Miguel Rubio Artiaga

Volvió convertida
en un gato negro.
Un espíritu silencioso…
cruel y rencoroso
de mirada en brasa viva.
Sombra fundida en la oscuridad
de las noches hechiceras,
cuando estrellas y Luna,
tras el telón del firmamento,
están mas escondidas.
Pasos de algodón sobre seda,
lentos, muy despacio
de casa por casa en la aldea,
los habitantes
esperando tras las puertas,
la temida visita felina.
Las ventanas cerradas,
los candiles apenas
una mínima llama,
las viejas con el párroco,
encerradas, orando en la ermita.
Volvió como un gato negro
y en la noche sigilosa,
todo apagado en las calles,
solo como dos faros malditos
el brillo rojo de sus pupilas.
Los maullidos acusadores
a intervalos desiguales
recorriendo las calles
traspasando las entradas selladas,
amenaza, de esquina en esquina.
La que quemaron viva por bruja,
torturada por inquisidores,
con un grito cavernoso
que resonó en todo el valle,
los maldijo con que volvería.
Esa noche con las últimas cenizas,
una mujer había muerto
mientras un gato negro nacía.
Sombra oscura amenazante
sombría, vengativa,
lentos sus pasos lentos
entre las calles vacías.
Los perros aullando de pánico
a una Luna inexistente
queriendo escapar de sus cadenas,
el pánico clavado en su cerebro
atornillado solo a la huida.
¡Pasa de largo demonio!
Rezaban en las casas atrancadas
abrazados unos a otros
con la voz susurrante
todas las familias.
Sabían que al amanecer
unos arañazos en la puerta
serían la señal a la Muerte,
donde debía pasarse,
para hacer por encargo, una visita.
