El verano del transistor

Hiromi Kawakami

 

 

 

—Vayamos hacia donde sople el viento —dijo Kazufumi.

«¿Qué eres? ¿Un cantante de música popular?», estuve a punto de soltarle, pero me aguanté. De vez en cuando Kazufumi dice cosas grandilocuentes y vacías de significado.

—El viento sopla hacia Nara —dijo entonces.

—¿Por qué a Nara? —le pregunté, ahora en voz alta.

—Por nada en concreto —respondió él.

A continuación agachó la cabeza y se peinó el pelo hacia atrás. Muchos de sus gestos tampoco tienen sentido. ¿Por qué llevo tres años saliendo con él? Por mucho que lo piense, no es la clase de hombre que me gusta. Más bien al contrario: los hombres como él no son mi tipo.

Sin embargo, completamente ajeno a mi confusión interna, Kazufumi compró una guía turística de Nara y reservó habitación en una pensión situada a orillas del estanque Sarusawa.

—Seguro que Nara está preciosa en verano —decía ilusionado mientras preparaba el viaje.

Sus «preparativos» se limitaron a embutir en una gastada bolsa de viaje un polo, unas zapatillas de deporte, un pantalón corto, una gorra de algodón y un transistor portátil, recuerdo de su difunto padre. Era un cacharro voluminoso como un diccionario, y Kazufumi lo llevaba siempre encima. Funcionaba con cuatro grandes pilas y pesaba bastante.

Animada ante la perspectiva de visitar Nara en verano, yo también empecé a preparar mis cosas. Me llevaría poco equipaje, igual que él: un polo, un sujetador, un pantalón corto y un pequeño neceser de maquillaje con un bote de acondicionador y otro de protección solar. Podría meterlo todo en la bolsa de viaje de Kazufumi sin que ocupara mucho espacio.

Al final, Kazufumi acabó contagiándome su entusiasmo. Cerré enérgicamente la cremallera de la bolsa de viaje canturreando: «Vayamos a Nara en verano».

—Apesta a ciervo —dijo Kazufumi con el ceño fruncido—. Y hace un calor infernal.

«¿Y qué esperabas? ¡Fuiste tú quien decidió ir a Nara!», estuve a punto de decirle, pero me contuve a tiempo. A decir verdad, el parque apestaba a ciervo. El tren había llegado a la estación a primera hora de la tarde y habíamos bajado con la intención de comer en un restaurante de fideos que recomendaban en la guía, pero dimos vueltas y más vueltas y no lo encontramos. Llamamos por teléfono y nadie respondió. Cuando llevábamos más de media hora andando, nos perdimos y nos metimos en un callejón al fondo del cual encontramos, por fin, el restaurante. Sin embargo, la persiana estaba bajada y un gran cartel anunciaba: CERRADO POR VACACIONES.

El calor me había dejado agotada.

—Eso es porque te pasas el día en una oficina con aire acondicionado moviéndote como un ratoncito, a pasitos —dijo Kazufumi—. Yo, en cambio, salgo a trabajar a la calle con traje y corbata. Para mí, este calor no es nada —presumía.

Aun así, empezó a mostrar signos de debilidad cuando en el abarrotado restaurante de kamameshi donde finalmente decidimos comer nos hicieron esperar un cuarto de hora a pleno sol.

—¡Qué asco! Estos ciervos apestan a ciervo —refunfuñó, con el sombrero encasquetado hasta los ojos.

—Son ciervos, es normal que apesten a ciervo.

Él me fulminó con la mirada.

—Hum —gruñó mientras sacaba el transistor portátil de la bolsa de viaje y lo encendía.

Como las emisoras estaban sintonizadas según la frecuencia de Tokio, sólo se oían interferencias. Kazufumi giró lentamente el dial.

De repente, la voz del locutor se oyó con claridad: «El anticiclón del Pacífico Sur nos afecta de lleno y hoy será el día más caluroso del verano, con posibilidad de tormentas por la tarde». Tenía una voz grave y agradable. La gente que nos rodeaba se volvió hacia nosotros como briznas de hierba mecidas por el viento. Kazufumi apagó el transistor, que enmudeció con un chasquido. No sé por qué yo me había sonrojado.

Al poco rato llegó nuestro turno. Dentro del local, el aire acondicionado funcionaba a toda marcha y el sudor se me enfrió de golpe. Sin embargo, al dejar de sudar me pareció que la elevada temperatura del exterior irrumpía en el restaurante, y aún tuve más calor que cuando estábamos a pleno sol.

—Un kamameshi de arroz, carne y verduras y otro de anguila —le pidió Kazufumi a la camarera.

—Yo sólo quiero un plato de fideos —le susurré a Kazufumi, que meneó la cabeza con altivez.

—En un restaurante de kamameshi no puedes pedir otra cosa que kamameshi. Sería una deslealtad.

—¿Una deslealtad? ¿Deslealtad con quién?

—Con el Gran Buda. O con los ciervos.

No había quien lo entendiera. Sin responderle, cogí un gran abanico que había en la esquina de la mesa y me abaniqué la nuca. El abanico llevaba impresa en tinta negra la inscripción «Antigua capital».

Los kamameshi llegaron enseguida. Kazufumi levantó la tapa de las dos ollas de hierro y sirvió cuidadosamente el contenido en sendos cuencos, utilizando una cuchara de madera distinta para cada guiso. Primero me tendió el de arroz con verduras y me puse a comer en silencio. Cuando hube vaciado el cuenco, me sirvió el kamameshi de anguila.

