hablaría una mujer de sesenta años. ¿O es la muerte real y se nos habla desde una residencia de veraniega que se ha detenido en un verano infinito e interior, en el que solo la casa puede estar? Es en esa textura, el ser/no-ser, desde donde se determina una particular fusión existencial: “Las paredes de la casa y la piel de tu cuerpo te plantean constantemente el problema de la vida: si estás dentro, estarás viva, si estás fuera, estarás muerta.”

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