La plaza del diamante (Final)

Mercè Rodoreda






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Una noche, cuando el chico iba a irse para su cuarto, el Antoni le dijo que no se fuera, que se quedase un rato con nosotros, que le gustaría hablar con él. Yo ya había quitado la mesa y ya tenía el tapete puesto y, en medio, el jarrón de las señoras con velos y con el pelo suelto, con flores que ya hacía tiempo que había cambiado porque las rosas y las margaritas se habían descolorido y manchado, y en lugar de aquellas flores ahora tenía tulipanes y ramas de almendro. El Antoni dijo al chico que le gustaría saber si había pensado lo que quería ser de mayor, que a lo mejor, como era estudioso y seguía bien los estudios, le gustaba hacer una carrera y que empezase a pensar la carrera que te gustaría hacer. Que se lo pensase con calma, que no le contestase en seguida, que tenía tiempo de sobra. El chico le oía con los ojos bajos y cuando el Antoni acabó de hablar, levantó la cabeza, me miró primero a mí y después al Antoni, y dijo que no tenía que pensar nada porque ya había escogido hacía tiempo. Dijo que no tenía ganas de hacer una carrera, que lo que estudiaba lo hacía para saber algunas cosas que hay que saber, porque es necesario estudiar y que estaba muy contento de hacerlo, porque se pulía, pero que él era práctico y que no se quería mover de casa y que todo lo que le pedía era que le dejase ser tendero como él porque, dijo, usted cada día se hará más mayor y necesitará que le ayuden. El Antoni había cogido una pizca de musgo y hacía una bolita. Y le dijo, tengo que advertirte una cosa: hacer de tendero es un trabajo para no morirse de hambre. Pero es un trabajo que luce poco.

Y además, dijo, y venga a amasar la bolita de musgo, que a lo mejor lo decía para ponerle contento a él y que daba la discusión por abierta y no por cerrada y que le dejaba pensárselo tanto como quisiera. No quería que el día de mañana se tuviera que arrepentir de haberse comprometido con unas palabras dichas para darle gusto. Y que él, el Antoni, ya se había dado cuenta de que él, mi hijo, era un chico con la cabeza lo bastante despejada para poder hacer lo que quisiera. El chico, cuando no hablaba, tenía los labios apretados todo el rato y dos largas arrugas entre ceja y ceja: de tozudo. Y dijo que sabía muy bien lo que decía y lo que hacía y por qué lo decía y por qué lo hacía. Y lo dijo por lo menos dos veces y al final estalló, él, que era tan obediente y tan calladito. Estalló y antes de estallar cogió una pizca de musgo, nervioso, e hizo bambolearse a todas las flores y ya eran dos los que hacían bolitas. Y dijo que si prefería ser tendero era porque quería ayudarle y continuar lo que él hacía y sacar adelante la tienda porque, a él, aquella tienda le gustaba. Dijo buenas noches muy de prisa y se marchó a su cuarto. Y cuando íbamos a dormir, pasillo adelante, uno detrás de otro, el Antoni iba diciendo sin parar, no me lo merezco… no me lo merezco… pero todavía dijo que creía que el chico hacía un disparate y que para él habría sido un orgullo verle médico o arquitecto y pensar que casi había salido de sus manos.

Siempre nos desnudábamos detrás del biombo para poder tener la habitación sin ropa tirada por las sillas toda la noche. Detrás del biombo estaba el taburete para descalzarse y un colgador. El Antoni salía con el pijama puesto y yo, antes o después que él, salía con el camisón puesto, abrochándome los botoncitos hasta el cuello y los botoncitos de cada puño. El Antoni me había contado al principio que la costumbre de desnudarse detrás del biombo le venía de su madre. La tela del biombo, plegadita de arriba a abajo, sostenida con varillas de latón para poderla quitar y lavar, era azul cielo y toda sembrada de margaritas blancas como si se las hubiesen tirado encima.

Las noches que tenía el sueño ligero, pero que dormía, me despertaba el primer carro que iba para la plaza y me levantaba a beber agua y cuando había bebido, escuchaba a ver cómo dormían los niños, y como no sabía qué hacer, pasaba por la japonesa y corría por la tienda. Metía la mano en los sacos de grano. En el de maíz más que en los otros, porque era el que quedaba más cerca del comedor. Metía la mano dentro y sacaba un puñado de granitos amarillos con el morrito blanco y alzaba el brazo y abría la mano y todos los granos caían como una lluvia y los volvía a coger y después me olía la mano y olía el olor de todo. Y con la claridad que venía de la luz que había dejado encendida en la cocina, veía relumbrar la delantera de cristal de los cajoncitos de las pastas de sopa, de las pequeñas: las estrellitas, los abecedarios, el mijo… Y relumbraban los tarros de cristal: el de las aceitunas blancas y el de las aceitunas negras muy arrugadas como si tuvieran cien años. Y las revolvía con el cucharón de madera que parecía un reino y en los bordes del agita se hacía espuma, Y salía olor de aceituna. Y distrayéndome así, a veces pensaba que después de todos aquellos años el Quimet estaba muerto y bien muerto, él, que había sido como el azogue, haciendo planos de muebles bajo el fleco color fresa de la lámpara del comedor… y pensaba que no sabía dónde había muerto ni si le habían enterrado, tan lejos… ni si todavía estaba debajo de la tierra y de la hierba seca del desierto de Dragón, con los huesos al aire; y que el viento los llenaba de polvo, menos a las costillas que era como una jaula vacía y abombada que había estado llena de pulmón color de rosa con agujeros hondos y bichitos. Y las costillas estaban todas fuera menos una que era yo y cuando me separé de la jaula cogí en seguida una florecita azul y la deshojé y las hojitas caían revoloteando por el aire como los granitos de maíz. Y todas las flores eran azules, de color de agua de río y de mar y de fuente, y todas las hojas de los árboles eran verdes como la serpiente que vivía muy quieta y con una manzana en la boca. Y cuando cogí la flor y la deshojé Adán me golpeó en la mano, ¡no enredes! Y la serpiente no podía reírse porque tenía que sostener la manzana y me seguía a escondidas… Y me volvía a la cama y Apagaba la luz de la cocina y el carro ya había pasado hacía rato y venían más carros y camiones, todos abajo, abajo, abajo… y a veces el rodar de tantas ruedas me quitaba los pensamientos y me volvía a dormir…

