Alberto Ernesto Feldman

El paciente entró al consultorio del proctólogo con visible preocupación. No era para menos, desde hacía una semana venía tratando de quitar importancia al fuerte dolor que sentía en el último tramo de su aparato digestivo, atribuyéndolo a las más sencillas y variadas causas, esperando verlo desaparecer de la misma forma repentina e inexplicable con que había irrumpido en su vida. Pero el dolor no había desaparecido. Por el contrario, desde la noche anterior había aumentado notablemente y esa misma mañana decidió pedir hora con urgencia a un famoso especialista recomendado por un amigo, después que en su Obra Social le ofrecieran un turno de consulta muy lejano.
Había tratado de tranquilizarse pensando que todo podía haberse originado en un reciente atracón con queso de rallar, lo que más le gustaba, o también quizás en una afección común como hemorroides, una palabra que rechazaba con cierto pudor, a pesar de ser tema de conversación frecuente entre sus veteranos amigos del café.
En realidad, lo que lo tenía más asustado, al extremo de ni siquiera querer pensarlo, era la idea de ser portador de algo mucho más grave. Pero su pésima memoria le estaba jugando una mala pasada; su angustia iba creciendo minuto a minuto y todo hubiera vuelto a la normalidad con sólo recordar el último verano, siete u ocho meses atrás, cuando en una noche sumamente calurosa, transpirado y sediento, había confundido , semidormido, el vaso donde dejaba, sumergido en agua, el ojo protésico de vidrio, que remplazaba estéticamente al que perdiera en un accidente laboral, y de un trago, había ingerido líquido y objeto.
La rapidez con la que el Servicio de Oftalmología de su Obra Social le repuso la prótesis y su mala memoria, hicieron que no tuviera en cuenta en absoluto dicho suceso, y ahora estaba muy angustiado, respondiendo a las preguntas del médico, quien luego de escribir los primeros datos en la historia clínica, lo invitó a que se quitara las ropas y se colocara en la camilla para el examen rectal.
El profesional enfocó el haz de luz del reflector y separó las nalgas del sufriente, con sus manos enguantadas y después de calzarse los anteojos. Acercó sus ojos al lugar y pegó un respingo, volvió a aproximarse con precaución y, con un violento salto hacia atrás, tomándose la cabeza, repitió: “¡Esto no puede ser, no puede ser!…”
Por supuesto, la actitud del especialista y la tensión del momento, asustaron mucho más al paciente de lo que ya estaba y, pálido y angustiado al límite, preguntó con un hilo de voz:
-Doctor, ¿tengo algo malo?, ¡dígamelo, quiero saber la verdad!
-¡No se preocupe, hombre, quédese tranquilo, no es nada grave lo suyo, pero, en cuanto a mí se refiere, es algo sorprendente, una verdadera rareza, en mis cuarenta años de profesión con esta especialidad, he mirado muchos, muchos culos, pero que un culo me mire a mí, es la primera vez!
