Fernando Morote

José Sabogal
(1888-1956)
Debido a mi espíritu inquieto, me escapé de casa a los 9 años. Quería abandonar las serranías de Cajamarca para llegar a la costa y conocer el mar. Mis padres no me dejaban desplegar mis habilidades, se negaban a comprarme los utensilios necesarios, entonces le arranqué los bigotes al gato y los convertí en una brocha. Desde muy temprano el terruño me quedó chico. Cuando crecí, viajé a Trujillo e ingresé como peón en una hacienda azucarera. Con el dinero reunido partí a recorrer el mundo.
Mariátegui, con su enorme generosidad, sentenció que era yo el primer pintor peruano, naturalmente no porque haya sido el predecesor empuñando el pincel frente al caballete, sino porque tomé la decisión, antes que otros, de mirar hacia el interior del país, en lugar de enaltecer las manifestaciones extranjeras. Pronto asumí la misión personal de arriesgarme a mostrar el carácter autóctono de mis compatriotas.
Soy considerado líder del movimiento indigenista en la plástica local. Esa afirmación demuestra el grado de inconsciencia que gira alrededor de mi obra. Muchos se contentan con arañar la superficie, sin excavar en las profundidades. Es cierto que conformé un grupo con mis discípulos predilectos, a fin de rescatar y construir la identidad nacional, sin embargo la tarea no sólo implicaba pintar indios; la verdadera intención era romper la mentalidad colonialista y establecer una cultura basada en nuestros auténticos valores.
A mi regreso de Europa, la efervescencia intelectual que encontré en el Cuzco resultó sumamente inspiradora para mí. Me impresionó, además, el paisaje rural y urbano, igual que la soledad y prestancia de sus pobladores. En mis lienzos reproduje sus gestos rudos y la tosquedad de sus rasgos, lo que causó una severa conmoción en la capital. La potencia de mis imágenes abofeteó a los ciudadanos provenientes de la supuesta civilización con una realidad que ignoraban o preferían maquillar. Varios de esos retratos son cuchillos bañados en sangre.
También he plasmado la sensualidad de la mujer criolla y el sufrimiento del mestizo. Me envolvía el cromatismo de cada zona que visitaba: el océano y el desierto, la selva y sus ríos. Dispongo asimismo de una sabrosa colección de fogosos desnudos y un sinnúmero de sugestivos bodegones. He trabajado en óleo y acuarela. Acumulé un amplio bagaje de grabados en madera. Los colores pastosos que empleo suelen ser intensos, aunque no violentos. Mi propósito es que sean amables a la vista, suaves, pero altamente expresivos. En mis temas están presentes la fiesta y el dolor, la historia y la actualidad. Mi pintura, con el paso del tiempo, mutó de lo descriptivo y objetivo a lo simbólico y alegórico.
Si observan con atención podrán apreciar en todos los que vienen después de mí que son una continuación de mi estela original. Es fácil hallar reminiscencias de mis cuadros, por ejemplo, en las alargadas figuras femeninas de Humareda y en los trapecios eléctricos de Cajahuaringa.
En México, donde compartí momentos e intercambié ideas con Rivera, Siqueiros y Orozco, recogí y acogí la influencia de los muralistas. En Lima colaboré con mi amigo José Carlos, ilustrando las portadas de su revista Amauta, la cual tuve el privilegio de bautizar, rememorando la sabiduría de los ancestrales guías del Tahuantinsuyo. Me desempeñé en el cargo de profesor, y luego director, de la Escuela de Bellas Artes, recién fundada.
Un puñado de ilusos críticos señalaron obvias deficiencias en mis dibujos. La función de estos comentaristas nunca debe enfocarse en atacar ni derribar sino interpretar o traducir lo que el esfuerzo creativo ofrece al público, apoyándose en el pretencioso convencimiento de que saben distinguir las secretas motivaciones del quehacer artístico. Entiendo que su capacidad no les alcanza para aceptar que el genio sobresale, precisamente, por la imperfección de sus ejecuciones, descollando más bien a través de la fuerza de su temperamento.
En una ocasión, el que parecía mejor preparado levantó la voz y declaró: “El Perú puede ser subdesarrollado en cualquier aspecto de la vida colectiva, menos en uno: el arte”. Es la única vez que escuché a uno de los miembros de esa ilustre profesión decir algo sensato, incluso acertado.
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