Guillermo Cabrera Infante
En el invierno de 1965 vivía en Madrid con Miriam Gómez y mis dos hijas de siete y once años. Por Navidad estrenaron Mary Poppins, una de las pocas películas que podían ver niños y adultos a la vez. Como gancho para mí, la última tanda era en versión original. Era la primera vez que ocurría en Madrid. Me apresuré a alistar a mis hijas y a Miriam Gómez, que me dijo: «¿Por qué la prisa? La película se acaba de estrenar». «Es la versión en inglés con subtítulos», le dije. «Tal vez no tengamos otra oportunidad de ver a Mary Poppins con subtítulos». Fuimos todos a ver a Mary Poppins con falda larga que levita. Dos días después por petición popular desaparecía la versión original para no verse más. Fue sustituida por la versión doblada, como en todas las tandas. Ahora Mary Poppins, suplantada la deliciosa dicción inglesa de Julie Andrews, levitaba en español para desaparecer en nubes de doblaje que nunca oyó Walt Disney. Hay que decir que Disney doblaba sus cartones y largometrajes en español para la América hispana. Pero no hay voz original que perder entre dibujos animados.
Fue esta intrusión del doblaje en todas las películas visibles en España lo que me consoló de perder a Madrid y ganar Londres, V. O.
Mi madre no me crió en el cine para ver películas dobladas. Pero hay un experto en cine americano, un pintor amigo que vive en Madrid (en un minuto les doy su nombre y dirección y una descripción de sus cuadros) que no podía soportar el Cine doblado. Como tenía que vivir en España y prefiere morir en Madrid a no ver cine, como antídoto pagó un estupendo estipendio para tomar un curso en Londres en el Institute for the Hard of Hearing. Los ingleses, más eufemísticos que místicos, llaman a los sordos «duros de oído». (El pintor apodó a la clínica The Van Gogh Institute for the Ear.) Aquí aprendió a leer los labios en inglés y ahora va al cine en Madrid y lee los labios dorados de Kim Basinger pero evita la boca ávida de Robert De Niro, también llamado Robert Dinero. «¡Un horror!», lo declara nuestro Apeles, que vive feliz entre películas dobladas de cuyo mensaje español ni se entera. El pintor Audaz (ese es su nombre) se ha ahorrado con su método mudo el tener que pagar ya más a su alienista, que le dijo en una sesión doble: «Su fobia al doblaje es una forma española del complejo de Edipo». Pincel Audaz, que nació en La Habana de padres españoles, habla con un acento asturiano que rechina —lo que no le impide hacer desternillantes caricaturas cubanas. Pero para él las películas en España están en un inglés visible pero silente.
Lo que determinó que el pintor que ama el cine más que la pintura (le interesa, como al genio de Altamira, todo lo que se mueve) inventar su Método Van Gogh fue una experiencia con una película japonesa. Aunque mi amigo todo lo que sabe en japonés es Akira Kurosawa y tal vez Toshiro Mifune se apresuró a ir a ver la película seguro (otra palabra japonesa) de que no estaría doblada. No podía estarlo. No lo estaba. Cómodamente instalado en su butaca, disfrutaba la película que tenía un tema medieval, con espadas y caballos y un elenco de geishas guturales. El argumento versaba sobre una virgen de la aldea violada por seis o siete samurais que pasan. El resto es pura peripecia. En ese momento vino a sentarse delante del pintor una pareja adulta o adusta. No bien se sentaron el marido preguntó a la mujer: «Pero, ¿qué cosa están diciendo?» La mujer respondió con esa ignorancia que da la penumbra: «No sé, José. Yo no entiendo nada». El marido aferrado a su sobretodo como un náufrago a la última balsa decía: «¿Qué cosa están hablando ahora? Español no es». La mujer admitió: «¡No, en cristiano no hablan!». Entonces el marido con decisión de capitán de barco propuso: «¡Vámonos, vámonos! ». Pero al levantarse espetó lo que mi amigo consideró un punch line: «Esto lo hacen a propósito. Dan estas películas para que nadie entienda nada». Es decir pour épater le bourgeois español. El matrimonio salió rápido del cine, mientras en la pantalla Mifune hablaba el inescrutable japonés de una versión original.