—Está rico, ¿verdad? —preguntó, buscándome la mirada.

—Está rico, sí —admití a regañadientes.

—Hemos hecho bien en pedir kamameshi, ¿a que sí?

—Hemos hecho bien, sí.

Kazufumi se echó a reír, y no pude evitar reír con él. Todavía estaba algo mosqueada, pero el kamameshi sabía a gloria. Incluso rasqué el fondo de la olla con una paleta plana para rescatar el arroz quemado que se había quedado adherido.

El dueño de la pensión, un señor mayor, nos había dicho que aquella noche abrirían la ventana del templo que permitía ver la cara del Gran Buda y la iluminarían.

Kazufumi quiso cenar temprano y salimos escopeteados hacia el camino que conducía al templo Todaiji.

—Estará iluminado —decía alegremente, mientras caminaba a toda prisa.

A mí me faltaba el aliento. El templo estaba situado al final de una cuesta.

Kazufumi llevaba el transistor portátil colgado de la cintura con un cordón. «Quítate eso de la cintura, que pareces un abuelo chiflado», le había pedido yo, pero no me había hecho caso.

—¿Qué tal si paramos a tomar una cerveza? —propuse malhumorada, pero Kazufumi me ignoró y se limitó a pulsar el interruptor del transistor, que se encendió con un sonoro chasquido.

—Aunque procure no hacer ruido, es tan viejo que siempre arma escándalo —se excusó.

«Qué peste a ciervo», pensé mientras recorría detrás de Kazufumi, como si de una persecución se tratara, el camino de acceso al templo, atestado de tiendas de recuerdos. Sin embargo, no lo dije en voz alta para evitar que él me respondiera: «¿Lo ves?». La radio emitía música pop estadounidense.

Contemplé en silencio las dos estatuas apostadas junto al portal sur. Representaban dos guardianes. Uno tenía la boca entreabierta y el otro apretaba los labios. Las estatuas estaban colocadas encima de un pedestal y de día apenas se les veía la cara, pero aquella noche estaban iluminadas y sus expresiones se distinguían perfectamente.

—Qué caras más terroríficas —comenté.

Kazufumi levantó la vista y respondió:

—Terroríficas y dulces a la vez. Me recuerdan a ti, Akiko.

—¡Cómo te atreves! —exclamé, y le di una palmada en la espalda.

El transistor se balanceó y oímos la música de la radio entrecortada durante unos instantes. Enseguida dirigimos la vista hacia el Gran Buda, y le vimos el rostro perfectamente recortado. Sólo habían abierto la ventana que tenía a la altura de la cara, que estaba iluminada y parecía flotar en el cielo nocturno.

—De noche parece un buen hombre, más que de día —dije, y Kazufumi asintió con la cabeza.

—Lo contemplaremos desde aquí —decidió, y se colocó en el único sitio desde donde le veíamos la cara entera.

Si nos acercábamos más, sólo le veríamos la mitad superior, y si retrocedíamos sólo quedarían a la vista la boca y el cuello. Así pues, nos quedamos en el mejor sitio y nos dedicamos a contemplarlo, inmóviles.

Al cabo de un rato, me sentí un poco triste. Siempre me invade la melancolía al contemplar un monumento iluminado. Miré de reojo a Kazufumi y también lo vi más serio que de costumbre. El transistor que colgaba de su cintura seguía emitiendo música pop estadounidense. Nos dimos la mano y seguimos contemplando el Gran Buda.

—Apesta a ciervo —admití.

—Y que lo digas —respondió él.

A continuación, se puso a silbar discretamente la música que sonaba en la radio.

El día siguiente también fue caluroso. Mientras caminaba, no paraba de quejarme.

Kazufumi recorría con entusiasmo el pabellón Sangatsu-do, el Kaidan-in y la sala del tesoro del templo Kofuku-ji. Yo, tras una breve ojeada superficial, me separaba de él y buscaba cobijo en el interior de las salas o a la sombra de las torres, y merodeaba sin rumbo fijo.

Bien entrada la tarde, Kazufumi al fin dio por terminada la visita.

—¿Nos vamos ya?

—¿No decías que el viento nos llevaba a Nara? —bromeé.

Él agachó la cabeza, se peinó el pelo hacia atrás y, cuando al fin alzó la cara, respondió:

—El viento sopla hacia Tokio.

«¿Qué eres, un actor de culebrones?», quería espetarle, pero me contuve porque hacía demasiado calor.

—Para tener un recuerdo —dije mientras compraba galletas para los ciervos.

Unos cuantos ciervos se me acercaron impetuosamente. Tuve miedo y le pasé las galletas a Kazufumi, pero él se las lanzó a los animales. Los ciervos se abalanzaron sobre las galletas esparcidas por el suelo y empezaron a devorarlas. Kazufumi sacó el transistor de la bolsa de viaje y pulsó el interruptor. Se oyó una voz que hablaba rápidamente en inglés, y los ciervos levantaron la vista del suelo. Nos lanzaron una ojeada con sus pupilas negras y volvieron a agachar la cabeza para seguir devorando las galletas. Kazufumi me rodeó los hombros con el brazo y emprendimos el camino de vuelta hacia la estación.

—Suéltame, que hace calor —dije, pero yo también lo abracé por la cintura.

 

Una respuesta a “El verano del transistor

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