La anunciación

Mariano Margarit

La última cena de Jesús (1911)-André Derain

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María acostumbraba cantar durante su caminata al pozo de agua, perdido bajo el sol, en uno de los tantos pueblos humildes de las afueras de Galilea. Le agradaba arrastrar sus sandalias de cuero, levantando algo de polvo con su pie derecho, simulando un baile inocente. Durante su infancia, aunque el pozo se hallaba lejano a su casa, había aceptado esta tarea con un obediente fastidio. En su adolescencia, ya era parte de un anhelado ritual.

María no aceptaba otra compañía en aquel trayecto que el de una curiosa canción, siempre la misma, de una monotonía agradable. Se la había enseñado su abuela, quien tres años atrás se había desvanecido en la puerta del templo, bajo un sol implacable. La anciana le había inventado que aquella melodía había sido entonada por sus ancestros, durante el Éxodo. La joven intuyó desde un comienzo la mentira, pero jamás se lo hizo notar. Ambas vivían esa certeza de lo falso sin complejo alguno, con una complicidad infantil. María no podía recordar la primera vez que la escuchó y, por ello, como la lengua, jamás pudo olvidarla. Allí comprendió que las canciones eternas carecen de nacimiento.

La muchacha se desinteresaba por completo de los dramas del Imperio y la suerte de su pueblo. Los asuntos humanos no turbaban su sueño. Ella se bastaba en su profunda fe. No pocas veces su novio le recriminaba su ignorancia sobre cuestiones terrenales, pero ella siempre supo excusarse con una calma pastoril. Ni siquiera habría de responderle cuando el joven jaqueara su fe, durante un viaje a Egipto, meses más tarde, inculpándola.

–Nada puede salir bien si hacemos el camino inverso que realizó nuestro pueblo.

Para entonces, a María solo le importaba el hijo que llevaba en su vientre.

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María dejó caer sus tinajas repletas y el suelo se devoró el agua con una sed despiadada. Volvía del pozo con el mismo canto en su voz, aunque esta vez levantaba polvo con su pie izquierdo. Delante de ella, envuelto en una luz encandilante, se le presentó un Ángel de Dios:

–No temas, María, porque Dios te ha elegido.

María temió.

Su honda fe había logrado extirparle el miedo ante los azares del mundo. No habían aturdido su aliento, anclado en la confianza divina, ni las sequías, ni las guerras, ni el rumor de la peste. Cantó en paz junto a su abuela agonizante, sin borrar su sonrisa tranquila, sabiéndola en manos de su Dios, como se sabía a ella en cada paso, en cada canción y en cada polvareda. Pero la valentía de su fe se probó ante la evidencia de lo divino. Soltó sus tinajas que estallaron en el suelo y contuvo el aliento.

–¡Alégrate! El Señor está contigo –insistió el Ángel.

María no se alegró. Permaneció quieta. Y muda. El Ángel posó su mano luminosa sobre su frente y le devolvió el aire. María observó los ojos del mensajero de Dios y sintió la paz del milagro. El mundo a sus costados se paralizó, literalmente. Le costó confiar en sus sentidos, pero entendió que estaba en una pausa divina, que no es otra cosa que el presente eterno de Dios. Las personas, los árboles, las nubes, todo estaba inmóvil. Hasta el polvo suspendía en el aire, inerte. Durante años recordaría esta mágica escena y se preguntaría por qué la tierra se permitió la licencia de tragarse el agua.

El Ángel le sonrío de un modo tan celeste que María se sintió plena. No atinó a preguntar nada. Solo arqueó sus cejas, dispuesta a escuchar. El Ángel le anunció:

–María, Dios te ha elegido. Tu vientre llevará un niño.
–¿Cómo puede ser, si aún no tengo relaciones con ningún hombre? –preguntó pudorosamente.

El Ángel, cómplice, de un modo casi humano, respondió:

–Dios te llama a su servicio. Llevarás un hijo suyo, tan hombre como cada hijo de Dios. Lo criarás con el amor de toda madre y lo alimentarás de tu pecho. Lo protegerás del frío aunque hacerlo te prive tus mantas, y reirás ante la torpeza de sus primeros pasos. Ninguno de sus llantos te será indiferente y regarás tus ojos ante su primera palabra. Le ensañarás las letras y los números. Quitarás cada astilla de su mano con el mismo amor con que peinarás sus cabellos. Sin importar su edad, siempre esperarás tras la ventana, cada tarde, cuando salga de tu hogar, esperando su regreso. Sin embargo, ambos sufrirán a causa del pecado. Tu hijo padecerá la ignominia, recibirá el odio del mundo y penderá de un madero en una muerte humillante. Y tú estarás a sus pies. Bajarás su cuerpo frío de muerte, cerrarás sus ojos y llorarás un llanto mudo.