Ése fue el testimonio de un pintor que nació con el cine hablado. Ahora habla un arquitecto español cuya obsesión era la imagen de Humphrey Bogart. Vestía como Bogart, fumaba cigarrillo tras cigarrillo como Bogart, trataba a las mujeres como Bogart: duro y al cuerpo. Lo único que le faltaba era la voz de Bogart: el actor no hablaba español. Cuando supo de una retrospectiva americana de Bogart (era la primera vez que exhibían todas su películas juntas), compró un billete de avión, voló a Manhattan y del aeropuerto fue al cine New Yorker, donde ocurría la vida, pasión y muerte de H.B. Nuestro arquitecto (es una manera de decir) se sentó en su luneta, miró a la pantalla y vio arriba a Humphrey Bogart en sombras y en sonido. Al momento quedó extático por el rechazo. ¿Era esa voz gangosa, nasal y con un ceceo atroz la voz de Humphrey Bogart? ¡No podía ser! Pensó que se trataba de un fallo mecánico. Seguramente esta copia estaría defectuosa: algo pasaba con el sonido. Salió del cine corriendo, corrido. Decidió volver al día siguiente. Cuando lo visitó de nuevo el espectro de Bogart hablando con acento de Brooklyn (Bogart, entre paréntesis, habló siempre con acento) le temblaban las piernas y creía que era el edificio que se venía abajo. Esa misma tarde tomó el avión de regreso a Madrid y no volvió a tratar de parecerse a Bogart, al que había llegado en su intimidad a llamar Bogey.
Al conocer años más tarde al arquitecto cansado de Bogart por otros mares de locura me contó su aventura americana. Le dije que esa voz que consideraba atroz era no sólo tan genuina como el actor sino que era la característica mayor de Humphrey Bogart después de sus ojos. Sus imitadores podían llevar sólo un sombrero de fieltro y una trinchera usada y hablar con ese ceceo silbante y esa nasalidad odiosa o amorosa —y ya conseguían, si no ser, por lo menos parecerse a Bogart. Le informé que en Inglaterra transmitían por radio un anuncio que, sin identificar a Bogart, anunciaba con eficacia la voz a un restaurante más o menos marroquí. Bogart era su voz o no era. En España evidentemente Bogart no era Bogart. Era un ersatz, similor, diamante de diamanté.
El doblaje además se usaba para desvirtuar no sólo las voces. Todo el mundo conoce el caso de Mogambo, en que el imposible adulterio original se convirtió en incesto perfecto, gracias a varias voces desencajadas y al arte narrativo de la censura franquista capaz de dar envidia a Balzac. Todo estaba hecho con espejos orales. Pero hay un ejemplo reciente que pocos conocen. Tarde en la noche en el cuarto de un hotel de Madrid donde todo aburrimiento había hecho su habitación encendí el televisor, cíclope en su cueva. Pasaban como por casualidad El dulce olor del éxito. En esta película Tony Curtis, que trajinaba servil para el vil Burt Lancaster, calumniaba en la prensa de Nueva York al novio de la hermana de Lancaster, cuya pasión incestuosa era la araña de la trama. En el original Curtis llamaba al renuente Romeo, que era un jazzman, con los epítetos épicos de drogómano, mal músico y comunista. En la versión doblada el pobre calumniado seguía siendo mariguano y mal músico ¡pero había desaparecido el carnet del partido! ¿Quién blanqueó al músico rojo? Cualquiera sabe. Pero el que sabe sabe que el membrete estaba ahí antes en la banda sonora.
Hablando de bandas sonoras se puede encontrar tal vez al culpable. El doblaje para acomodar al español polisilábico los monosilábicos labios en inglés debe hacer maromas, cabriolas y saltos morales. Así el diálogo original no es nunca el verdadero y el esperante espectador español tiene que acomodarse a lo que ofrecen los traductores que desesperan de alcanzar al inglés más allá del yes. Por otra parte las películas americanas (y también las inglesas) están hechas con una técnica minuciosa que desde los primeros años del cine hablado presta una gran atención a la banda sonora. No sólo a lo que se habla sino a todo lo que se oye. Esto incluye al sonido ambiente, a los efectos sonoros y a la música. Casi siempre el doblaje (que debiera llamarse mejor doblez), al acomodar las voces, destruye el resto de la banda sonora y lo que se oye es una reconstrucción hecha con escasos medios técnicos y a la carrera. Ahora, con las películas dobladas para la televisión, esos crímenes que se cometen en nombre del español (y, ¿por qué no decirlo?, también del catalán) llegan a sustituir toda la música original y he oído oestes ¡con Chaikovski de fondo! Patético.
