Miguel Rubio Artiaga
Aprendí a leer con los hermanos Grimm
y su versión de Caperucita Roja.
Fui consciente en el mismo segundo
en que entendía lo que leía.
Intuí que todo un universo
se acababa de abrir ante mí.
Me fui con Salgari a la India.
Intenté poner botas a mi gato, con Perrault,
Kipling me hizo notar que, detrás de un Dios
que reinaba, era un hombre lo que había.
Ayudé a Melville, a cazar a Moby Dick.
¡Uno para todos! !Todos para uno!
Entre padre e hijo, Dumas,
los mosqueteros eran seis.
Andersen y sus nevados cuentos.
Pinocho. El Flautista de Hamelín.
Simba. Yo Tarzán, tú Jane, ella Chita.
Burroughs se lo llevó a New York.
A Lewis Carroll y su Alicia Maravillas.
El legendario Guillermo Tell
Un bandido sólo de ricos, Robin.
La Semilla Mágica, escalera celestial.
El vidente del futuro, de nombre Julio,
que inventaba submarinos.
Jugué al escondite en una isla,
con Defoe y Robinson Crusoe.
Volé de copiloto con Saint-Exupéry,
siguiendo a un tal Juan Gaviota
amiguito del Principito.
Cenicienta y su príncipe fetichista.
El cuento popular de Blancanieves.
En la primera versión,
los enanos eran bandidos.
Todos, menos el mudito.
Llamé sádico a Salten
por dejar morir a la madre de Bambi.
Acompañé a Silver el Largo
disfrazado, por Stevenson, de loro
¡Ron, ron, la botella de ron!
tras la Isla del Tesoro.
Y así viajé por el mundo
siendo adolescente,
cuando todavía mi cerebro
se limitaba a leer y soñar.
Me creía todos los cuentos.
Unos me los quisiera volver a creer
y aún algunos me los creo.
—
Poema del libro «Motín de versos«, de Miguel Rubio Artiaga