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—Hay un muchacho que quiere hablar contigo, dijo el Antoni en cuanto entró en la sala. La Rosa planchaba y yo estaba sentada en el sofá con funda. Añadió que el muchacho le había ido a decir una cosa pero que él le había dicho que se esperase un momento porque era a mí a quien me tenía que decir aquella cosa. Me pareció un poco raro. Dije a la Rosa que volvía en seguida. Muy bien, señora Natalia. Fui para el comedor con bastante curiosidad y el Antoni me dijo por el pasillo que el muchacho que me quería ver era el muchacho mejor plantado de todo el barrio. Llegué al comedor con las piernas como trabadas y en el comedor estaba el dueño del bar de la esquina, que era casi nuevo porque sólo hacía dos años que había comprado el bar. El dueño del bar, tenía razón el Antoni, era muy bien plantado y tenía el pelo negro como el ala del cuervo. Y muy simpático. En cuanto me vio me dijo que él estaba chapado a la antigua. Le dije que se sentara y nos sentamos. El Antoni nos dejó y el chico empezó a hablar. Dijo que tenía un vicio, el trabajo. Soy muy trabajador. Dijo que el bar-restaurante le permitía vivir y hacer economías, a pesar de que los tiempos no eran buenos, y que el año que viene compraría la tienda del jabonero que estaba junto al bar, que ya hacía tiempo que andaban en tratos, y que haría una ampliación del bar y de la sala de fiestas. Que con esa ampliación ganaría lo suficiente para poderse comprar, al cabo de tres o cuatro años, una casita en Cadaqués, cerca de donde vivían sus padres, porque si se casaba quería que su mujer pudiera pasar buenos veranos a la orilla del mar que, para él, era una de las cosas más bonitas del mundo.

—Soy hijo de unos padres muy unidos, en mi casa sólo he visto alegría y bienestar; y quiero, si me caso, que mi mujer pueda decir lo que dice mi madre de mi padre, que toda la vida le estoy oyendo decir: ¡qué suerte tuve, el día que di con él! Yo le oía sin abrir la boca, porque el muchacho parecía un molino disparado, y a ver dónde iba a parar. Y cuando se calló, se calló del todo. Y esperando esperando, pasó un rato hasta que al final de aquel gran silencio, le dije, usted dirá…

Ya estábamos. La Rita.

—Cada vez que la veo pasar es como si viera pasar una flor. Y vengo a pedirla…

Me levanté y saqué la cabeza por entre los canutillos y llamé al Antoni y cuando vino y le iba a poner al corriente me dijo que ya lo sabía y también se sentó. Yo dije que la Rita no me había dicho nada y que había que esperar a que mi hija me dijera algo. Y él dijo, llámeme Vicenç. Y añadió que la Rita no lo sabía. Le dije que lo primero que tenía que hacer era hablar con la Rita, pero que tenía que tener en cuenta que la Rita era todavía muy jovencita. Él dijo que no le importaba que fuese jovencita, que esperaría si ella quería esperar pero que él estaba dispuesto a casarse al día siguiente, y que no tenía que hablar con ella, que estaba chapado a la antigua y que no se atrevería, que le hablásemos nosotros y a ver lo que ella decía. Pidan informes míos, si les parece. Le dije que hablaría con la Rita, pero que mi hija tenía mal genio y que, a lo mejor, de aquella manera no iríamos a ningún lado. Dicho y hecho. Cuando la Rita volvió a casa le dije que el chico del bar había venido a pedirla para casarse. Me miró y en vez de decir algo se fue a su habitación a dejar los libros y después a la cocina a lavarse las manos y volvió y dijo: ¿usted se cree que tengo ganas de casarme y de enterrarme y de ser la señora del tabernero de la esquina?

Se sentó en el comedor, se echó el pelo hacia atrás de dos manotazos y me miró, y los ojos le reían y de repente se echó a reír que casi no podía decir ni una palabra y de tanto en tanto, cuando podía, decía: no ponga esa cara…

Y me contagió la risa y sin saber de lo que me reía, yo también me puse a reír y nos reíamos muy fuerte y vino el Antoni y apartó los canutillos con una mano y sin entrar en el comedor sacó la cabeza por entre los canutillos y dijo, ¿de qué os reís? Y de verle allí no nos podíamos aguantar la risa y al final la Rita le dijo, de la tontería del casamiento, y le dijo que no se quería casar, que quería ver mundo, y que no se quería casar y que no se quería casar y que ya le podíamos decir al dueño del bar que no y que no y que perdía el tiempo y que ella tenía otras cosas en la cabeza. Y preguntó, ¿y ha venido él mismo a pedirme? Y el Antoni le dijo que sí y la Rita empezó a reírse otra vez, ja, ja, ja, y al final le dije que ya era bastante, que no era como para reírse tanto el que un buen muchacho se quisiera casar con ella.

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Volvió el Vicenç, porque le llamó el Antoni, y yo le dije, la Rita es rebelde y va a lo suyo; que lo sentía mucho. Y él dijo, ¿ustedes me quieren? Le dijimos que sí y él dijo muy serio, la Rita será mía.