No es que el doblaje pueda servir como he dicho a una forma obsoleta de censura, sino que el mismo doblaje es una forma de censura.
Es una muestra de ignorancia o un canard de celuloide decir que el doblaje se inició en Hollywood a fines de los años veinte. Lo que comenzó con el cine hablado fue la doble versión. Es decir, determinada película (Drácula, por ejemplo, con Bela Lugosi hablando su imitado, inimitable inglés y Carlos Villanías hablando español) tenía un reparto americano y al mismo tiempo se filmaba a un reparto español, en la mayoría de los casos sudamericano en los mismos papeles. Que éste es un método de filmación válido y de valor se ve bien claro en una obra maestra, Lola Montes. Max Ophuls filmó tres veces el mismo guión pero en diferentes idiomas. Martine Carol, doblada al alemán o al inglés, no hacía sufrir a las versiones simultáneas. La película por otra parte tenía en su reparto privilegiado a actores como Peter Ustinov, Oscar Werner y Anton Walbrook que eran perfectamente ¡trilingües!
Las películas no se empezaron a doblar en España bajo Franco o Primo de Rivera sino bajo la República en 1934. En esa fecha se inauguraron los primeros estudios de doblaje en español, propiedad de la poderosa Metro Goldwyn Mayer. El cine hablado americano, causa y efecto del doblaje, aparece tarde en España. Pero entre 1930 y 1934 todas las películas de Hollywood llevaban, como en la América hispana, ubicuos, conspicuos letreritos. Fue en 1946, con una preocupante excedencia de producciones, que Hollywood intentó vender el doblaje al por mayor en toda la América hispana. Metro, Warner y Fox y luego Paramount contrataron actores de radio de todas partes, desde La Habana hasta Buenos Aires, y empezaron a doblar como campanas. Las grandes producciones a las que afectó este mal babélico fueron, entre otras, Tener y no tener, El retrato de Dorian Gray y El filo de la navaja. Tengo que decir que Humphrey Bogart, doblado por un actor mexicano, era tan falso y falaz como doblado en España. Todo este doblaje para América se hizo en Nueva York. No hubiera sido mejor en Hollywood. Afortunadamente el público, de Buenos Aires a La Habana, rechazó el doblaje y reclamó la vuelta del subtítulo y también del familiar sonido original. Nadie en América creía que Humphrey Bogart nació hablando español. De este travesti verbal atesoro un momento de Tener y no tener en que el pseudo Bogart rechazaba los avances de Marcel Dalio con la frase «Besos no, francés, por favor». Es de una comicidad irreal que Bogart nunca soñó.
Primo de Rivera no era aficionado al cine pero Franco era un guionista de raza y se aprovechó de la posibilidad de canje que había en las voces dobladas. En 1941 Franco refrendó una ley imponiendo el doblaje como razón de estado. La ley, copiada de la Legge di Diesa del Idioma (Franco no sabía italiano pero la ley le fue traducida) que se originó con Mussolini, a quien gustaban más las actrices que los actores: para divo il Duce. Ambas leyes (o una sola ley repetida) prohibían totalmente las versiones originales de películas extranjeras. Curiosamente esta legislación nacionalista parecería proteger al cine español. No fue así. El cine se vio afectado en España por un aluvión de películas americanas dobladas poco después de la Segunda Guerra Mundial, contra el cual ninguna producción nacional podía competir. El beneficiario por supuesto no fue el idioma sino el bolsillo voraz de productores y distribuidores.
