Fin

Lucas Berruezo

 

 

 

 

 

Creímos, por un momento, que la lucha era contra un virus. Estábamos equivocados. No tuvo que pasar mucho tiempo para que nos diéramos cuenta de eso. La lucha, siempre, es contra nosotros mismos.

Todo empezó con las «licencias» o, como solía llamarlas la mayoría de la gente, «pequeñas licencias». Hombres y mujeres que ya no soportaban a sus familias y decidieron juntarse con amigos; hijos que no aguantaban no ver a sus padres y empezaron a hacer breves visitas; padres divorciados (como yo, aunque aclaro que sólo rompí la cuarentena por trabajo, al menos mientras el mundo seguía en pie) que querían ver a sus hijos con desesperación; abuelos que no toleraban seguir viviendo sin ver una vez más, tal vez una última vez, a sus nietos; y una larga lista de etcéteras. De a poco, y tras la ola de suicidios que tuvo a los balcones como escenario privilegiado, la cuarentena se fue perdiendo de vista hasta transformarse en una expresión, en una idea teórica de lo que había que hacer, pero que casi nadie hacía. Algo así como cruzar caminando una calle por la senda peatonal. Esto, al menos, en mi país. En otros países fue peor. Algunos gobiernos decidieron flexibilizar el aislamiento antes de que se descubriera una cura o una vacuna para este virus. Yo me pregunto, ¿se puede ser tan idiota?

Por lo que se ve, sí, se puede.

Cuando la cosa se fue de control, cuando las calles estaban ya llenas de gente, decidí salir para ir a reunirme con mis hijos. No por extrañarlos (que de hecho los extrañaba un montón), no para verlos (hablábamos a diario por videollamada), sino para protegerlos de lo que estaba pasando afuera. No soportaba la idea de que, mientras yo permanecía en mi departamento, ellos estaban solos con su mamá en el suyo.

Su mamá… Con Diana nos separamos en el 2017. Por suerte, el nuestro no fue un divorcio conflictivo. Simplemente aceptamos que vivir en distintas casas era mejor (para nosotros y para los chicos) que vivir bajo el mismo techo. Desde entonces, compartimos la tenencia y si ella se quedó con Diego, que ahora tiene diez años, y con Mariano, que tiene cinco, fue porque yo tuve que seguir trabajando.

Llegar a lo de Diana no fue fácil. Las calles son tierra de nadie. De no ser quien soy, de no trabajar de lo que trabajo, puede que no hubiese llegado nunca.

Mi nombre es Gonzalo González (sí, ya sé, en la escuela fui centro de muchas bromas) y soy oficial de la policía. O al menos lo era.

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Después de las primeras «licencias» y flexibilizaciones, los contagios aumentaron. Con ellos, las muertes escaparon a toda previsión. Recién entonces se descubrió, si es que los especialistas no lo sabían ya, que las personas no generaban inmunidad después del primer contagio y que las recaídas eran fulminantes: si en el primer contacto con el virus las víctimas fatales eran hombres y mujeres (aunque principalmente hombres) mayores de sesenta años, en las recaídas no había discriminación. Los muertos aparecían por todas partes. Los edificios apestaban (todavía apestan), las calles dejaron de estar desiertas para pasar a ser cementerios urbanos. Bueno, decir cementerio es ser generoso. En los cementerios los muertos están enterrados o en nichos, en las ciudades permanecen a la vista de todos, descomponiéndose y entregándose a las bocas de los perros y a los picos de los pájaros. Si alguna vez alguien imaginó el escenario del fin del mundo, seguro imaginó algo como esto.

Aquellas personas que la estaban pasando mal, económicamente hablando (con sueldos reducidos, echados de sus trabajos o sin posibilidades de rebuscársela), pero que de todas maneras respetaban el aislamiento, decidieron mandar todo a la mierda y salir a buscar lo que encerrados no encontraban por ningún lado: comida, comodidades, incluso dinero, aunque dudo de que en este contexto sirva de algo. La policía actuó (yo actué) por un tiempo, pero no hay fuerza que pueda contener a una población desesperada. Y furiosa.