Empezaron a llover flores y una invitación para una cena en el bar. El Toni iba a favor de la Rita y decía que todo aquello no le gustaba nada, que la Rita tenía razón, que por qué se tenía que atar con el muchacho del bar si lo que ella quería era ver mundo, y que si el muchacho del bar tenía ganas de casarse, el país estaba lleno de chicas que le querrían a las primeras.

Una mañana estaba la Rita en la entrada de la galería y yo, que no se qué estaba haciendo por la sala, me quedé parada junto al balcón para mirarla, Estaba de cara al patio y de espaldas a mí y el sol hacía caer su sombra al suelo, y la cabeza, a contraluz, estaba llena de pelos muy cortos que revoloteaban y brillaban y hacían muy bonito: tenía el cuerpo delgado, y las piernas largas y redondas, y con la punta del pie iba haciendo una raya en el polvo del suelo, poco a poco, arrastrándolo.

El pie iba de un lado a otro haciendo rayas y de repente me di cuenta de que yo estaba encima de la sombra de la cabeza de la Rita; mejor dicho, la sombra de la cabeza de la Rita me subía un poco por encima de los pies, pero a pesar de todo lo que me pareció fue que la sombra de la Rita en el suelo era como una palanca, y que en cualquier momento yo podría subir por el aire porque pesaban más el sol y la Rita fuera que la sombra y yo dentro. Y sentí intensamente el paso del tiempo. No el tiempo de las nubes y del sol y de la lluvia ni del paso de las estrellas adorno de la noche, no el tiempo de las primaveras dentro del tiempo de las primaveras, no el tiempo de los otoños dentro del tiempo de los otoños, no el que pone las hojas a las ramas o el que las arranca, no el que riza y desriza y colora a las flores, sino el tiempo dentro de mí, el tiempo que no se ve y nos va amasando. El que rueda y rueda dentro del corazón y le hace rodar con él y nos va cambiando por dentro y por fuera y poco a poco nos va haciendo tal como seremos el último día. Y mientras la Rita hacía rayas en el polvo con la punta del pie, la volví a ver con los bracitos arriba corriendo alrededor del comedor detrás del Antoni y haciendo pinitos entre una nube de palomas… Y la Rita se volvió, un poco sorprendida de verme de pie a la entrada de la sala, y dijo que volvía en seguida y salió por la puertecita del patio. Volvió al cabo de media hora larga, con la cara encendida; y me dijo que venía de ver al Vicenç, y que se había peleado con él, porque ella le había dicho que lo primero que tiene que hacer un muchacho que se quiere casar con una muchacha es conquistarla y no ir a secretear con la familia, y que le había dicho que no se mandan flores a una chica sin antes saber si a ella le gustará recibirlas. Y le pregunté que qué le había dicho el Vicenç y se ve que él le dijo que estaba muy enamorado y que si no le quería cerraría el bar y se metería fraile.

Y fuimos a cenar al bar del Vicenç. La Rita llevaba un vestido azul cielo con lunares blancos bordados, y se pasó todo el rato enfurruñada y sin probar ni un plato. Decía que no tenía hambre. Y el Vicenç por fin, a los postres, cuando el camarero ya no iba y venía llevando y trayendo platos, dijo como si se lo dijese a sí mismo, hay personas que sirven para enamorar a una chica y yo no sirvo.

Y con esas palabras se la ganó. Y empezó el noviazgo. Un noviazgo como una guerra. De repente la Rita decía que se había acabado el noviazgo y que no se quería casar ni con Vicenç ni con nadie. Se cerraba en su habitación. Salía de ella para ir a clase y en cuanto había cogido el autobús, que tenía la parada casi enfrente del bar, venía el Vicenç.

—A veces creo que me quiere y al cabo de unos días creo que no. Le regalo una flor y se pone contenta y al cabo de unos días le regalo otra flor y no la quiere.

El Antoni entraba en el comedor, se sentaba y cogía su pellizquito de musgo. Consolaba al Vicenç diciéndole que la Rita era muy joven, una cría, y el Vicenç, le decía que ya se hacía cargo y que por eso tenía tanta paciencia pero que se consumía, porque con la Rita nunca se sabía lo que iba a ocurrir. A la hora en que la Rita estaba a punto de volver, el Vicenç salía escapado. A veces se unía a la tertulia el Toni, y cuando veía que el Vicenç sufría de verdad, se ponía triste. Poco a poco se fue inclinando a favor del Vicenç y empezó a pelearse con la Rita para defender al Vicenç Y cuando hayas corrido mundo, ¿qué?, le decía.

Cuando el Antoni y el chico hablaban de la tienda y de lo que tenían que comprar y del modo en que habían de llevar el negocio, a veces les dejaba solos o entraba y salía del comedor, arreglando las cosas, sin escucharles. Pero una noche oí la palabra soldado y me quedé parada junto a la cocina como si me hubiesen clavado en el suelo. Y el Antoni le decía que seguramente podría hacer el servicio en Barcelona, pero no sé que dijo de que tendría que hacer un año de más y el chico le dijo que prefería hacer un año de más y poder estar en Barcelona que no hacer un año de menos e ir a parar a Dios sabe dónde. Y dijo al Antoni que no le extrañase, que, cuando era pequeño, durante la guerra, como no teníamos que comer, había tenido que pasar una temporada fuera de casa y que le había quedado como una especie de delirio de estar en casa, de estar siempre en casa como una carcoma dentro de una madera; y que ese delirio ni se le había pasado ni se le pasaría nunca. Y el Antoni dijo, de acuerdo. Y entró en el comedor; y el Antoni, en cuanto me vio, me dijo que pronto veríamos al chico con uniforme.