Un escritor al que no se puede tachar de ignorante del cine, Jorge Luis Borges (fue siempre al cine y al final ciego oía las películas), dice: «Quienes defienden el doblaje, razonarán (tal vez) que las objeciones que pueden oponérsele pueden oponerse, también, a cualquier otro ejemplo de traducción. Ese argumento desconoce o elude el defecto central: el arbitrario injerto de otra voz y otro lenguaje. La voz de Hepburn o de Garbo no es contingente: es para el mundo uno de los atributos que las definen. Cabe asimismo recordar que la mímica del inglés no es la del español». (Donde Borges dice mímica habría que decir entonación). Cita en esta nota de 1945 (cuando se intentó implantar el doblaje en América hispana) a Garbo y a Hepburn precisamente. Nadie puede decir que ha visto a Garbo si no la ha oído. Ese duro acento de hielo, esa voz gutural y esa declamación entre desmadejada y desdeñosa (que da todo el sentido a la frase famosa «I want to be alone»), a la vez erotizante y asexual, no pueden ser imitadas. Si lo son no pueden serlo ciertamente en español. Katharine Hepburn, por su parte, con su voz de niña nasal pero bien educada, de muchacha rica que quiere pasar por popular y altiva al mismo tiempo, es también inimitable. Así La fiera de mi niña (sin siquiera hablar de Cary Grant, poseedor de la dicción más original del cine) es un pálido reflejo de Bringing Up Baby aunque sean la misma película.
Ninguna de las verdaderas voces del cine (la de Lee Marvin por ejemplo) puede ser imitada con éxito. Hay además el problema de la escasez de los imitadores (o más bien de los que no son imitadores) y la pluralidad de los originales. Después de vivir un tiempo en Madrid y estar yendo al cine todos los días, comencé a observar que la voz del actor español que doblaba a Burt Lancaster era muy parecida a la voz de quien doblaba a John Wayne. Y a James Stewart y a Gregory Peck y a Gary Cooper y así, ad infinitum, anónimo. Luego me enteraría de que ¡un solo actor los doblaba a todos! También a Lee Marvin. Tamaña proeza histriónica merecía un premio. Se trataba de una versión oral de Lon Chaney, el hombre de las mil caras. ¡Era el actor de las mil voces! El doblaje, por fin, había logrado su obra maestra.
Borges parece estar pensando en este artista múltiple, un aleph del doblaje, cuando dice: «Las posibilidades del arte de combinar no son infinitas pero suelen ser espantosas».
Esas imitaciones (si lo son) no van más allá del audaz imitador del bachillerato que nunca buscó un premio en metálico con sus pobres parodias. El actor de doblaje se ha graduado pero sus logros no son menos torpes: el profesional no es más que una versión del amateur. Me susurran voces a veces para decirme que de suprimirse el doblaje los actores doblarían a muerto: perderían su empleo. Esto no es del todo cierto. Doblajes y versiones originales podrían coexistir, como ocurre en Francia. Además, ¿por qué el vegetariano debe preocuparse por el carnicero?
Las películas dobladas no son nunca el equivalente de la literatura traducida. Cuando alguien lee, por ejemplo, los poemas de Cavafis o de Pessoa jamás piensa que lee a esos poetas en versión original. Pero muchos espectadores llegan a creer que las voces desencajadas que vienen de detrás de la pantalla pertenecen, por la magia del cine, a las imágenes proyectadas del lado radiante. Al contrario, el equivalente de la traducción son, precisamente, los subtítulos, que dejan la versión original intacta y la versión traducida queda reducida a los letreritos. En la mayoría de los casos, al no padecer la premura del tiempo dramático y la imposición del espacio oral, los letreros son mucho más fieles al texto original, que es literario pero al mismo tiempo pertenece al dominio histriónico: cada actor es su versión original de los diálogos del guión. Una simple ecuación derrota al doblaje. Es la que se establece entre la abertura de la boca del actor (espacio) y el diálogo (palabras en el tiempo) que no hay forma de resolver ni eliminar. Einstein y Eisenstein se negaron siempre a ver películas dobladas.
«¿Qué hacer?» se preguntaba Lenin cuando doblaba a Marx (Karl). ¿Qué hacer, en el doblaje, con las voces de grandes actores que fueron o son grandes voces? No sólo de las mujeres únicas como Marilyn Monroe o Judy Garland, siempre cómicas, siempre tristes en sus voces que desmienten sus cuerpos, sino de actores como Edward G. Robinson, que alteraba su discurso según fuera el grotesco gángster de El pequeño César o el pobre profesor de La mujer del cuadro o el sosegado sabio de Verde de Soylent. O su imitador actual Robert De Niro. O Ronald Colman, cuya voz se podía pesar en oro: un actor todo voz. O John Gielgud, reputado como el actor con la voz más bella del cine. O Sir Laurence Olivier, el mejor actor shakesperiano de todos los tiempos, que en el cine podía ser el vacilante Hamlet, el implacable nazi Dr. Sel en Marathon Man y el repelente cómico de la lengua escindida en El comediante. O todavía más cerca, el astuto asesino de Sleuth, donde por estar enfermo Olivier llevó todo el peso de la pieza con sólo su voz. ¿Y qué decir del órgano vocal de Orson Welles, cuyos registros van del murmullo al rugido, del estruendo a la más sutil sotto voce? ¿Qué actor de doblaje es capaz de imitarlo? ¿No pertenece esta voz resonante al enorme cuerpo de Welles por siempre?