María permaneció en silencio. Su corazón se debatió entre la fidelidad a Dios y un amor aún incomprendido. El mal, que siempre es testigo, inundó su mente de dudas que jamás formaron palabras en su boca. El Ángel, piadoso, la tomó de los hombros con profundo amor y hundió su mirada en ella. Lentamente, el Ángel abrió sus pupilas, que desplegaron una profunda y cálida oscuridad. María descubrió allí una infinita parte del infinito universo. Comprendió todas las consecuencias implacables de su libre albedrío. Precipitada en un vacío eterno, vio con sus ojos, en los ojos del Ángel, el Ojo de Dios. Por un instante perpetuo compartió con el Padre la conciencia absoluta de los infinitos azares que traman el Mundo. Vio la pluma de Dios en movimiento, atestiguando al hombre en libertad, conociendo cada una de sus gestas. Fue testigo, en los ojos de Dios, de cada paso de su hijo, de su pueblo y de todos los hombres. Observó las mejillas bañadas en sangre, dolió en su carne la corona de espinas y se abrazó a una Cruz todavía ajena a su signo.

Se entregó una vez más a la paz de lo inevitable. Con la certeza de los locos afirmó:

–Yo soy una servidora más del Señor. Que se cumpla en mí la voluntad del Padre.

El polvo cayó al suelo.

María permaneció de pie, en silencio. El Ángel concluyó su anuncio:

–Concebirás y darás luz a un hijo varón y le pondrás por nombre Judas. Entregará a la Cruz al Hijo del Hombre, al Mesías, y su nombre será sinónimo de traición por los siglos de los siglos. Morirá colgado de un madero, en la soledad de su pecado.

Con su garganta anudada en un dolor futuro, María preguntó si la falta de su hijo sería perdonada. El Ángel se excusó, sabiéndose sin autoridad sobre el pecado, sin embargo, en un intento fútil de consuelo, le advirtió que la misericordia del Hijo no tendría semejanza.

Un chispazo de aire la volvió al mundo, que volvió indiferente a su ritmo cotidiano, ya sin ángeles, ya sin agua, ya sin esperanzas.

En una profunda desolación, se arrodilló a juntar los pedazos de sus tinajas, en un suelo ya seco y cuarteado por el calor del desierto.

Al mes contrajo matrimonio con su novio. En los primeros meses concibieron al niño. María insistió en mudar su hogar a Judea: no quería que su hijo naciera en el mismo suelo que el Galileo. Lo crio con el mismo amor de toda madre devota. Le enseñó la bondad, la justicia y el temor de Dios. Besó cada noche su mejilla, rogando al Señor un destino equívoco. Una tarde de abril, siendo ya adulto, cuando ya surcaba el mundo junto al Maestro y otros once, Judas entró en su casa. Al verlo cruzar la puerta, María notó la oscuridad de su mirada, la agitación de su pecho. Esperó el momento adecuado, después de la cena. Se acercó a su lado y lo besó en su mejilla por última vez.

–¿Con un beso entregas a tu hijo a su destino? –susurró Judas, intuyendo su propia traición.
–Te he entregado cada día en cada beso –lloró amargamente María.

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A los dos días, en una soledad subterránea, María bajó a su hijo del árbol. Desató su soga del cuello y lo sepultó en un sitio sin nombre, alejado de toda mirada.

Esa misma tarde, ajena al tumulto, bajo el mismo silencio y con el polvo suspendido en el aire, vio al Nazareno morir en una cruz. A sus pies, otra María lloraba su mismo dolor.

Miró al cielo y con las palmas abiertas ofrendó a Dios su última posesión: su nombre. Le rogó al Señor que si el nombre de su hijo estaba destinado a la traición, el suyo pasara al olvido, para que la Historia no duplicara dolores. El Padre, que es todo misericordia, lo concedió.

María enviudó a los cincuenta y nueve años y alcanzó en soledad y silencio los setenta y siete. Cayó en la arena una tarde calurosa, durante su cotidiana caminata al pozo de agua.

Aunque alguna vez levantó entre ilusiones algo de polvo con su sandalia, jamás volvió a entonar su canción.

Mariano Margarit. Nacido en Haedo, Buenos Aires, en 1980. Es compositor, escritor y amante del latín. Con una extensa carrera musical, ha transitado por la radio y el teatro, ha sido nominado a los Premios Hugo a la Comedia Musical 2019 por sus arreglos para la obra «De eso no se canta». También ha compuesto la obertura para esos mismos premios en la edición de 2017. Es autor del texto y la música de la obra de teatro «No soy de aquí, ni soy de allá», sobre la vida de Facundo Cabral, con arreglos para orquesta sinfónica. Tiene escritos numerosos cuentos de estilos que van desde el fantástico hasta el realismo puro. Con varias novelas en su haber, acaba de lanzar su primera novela fantástica juvenil, «Susie Page y las Herederas», que ha cosechado excelentes críticas por parte de escritores, lectores especializados en el género y booktubers.

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