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La Rita fijó el día de la boda delante de todos y dijo que decía que sí por no volver a ver al Vicenç con cara de alma en pena y ganándose a todo el barrio haciendo creer que era una víctima y haciéndola pasar a ella, sólo con aquella cara y sin decir ni una palabra, por una mala mujer. Y que con la fama que le ponía, si no se casaba con él tendría que quedarse para vestir santos, y que eso tampoco le gustaba, porque ella quería, ya que no podía hacer lo que se había propuesto de servir en un avión, poder entrar en un cine o en un teatro con un hombre de buen ver a su lado y, el Vicenç, eso lo reconocía, era de buen ver. Lo único que la molestaba, lo que la molestaba más de todo, era que Vicenç fuera del barrio y que tuviese el establecimiento tan cerca de casa. Le preguntamos por qué le molestaba eso y dijo que no lo sabría explicar muy bien, pero que le daba una especie de angustia, que casarse con uno que vivía tan cerca de casa era como casarse con alguien de la familia y que eso le quitaba mucha ilusión. Y del noviazgo para acostumbrarse el uno al otro, que fue un noviazgo muy largo, pasaron al noviazgo de preparación de la boda. Hicimos venir a una modista dos veces por semana, y convertimos en taller, la sala del sofá con funda. Mientras la modista y la Rita cosían, venía el Vicenç. La Rita, en cuanto le veía, se ponía nerviosa y decía que si no fuese del barrio no podría venir a husmear. Sabrá cómo es todo antes de tiempo… El Vicenç, se daba cuenta de lo que le ocurría a la Rita pero no se sabía privar de venir y entraba en la sala como si fuese a hacer un pecado, se estaba un rato quieto sin moverse y, cuando veía que todas trabajábamos, se marchaba, y al final fui yo la que se fue y dejé que hiciesen el ajuar la Rita y la modista porque a la Rita le parecía que yo no cosía lo bastante fino. Y para el parque, que también me cansaba ya. Empezaban a cansarme tantas señoras conocidas esperándome con cara de pena porque había tenido palomas. Y aquella comezón que yo tenía antes, de hablar de las palomas y de la torre, se me había ido pasando con los años.

Si alguna vez quería pensar en las palomas, prefería pensarlo sola. Y pensarlo como quisiera; porque a veces pensar en ello me ponía triste y otras veces no. Y según qué días, me daban unas ganas de reír pequeñitas porque me veía años atrás matando pichones dentro del huevo. Y si salía de casa con paraguas porque estaba nublado, si veía en el parque una pluma de pájaro, la pinchaba con la punta del paraguas y la enterraba muy hondo en el suelo. Y si me encontraba con alguna señora de las que me conocían y me decía, ¿no viene a sentarse?, le decía, no, no sé lo que me pasa pero sí me siento, toda la humedad de las hojas se me mete en la espalda y por la noche me da tos… Y las dejaba plantadas y me distraía mirando los árboles que vivían patas arriba, con todas las hojas que eran los pies. Los árboles que vivían con la cabeza metida en el suelo comiendo tierra con la boca y con los dientes que eran las raíces. Y la sangre les corría de modo distinto a como les corre por dentro a las personas: derecha de la cabeza a los pies por el tronco arriba. Y el viento y la lluvia y los pájaros hacían cosquillas en los pies de los árboles, tan verdes cuando nacían. Tan amarillos para morir.

Y volvía a casa un poco mareada como siempre, y en cuanto entraba en la sala ya encontraba las luces encendidas y la Rita refunfuñando y la modista con la cara mustia y el Vicenç, de pie o sentado o que ya no estaba. Y el Antoni siempre me preguntaba si había paseado mucho y a veces el Toni también miraba cómo cosían la Rita y la modista o bien lo encontraba chillando con la Rita porque tenía hambre cuando llegaba del cuartel y la Rita no le quería preparar de merendar porque decía que si perdía tiempo no tendría la ropa hecha a la hora de casarse y que quería tenerlo todo listo y no tener que dar ni una puntada nunca más y desde el momento en que se casase empezar a vivir sólo para divertirse. A veces les encontraba a todos merendando y discutiendo ni ellos sabían de qué. Y cuando llegaba iba a descalzarme en seguida y me sentaba en el sofá y, mientras charlaban, aún veía las hojas, las vivas y las muertas, las que salían de la rama como un gemido y las que se caían sin decir nada y bajaban dando vueltas como una pluma fina de paloma si cae de muy alto.

