Miguel Rubio Artiaga
Esta noche, me ha
contado la Luna,
que desde su atalaya
veía llorar a la Tierra.
Que el nivel del mar,
no subía por el Deshielo
de los glaciares nevados,
eran lágrimas vertidas,
tristes y amargas,
en los océanos abisales
desde playas y acantilados.
Me contaba mi vieja amiga,
el llanto de las montañas,
por el traidor holocausto
de sus selvas y bosques.
Cómo el grito de agonía
a modo de cante jondo,
tenía el dolor del roble,
la queja de la palmera
y la rabia de la encina.
El lamento del abeto,
el llanto del álamo,
la pena de la higuera,
el lloriqueo del ceibo,
la maldición del margalló,
el pesar del baobab,
el desespero, del cedro.
Por respeto a su edad,
me contó al oído,
la resignación del sabio,
de los ancianos pinos y olivos.
Me dijo la Luna,
¡Poeta, os estáis matando!
Poeta, sé que lo sabes.
Yo, he sido tu lazarillo,
cuando las calles bailaban
y llegabas a casa borracho.
Hoy no me toca trabajar, amigo,
Quédate conmigo,
en silencio, callado,
porque estoy harta,
si mis ojos rompen la vidriera,
nadie, más que tú,
tiene que verme llorando
Saqué una botella de absenta
y serví hasta arriba, los dos
primeros, de muchos vasos.
La Luna, quedó colgada
a pesar de mis cuidados,
en el alero de la casa.
La bajé y le dí un café.
Le ayudé a volver a sentarse,
en las mecedoras
con patas de cuna, de mi terraza.
Acariciaba, subida a su regazo,
a mi negra gata.
Parecían, la figura
de un bombón de chocolate,
en justo la mitad
de una tarta de nata.
Yo, muy sigiloso,
cansado, pero sonriente,
la taza en la mano,
con una sonrisa agridulce
solo las miraba.
La Luna la hablaba
en susurros,
mientras la gata
feliz y contenta, ronroneaba.
Se quedaron
dormidas las dos.
Antes de irme a escribir,
las tapé despacito,
con una manta.
Descansa, mi amiga Luna,
le dije cuando cerró los ojos.
Descansa. Yo contaré una vez más,
desengañado, pero leal, tus palabras.
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