¿Qué hacer con la gran Bette Davis, ahora y antes, cuya voz es una trompeta capaz de derribar la muralla de su fealdad? Los que no la han oído a ella oyen una trompeta con la peor sordina.
En El hombre que tomó a su esposa por su sombrero viene un curioso experimento médico que es a propósito ahora porque demuestra cómo un espectador no puede identificar a una actriz Conocida porque su médico «prendió el televisor, cuidando de apagar el sonido. Había una vieja película de Bette Davis, pero el doctor P no pudo identificar a la actriz». El Dr. P, paciente, padece de una enfermedad cerebral que le impide identificar las imágenes pero no los sonidos. Es lo que ocurre a cualquier espectador de películas extranjeras dobladas al español.
¿Qué decir, después de Lenin, de los hermanos Marx? Que el doblaje sólo puede ser fiel a Harpo.
Sé que mis antologías son antiguas, pero el espectador que no recuerda las películas viejas está condenado a ver remakes —y no precisamente en versión original.
Podrán observar que no he hecho hincapié en los actores negros americanos (como Richard Pryor, como Eddie Murphy) cuyo doblaje es una muestra sonora de racismo. El problema no pudo resolverlo ni el mismo Virgil Tibbs, el Sherlock Holmes negro de Sidney Poitier en En el calor de la noche. Estoy seguro de que el estúpido, tupido dialecto sureño de Rod Steiger no recibió igual tratamiento.
Me dicen que hay protestas por el doblaje. ¡Excelente! No, no, me aclaran. Es un malentendido. Se trata de espectadores que no quieren la versión original, que les encanta la doblada. Por eso protestan y exigen ahora el doblaje en catalán, en vasco. (En Gibraltar, supongo, pronto querrán doblaje al inglés.) La voz del pueblo no es siempre la voz de Dios. Hay gente, parece, que protesta porque la televisión no sólo ofrece versiones originales sino también películas en el sistema original: Cinemascope, Vistavisión, etcétera. Hay gente que prefiere ver «Las meninas» impresas en una revista que ir al Prado. Este es el siglo de la reproducción, es verdad, pero una película en versión original es una reproducción exacta. No hay adulteración excepto en el doblaje. El recuerdo de Bogart es la presencia de Bogart. No sólo en sus ojos gachos y en sus manos que tiemblan ante una mujer como ante una pistola, sino en su voz viva.
Otro arquitecto español, que hace sus edificios firmes, pero se conmueve ante la imagen que se mueve en el cine, no padeció horror vacui al oír la voz de Bogart ni se sintió sacudido por la verdadera Greta Garbo o la Marilyn Monroe original. No podía decir que las conocía a pesar de haber frecuentado, escurriéndose ante el qué dirán, las salas oscuras donde se mostraba la belleza de la virago intacta sueca o las carnes apenas controladas por la tela de la rubia del siglo. Pero, me preguntó, ¿cuál es la alternativa? Me declaró, con lágrimas en los ojos, no poder leer los letreritos (léase subtítulos) al pie de la pantalla, grande o pequeña. Le hice saber enseguida (mi pseudónimo es Ipso Facto) que todo es cuestión de hábito, como bien sabe el monje. Aprendí a leer subtítulos tan pronto como aprendí a leer y llevo leyéndolos más de medio siglo. Aún ahora, la fuerza de la costumbre, cuando veo una película francesa (o en español como Simón del desierto) en la televisión inglesa no sólo leo los letreros sino que comento su idoneidad o su torpeza, sin dejar para nada de ver la película. El arquitecto, no sin ironía, me declaró: «Eres un espectador superior». Es verdad, le dije. Pero no menos cierto es que los otros espectadores suelen ser inferiores.