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Y llegó la boda. Toda la noche había llovido y a la hora de ir a la iglesia caía el agua a cántaros. La Rita se vistió de blanco porque yo quise que se vistiera de blanco, porque una buena boda es una boda con la novia vestida de blanco. Hicimos la boda y al mismo tiempo celebramos el aniversario de mi boda con el Antoni. La señora Enriqueta, que se estaba haciendo vieja muy aprisa, le regaló el cuadro de las langostas a la Rita, porque siempre lo mirabas cuando eras pequeña… El Antoni le dio mucho dinero para que no fuese una novia sin dote. El Vicenç, dijo que tanto le daba aunque lo agradecía, porque él se casaba con la Rita con dote o sin dote, y la Rita dijo que la dote le serviría para cuando se separase del Vicenç, La Rita, cuando se casó, tenía de todo. Hicimos la comida en el bar del Vicenç en la sala de fiestas, que ya estaba ampliada porque ya tenía la tienda del jabonero hacía tiempo, y por las paredes había guirnaldas de esparraguera con rosas blancas de papel porque las de verdad se habían acabado. Y ataron cintas en las luces, cada cinta terminada por una rosa. Y además había farolillos rojos que encendieron de día. Los camareros no se podían revolver de lo almidonada que llevaban la camisa. Los padres del Vicenç. Bajaron de Cadaqués, vestidos de negro y con los zapatos muy lustrados, y mis hijos y el Vicenç, y el Antoni, todos, se empeñaron en que yo me hiciese un vestido de seda de color de champaña. Y que me pusiese un collar largo de perlas de cultivo. El Vicenç muy pálido, porque ya había llegado aquel día después de tanto decir que no llegaría nunca, parecía como si le hubiesen matado y después le hubiesen hecho revivir a la fuerza. La Rita, de mal humor, porque cuando salían de la iglesia se le mojaron la cola y el velo. El Toni no pudo ir a la iglesia y fue a la comida vestido de soldado y bailó vestido de soldado. Y tuvimos que enchufar los ventiladores, y las rosas de papel temblaban con el viento artificial. Y la Rita bailó con el Antoni y el Antoni estaba blando como un melocotón podrido. Y los padres del Vicenç, que no me conocían, dijeron que estaban encantados de haberme conocido y yo les dije que también estaba encantada de haberles conocido a ellos y dijeron que el Vicenç, por carta, siempre les hablaba de la Rita y de la señora Natalia. Después de tres bailes la Rita se quitó el velo porque le estorbaba para bailar y bailó con todo el mundo y se reía cuando bailaba y echaba la cabeza atrás y se sujetaba la falda y los ojos le brillaban y tenía perlitas de sudor entre la nariz y el labio de arriba. Y cuando la Rita bailó con el Antoni, la señora Enriqueta, que llevaba unos pendientes con piedras de color lila, se me acercó y me dijo, si el Quimet la pudiese ver… Y venían a saludarme personas que apenas conocía y me decían, cómo está, señora Natalia… Y cuando bailé con el soldado, que era mi hijo, con la palma de la mano, con todo el trozo de piel rayada que va de la muñeca a los dedos, contra la palma de la mano de mi hijo, sentí como si se rompiese la columnita de la cama hecha de bolas unas encima de otras y le dejé la mano y le puse la mía en el cuello y apreté y él dijo, ¿qué haces?, y yo le dije, te ahogo. Y cuando acabé el baile con mi hijo, el collar de perlas se enganchó en un botón de su guerrera de soldado y todas las perlas rodaron, y todos a recogerlas, y los que las recogían me las iban dando, tenga, tenga, tenga, señora Natalia, y yo las metía en el portamonedas, tenga, tenga… El vals lo bailé con el Antoni y todos hicieron corro para vernos bailar porque el Antoni, antes de comenzar las vueltas, hizo que el Vicenç anunciase que celebrábamos el aniversario de nuestra boda. Y la Rita vino a darme un beso. Me dijo bajito, mientras el Vicenç, anunciaba el vals, que desde el primer día se había enamorado como una loca del Vicenç pero que no se lo quería demostrar y que el Vicenç, no sabría nunca que ella estaba enamorada de él. Y diciéndomelo, me hacía cosquillas con los labios y tuve un rato en la mejilla su aliento calentito. La fiesta se iba mustiando y llegó la hora de separarnos. El Toni nos dejó, los novios se fueron y, antes de irse, la Rita regaló flores. Con el calor que hacía allá dentro y afuera la tarde era fresca y de rosa y con un no sé qué de final de temporada. No llovía nada, pero toda la calle olía a lluvia. Volví a casa con el Antoni y entramos por la puertecita del patio. Me quité el vestido detrás del biombo y el Antoni dijo que me tendría que hacer pasar el collar con un hilo que no se rompiese y él también se cambió de ropa y se fue hacia la tienda a trajinar. Me senté en el sofá con funda, enfrente de la consola. En el espejo de la consola veía el final de mi cabeza, sólo unos cuantos pelos, y a los dos lados dormían, dentro de las campanas de cristal, aquellas florecitas Dios sabía desde cuantos años. El caracol estaba en el centro de la consola y era como si le oyese con aquel quejido del mar dentro… buuum… buuum… y pensé que a lo mejor cuando nadie lo escuchaba, adentro no había ruido y que aquello era una cosa que no se podría saber nunca: si dentro del caracol de mar había olas cuando a la entrada del agujero no había ninguna oreja. Saqué las perlas del portamonedas y las metí en una cajita y me quedé con una y después la eché dentro del caracol para que le hiciese compañía al mar. Fui a preguntarle al Antoni si querría cenar y dijo que sólo café con leche y gracias. Y para decirlo, como se lo había preguntado desde el pasillo, entró en el comedor y cuando lo dijo se volvió para la tienda por entre los canutillos y yo volví al sofá con funda hasta que se hizo oscuro y a oscuras me quedé, hasta que encendieron el farol de la calle y entró un poco de claridad mortecina y manchó las baldosas rojas como un fantasma de claridad. Cogí el caracol y lo moví con mucho cuidado hacia un lado y hacia otro, para poder oír correr la perla por dentro. Era rosa, con manchas blancas, con pinchitos, con la punta del final alisada, de nácar por dentro. Le volví a poner donde había estado siempre y pensé que el caracol era una iglesia y que la perla de dentro era mosén Joan y el buuum… buuum… un canto de ángeles que sólo sabían cantar aquella canción. Y volví al sofá y estuve sentada hasta que vino el Antoni y me preguntó que qué hacía a oscuras y yo le dije que no hacía nada. Y me preguntó si pensaba en la Rita y le dije que sí pero yo no pensaba en la Rita. Y se me sentó al lado y dijo que nos iríamos a dormir en seguida porque tenía el cuerpo molido porque no estaba acostumbrado a llevar chaleco y yo le dije que también estaba cansada y nos levantamos y fui a preparar el café con leche y dijo, sólo media taza…