Entonces decidí armar el bolso y juntarme con mi familia. Como dije antes, no me fue sencillo llegar. Antes, si veía que alguien cometía un delito, daba la voz de alto y lo inmovilizaba, para después trasladarlo. Ahora, apunto y disparo con mi pistola Browning 9mm. Este simple hecho me mantuvo con vida. Cuando finalmente llegué, Diana me recibió con una expresión de alivio, mientras que los chicos corrieron hacia mí con los brazos abiertos.

Intentamos aguantar, creyendo (o deseando más bien) que las fuerzas del orden iban a tomar el control. Por mi parte, reconocía la cuota de ilusión que tenía esa espera. Mi celular no había sonado en ningún momento, lo que no me daba buenas señales. Si en la comisaría hubiesen estado trabajando, tanto mis compañeros como mi superior me hubieran buscado. Pero nada. O no había nadie o los que estaban ya no se ocupaban de nada.

Cuando a los pocos días se cortó la luz, supe que ya no había vuelta a atrás.

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Cada vez que me asomaba a la ventana podía escuchar el ruido de los tiros. Venían de todas partes. Algunos eran de pistolas como la mía, aunque no faltaba la ráfaga de ametralladora o la explosión de lo que juraría eran granadas de mano. Incluso por la noche, cuando apenas se veía algo gracias al resplandor de la luna, las detonaciones continuaban. Todo olía mal. El edificio en el que estábamos, las calles que nos rodeaban… Todo.

Con lo que me quedaba de batería en el celular, traté de llamar a mis compañeros. Nadie respondió.

Cualquiera que haya visto una película apocalíptica sabe que, para sobrevivir en tiempos de caos, hay que mantenerse en movimiento. Hasta hace poco no lo creí cierto, pero el estado en el que estamos me obligó a aceptar este hecho. Si te quedás en un lugar, tarde o temprano te encuentran. Los «grupos» se meten en las casas, violan a las mujeres, matan a los chicos, roban todo lo que se puede robar.

En resumen, después de una semana nos tuvimos que ir. A Diana no le gustó mucho la idea de movernos, pero entendió que no nos quedaba otra opción. Ya casi no teníamos comida, y era cuestión de tiempo para que algún «grupo» se metiera en el edificio y empezara a revisar departamento por departamento.

Con poco más que lo puesto, nos fuimos por la mañana.

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Mi Chevrolet Corsa no sobrevivió a la ley de la intemperie. Tenía los vidrios rotos y estaba en llantas. Revisé los autos estacionados a su alrededor, ninguno se había salvado. La decepción casi nos hace volver al departamento, pero una serie de tiros provenientes de un piso superior al nuestro nos hizo seguir con el plan inicial. Diana con Diego de la mano y yo con Mariano a upa emprendimos a pie el camino hacia la comisaría del barrio, que estaba a unas siete cuadras. No era mi comisaría (yo trabajo en otra, bastante lejos), pero al fin y al cabo era policía y, para un policía, cualquier comisaría es un poco su casa. Además, si hay un lugar en donde un grupo de personas puede resistir, es en un lugar donde sobran las armas, las balas y los calabozos.

Eran las ocho de la mañana. No hacía mucho que había amanecido y el frío todavía era intenso. Cuando respirábamos, las nubes de vapor se formaban a través del barbijo.

Las calles reforzaban la idea de un escenario apocalíptico: autos rotos, volcados o directamente desarmados. Los chasis abandonados semejaban fósiles de criaturas prehistóricas. Tanto las veredas como las calles estaban repletas de basura, y no faltaban cuerpos. Cada pocos metros podíamos ver alguna víctima del virus o de otro ser humano. Con sólo echarles una mirada se podía distinguir entre ambos: los muertos por el virus, flacos, con la piel gris pegada a los huesos y la boca bien abierta, como intentando absorber algo de oxígeno; los muertos por la mano del hombre, golpeados, tirados sobre charcos de sangre, con la piel morada como consecuencia de hematomas enormes. Tampoco faltaban los descuartizados.

