DIÁLOGOS EN LA TAZA: “La rabona con galones”

Fernando Morote








Francisca Zubiaga Bernales de Gamarra
(1803-1835)

Hija de padre español y madre autóctona, mi cuna fue la capital del Imperio Incaico. Nací en la época que Cuzco aún se escribía con Z, de Zubiaga, igual que mi apellido paterno, y rememoré de arranque la presencia del conquistador, mojándome en la pila bautismal con el nombre de Francisca.

Durante la infancia aspiraba a ser monja, aunque admito que se me pasó la mano con los flagelos apasionados. Personifiqué lo que es una mujer de verdad; no la que llora ni sufre sino la que avanza y goza, no la que pide o reclama sino la que arrebata y desafía.

Soy la reencarnación oficial de Micaela Bastidas. A los ojos del joven país yo era la guapa esposa del Presidente, pero en el fondo gobernaba bajo el título de La Mariscala. El apelativo lo heredé de mi cónyuge, el coronel Gamarra, a quien ascendieron de rango luego de obtener la victoria en una batalla histórica. Sin mí, él no existía: salía de viaje o iniciaba una nueva campaña y era yo la que se hacía cargo de los asuntos nacionales. Literal y figurativamente yo llevaba los pantalones. Mandaba, ordenaba, tomaba decisiones, repelía levantamientos, apagaba confabulaciones. Aborté, asimismo, dos golpes de estado.

No se me escapaba nada ni nadie. Controlaba cada detalle. Mi penetrante mirada y el timbre de mi voz acojonaban a los que acudían a mí. La recién inaugurada república sabía quién era su auténtica líder, su genuino caudillo. Si sorprendía a alguien en actitud subversiva, no dudaba en propinarle severos castigos. Las tropas se cuadraban para saludarme. Los soldados me temían, ninguno osaba hablar a mis espaldas, conocían las consecuencias.

Me sobrepuse a la supuesta hegemonía de los hombres y les impuse mi voluntad. Me limpié las nalgas con su prepotencia, nunca les ofrecí oportunidad de cometer abusos. Siendo tiradora experta, esgrimista eximia y jinete exuberante, poca oposición encontraba en las armas de fuego, los sables de guerreros avezados y los caballos salvajes.

Me vestía con uniforme militar, los remilgos y las delicadezas me parecían una cojudez. Dudaban de mi identidad sexual, llegaron a llamarme marimacha y travesti. Si fuera así, ¿cuál hubiera sido el problema? Lo que cuenta es el carácter, el temple, en especial el corazón. Eso es lo que hace, realmente, la diferencia entre los seres humanos. En todo caso, le clavé los cuernos a mi marido comiéndome al libertador Simón Bolívar en su tránsito por Lima. No estaba para perder el tiempo con niñerías de mírame y no me toques; yo miro y toco cuando me da la gana, no sueño que me den, voy por lo que quiero.

El pueblo me aclamó primero por mi rebeldía, me detestó después por mi arrogancia. En Arequipa, donde me refugié de un linchamiento inminente, planearon asesinarme porque no soportaban que mi irresistible firmeza los arrollara y denigrara en público. Tuve que huir a Chile para salvar el pellejo. En el camino Flora Tristán me entrevistó para uno de sus libros y sólo por eso corrió el rumor de que hubo un episodio romántico entre nosotras.

A los 31 años, viviendo en el exilio, decepcionada del matrimonio y retirada de la movida política, me atrapó la tuberculosis, que no me soltó hasta enterrarme. Aquí estoy desde entonces, observando con una mueca en los labios a las feministas actuales que protestan con poses y lágrimas, dando a la vez risa y lástima.

Parece que las chicas y señoras de hoy olvidan por completo —quizás siempre ignoraron— el poder que las tapadas limeñas ejercían con su perturbador encanto y astucia sutil. A base de inteligencia, en lugar de gritos y clamores, tenían el mundo masculino a sus pies.

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