49

Me despertó el Toni cuando volvió, y eso que cuando volvía por las noches siempre cruzaba el patio andando de puntillas. Empecé a pasar un dedo por una flor de ganchillo y de vez en cuando tiraba de una hoja. Un mueble crujió, a lo mejor la consola, a lo mejor el sofá, a lo mejor la cómoda… A oscuras volví a ver cómo giraba el bajo de la falda blanca de Rita sobre sus pies con zapatos de satén y hebillita de brillantes. Y así iba pasando la noche. Las rosas de la colcha tenían corazón en el medio y, una vez, uno de los corazones se gastó y de dentro saltó un botoncito muy pequeño de media bola… señora Natalia. Me levanté. El Toni había dejado el balcón entornado para no despertarnos… iba a cerrar el balcón. Y cuando ya estaba junto a él me volví para el dormitorio y me metí detrás del biombo y me vestí a palpas. Y sólo era la madrugada. A palpas fui a la cocina, como siempre, tocando las paredes, descalza. Me paré delante de la puerta de la habitación del chico y le oí respirar hondo y tranquilo. Y entré a la cocina a beber agua, por beberla. Abrí el cajón de la mesita de madera blanca con hule de cuadritos encima y saqué el cuchillo de pelar patatas que tenía la punta fina. El corte del cuchillo tenía dientes como una sierra… señora Natalia. El que había inventado el cuchillo lo había hecho muy bien, debía de haber pensado mucho debajo de una lámpara sobre una mesa después de comer porque antes los cuchillos eran diferentes y tenía que venir el afilador y a lo mejor los afiladores por culpa del que había inventado el cuchillo sierra quemándose las cejas habían tenido que cambiar de oficio. A lo mejor ahora hacían otra cosa los pobres afiladores y a lo mejor habían salido ganando y tenían moto e iban por las carreteras como un rayo con su mujer asustada detrás. Arriba y abajo por las carreteras. Porque todo era así: carreteras y calles y pasillos y casas para meterse dentro como una carcoma dentro de la madera. Paredes y paredes. Una vez me dijo Quimet que la carcoma era una desgracia y yo le dije que no comprendía cómo se las arreglaban para respirar, siempre agujereando, agujereando y que cuanto más agujereaban menos debían de poder respirar y él me dijo que ya estaban acostumbrados a vivir de ese modo, siempre de narices en la madera y buenos trabajadores por gusto. Y pensé que los afiladores a lo mejor todavía podían vivir del oficio porque no todos los cuchillos eran cuchillos de cocina y de colonias y de hospicios, que la administración sólo piensa en economizar, sino que todavía quedaban cuchillos con hojas buenas para pasarlas por la piedra. Y mientras pensaba eso nacieron los olores y los hedores. Todos. Persiguiéndose, haciéndose sitio y escapándose y volviendo: olor de terrado con palomas y el olor de terrado sin palomas y el hedor a lejía que cuando estuve casada supe qué clase de olor era. Y el olor de sangre que ya era como un anuncio de olor de muerte. Y el olor de azufre de los cohetes y de los buscapiés aquella noche en la Plaza del Diamante y el olor de papel de las flores de papel y el olor de seco de la esparraguera que se desmigaba y hacía en el suelo un cuerpo de cositas pequeñas que eran el verde que se había escapado de la rama. Y el olor muy fuerte del mar. Y me pasé la mano por los ojos. Y me preguntaba por qué a los hedores les llamaban hedores y a los olores olores y por qué no podían llamar hedores a los olores y olores a los hedores y llegó el olor que tenía el Antoni cuando estaba despierto y el olor que tenía el Antoni cuando estaba dormido. Y le dije al Quimet que a lo mejor las carcomas, en vez de trabajar de fuera a dentro, trabajan de dentro a fuera y sacaban la cabeza por el agujerito redondo y pensaban en las diabluras que estaban haciendo. Y el olor de los niños cuando eran pequeños, de leche y de saliva, de leche todavía buena y de leche que se había agriado. Y la señora Enriqueta me había dicho que teníamos muchas vidas, entrelazadas unas con otras, pero que una muerte o una boda, a veces, no siempre, las separaba, y la vida de verdad, libre de todos los lazos de vida pequeña que la habían atado, podía vivir como habría tenido que vivir siempre si las vidas pequeñas y malas la hubieran dejado sola. Y decía, las vidas entrelazadas se pelean y nos martirizan y nosotros no sabemos nada como no sabemos del trabajo del corazón ni del desasosiego de los intestinos… Y el olor de las sábanas llenas de mi cuerpo y del cuerpo del Antoni, aquel olor de sábana cansada que va chupando el olor de la persona, olor del pelo en la almohada, olor de todas las brocitas que hacen los pies en la punta de la cama, el olor de la ropa usada que se deja por las noches encima de una silla… Y el olor del grano, y el de las patatas y el de la bombona de aguafuerte… El cuchillo tenía el mango de madera atravesado por tres clavitos con la cabeza aplastada para que nunca se pudiera separar de la hoja. Llevaba los zapatos en la mano y cuando hube salido al patio ajusté el balcón movida por una fuerza que me arrastraba, que no me venía ni de dentro ni de fuera, y apoyada en una columna para no caerme me puse los zapatos. Me pareció que oía el primer carro, lejos, todavía medio perdido no sé dónde, en medio de la noche que se acababa… Al albaricoquero se le movieron unas cuantas hojas llenas de luz de farol y unas alas de pájaro escaparon. Una ramita tembló. El cielo era azul oscuro, y sobre ese cielo, azul de tan alto, se recortaban los tejados de las dos casas de pisos del otro lado de la calle con las galerías encaradas. Me parecía que todo lo que hacía ya lo había hecho, sin que pudiese saber dónde ni cuándo, como si todo estuviese