Miguel Rubio Artiaga

La voz imposible,
la nota hasta el horizonte
variando de tonalidad…
como un jilguero mágico.
Belleza huracanada.
Era María Callas.
Diva entre las divinas,
la belleza, naciendo de unos labios
que ordenaban callar el silencio
y este se transformaba en estatua.
Utopía realizada.
Era María Callas.
Sonidos con estelas,
que tardan en desaparecer
en un recorrido de colores,
un canto cromático.
La soprano hechizada.
Era María Callas.
Voz, invocadora de dioses,
en Tosca, un suicidio que te duele,
también el desgarro del abandono
de una mujer con el corazón roto.
Emoción, emocionada.
Alfarera de sentimientos con alas.
Ecos que nunca acaban.
Era María Callas.
La electricidad en esencia
desbordando tus venas,
ladrona de lágrimas
en un río de sentimientos
que, ignorando los cauces,
se convierte en torbellino y riada.
Era, María Callas.
Safo, vestida de voz celestial,
juguete roto del escenario,
presa de su propia grandeza
ella misma puso el punto final.
Sus cenizas, aventadas al Mar Egeo,
congregaron a las sirenas
que, impregnándose de magia,
se las llevaron con ellas.
Desde entonces se oyen cantos,
dicen los pescadores, embrujados,
venidos con la niebla de madrugada.
Ecos de un alma enamorada.
Es, María Callas.