En una reciente Fiesta de los Oscares se ofreció un montaje de doblajes: francés, italiano, alemán, japonés y por supuesto español. Esta selección suprema tendía a satirizar el doblaje. Por alguna razón oscura los doblajes españoles eran los que mayor risa causaban después del indescifrable japonés. Pero no sólo el doblaje español, es el sistema mismo que está en cuestión. En francés, el amor por el cine que se transforma en desprecio, comete los peores crímenes contra la virgo intacta de la voz humana y así combinan el estupor con el estupro. Como en el caso de Le Cid, donde Charlton Heston declama ante la carne trémula de Sophia Loren: «Je t’aime, Ximene!». En inglés conozco tres ejemplos infames. En E la nave va, doblada por crasas razones de Creso como And the Ship Sails On, las voces en inglés, para hacer entender lo que era comprensible aún sin subtítulos, destruyeron la apoteosis de la ópera para transformarla en una ópera bufa. Carry On, Fellini. Cuando se dobló al inglés Il Gattopardo fue para aprovechar la presencia de Burt Lancaster, aristócrata americano, en el papel principal del príncipe. Todo el resto del reparto, excepto Alain Delon, era italiano. Italiana era la novela que adaptaban, italianos eran el ambiente y el vino, italianas eran las mortadelas que comían con gusto italiano los extras. Que todos ellos hablaran inglés no sólo era incongruente, era criminal: con cada frase anglosajona se mataba un siciliano. Il Gattopardo, finalmente, parecía una vendetta contra la Sicilia cínica que Luchino Visconti, italiano del norte, supo recrear tan bien. Viendo esta película recordé otra película de Visconti, Senso, vista en España con todos los italianos y los austríacos y cada carabineri mascullando el idioma de Castilla como si fueran nativos. Tal capacidad para hablar otro idioma dejaría a Berlitz con la lengua afuera.
En Hollywood se ha usado el doblaje a la inversa: un cantante invisible canta en las sombras y un actor mima su voz. El modelo más notable (y exitoso) fue el de Larry Parks doblando a Al Jolson en The Jolson Story. Otro doblaje notorio fue el de la cantante Marnie Nixon que prestó su voz a Audrey Hepburn en My Fair Lady. En una inversión inverosímil Lauren Bacall cantando en Tener y no tener lo hacía con ¡la voz del joven Andy Williams! Y hasta la erotizante Rita Hayworth de Gilda mimaba cuando era más mimada. Mientras Angie Dickinson, tan sólida, dobló a una actriz española en su debut de Hollywood. Era la primera vez que mujeres tan espléndidas producían entre ellas una dulce voz descarnada y una deliciosa carne sin voz. El doblaje es entonces un pecado carnal.
Es cierto que en Italia también doblan. No que las películas extranjeras sean dobladas, que lo son, mucho, sino que las mismas películas son sometidas a un proceso llamado doppiaggio. Pero se trata de otra cosa. El hecho de que los propios actores se doblen a sí mismos con una técnica que nunca destruye la banda sonora y es anterior a la musicalización y contemporánea con el sonido, no significa que la película está doblada. Que Federico Fellini se aproveche del viejo uso neorrealista de emplear como actores a gente que nunca lo ha sido y luego proceda a doblarlos por profesionales, no es más que una idiosincrasia de Fellini. Todo está, claro, a años luz de oír a Humphrey Bogart de sombras con una voz que niega la ultratumba que pertenecía a Juan Pérez. ¿Y qué pasa cuando muere la voz? Hace poco murió un conocido actor de doblaje especialista en doblar a un conocido actor de cine vivo, es decir capaz de seguir actuando. Cundió el pánico en la sala de doblaje hasta que apareció un actor capaz de imitar no al actor original ¡sino al actor de doblaje!
Me queda una última pregunta hecha en español al espectador español pero que pronto será doblada. ¿Por quién doblan las películas? No preguntes. Están dobladas por ti.
Epílogo
Dos grandes del cine, autores ambos, Marcel Pagnol y Preston Sturges, discutieron el doblaje. He aquí su diálogo:
STURGES: ¿Cree que mi público es capaz de leer subtítulos?
PAGNOL: ¿Y por qué no? ¿Es que es tan diferente? Con las películas mudas la gente leía los títulos con placer. Si con este método el público de un país puede disfrutar lo mejor de otro país sin la idiotez del doblaje y oír a un joven de la Provenza hablando con su madre en la jerga de Brooklyn o en francés insólito, me parece que el público ¡debe estar dispuesto a aprender a leer!
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