plantado y arraigado en un tiempo sin memoria… Y me toqué la cara y era mi cara con mi piel y con mi nariz y con la forma de mi mejilla, pero aunque era yo veía las cosas nubladas, pero no muertas: como si les hubiesen caído encima nubes y nubes de polvo… Volví hacia la izquierda, hacia la calle Mayor, antes de llegar al mercado y más debajo de la casa de las muñecas. Y cuando llegué a la calle Mayor anduve por la acera de baldosa en baldosa, hasta llegar a la piedra larga del bordillo, y allí me quedé tiesa como un palo por fuera, con todo un chorro de cosas que me subían del corazón a la cabeza. Pasó un tranvía, debía de ser el primero que había salido de las cocheras, un tranvía como siempre, como todos, descolorido y viejo… y aquel tranvía a lo mejor me había visto correr con el Quimet detrás, cuando salimos como ratas locas viniendo de la Plaza del Diamante. Y se me puso un nudo en la garganta, como un garbanzo clavado en la campanilla. Me vino el marco y cerré los ojos y el viento que hizo el tranvía me ayudó a seguir adelante como si me escapase de la vida. Y al primer paso que di todavía vi el tranvía dejándose ir y levantando chispas rojas y amarillas entre las ruedas y los raíles. Era como si fuese por encima del vacío, con los ojos sin ver, pensando a cada momento que me hundiría, y crucé la calle agarrando fuerte el cuchillo y sin ver las luces azules… Y al otro lado me volví y miré con los ojos y con el alma y me parecía que aquello no podía ser verdad. Había cruzado. Y me puse a andar por mi vida antigua hasta que llegué enfrente de la pared de casa, debajo del mirador… La puerta estaba cerrada. Miré hacia arriba y vi al Quimet que, en medio de un campo, cerca del mar, cuando yo estaba embarazada del Antoni, me daba una florecita azul y después se reía de mí. Quería subir arriba hasta mi piso, hasta mi terrado, hasta las balanzas y tocarlas al pasar… Había entrado hacía muchos años por aquella puerta casada con el Quimet y había salido por ella para casarme con el Antoni y con los niños detrás. La calle era fea y la casa era fea y el empedrado sólo era bueno para los carros y los caballos. El farol estaba lejos y la puerta estaba oscura. Busqué el agujero que el Quimet había hecho en la puerta, encima de la cerradura, y lo encontré en seguida: tapado con corcho justo encima de la cerradura. Y empecé a sacar migas de corcho con la punta del cuchillo. Y el corcho saltaba desmigado. Y saqué todo el corcho y entonces me di cuenta de que no podría entrar. Con los dedos no podía coger la cuerda y sacarla afuera y tirar y abrir la puerta. Tendría que haber llevado un alambre para hacer de gancho. Y cuando iba a dar dos puñetazos en la puerta pensé que haría demasiado ruido y golpeé la pared y me hice mucho daño. Y me volví de espaldas a la puerta y descansé y tenía mucha madrugada dentro. Y me volví a girar de cara a la puerta y con la punta del cuchillo y con letras de periódico escribí Colometa, bien hondo y, como sin saber lo que hacía me puse a andar y eran las paredes quienes me llevaban y no mis pasos, y me metí en la Plaza del Diamante: una caja vacía hecha de casas viejas y el cielo por tapadera. Y en medio de aquella tapadera vi volar unas sombras pequeñas y todas las casas empezaron a columpiarse como si todo lo hubieran metido dentro de agua y alguien hiciese mover el agua despacito y las paredes de las casas se estiraron hacia arriba y se empezaron a echar las unas contra las otras y el agujero de la tapadera se iba estrechando y empezaba a formar un embudo. Y sentí una compañía en la mano y era la mano del Mateu y se le posó en el hombro una paloma corbata de satén y yo no había visto nunca ninguna, pero tenía plumas de tornasol y sentí un viento de tormenta que se arremolinaba dentro del embudo que ya estaba casi cerrado y con los brazos delante de la cara para salvarme de no sabía qué, di un grito de infierno. Un grito que debía hacer muchos años que llevaba dentro y con aquel grito, tan ancho que le costó mucho pasar por la garganta, me salió de la boca una pizca de cosa de nada, como un escarabajo de saliva… y aquella pizca de cosa de nada que había vivido tanto tiempo encerrada dentro, era mi juventud que se escapaba con un grito que no sabía bien lo que era… ¿abandono? Me tocaron en el brazo y me volví sin asustarme y un hombre viejo me preguntaba si estaba enferma y oí que abrían un balcón. ¿No se encuentra bien? Y se acercaba una vieja y el viejo y la vieja se quedaron plantados delante de mí y en el balcón una sombra blanca. Ya se me ha pasado, dije. Y venía más gente: venían poco a poco, como la luz del día, y dije que ya estaba bien, que todo había terminado, que eran los nervios, nada, nada peligroso… Y empecé a andar otra vez, a deshacer el camino. El viejo y la vieja, me volví a mirarles, se habían quedado plantados y me seguían con los ojos y con el poco de luz que había nacido parecían de mentira… Gracias. Gracias. Gracias. El Antoni se había pasado años diciendo gracias y yo nunca le había dado las gracias por nada. Gracias… Sobre la piedra del bordillo de la acera de la calle Mayor, miré arriba y abajo a ver si venían tranvías y crucé corriendo y cuando llegué al lado bueno todavía me volví otra vez para ver si me seguía aquella pizca de cosa de nada que me había hecho volverme tan loca. Y andaba sola. Las casas y las cosas ya tenían los colores puestos. Por las calles que iban a la plaza del mercado, bajaban y subían carros y camiones, y los hombres del matadero, con la bata manchada de sangre y media ternera a la espalda, entraban en el mercado. Las floristas ponían ramos en los cucuruchos de hierro llenos de