El gabinete de figuras de cera

Slawomir Mrozek

 

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Fui a un gabinete de figuras de cera. Resulté ser su único visitante, ya que este tipo de entretenimientos está pasando al olvido al no poder competir eficazmente con los medios audiovisuales modernos. Vagué por unas salas polvorientas y en penumbra donde solo estaban iluminados los nichos en las paredes, como unos escaparates comerciales. Me detuve frente a María Antonieta inmóvil bajo la cuchilla de la guillotina a punto de caer, pero como no caía, cansado de esperar, me fui a ver a Marat en la bañera, pero allí tampoco pasaba nada, porque el cuchillo que sostenía encima de él Carlota Corday también quedaba en el aire, sin acabar de caer. John Kennedy; en principio la cosa estaba un poco mejor, pero tampoco era nada del otro mundo, porque de hecho ya todo había acabado: el presidente yacía semirrecostado sobre los cojines del coche, cosido a balazos, así que no valía la pena esperar. En la sección de pensadores y descubridores reinaba un aburrimiento espantoso. Benjamín Franklin en el momento de descubrir el pararrayos; solo la expresión de su cara demostraba que estaba descubriendo algo, ¡si al menos cayera un rayo! Pero ¡qué va! Charlie Chaplin es mejor en el cine que confeccionado en cera, ¿qué interés tiene un Charlie Chaplin que no se mueva? Algo desanimado me dirigí hacia la salida, es decir a la última sala, dedicada a la época contemporánea. Pero la contemporaneidad ya la veo en la tele, así que me disponía a salir sin siquiera mirar, cuando de pronto…

—Pst… —oí.

El murmullo procedía de un dictador que no hacía mucho ocupaba bastante espacio en los telediarios, pero que después huyó y desapareció sin dejar rastro tras producirse una revolución. El dictador era sudamericano o balcánico, ya no recuerdo bien, se ven tantas cosas de estas hoy en día, y, por lo demás, no soy experto en uniformes.

—Pst… —volví a oír, tras lo cual (y era aún más raro tratándose de una figura de cera) me hizo señas con un dedo para que me acercara. ¿No sería un truco electrónico para animar un poco aquel depósito de cadáveres pasado de moda?

—Quiero pedirle un favor —dijo aquel individuo céreo con una voz del todo humana. Si era un truco electrónico no estaba nada mal. Le di una patada en el tobillo para ver con quién me las tenía.

—¡Estoy vivo! ¡No me dé patadas! —gritó palpándose el lugar dolorido—. Me escondo aquí.

Pensé que por fin había algo interesante, por no decir algo extraordinario.

—¿En qué puedo servirle?

—¿Podría gritar «¡Viva!»?

—¿Viva quién?

—Yo.

—Pero si usted está vivo.

—Sí, pero con esto no me basta. Me gustaría oír que alguien me lo desea. Durante muchos años todo el mundo me gritaba «¡Viva!» y me acostumbré. No aguanto más sin oírlo.

Parecía que de veras no podía aguantar más cuando se arriesgaba a perder su escondrijo. Al fin y al cabo podía denunciarlo.

—No voy a gritar.

Cayó de rodillas frente a mí.

—¡Solo una vez, se lo suplico!

—Imposible.

—¿Por qué? ¿Es usted enemigo de las dictaduras?

—No, la política no me interesa.

—Entonces, ¿por qué?

—Es asunto mío.

Salí a la calle de lo más contento.

Por supuesto que no lo voy a denunciar. Que siga escondiéndose y que siga sufriendo. Ah, se me ha olvidado decir que soy un sádico. ¿Quién, si no, visita aún hoy en día los gabinetes de figuras de cera?

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