A lo lejos alcancé a ver una jauría de perros. Eran como veinte, puede que más. Si nos hubiésemos cruzado con ella, nos habría ido mal.

Seguimos caminando. Les pedí a mis hijos que cerraran los ojos y que respiraran por la boca, a través del barbijo. De esa manera no verían nada y olerían poco. Nunca sentí un hedor así. Era como una mezcla de animal muerto, fruta podrida y carne quemada. No se me ocurre otra comparación. Los tiros continuaban escuchándose y, cada tanto, algún auto recorría las calles a toda velocidad.

En ningún momento dejé de tener el arma en la mano. Estaba cargada y lista para disparar. El barbijo me dificultaba respirar, pero no pensé en quitármelo. El virus seguía siendo una amenaza, aunque no la única y ni siquiera la más peligrosa.

Todo el camino fue un constante avanzar y detenerse, mirar bien antes de cruzar una calle, esconderse ante el menor ruido. Poco antes de llegar a la comisaria, un hombre se nos vino encima, con sus dos brazos extendidos, como si fuera una momia de los dibujos animados. Dijo algo, pero no llegué a entender. Diana gritó y yo abrí fuego. El hombre cayó de inmediato, sobre su espalda. El tiro le había borrado la mitad superior de la cabeza. A juzgar por el color de su piel y por sus pómulos sobresalientes, tenía el virus.

Seguimos avanzando con más rapidez, sin por eso dejar los recaudos de lado. Si alguien había escuchado mi tiro o el grito de Diana, vendría por nosotros. No podíamos perder tiempo.

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La comisaría había sido tomada. Al llegar, me asomé y vi a un montón de personas (tanto hombres como mujeres) con rifles, pistolas y hasta una escopeta recortada. Ninguno era policía, de eso estoy seguro. Entre policías nos reconocemos. Los hombres que llegué a ver estaban cubiertos de tatuajes, y una de las mujeres vestía apenas un top que le tapaba un par de tetas enormes. Todavía no entiendo cómo no se congelaba con este frío. Un dato que, no sé por qué, me llamó la atención fue que ninguno usaba barbijo. Es increíble lo que una persona puede pensar en una situación límite.

Yo los vi y ellos me vieron. De la misma manera que reconocí que no eran policías, ellos reconocieron (o intuyeron) que yo sí lo era. No sé si fue por mi corte de pelo o por la pistola Browning que tenía en la mano (la misma que algunos tenían en la suya), pero la verdad es que uno de los hombres exclamó, divertido, «¡llegó la ley!» y el resto nos apuntó.

–¡Corran! –grité.

Corrimos. Diana con Diego de la mano, yo con Mariano a upa. A nuestras espaldas sonaron los disparos. Los pocos metros que nos separaban de la esquina me resultaron interminables. Por cada detonación, Diana pegaba un grito. Todavía no puedo entender cómo no terminamos todos muertos. Es evidente que esos hombres y esas mujeres no habían disparado mucho antes. Hasta puede que no hubiesen disparado nunca. De lo contrario, no estaría contando esta historia.

Pero mentiría si dijese que salimos ilesos.

Doblamos en la esquina y no nos encontramos más que con basura y varios autos abandonados. Todas las casas parecían vacías. Por un momento, creí que lo habíamos logrado…

–Gonza… –dijo Diana a mis espaldas.

Me di vuelta y la vi, tenía toda la pierna izquierda roja. En intervalos regulares de apenas unos segundos, un chorro de sangre salía despedido con gran fuerza, cayendo a más de un metro de distancia. No soy médico, pero tampoco necesitaba serlo para saber lo que había pasado.

–La arteria –dije y, al tiempo que dejaba a Mariano en el piso, me acerqué a Diana.

