Miguel Rodríguez

Una vez hice un pacto con el diablo y la verdad es que me fue bastante bien. De hecho, creo que tuve suerte, aunque esto de la suerte es cambiante, no le pasa a todo el mundo igual. Hay gente a la que, sin motivo aparente, se le perdona todo. Sin ir más lejos, yo mismo. Parecen tocados por el dedo de dios, la cagan de maneras imprevistas en cosas que cuesta trabajo incluso imaginar, y a nadie le parece mal, todo el mundo lo da por bueno, es como una reedición de la cosa del hijo pródigo pero sin bellotas ni gilipolleces. A otros, sin embargo, parece que les han abierto la cara a hostias y anduvieran a ciegas en la cuerda floja. Sin ir más lejos, a veces también yo mismo. No hay porqué entrar en detalles. Total, aquel día viene este tipo y me dice: ‘A ver, hombre, no puedes ir por la vida como un indocumentado’, y me ofrece un trato.
¿Un trato?
Y pienso: ‘A ver quién es este gilipollas que quiere negociar conmigo’. Porque cuando uno propone negociar es que admite de antemano una cierta desventaja, y pide cartas como por favor. A mí se me da bastante mal hacer trampas, aunque tampoco sigo mucho las reglas del juego, con lo cual una cosa va con la otra. Pero concedo: uno nunca sabe muy bien quién es en realidad hasta que no hace un pacto con el diablo, para qué negociar con principiantes. Y viene a mí, que estaba tirado de la vida en la puta calle, en ese estado fronterizo en el que uno aún sabe quién es y percibe claramente que está dejando de serlo, que algo se termina para siempre. Un trato. Pues vale. Sin duda hay quienes dicen ‘yo nunca’, y se hacen cruces y esas cosas, pero a mí me da un poco de miedo la gente compacta y sin fisuras, nunca se sabe por dónde van a romper. Un pacto exige cierta negociación: un toma y daca, tú qué tienes, lo veo y lo subo, qué me ofreces, ni de coña, un quiero esto o lo otro. Algo. Yo también fui compacto. De una pieza. Uno cree que ha de ser compacto hasta que se da cuenta de que eso es una milonga y que la historia va por otro lado. Fui un tío de una puta pieza, un perdedor sin dudas ni vacilaciones, sin encajes. Pero luego empecé a negociar, a echar órdagos, a abrazar riesgos y a perder incluso lo que hasta ese momento consideraba esencial. Uno no siempre sabe lo que no está dispuesto a negociar, hasta dónde va a ceder, cuál es su límite de pérdida o qué sea lo irrenunciable en él, uno no sabe estas cosas hasta que no hace un pacto de este tipo. Y cuando lo firma, ya se ha pasado tres pueblos y se convierte al instante en explorador de por vida: los límites de la conciencia solo se conocen desde fuera, cuando ya eres otro, un experto negociador. Sin embargo, al poco tiempo se tiene la sensación de que en realidad no ha sido para tanto, que no ha pasado nada demasiado grave ni ha ocurrido ninguna desgracia. En realidad, la única desgracia es esa precisamente: que no ha pasado nada, que seguimos con nuestra vida de siempre tal como deseábamos y pedimos al diablo. Ese es el puro infierno, salvaguardar el miedo y lo que fuimos o creíamos que éramos, en lugar de buscar el aire en la cuerda floja y volar como ángeles. Obviamos que todos vivimos en la cuerda floja y estamos condenados a ser hermosos y acróbatas. Sin red, pues; sin ropa. Nuestro pacto solo es una fantasía irreal: poder soñar con la vida que queremos pero siguiendo como estamos, pensar en secreto que hay otro yo que vive la vida que a solas reconocemos como nuestra, mientras nosotros seguimos aquí, en la puta calle, viviendo una vida que sabemos que no es la que nos corresponde, viviendo aproximadamente. Sin red; sin ropa. De una u otra manera, todos hacemos algún tipo de pacto como éste. Es grave, pero no es letal. Lo aterrador es que olvidamos que lo hemos hecho y, con ello, quién fuimos o quiénes íbamos a ser antes del miedo, antes de la acrobacia también, a quién íbamos a querer a muerte sin necesidad de notario. Nos morimos por salvar los muebles en medio del diluvio, sin reparar en que ya no vale la decoración, que después de la firma todo va a ser minimalista, que los recuerdos decorativos nos ahogan y lo nuestro es el aire.
Un tiempo más tarde le busqué. Le busqué durante años por los sitios malditos que conocía de oídas y donde me ofrecían otros pactos. Tardé mucho en encontrar al diablo, pero cuando por fin le reconocí, fui hasta él y le dije: ‘A ver, tú, enséñame la historia esa de la cuerda floja de una puta vez. Y por si acaso me caigo, enséñame también a volar.’ El tipo no quería al principio, se resistía, ‘Ya hicimos un pacto, ¿te acuerdas? Y pediste justo lo contrario’. ‘Sí, sí, lo sé, pero ahora ya sé lo que quiero’, o sea, que no hubo más remedio, intercambiamos un par de hostias como preámbulo a la negociación y al cabo del tiempo accedió y me enseñó. No me tuvo en cuenta el cuerpo a cuerpo, entre caballeros no cabe el resentimiento. Me dedica tiempo y me enseña con fe y con paciencia, como si fuera su hijo. Y no sé muy bien cómo, pero lo cierto es que después de tantos años y tantas calles voy prescindiendo de cuerdas y estoy aprendiendo a volar. Sin red. Sin ropa. Es algo extraño: como si fuera un ángel.
