Bertolt Brecht
Muchos días había resistido el árbol las tempestades de invierno y se había ido doblegando en largos atardeceres, agobiado por la nieve; pero llegó la primavera y, con ella, vinieron los buitres. Y el árbol luchó con ellos desde el canto del gallo hasta la medianoche. Los buitres, que oscurecían el cielo, se precipitaron sobre el solitario árbol con tal ímpetu que éste sintió temblar sus raíces bajo la hierba, y eran tantos que durante horas no pudo ver el sol. Destrozaron la madeja de sus ramas y desmenuzaron sus brotes y tironearon de su cabellera, y el árbol se arrodilló, curvó y desesperado, sobre la tierra de labranza; no se defendió contra el cielo, sino que se afianzó con firmeza en la tierra. Y los buitres se cansaron. Describían amplios círculos en el aire antes de abalanzarse sobre su enemigo haciendo vibrar las alas. Hacia la medianoche, el árbol advirtió que estaban derrotados. Él era inmortal y ellos se dieron cuenta, horrorizados. Habían hecho lo imposible por aniquilarlo, pero a él aquello le era indiferente y sin duda se durmió al caer la tarde. A medianoche vieron, sin embargo, que empezaba a florecer. Quería iniciar su floración aquel día tal y como estaba, deshecho y desgreñado, desamparado y sangrante; pues ya era primavera y el invierno había concluido. A la luz de las estrellas giraban los buitres con sus garras sin filo y sus alas destrozadas, y se posaban cansinamente sobre el árbol al que no habían vencido. Éste se estremecía bajo el peso de la carga. Desde la medianoche y sólo hasta que cantó el gallo permanecieron sobre él los buitres, gimiendo lastimeramente en sueños, con sus garras de hierro clavadas en las floridas ramas; pues soñaron que el árbol era inmortal. Pero muy de mañana alzaron vuelo aleteando pesadamente, y en la suave claridad del amanecer, desde lo alto, contemplaron al árbol como una silueta fantasmal, negra y reseca: había muerto durante la noche.
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