Fue horrible. Todo el mundo se sumió en un caos amorfo e insonoro. La cara de Diana, blanca como la leche; los gritos de Diego; el llanto de Mariano; los tiros a lo lejos. Por suerte (si puedo usar esa palabra), ninguno de los usurpadores de la comisaría nos siguió. De haberlo hecho, hubiésemos sido un blanco sencillo.

–Te voy a ayudar –agregué, y me saqué el cinturón del pantalón y se lo pasé por la pierna herida con el fin de hacerle un torniquete. Sabía que no iba a funcionar. Perdía sangre muy de prisa. Mucha sangre. Los chorros eran cada vez más débiles. Su pulso se estaba ralentizando–. Tranquila, mi amor. Te voy a ayudar. Te voy a ayudar.

Ahora que lo pienso, era la primera vez que le decía «mi amor» desde nuestra separación en el 2017. Y también fue la última. Diana murió en esa vereda, a la vuelta de la comisaría, desangrada, ante la mirada atónita de su ex marido y de sus dos hijos.

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Seguí con los dos chicos. Hubiese querido volver y darles a esos hijos de puta lo que se merecían, pero no podía dejar solos a mis hijos en plena calle. Así que caminamos. Volví a alzar a upa a Mariano. Diego estaba a mi lado, agarrándose de mi codo. Por mi parte, yo seguía sosteniendo el arma.

La comisaría ya no era una opción. Volver al departamento, tampoco. Mi casa quedaba lo suficientemente lejos como para hacer de un viaje caminando algo imposible. Solamente quedaba un lugar a donde ir.

–¿A dónde vamos, pa? –me preguntó Mariano, con su cara escondida en mi cuello.

–A un lugar donde esta gente seguro que no va a ir.

–¿Y dónde es eso? –intervino Diego.

Lo miré. Parecía haber crecido de golpe. Su pelo estaba revuelto y sus ojos reflejaban una dureza que días atrás (horas atrás) me hubiese parecido absurda en un chico de su edad.

Estiré el brazo y se lo pasé por los hombros. El arma colgaba a pocos centímetros de su cara.

–A la biblioteca –respondí, y seguimos andando.

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No me equivoqué.

Mi mamá trabajó toda su vida en esta misma biblioteca, y siempre se quejó de lo mismo: muy poca gente leía libros. Y los que lo hacían, se los compraban. Las bibliotecas de los barrios eran lugares para viejos que querían hacer un taller literario o para los familiares de los mismos empleados, entre los que estaba yo. Pasé gran parte de mi niñez en este lugar, leyendo historias de Sherlock Holmes y del Padre Brown. De hecho, no me extrañaría que mis deseos de ser policía hayan nacido acá. Sea como fuese, sabía que no iba a haber nadie, y como dije antes, no me equivoqué. Estamos solos. Afuera se escuchan detonaciones constantemente. Cada tanto, un auto pasa a todo lo que da. Nosotros no nos inmutamos. Estamos seguros, al menos por ahora. La biblioteca va a ser el último lugar donde las personas van a ir. Incluso, para muchos este lugar ni siquiera existe.

Y acá estamos los tres, Diego, Mariano y yo. Hace frío, pero estamos abrigados. Probé las estufas y no funciona ninguna. Tampoco hay electricidad. No importa. Hay un ventanal enorme en una de las paredes. Cuando el sol salga, vamos a tener luz de sobra. Los chicos podrán entretenerse con los libros, mientras yo salgo a buscar comida… Comida y a los hijos de puta que mataron a Diana. A esos hijos de puta que me obligaron a dejarla sola, tirada en el piso, ante la mirada de nuestros hijos. A esos hijos de puta los voy a ir a buscar y los voy a cazar, como si fuesen animales, que en definitiva es lo que son.

De momento, este lugar nos va a servir. Ojo, no me olvido de que para sobrevivir hay que moverse. Llegado el caso, nos moveremos.

No me preocupo. Sé que este es el fin. De eso estoy seguro.

Pero todo fin tiene un comienzo.

Y este fin recién empieza.

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