agua que hacían los ramos de flores. Los crisantemos despedían un hedor amargo. La colmena vivía. Y entré en mi calle, la del carro de la madrugada. Y al pasar miraba las entradas anchas donde un vendedor vendía los melocotones y las peras y las ciruelas hacía años, con balanzas antiguas, con pesas doradas y con pesas de hierro. Con balanzas que el vendedor sostenía pasando un dedo por el gancho de arriba. Y en el suelo había paja y copos de viruta y papeles finos estrujados y sucios. No, gracias. Y los chillidos de los últimos pájaros arriba en el cielo; de los que huyen temblando en el azul que tiembla. Me paré junto a la verja, las galerías estaban allí arriba, unas junto a otras como los nichos de un cementerio extraño, con persianas que se estiraban con cuerda, todas verdes, con persianas enroscadas arriba o desenroscadas abajo. Había ropa tendida en los alambres y, de vez en cuando, una mancha de color que era una flor de geranio en un tiesto. Entré en el patio cuando un hilo de sol miserable de tan enclenque manchaba las hojitas del albaricoquero. Y con la nariz pegada a los cristales del balcón estaba el Antoni, que me esperaba. Y yo, expresamente, andaba muy poco a poco, ahora un pie, ahora el otro, iba entrando… los pies me llevaban y eran pies que habían andado mucho y que cuando estuviese muerta a lo mejor la Rita me los enganchaba con un imperdible para que estuvieran bien juntos. Y el Antoni abrió el balcón y con una voz que le temblaba preguntó, ¿qué te pasa?, y dijo que ya hacía mucho rato que estaba angustiado porque se había despertado de repente como si le hubiesen avisado de una desgracia y no me había encontrado ni a su lado ni en ninguna parte. Y le dije, se te enfriarán los pies… y que me había despertado cuando todavía era de noche y que no me había podido volver a dormir y que había necesitado respirar aire porque tenía no sé qué que me ahogaba… Sin decir nada se volvió a meter en la cama. Todavía podemos dormir, le dije, y le veía de espaldas con el pelo del cogote un poco demasiado largo, con las orejas tristes y blancas, que siempre las tenía blancas si hacía frío… Dejé el cuchillo encima de la consola y empecé a desnudarme. Antes cerré los postigos y por la rendijita entraba la claridad del sol y fui hasta la cama y me senté y me descalcé. El somier crujió un poco, porque era viejo y ya hacía tiempo que teníamos que cambiarle los muelles. Tiré de las medias como si tirase de una piel muy larga, me puse los escarpines y entonces me di cuenta de que estaba helada. Me puse el camisón descolorido de tanto lavarlo. De uno en uno me abroché los botones hasta el cuello, y también me abroché los botoncitos de las mangas. Haciendo que el camisón me llegase hasta los pies, me metí en la cama y me arrebujé. Y dije, hace buen día. La cama estaba caliente como la panza de un gorrión, pero el Antoni temblaba. Le sentía castañetear los dientes, los de arriba contra los de abajo o al revés. Estaba vuelto de espaldas y le pasé un brazo por debajo de su brazo y le abracé por el pecho. Todavía tenía frío. Enrosqué las piernas con sus piernas y los pies con sus pies y bajé la mano y le desaté la atadura de la cintura para que pudiese respirar bien. Le pegué la cara a la espalda y era como si sintiese vivir todo lo que tenía dentro, que también era él: el corazón lo primero de todo y los pulmones y el hígado, todo bañado con jugo y sangre. Y le empecé a pasar la mano poco a poco por el vientre porque era mi pobrecito inválido y con la cara contra su espalda pensé que no quería que se me muriera nunca y le quería decir lo que pensaba, que pensaba más de lo que digo, y cosas que no se pueden decir y no dije nada y los pies se me iban calentando y nos dormimos así y antes de dormirme, mientras le pasaba la mano por el vientre, me encontré con el ombligo y le metí el dedo dentro para taparlo, para que no se me vaciase todo él por allí… Todos, cuando nacemos, somos como peras… para que no se escurriese todo él como una media. Para que ninguna bruja mala me lo sorbiese por el ombligo y me dejase sin el Antoni… Y nos dormimos así, poco a poco, como dos ángeles de Dios, él hasta las ocho y yo hasta las doce bien dadas… Y cuando me desperté de un sueño de tronco, con la boca seca y amarga, toda yo salida de la noche de cada noche, que aquella mañana era un mediodía, me levanté y me empecé a vestir como siempre un poco sin darme cuenta, con el alma guardada todavía dentro la cáscara del sueño. Y cuando me puse de pie me sujeté las sienes con las manos y sabía que había hecho algo diferente pero me costaba pensar en lo que había hecho y si lo que había hecho, que no sabía si lo había hecho, lo había hecho algo despierta o muy dormida, hasta que me lavé la cara y el agua me despabiló… y me puso color en las mejillas y luz en los ojos… No hacía falta almorzar porque era muy tarde. Sólo beber un poco de agua para quitarme el fuego de la boca… El agua estaba fría y eso me hizo recordar que el día antes, por la mañana, a la hora de la boda, había llovido mucho y pensé que por la tarde, cuando fuese al parque como siempre, a lo mejor todavía encontraba charcos de agua en los senderitos… y dentro de cada charco, por pequeño que fuese, estaría el cielo… el cielo que a veces rompía un pájaro… un pájaro que tenía sed y rompía sin saberlo el cielo del agua con el pico… o unos cuantos pájaros chillones que bajaban de las hojas como relámpagos, se metían en el charco, se bañaban en él con las plumas erizadas y mezclaban el cielo con fango y con picos y con alas. Contentos…


Ginebra, febrero-septiembre 1960.

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